Fórmulas que revelan secretos de El Capital ✆ Leonid Kozlov Vasilevich Archivo Estatal Ruso de Moscú |
Mikel Angulo Tarancón | Una
de las grandes preocupaciones de Cornelius Castoriadis (Estambul 1922-París
1997) giraba en torno al verdadero sujeto de la sociedad. La pregunta
pertinente aquí sería: ¿quién es la sociedad? ¿Quién hace la historia? En su
obra más conocida, La institución
imaginaria de la sociedad (Tusquets, 2013) Castoriadis no deja de
subrayar el carácter histórico-social de las categorías capitalistas, o de las
relaciones de producción. Según él, deberíamos hacernos fuertes en la
convicción de que nada de cuanto sucede en la sociedad ocurre de suyo, por
necesidad o de modo determinista: la convicción de que el devenir del
capitalismo, es decir, los movimientos de la fuerza de trabajo, del plusvalor y
del capital, son fruto del hacer humano. Su pedagogía crítica y emancipadora
adolece, es cierto, del tono paternalista de un Kant trasnochado y
cascarrabias. Pero no por eso deja de resultar atractiva, por cuanto pone de
relieve el núcleo potencialmente revolucionario y transgresor de ese hacer
humano que es, aunque parezca mentira, el nuestro, y que no es otro que el de
la imaginación.
Pero como ocurriera en El Capital de Marx, lo difícil no es tanto restaurar el cuadro
teórico del autor como descifrar el enigma de los personajes por él descritos.
En efecto, existe la duda de si el protagonista del modo de producción
capitalista es el ser humano o lo son, por el contrario, las supuestas “leyes
económicas”, el orden impuesto por la autoridad o la máquina. Tenemos la
certeza, claro está, de que Marx aspiraba a una cierta
neutralidad científica, a la llamada “objetividad”. Pero también de que en su seno latía un corazón francamente humanista, una profunda conciencia de clase y un ardiente deseo de justicia. Ese deseo, y no otro, lo expresa el mismo Castoriadis en el libro que acabamos de mencionar. Y es consciente del desafío que supone:
neutralidad científica, a la llamada “objetividad”. Pero también de que en su seno latía un corazón francamente humanista, una profunda conciencia de clase y un ardiente deseo de justicia. Ese deseo, y no otro, lo expresa el mismo Castoriadis en el libro que acabamos de mencionar. Y es consciente del desafío que supone:
“Sé perfectamente que la realización de otra organización social, y su vida, no serán de ningún modo simples, que se encontrarán a cada paso con problemas difíciles. Pero prefiero enfrentarme a problemas reales que a las consecuencias de un delirio de un De Gaulle, de las artimañas de un Johnson o de las intrigas de un Jruschov” (Castoriadis, 2013, p. 147).
Tal es el nervio de todo discurso radical, de todo
movimiento que se pretenda autónomo, colectivo y libertario. Pero los
“problemas reales” a los que se refiere el viejo Castoriadis se han visto
modificados en el último medio siglo, hasta el punto de que los de entonces
resultan casi inverosímiles. Sencillamente, nuestros problemas llegan más lejos
de lo que él habría imaginado. Por eso no podemos seguir usando la misma vara
de medir, porque el diagnóstico es, a todas luces, distinto. Como objeto de su
crítica, ya no se perfila el viejo escándalo de la Unión Soviética; el
funcionalismo, el estructuralismo y el psicoanálisis, por su parte, no son sino
opciones filosóficas patéticas. Una vez desterrados los fantasmas de la psique,
la familia, la clase, etc., lo que cobra auténtico vigor y asoma en el
horizonte del porvenir es un coloso de dimensiones pavorosas: el Fin de la Historia de Fukuyama, el Imperio de Hardt y Negri, tal vez La Peste –de Camus. Podríamos
preguntarnos, en cualquier caso, quiénes son los seres que contemplan semejante
apocalipsis, quiénes participan de ese aciago destino.
Si nos atenemos a la llamada «nueva lectura de Marx»,
expresión acuñada por H. G. Backhaus (Dialektik
der Werform, prólogo a la ed. de 1997), surgen no pocas dificultades.
A la hora de identificar al sujeto vivo, a los actores responsables del
sistema, la crítica de la forma de valor y del fetichismo de la mercancía se
enreda en discusiones bizantinas y, según J. F. Anders, pese a todas sus
pretensiones, viene a ser poco más que un “l’art
pour l’art”. Esa corriente de interpretación de los textos de Marx se
queda, precisamente, en aquello que Ingo Elbe y otros rechazan, en una simple
“oferta interpretativa”, y lo que se destila desde la misma es más una
continuación de la exégesis que una ruptura con la ortodoxia tradicional. La
identificación de clase queda ahí relegada a un segundo puesto, o ni siquiera a
eso:
“O sea que son los extensos escritos póstumos de Marx lo que representa un desafío para la ciencia. Y yo que había pensado siempre que el desafío era la miseria del mundo…” (Anders, J. F., Wie Marx nicht gelesen werden sollte –Zur Kritik der neuen Marx-Lektüre).
Para Anders, Heinrich, que pasa por ser uno de los grandes
exponentes de esa «nueva lectura» junto con H. G. Backhaus y Helmut Reichelt,
no enfoca adecuadamente la cuestión de la «clase». A su juicio, Heinrich
adopta, a pesar de su precisión analítica y su capacidad de síntesis, una
postura débil, aséptica, con respecto a las relaciones de producción. Las
relaciones sociales son descritas de forma estática antes que dinámica; parecen
aislar a una clase de la otra, de forma que permanecen, a priori, enfrentadas:
“una posee esto y la otra aquello”. Pero ahí se queda. La interacción entre las
clases –comenta Anders–, el elemento dinamizador de todo proceso
histórico-social, brilla por su ausencia. Y como ocurre en las crisis,
naturalmente el proceso de interacción no es el mismo para una clase y para la
otra. Es el caso de la “adecuación del importe salarial”, del supuesto “valor
de la mercancía «fuerza de trabajo»”: todo un presupuesto contrafáctico, un
límite teórico. Pues para que se genere plusvalor, no es necesario
determinarlo. Pero para que el obrero reciba un sueldo a cambio de su
explotación, el valor de esa mercancía se presupone como algo determinado y
necesario.
Desde Isaak Rubin (Daugavpils 1886- Aktobe 1937), economista
soviético falsamente acusado por Stalin, encarcelado y ejecutado, hasta el
presente, la cuestión clave en el ámbito de la intelectualidad marxista más
especializada ha sido siempre la cuestión del valor. La retórica de la academia
ha tratado de silenciar por todos los medios posibles este grave problema
teórico, y es por eso que sólo ha sido tratado por individuos oscuros y a
menudo incluso despreciados. Pero una vez visto que las de «valor», «trabajo» y
«clase» son categorías relacionadas, amén de nociones centrales del pensamiento
de Marx, ¿cómo obviar su interdependencia? Hablar del valor del trabajo sin
llegar a una teoría de la explotación es un completo alarde de infatuación
pedantesca y, a estas alturas de la película, toda una rémora para la
conciencia de clase. Digámoslo ya abiertamente: no hay adecuación justa alguna
del salario; en tales circunstancias, el trabajo abstracto, que es la fuente
del plusvalor, impide toda adecuación posible. Porque precisamente se basa en
la situación previa de desigualdad que favorece la explotación. Y la
explotación no es un concepto o una idea. Es una relación social.
Es aquello sobre lo que también Karl Reitter polemiza, en la
misma revista Grundrisse, con el propio Heinrich, autor, a su vez, de
la más reciente y actualizada introducción a El Capital (Cómo leer El
Capital de Marx, Escolar y Mayo Editores, 2012) y lo hace con respecto
a dicha relación:
“Es la relación social lo que está a la base de la explotación de la acumulación. Dicho de otra manera, el plusvalor precisa de la relación social de la subordinación del trabajo vivo, es decir de nuestra subordinación en el proceso de trabajo y de valorización. Marx habla en este contexto del capital como «sujeto automático», una expresión que cita Heinrich –y que no encuentro demasiado afortunada. Pues podría inducir a abordar las relaciones sociales exclusivamente como movimiento de cantidades de valor, en resumidas cuentas, a liquidar el doble carácter de valor y capital, como cosa al tiempo que como relación social, en una jerarquía unilateral. Así es como se olvida la relación: nos encontramos tan sólo ante cantidades de valor, cantidades que nos ponen a los unos en relación con los otros.” ( Reitter, K., Kapitalismus ohne Klassenkampf? Zu Michael Heinrich: „Kritik der politischen Ökonomie“ ).
Cuando se trata de encontrar el sujeto real, esto es,
con peso político propio, de El Capital, a menudo se plantea esa
misma problemática: ¿nos hallamos ante una implacable determinación del
universo, ante esa calamidad de la fortuna contra la que clamaba el desdichado
Hamlet, o es otra cosa? En otras palabras, ¿qué hay detrás de El Capital ?
¿Es el autómata, o sea el enano feo y jorobado del materialismo histórico del
que hablaba Benjamin, o es un monstruo de otra naturaleza? Obviamente, ese no
es el punto; la cuestión –decisiva– es quién juega contra él, quién se sienta
frente a la máquina de la teología del progreso. Ante tamaño adversario, la
clase obrera pretende redefinir su estatus, hallar su lugar en el mundo,
defender su verdadera causa política. Simultáneamente, unos dicen que la fuerza
de trabajo se “terciariza”; otros, que la noción de “clase” se ha difuminado
con el tiempo. De esta manera, el sujeto político de la sociedad es enterrado
en un marasmo de delegaciones imposibles, falsas asociaciones y quimeras. Junto
a otros grupos sociales, los trabajadores ya ni siquiera entran en juego.
Pero cuando el juego parece estar perdido, sin embargo somos
aún nosotros, los trabajadores, quienes jugamos o, dicho con más exactitud, quienes
nos la jugamos. Y es penoso constatar cómo la Organización Internacional
del Trabajo (OIT), la misma que anuncia los 2,34 millones de muertes anuales,
esto es, la muerte diaria de 6.400 personas por accidentes de trabajo o como
consecuencia de enfermedades laborales, desde su presunto apoyo a las
“necesidades de los hombres y mujeres trabajadores”, incurre en la falacia del
“desarrollo”.
“«El desarrollo viene con el empleo» –se dice en la estupenda Agenda para el Desarrollo con posterioridad a 2015, y continúa–. Esta simple frase resume una realidad de siempre: que el trabajo permite a los hogares de bajos recursos superar la pobreza, y que la expansión del empleo productivo y decente es la vía hacia el crecimiento y la diversificación de las economías […]. Cuando la escasez de empleos o medios de vida disponibles mantienen a los hogares en la pobreza, hay menos crecimiento, menos seguridad y menos desarrollo humano y económico.” ( OIT, Nota conceptual de la OIT núm. 1 sobre la agenda de desarrollo post 2015 ).
Esta última frase no es tan simple como la de arriba, no
resume ninguna “realidad de siempre” y requiere, por tanto, de una breve
aclaración. Pues es el modo de producción actual, el trabajo abstracto y no la
escasez de empleo, lo que mantiene no sólo a los “hogares”, sino también a
millones de personas, en la más absoluta miseria, en la explotación sin límites
y en la esclavitud más aberrante. En otras palabras, la Gran Masacre. Nos
referimos a la esclavitud enmascarada, aquella que precisa de cuerpos y más
cuerpos y que, como el Moloch de Metrópolis, no se alimenta sino de las vidas
humanas y de la fuerza de trabajo de los obreros. Así pues, si “en el contexto actual de una economía
internacional frágil y turbulenta, la creación de empleos es la prioridad
mundial más acuciante en materia de desarrollo”, es porque esa prioridad es
interesada y privada, antes parcial que mundial, y no hace frente a la
perniciosa inercia del sistema. Más bien, lo que hace es acomodarse a ella,
suspender la capacidad crítica de la clase explotada y mitigar males menores,
superficiales, cuando la auténtica epidemia arrasa con el mundo entero.
Y, a pesar de lo que pueda parecer, no existe salvaguarda
alguna para la economía de Estado y su administración centralizada y
burocrática. En un momento como el presente, en el que el trabajo público se
encuentra en una situación igual de injusta y lamentable que la del asalariado
privado, la distinción entre un sector y el otro pierde toda la relevancia que
un día pudo haber tenido para la población. En América Latina, por ejemplo,
buena parte de la producción nacional sufre ya el desgaste del conocido como
«neo-extraccionismo», una forma derivada, según los expertos, del
neocolonialismo más exacerbado (Brand, Dietz, 2013). Allí, lo mismo que en Uzbekistán
o Etiopía, millones de personas, entre las que se incluyen millones de niños y
niñas, se afanan en las minas y en los campos de cultivo y, sea en favor de
quien sea, logran lo justo para poder apenas subsistir. Y los que no corren esa
suerte deambulan por las calles, en masa, al acecho de un posible comprador.
Las mercancías que venden son periódicos de gran tirada, son objetos hallados
entre la basura y son, en no pocas ocasiones, sus propios cuerpos.
En España, el estado de cosas tiene otras características,
pero sigue la misma tendencia destructiva y decadente. Según Miguel Borra,
presidente de la Central Sindical Independiente y de Funcionarios, la
precariedad del empleo público, acentuada por los problemas de personal, ha
llevado el sistema a un punto insostenible. Y es evidente que, como una empresa
más, el Estado tiene que vérselas con la estafa de la deuda, la competencia, el
sistema financiero y la presión de los mercados internacionales. Llegados a
este punto, ¿quién cree garantizado su puesto por el Estado de Bienestar?
¿Quién va a aceptar las nuevas condiciones laborales? ¿Quién querría someterse
a tal infamia? Toca decidir, efectivamente. Y toca hacerlo de manera urgente,
sí, pero también de manera consecuente. Porque no podemos seguir exigiendo el
cumplimiento de esos derechos que la autoridad maneja como mera moneda de
cambio –moneda que, por lo demás, hace tiempo que ha perdido su valor. Tampoco
podemos desaparecer del escenario de la lucha –como hacen los fantasmas. Ha
llegado la hora de los nuevos valores, las nuevas leyes, los nuevos sujetos
políticos.
Del espectro que recorría la Europa del siglo XIX, hemos
pasado, pues, a la máscara, la estampa histriónica, triste y deformada de un
anhelo y una voluntad política reales. Tras ella, tras la máscara de las
ideologías dominantes, las fuerzas que se hallaban a la base del movimiento de
entonces parecen hoy asfixiadas, diversificadas y anonadadas casi hasta la
extinción. Cuán larga es la sombra de la reacción, la clase explotada debe
saberlo. Pero la estrategia de enmascaramiento del sujeto político de la
sociedad, en lo que constituye uno de los grandes frentes del capitalismo,
persigue un fin específico: ocultar, bajo el velo de la desastrada «izquierda»,
la agitación global contra el capital y sus repercusiones más inmediatas. Por
eso mismo, el debate sobre los verdaderos fundamentos de la pobreza no llega ni
siquiera a tener lugar. Pues no se trata de afinidades partidarias, de atajos
electoralistas ni de gustos. Sabemos que, detrás de esa y de todas las demás
máscaras que puedan aparecer en adelante, no hay conspiración internacional,
terror jacobino ni “muchedumbre” alguna. Lo que hay son rostros humanos,
rostros como el de cualquiera de nosotros –la mayoría pobres.
Bien podría ser, con todo, que el rostro humano de El
capital lo pusiese no el pequeño y desagradable engendro de la teología,
sino esa misma “muchedumbre” sometida, la multitud rebelde y disidente que
atraviesa, con sus cadenas, la historia; que fueran las relaciones humanas, y
no las determinaciones estructurales y formales del objeto económico, aquello
en lo que consiste el sujeto de la sociedad. Dicho sujeto tendría así las
trazas de aquella clase tenaz y extravagante cuya formación y desarrollo tan
brillantemente ha expuesto Thompson, hace ya medio siglo, en La formación de la clase obrera en
Inglaterra (Capitán Swing, 2013). Un sujeto que no desaparecería
en la legitimación inconsciente de la actual situación, llevada a cabo por
tantos economicistas ilustrados, para quienes la clase obrera lo es “por
razones obvias”; que no desaparecería ni siquiera en el pesimismo conformista
de cierta parte de esas mismas clases explotadas, para las que la ilusión
acerca de un futuro posible y deseable se nutre, a la postre, de un letárgico
olvido del pasado. Pues ese sujeto tendría fecha de nacimiento, nombre y
apellidos propios; buscaría su lugar en el mundo; seríamos –o somos– nosotros
mismos.
Notas
- Anders,
J. F., Wie Marx nicht gelesen werden sollte –Zur Kritik der neuen
Marx-Lektüre (en cast. „Cómo Marx no debería ser leído –Para una
crítica de la nueva lectura de Marx”).
-Castoriadis, C., La institución imaginaria de la
sociedad, Tusquets, 2013.
-Heinrich, M., Crítica de la Economía Política, Una
introducción a El capital de Marx, Escolar y Mayo, 2008.
-Heinrich, M., Cómo leer El Capital de Marx, Escolar
y Mayo, 2012.
- Reitter, K., Kapitalismus
ohne Klassenkampf? Zu Michael Heinrich: „Kritik der politischen Ökonomie“ (en
cast. “¿Capitalismo sin lucha de clases? Sobre la “Crítica de la economía
política” de Michael Heinrich”).
-Thompson, E. P., La formación de la clase obrera en
Inglaterra, Capitán Swing, 2013.
-vv.aa. (Brand, U., Dietz, K.), Lateinamerika:
Dialektik der Ausbeutung, en Blätter für deutsche und internationale
Politik, 11/2013 (en cast: „Latinoamérica: dialéctica de la explotación“).