Karl Marx ✆ Aldéhy |
Existe la creencia de que tener algo en propiedad, negocios
o inversiones en sus más variadas formas, es lo que garantiza una gestión
eficiente tanto de la propia vida como de la sociedad. Potestad que se le niega
a quien esté privado de esa relación tan personal y directa con los bienes, por
esperar que el Estado le remedie lo que él es incapaz de conseguir a base de
los mecanismos que la democracia liberal le brinda. A este dogma hoy tan
instalado, con versiones constantemente actualizadas, es a lo que Maurice Dobb
llamó “argumento del tendero” (Argumentos sobre socialismo, 1960), ya que
cualquier propietario, aunque solo lo sea del papel o del apunte informático de
sus acciones o similares, está convencido de que esa posesión es indispensable
para asegurarse su vida y la de sus descendientes.
Una versión algo más elaborada del “argumento del tendero”
asegura que nadie puede ser libre e independiente si no es propietario. Según
los que defienden esto, la propiedad y la empresa personal serían las bases de
la auténtica “libertad”, lo que no deja de ser
paradójico en extremo, ya que tal argumento justifica un sistema que se caracteriza por un grado de concentración de la gestión de la propiedad –que va en aumento– en manos de unos pocos, quedando incluso el papel de las grandes masas de pequeños propietarios nominales reducido al de mera comparsa. Nada nuevo, ya lo había dicho Marx: “la propiedad capitalista se basa en el despojo de una mayoría en beneficio de una minoría privilegiada”.
paradójico en extremo, ya que tal argumento justifica un sistema que se caracteriza por un grado de concentración de la gestión de la propiedad –que va en aumento– en manos de unos pocos, quedando incluso el papel de las grandes masas de pequeños propietarios nominales reducido al de mera comparsa. Nada nuevo, ya lo había dicho Marx: “la propiedad capitalista se basa en el despojo de una mayoría en beneficio de una minoría privilegiada”.
En la etapa actual habría que distinguir propiedad de
posesión. Un pequeño accionista (ya lo sea directamente o porque alguien
invirtió su fondo privado de pensiones –o cualquier otro– en acciones) es
propietario capitalista (lo que se dio en llamar capitalismo de masas), pero
aunque sean millares los que perciben dividendos de las plusvalías, no tienen
ningún control real sobre la empresa; los tecnócratas o plutócratas pasan a ser
los gestores del capitalista real (los que deciden).
Lo que le confiere poder sobre los demás a una persona, o a
una clase social, es la posesión de los medios de producción a los que el
sometido no tiene acceso, y es esta desigualdad la que marca el sistema: la
riqueza concentrada en manos de unos pocos mientras la mayoría no posee nada;
por lo menos nada que merezca la pena, nada con lo que pueda extorsionar a los
restantes humanos cuando intentan satisfacer sus necesidades básicas.
Aunque se suelen magnificar casos como los de Amancio Ortega
o Steve Jobs, habría que seguir paso a paso la transformación de la idea genial
en acumulación estratosférica de capital, para cerciorarse de que los milagros
no existen. Además, es una simple cuestión probabilista que entre miles (o
millones) de personas intentando hacer negocios unos cuantos triunfen
aprovechando mecanismos hasta ese momento ocultos para sus competidores; los
fracasados no tienen biografía. Pero, al margen de estos casos, es cada vez más
frecuente que las rentas más altas vayan a parar a quienes apenas guardan una
remota relación con la producción, a los grandes especuladores financieros, a
quienes se pasan la mayor parte del tiempo disfrutando de su ocio en lugares
exclusivos; las ventajas económicas de partida y sus relaciones con el poder
(el desmantelamiento de la URSS o las privatizaciones en nuestro país son un
buen ejemplo), y no de sus destrezas, conocimientos o habilidades personales,
los sitúan en esos lugares de privilegio.
La división social entre poseedores y desposeídos lleva a la
fuerza en su seno un conflicto de intereses que, como una profunda brecha,
tiende a abrirse cada vez más, hasta llegar al punto de entorpecer seriamente
el funcionamiento de un sistema cuyo desarrollo parece una continua carrera de
obstáculos. A medida que los desposeídos se organizaran, tomarían conciencia del
lugar que ocupan dentro del sistema de relaciones sociales, y no solo se
esforzarían por imponer a toda costa sus propios intereses, que entran en
conflicto con los de todo un sistema, sino que se rebelarían cada vez con más
fuerza contra el propio sistema, atacándolo en sus raíces y luchando para
intentar enterrarlo definitivamente.
El hecho del capitalismo llevar en su semilla la oposición
de los trabajadores (o, dicho en términos marxistas: la lucha de clases),
supone en sí mismo un obstáculo fundamental para su normal funcionamiento como
sistema económico, y por eso es tan ineficaz, al margen de los espejismos
temporales, como lo sería un sistema basado en el trabajo de siervos, al que
por otra parte parece querer conducirnos la deriva actual. El capitalismo que,
según sus propagandistas, proporciona tantos incentivos económicos a la empresa
privada, termina por hacer agua en razón de los incentivos negativos que depara
a quien sus defensores apenas tienen en consideración: la clase trabajadora
Los cambios que se van sucediendo son imprevisibles. Los
hombres de negocios, y los gobiernos interpuestos en defensa de sus intereses,
tanto de forma aislada como en su conjunto, lejos de estar seguros de lo que va
a ocurrir actúan siguiendo determinadas expectativas o conjeturas que entran en
completa contradicción con lo que la realidad nos va mostrando. Entonces, la
cuestión no solo se restringe a la desaprobación de un sistema basado en la
explotación de unos seres humanos por otros, sino que se pone en evidencia la
incapacidad del propio sistema para permanecer estable y eficaz.
Es también una constante en el capitalismo en fase de
expansión que, en los sectores ya muy sobrecargados, las ganancias
tentadoramente altas arrastren a los inversores hacia operaciones mucho más
amplias de las que justificaría la base material que las soportan, ya que
además los grandes capitales gozan de posibilidades de inversión sin hacer más
que un desembolso inicial apenas simbólico. La bolsa consigue índices jamás
conocidos, los valores de las empresas se inflan, y el volumen de dinero que
entra en danza pierde cualquier relación con la realidad.
Y entonces llega la depresión, y la potencialidad de
convertir todos los valores en dinero se viene abajo. Durante el siglo XIX
había quien se preguntaba de donde se sacarían ingentes cantidades de oro para
hacer frente a las posibles reclamaciones de quien quisiera materializar su
dinero. La misma pregunta podría hacerse entre 1944 y 1971, cuando volvió a
regir el patrón oro. Ahora, sin entrar a hacer ninguna consideración sobre la
materialidad del encadenamiento de deudas soberanas para pagar los intereses de
las propias deudas, y de las grandes fluctuaciones en el tipo de interés,
altamente beneficiosas para los banqueros y especuladores que ayudan a
inflarlas, uno puede preguntarse que sucedería, por ejemplo, si China
pretendiera “gastar” su billonaria reserva de dólares.
Gilbart, en 1834, citado por Engels en un párrafo añadido al Tomo III de El capital, ya lo tenía claro: “Todo lo que facilita los negocios
también facilita la especulación, y ambos van, en muchos casos, tan íntimamente
unidos que resulta difícil decir dónde acaban los negocios y donde comienza la
especulación”. Y el problema es aún mucho más grave cuando el negocio y la
especulación se realizan sobre la mercancía dinero, en cualquiera de sus
manifestaciones sin posibilidad de conversión. Las llamadas a la sensatez,
buscando la materialidad de ese excedente astronómico, que de nuevo algunos
tratan de convertir en oro en la actualidad, redundaría en plasmar la evidencia
de lo insostenible, sea cuál sea la interpretación que se le busque en el mejor
mundo posible; por lo tanto, mucho mejor seguir alimentando la irracionalidad (irrealidad).
Sabido es que uno de los aspectos que hizo especial la
crisis en nuestro país fue la burbuja inmobiliaria. Se concedían créditos, no
sólo a los ciudadanos, sobre todo a las promotoras, que nada tenían que ver con
el valor de las propiedades con las que se garantizaban. Su valor, en una
evolución que ya se preveía, al someterse al mercado queda reducido en un
altísimo porcentaje (a estas alturas los valores aún siguen cayendo), y la
imposibilidad de vender la mayoría de los pisos y solares por algo parecido al
precio al que habían sido tasados es manifiesta. Sobre todo si tenemos en
cuenta que en la espiral desenfrenada de concesión de créditos sin garantías,
algunas operaciones santificadas por quienes dirigieron la bancarrota, y
obtuvieron como premio indemnizaciones millonarias, fueron de puro delirio.
Para no hablar de memoria pongo el ejemplo de un ático semiderruido de escasos
sesenta metros cuadrados, en una zona nada exclusiva de una ciudad de tamaño
medio, sobre el que en el registro de la propiedad consta una hipoteca (a una
promotora) de 250.000 euros. En este caso, y en las condiciones actuales, nadie
daría por él ni 20.000 euros. El banco, como era de esperar, nada hace para
ejecutar la hipoteca, y el piso finalmente pasará (si no ha pasado ya cuando
escribo esto) con su valor real al “banco malo”.
Evidentemente, hay pisos que no valen nada; el mercado es
así. Pero si los pisos en su materialidad de ladrillo no valen nada, o casi
nada, la gran pregunta es: ¿por qué va a valer algo un dinero, la mayoría
virtual, que sobrepasa hasta extremos estratosféricos toda la riqueza habida y
por haber del planeta? Y, si es así, ¿que seriedad se le puede dar a un sistema
económico que mantiene esa ficción?
***
Los comentarios anteriores, una mezcla informal y
desestructurada, intentan poner de relieve algunos aspectos del irracional
sistema productivo que rige nuestra existencia, también la pensante, pero aun
así hay parcelas que se resisten a ser sometidas, e incluso hay quien es capaz
de observar el sistema desde fuera, para interpretarlo y reafirmarse en que la
economía, a pesar de incidir en las otras superestructuras –política,
jurídica…–, no es el punto límite de nuestro desarrollo como sujetos de la
historia ni de nuestro devenir evolutivo.
En el siguiente apartado tratamos de analizar tan peculiar
manera de confrontación entre humanos, poseedores y desposeídos, acudiendo al
pensamiento marxista.
2. Un concepto de
marxismo
La tentativa de mantener en nuestros días un punto de vista
próximo al marxismo se enfrenta con los estereotipados argumentos de los
actuales tenderos, divulgados desde la cátedra hasta la televisión, y dirigidos
a expulsar a los infiernos totalitarios a todo aquel que para interpretar el
mundo eche mano, pongamos por caso, de El Manifiesto Comunista, de La ideología
alemana o de El capital.
De todas formas debemos reconocer que, lo mismo que ocurre
con otros muchos términos, “dialéctica” o “marxismo” no tienen un significado
universal. Y poco aportan, al tratar de clarificarlos, las citas fuera de
contexto: “la religión es el opio del pueblo”, o frases rimbombantes como
“esto no es lineal, es dialéctico”, “Marx invirtió la dialéctica hegeliana”,
etcétera, y otras muchas cantinelas en plan “palabra de Dios”, que ni explican
lo que es el marxismo ni dan la menor pista sobre las características que lo
hacen un elemento diferenciado a la hora de estudiar, interpretar y transformar
el mundo.
Al reflexionar sobre la transformación del pensamiento a lo
largo de la historia articulamos los diversos momentos de acuerdo con ciertas
relaciones posibles entre sujeto y objetos. Hacemos referencia a hipótesis
referentes a un momento de plenitud (revolución francesa, heliocentrismo...),
respecto al cual evaluamos otros estadios históricos o científicos, adquiriendo
así un compromiso de fidelidad ontológica (acontecimiento, verdad, fidelidad, multiplicidad...,
en el lenguaje de Badiou). Pero tales momentos son tan solo una posibilidad
lógica: la reconciliación entre el sujeto y la objetividad, entre la existencia
y el mundo. Objetividad que se considera característica de todas las llamadas
teorías de la historia, olvidándonos a menudo de que todas ellas tienden a
organizarse alrededor de un momento de plenitud. Y esta marca no es solo
característica de los hitos singulares correspondientes a los distintos
períodos históricos, tanto sociales como personales, sino que también lo es de
todos los constructos que adquieren la categoría de teoría normalizada. Así,
por ejemplo, la Relatividad representa hoy una referencia común con la que
serán comparadas las teorías anteriores y posteriores de la
física.
Admitimos que tales categorizaciones, tanto en la física
como en cualquiera otro campo, no son producto de distintos grados de
genialidad sino de la lógica interna del propio desarrollo histórico y de una
acumulación de posibilidades formales que convergen en la nueva teoría. Para
nosotros el marxismo, en concreto la crítica a la economía política que
representa El capital, configura uno de esos momentos de plenitud en lo que se
refiere al análisis de la
sociedad.
Los pilares del pensamiento marxiano tenemos que buscarlos
en los cuatro frentes siguientes:
1. El espíritu igualitario de la revolución francesa que configuró el pensamiento de los socialistas utópicos.
2. Stuart Mill, David Ricardo, los mercantilistas ingleses.
3. Hegel (la izquierda hegeliana) y Feuerbach.
4. El estado de la ciencia en el siglo XIX.
Al individualismo de Mill, la sociedad considerada como
simple agregación de individuos, opone Marx la sociedad como determinante del
individuo: “no es la conciencia del hombre lo que determina su vida, sino la
vida social a que determina su conciencia”. Y al idealismo hegeliano contrapone
el “materialismo dialéctico”, entendiéndolo no como una oposición global, sino
como una inversión en todas aquellas relaciones que se dan en el sistema;
materialismo no es sinónimo de realismo. Si para Hegel la materia es pura
negatividad, para Marx “es la naturaleza en una realidad actuante y positiva,
por medio de la cual se desarrolla la historia”. De todos maneras, los
fundamentos que Marx propone no van a quedar completamente formulados hasta que
enuncia la ley económica que rige la sociedad capitalista.
El discurso político de Marx, presentado en un principio con
una fuerte carga ideológica, juicios de valor relativos a la bondad o a la
maldad de los trabajadores y los burgueses, o tomas de postura moralizantes
sobre las condiciones de miseria y explotación en las que vivía la clase obrera
de mediados del XIX, se va transformando a través de El manifiesto y de la Contribución
a la crítica, hasta llegar a El capital, en un cuerpo teórico-modelo, que trata
de explicar los períodos históricos (no los estados de la sociedad de los que
hablaba Mill) en términos de las relaciones de producción.
Para llegar a la historia adopta una metodología
antihegeliana: la dialéctica. Aísla una forma: el valor de cambio. Muestra su
estructura y su funcionamiento, y pasa después a su contenido: el trabajo
social, los medios sociales, la productividad. Así es cómo llega a explicar la
acumulación de capital y la formación de la burguesía, que son los elementos de
partida del materialismo histórico.
La anteposición del materialismo histórico al dialéctico que
se desprende de algunos textos pretendidamente marxistas, sin hacer hincapié en
la teoría del valor, no es más que un intento de poner la historia a la altura
de las ciencias de la naturaleza en el sentido determinista (laplaciano) tan al
uso en el siglo XIX. Precisamente, debido a esta interpretación, los
detractores de Marx descalifican su teoría por haber fallado estrepitosamente
los pronósticos que anunciaban la revolución en los países industrialmente
avanzados.
Pero las ciencias sociales muy poco tienen que ver con las
de la naturaleza, incluso cuando se empeñan en recurrir a las matemáticas de un
modo abusivo, por lo que el calificativo “científico” añadido a “socialismo”,
“marxismo” o “historia”, si algo quiere decir habría que indicarlo en cada caso
con toda precisión.
La teoría del valor es un modelo riguroso que tiene cabida
en la mayoría de los patrones metodológicos hoy al uso, ya que se puede
interpretar en la sociedad capitalista y ayuda a comprender su funcionamiento
estructural. El historicismo determinista, a lo que algunos llaman materialismo
histórico, es otra cosa, y las afirmaciones parejas a aquellas que vaticinaban
la revolución en la Inglaterra o en la Alemania de finales del XIX, no dejan de
ser juicios de valor poco fundamentados; deseos transformados en predicciones
que se convierten en la coartada perfecta que utilizan los tenderos de todo
tipo, desde neopositivistas popperianos hasta neoliberales plasmáticos, para
descalificar al marxismo.
3. Mínima
introducción a la Teoría del valor
Vamos a exponer algunos conceptos básicos del modelo que
Marx construyó para identificar la ley que rige la sociedad capitalista. Lo
haremos de una manera esquemática a partir de un modelo simple.
Mercancía. Los bienes (objetos) que se dan en la naturaleza,
mediante procesos cada vez más complejos en los que interviene el hombre
(trabajo), se transforman en valores de uso –cosas útiles que tienen un uso
determinado–.
Valor de cambio. Supongamos que A tiene dos trajes hechos
por él y que su vecino tiene una bicicleta que A necesita. El vecino y A, en
cuanto propietarios de valores de uso, intercambian los dos trajes por la
bicicleta; entonces el valor de 1 bicicleta es igual al de 2 trajes. Si resulta
que otro vecino granjero le cambia a A la bici por 500 litros de leche, tenemos
la equivalencia: 1 bici = 2 trajes = 500 litros de leche. Las cosas que se
producen para intercambiar se llaman mercancías. Sobre estas haremos unas
cuantas matizaciones:
—No es lo mismo tener una cosa que consumirla. Los participantes en el proceso de cambio lo están en cuanto propietarios.
—El valor de cambio no es una característica cualitativa.
—La determinación de las relaciones de cambio no es consciente sino espontánea.
Valor. Aquellas cosas intercambiables entre sí, son equivalentes.
Se llama valor a cada una de las clases de equivalencia que contiene mercancías
con igual valor de cambio.
—La determinación del valor de una mercancía implica la de todas las demás.
—En cuanto valores de cambio todas las mercancías son solo cantidades diferentes de una única cosa.
Trabajo socialmente útil. Las mercancías tienen en común ser
fruto del trabajo humano. La relación que se establece en términos objetivos
para determinar el valor de una mercancía es el trabajo socialmente útil. Es
decir, dos mercancías son intercambiables si fueron producidas en el mismo
tiempo de trabajo socialmente útil (trabajo medio, en las condiciones medias
del desarrollo capitalista en cada momento).
Oro, dinero. En el mercado, en vez de cambiar todas las
mercancías por todas, poco a poco se fue adoptando la fórmula de una
determinada cantidad de oro como representante de cada valor, después se pasó
al dinero, llegando el propio dinero a convertirse en una nueva mercancía.
La cantidad total de dinero necesaria en el mercado es:
CDN = (precio de las mercancías vendidas en una cantidad de
tiempo) / (nº de operaciones que cada pieza de dinero realiza durante ese
tiempo).
Si hay billetes de más, los precios suben –hay que dar más
billetes de los que corresponden la cada operación, la moneda bajará en el
mercado y se producirá inflación–.
Circulación. La mercancía puede convertirse en dinero, y
este puede convertirse de nuevo en mercancía. Esquemáticamente: M--- D----M´.
El cambio siempre tiene sentido (incluso en un mercado muy primitivo)
dada la diferencia cualitativa entre las dos mercancías distintas M y M´.
Sin embargo, el cambio D--- M---- D´ solo tiene
sentido si el capital D´ es mayor que D. La diferencia D´-D se llama plusvalía.
Tengamos en cuenta que, aparentemente, la mercancía M que el negociante (el
capitalista) compró por D unidades monetarias, difícilmente alguien –a no ser
un idiota– se la puede comprar por D´. En definitiva, el paso D---D´ no tiene
sentido si la mercancía M no ha sufrido ninguna transformación, es decir, si no
ha incorporado trabajo.
Al vender su fuerza de trabajo, el hombre convierte su
capacidad productiva en un objeto más. Esta fuerza de trabajo tiene un valor
que es precisamente el tiempo de trabajo necesario para que el trabajador esté
en condiciones de realizar las correspondientes tareas, quedando por tanto este
valor determinado por el nivel de vida “normal”, de acuerdo con lo que se
consideren las condiciones mínimas de subsistencia.
El dinero, por lo tanto, no aumenta espontáneamente, sino
por medio de la plusvalía:
Plusvalía = valor que rinde la fuerza de trabajo - valor de
la fuerza de trabajo.
El capitalista recibe un valor superior a lo que paga, ya
que la capacidad de trabajo puede usarse por más tiempo que el requerido para
cubrir su propio mantenimiento (o, de otro modo: la capacidad de trabajo puede
crear un valor superior a aquel que se necesita para que esa fuerza de trabajo
se reproduzca). El tiempo de trabajo que excede del estrictamente requerido
para cubrir el valor de la fuerza de trabajo es el tiempo de trabajo excedente,
el que produce la plusvalía.
La plusvalía puede aumentar de dos maneras distintas:
1. Plusvalía absoluta. Aumento del tiempo de trabajo: alargamiento de la jornada, lo que implica que la vida útil del trabajador disminuye y, en consecuencia, el negocio del capitalista a medio plazo es ruinoso. (A no ser que haya ejército de reserva bastante para reponer la mano de obra en condiciones cada vez más próximas a la esclavitud).
2. Plusvalía relativa. Disminución del tiempo de trabajo socialmente necesario para producir los bienes de subsistencia del trabajador. Aumenta la productividad (mejores medios técnicos; que no tiene nada que ver con la intensidad del trabajo).
Evidentemente, el mercado suele regirse por lo que dicta el
apartado 2), y en las ocasiones en que se rige por 1) se muestra la
incompatibilidad de esta elección con un nivel adecuado de consumo y aumento de
nivel de vida.
La Tasa de plusvalía se define por:
p=(D´-D)/V=plusvalía/valor de la fuerza de trabajo
y mide el grado de explotación al que está sometida la fuerza
de trabajo (no se debe de confundir esta explotación con la asociada a las
condiciones materiales en las que se desarrolla el trabajo).
Tasa de ganancia. Composición orgánica del capital.
Además de trabajo, la producción de una mercancía consume
materias primas que se incorporan al producto, pudiendo descomponerse el
capital correspondiente al proceso en los tres sumandos siguientes:
Capital = c (capital constante: máquinas, materias primas, energía) + v (capital variable: capital que se emplea en pagar la fuerza de trabajo)+ plusvalía.
O sea: C = c + v + p.
El rendimiento
capitalista de la inversión se mide mediante la tasa de ganancia
p/v mide el grado de explotación,
c/v se llama composición orgánica del capital y mide la productividad.
Algunas conclusiones sobre las que Marx llamó la
atención son:
—Cuanto mayor sea la tasa de plusvalía mayor es la tasa de ganancia, suponiendo c/v constante.
—Si c/v aumenta, y la tasa de plusvalía permanece constante, G disminuye.
En la práctica c/v presenta una tendencia estructural
al alza. Aumenta la productividad, menos operarios manejan más máquinas. Cada
vez los procesos están más automatizados, lo que implica un incremento de la
producción sin aumentar la fuerza de trabajo, siendo este un requisito
indispensable para que esta pueda ser comprada por un precio no superior a su
valor.
Concurrencia. En la sociedad capitalista cada uno produce y
compra lo que quiere (si puede). El valor de cambio se ajusta a posteriori a la
ley del trabajo socialmente necesario. Es decir, se hace a posteriori la
homologación del trabajo particular como trabajo general abstracto. La decisión
en materia de producción se somete a una crítica sistemática por una ley ciega.
Rige una ley económica de la que Marx destaca su materialidad: “El tipo de
hechos en el que se cumple esa ley son los llamados materiales, entendiendo por
tales aquellos que pueden ser constatados con la exactitud de las ciencias de
la
naturaleza”.
Proletariado. La contradicción históricamente necesaria
estriba en el hecho de que la objetividad se introduce en la forma de una ley
incontrolable por el hombre. La racionalidad total del sistema productivo y su
planificación son imposibles.
Hasta ahora hemos hablado del capitalista, que es quien
controla el recorrido D---M---D´, pero, por otra parte, está quien concurre al
mercado a vender su fuerza de trabajo: el proletario. Esta venta es una
necesidad para la mayor parte de los individuos por ser su único modo de vida
posible.
En la sociedad no todos los individuos son burgueses o
proletarios, pero todos los restantes sectores, no clasificables en tales
categorías, se consideran atrasados respeto al propio desarrollo de la sociedad
capitalista.
Producto de estas relaciones de producción es la ideología
burguesa, el argumentario indispensable para mantener las cosas tal cual, que
el proletario tiene que rechazar. El proletariado se objetiviza para someterse en-sí
al mercado regido por la ley capitalista. Los postulados de libertad e
igualdad, reinterpretados por el análisis marxista, le harán asumir para-sí una
posición anti-ideológica, crítica, dirigida a desmantelar la ley que le da el
poder a la burguesía.
Materialismo histórico. Una vez analizada la sociedad
burguesa (el modo de producción capitalista) es cuando tiene sentido hablar de
materialismo histórico. El hombre puede intervenir en el devenir de la
historia: la ley económica del capital se puede echar abajo. No sería la
primera vez que se dio un proceso parecido: el modo de producción asiático, el
antiguo régimen y el feudalismo son etapas previas a partir de cuyo
derrumbamiento nació la sociedad capitalista, a pesar de todos los obstáculos
“ideológicos” que tuvo que superar.
La cultura y la ciencia en general están determinadas en
última instancia por el modo de producción, incidiendo al mismo tiempo en el
modelo en un sentido que se dio en llamar dialéctico. Ni las ciencias sociales
ni las de la naturaleza están al margen del desarrollo de la sociedad ni de esa
“ley irracional” que rige los destinos del capitalismo y que se manifiesta de
una manera multiforme.
El estado (judicial, social, político...) está determinado
por las relaciones de producción (por una base económica determinada). La
ideología burguesa lo dota de los aparatos imprescindibles para que el mercado
pueda funcionar. La libertad formal es el principio básico para poder vender su
fuerza de trabajo el proletariado, que una vez toma conciencia de clase
(desposeída per se) no ve otra posibilidad que detener el desarrollo
capitalista, oponiéndose a la espontaneidad que deriva de la ley económica que
lo rige. El poder político del proletariado, en cuanto desmantelador del
capitalismo, es a lo que Marx llamó dictadura del proletariado. Todo lo que sea
aventurar sobre formas de extinción del estado capitalista, pasos intermedios,
etcétera, no es algo que se desprenda rigurosamente del análisis marxista.
Una vez establecido el modelo, y puesta en evidencia la
contradicción que lo mantiene, se pasa a considerar la historia como la
historia de la lucha de clases (relaciones de producción). Esa contradicción
sería el germen de la propia destrucción, que el modo de producción capitalista
lleva dentro, pero no hay ningún motivo para creer de una manera determinista
que el mundo camina hacia la construcción del comunismo, la utopía, o como se
le quiera llamar al paraíso terrenal ansiado; esa es otra historia.
4. La teoría del
valor hoy
Aunque los poseedores de los medios de producción pudieran
saber potencialmente cuánto trabajo encierra cada mercancía, en unidades de
tiempo, por lo general no se toman la molestia de controlarlo y prefieren
hablar de costes laborales en clave de cantidades monetarias. Y aunque se
empeñaran en calcular esos tiempos, el problema persistiría, puesto que los
valores estarían determinados por un procedimiento objetivo y, una vez hecho el
cálculo, si un capitalista llegara a la conclusión de que está vendiendo sus
mercancías por un valor inferior a lo que correspondería, de acuerdo con los
tiempos de trabajo, no podría subir los precios por las buenas. Existe una
relación entre los tiempos de trabajo para producir su mercancía y los tiempos
de trabajo que la sociedad está dispuesta a invertir en ella, lo que
condicionaría la demanda, siendo esta la que fija el nivel final de los valores
de cambio en el mercado. En el mercado, si no es oligopolista, el empresario
que intentara subir los precios se encontraría con que la demanda de sus
productos bajaría, ya que el precio no está en las manos del capitalista
individual sino en las de las leyes de la economía. Esto es lo que se desprende
estrictamente de la teoría marxista del valor.
Sin embargo, toda la tradición utilitarista e incluso
algunos economistas considerados marxistas, dentro de los llamados
neo-ricardianos, tratan de explicar todo el proceso productivo en clave de
precios. Este punto de vista puede ir desde Pasinetti y Abraham-Fois hasta
Morisshima y Catephores, que adoptan una aproximación al marxismo en términos
de inecuaciones. En el fondo de todos ellos está el convencimiento de que la
fuerza de trabajo, como una mercancía más, solo consigue la objetividad en el precio
de venta.
Es cierto que al tratar de enfrentar el concepto de “trabajo
socialmente útil” con el mercado actual surgen varias dudas. Una de ellas es
que después de varios siglos de acumulación capitalista (con la ciencia y la
tecnología al servicio de los medios de producción), quienes manejan los medios
(los trabajadores) solo aparentan representar una parte muy pequeña del valor
del producto (porque hay mucho trabajo previo, muerto, acumulado en equipos y
conocimiento). Ese trabajo previo fue apropiado por los capitalistas (ya sean
propietarios o gestores) por lo que parece que el valor del producto cada vez
tiene menos que ver con el trabajo directo y vivo; cuanto más capital fijo y
más tecnología avanzada se incorporen, esta tendencia más se consolida. Por lo
tanto, es muy complicado que los asalariados que manejan los medios de
producción tomen conciencia de que son los agentes decisivos y los que
tendrían que ser propietarios del resultado. Por el contrario, serán los
prestamistas y los accionistas los que reclamen su gran parte en la ganancia,
los que quieren hacerse ver como indispensables en el proceso productivo,
porque son los que arriesgan capital en la operación; y entonces el precio, en
consonancia con sus expectativas, desposeído de cualquier referencia material,
es lo que se impone.
En relación con esto, lo que sucede con las eléctricas en
nuestro país es muy esclarecedor, para entender cómo se fijan los precios y los
salarios. Hay una subasta de los poseedores de todos los recursos eléctricos,
que tiene que ver con mercados de futuros y en la que no se tiene para nada en
cuenta el coste de producción de cada kilovatio según las distintas
modalidades; los costes previstos se ajustan al más caro. En esas previsiones
de futuro pueden considerar, pongamos por caso, que en los meses siguientes
casi no va a haber viento y, en consecuencia, el Mwh (megavatio-hora) eólico va
a ser un bien escaso, por lo tanto de alto precio; hay que pagar por él, por
ejemplo, 80 euros. Resulta que hay viento a raudales, incluso ciclogénesis
explosivas, y el costo real es 5. Las compañías distribuidoras –que también
forman parte de los poseedores, alrededor de un 10% de capital– concurren a la
subasta, acuerdan un precio, a este le suman un porcentaje adecuado a las
expectativas de los accionistas, y a partir de ahí es el consumidor quien tiene
que hacer realidad contante y sonante, mediante el pago del recibo, esos
vaticinios sin fundamento. Luego los salarios nada tendrían que ver con el
trabajo socialmente útil, sino que serían ajustados de acuerdo a las ganancia
esperadas por las distribuidoras, dicho sea de paso, en régimen de oligopolio.
A veces el precio también se fija para algunas “necesidades”
sobrevenidas, generadas por la mercadotecnia más agresiva y la abrumadora
publicidad, consiguiendo incluso algunos de los trabajadores de esos sectores
(Coca-Cola, Apple, Microsoft...) convertirse en una especie de aristocracia
obrera, al gozar de exorbitantes remuneraciones. Estaríamos ante bienes que
tienen un precio muy por encima de su valor (trabajo), sobre todo si
consideramos las condiciones de explotación en que muchos de ellos se producen.
En este caso el mercado, de buenas a primeras, no pone las cosas en su sitio, y
la reducción a unidades de “trabajo socialmente útil” queda, por lo menos,
aplazada ante el efecto, cuasi-monopolista, marca exclusiva. Aunque en
ocasiones la distribución fraudulenta del producto original –sobre todo en el
sector de la confección–, y las falsificaciones bastante logradas, intenten
echarle una mano a la interpretación marxista; pero esa es otra historia que
daría para otro extenso artículo.
Pese a todo, y en un momento en que el crecimiento continuo
es insostenible, y en el que la economía productiva es un apéndice de la
financiera, el retorno al análisis marxista ortodoxo: al trabajo socialmente
útil y al excedente que produce la plusvalía, también es un medio para volver a
poner en su sitio a la economía productiva. Además, los valores de tales
magnitudes, en cualquier rama de la producción, tanto a nivel mundial como
local, se pueden medir en la actualidad con el mismo rigor con que se miden,
pongamos por caso, el paro, el PIB o la población activa. ¿Por qué se va a
admitir que sean, en definitiva, los gestores de los fondos especulativos
quienes fijen precios –y en consecuencia salarios– atendiendo exclusivamente a
sus ansias desmesuradas de ganancia? Aun pareciéndonos encomiables los intentos
realizados por Morisshima y Catephores, algebrizando a Marx en demasía para
“salvarlo”, creemos que el planteamiento primitivo de El capital aún se puede
aplicar con ciertas adaptaciones a la situación actual.
Las crisis. El capitalismo mundial viene soportando
constantemente crisis de desajuste (ya estudiadas y vaticinadas por la teoría
marxista) de las que, una vez metidos en ellas, cada vez es más difícil
adivinar su duración y ponerle los remiendos necesarios. La ideología,
retroalimentada a base de deformaciones cada vez más delirantes de la realidad,
hace lo imposible para presentar tanto el paro generalizado como las
condiciones de miseria de millones de ciudadanos del mundo como problemas
técnicos, siempre en vías de solución, siempre a punto de dar con el remedio
adecuado para comenzar otro período de expansión. Pero la contundencia de los
datos sobre la deriva que lleva el planeta muestra que el camino de
autodestrucción del modo de producción capitalista parece no tener retorno. Eso
sí, nadie puede garantizar que para ir tirando no acabe en sus últimos
estertores en una reinterpretación, adaptada a estos tiempos, del feudalismo o
del esclavismo.
Es interesante observar como la crisis actual se va
configurando según las pautas del catastrofismo marxista más ortodoxo:
destrucción del estado de bienestar, ejército de reserva, vuelta a la
explotación salvaje, ya predicada por Milton Freedman a principios de los
setenta del siglo pasado y actualmente por todos los herederos de los tenderos
que ocupan los más diversos foros, desde la OCDE y el FMI hasta la más
remota organización empresarial. El fantasma de la revolución que recorría
Europa cuando Marx y Engels escribieron El manifiesto fue sistemática y
violentamente frenado, pero aun así los proletarios llegaron a conseguir unas
condiciones de trabajo que a Marx ni le habían pasado por la cabeza. Las
concesiones a la clase trabajadora (fin del trabajo infantil, planificación de
los servicios públicos, seguridad social...) actuaron como freno del movimiento
hacia el socialismo, creando el espejismo de que todo se podía arreglar dentro
del marco de un estado liberal democrático. Actualmente las radicales políticas
neoliberales, después de girar Rusia y China hacia el capitalismo más duro,
pretenden reducir al mínimo la intervención del estado en su papel de
garantizar las básicas condiciones de subsistencia. ¿Llegará a ser la situación
insoportable? ¿Estaremos en la antesala de la barbarie y todo volverá a tener
que interpretarse en las claves de hace ciento cincuenta
años?
5. El capital. Un
momento de plenitud
Marx intenta redefinir las funciones sociales e históricas
del materialismo y del idealismo desde la perspectiva de la lucha de clases.
Pero, en todo caso, acaba por ser una cuestión de elección decantarse por su
análisis y, en consecuencia, descartar determinadas actitudes filosóficas por
considerarlas instrumentos de la ideología burguesa.
La crítica marxista se dirige a las ideologías que separan
la realidad en compartimentos estancos, distinguiendo cuidadosamente lo
político de lo económico, lo sociológico de lo histórico, identificando lo
político con el legal, de manera que las implicaciones plenas de cualquier
problema dado nunca puedan salir a la luz, tratando de reducir todas las
referencias a lo inmediatamente verificable, alejando así la posibilidad de una
visión global de la sociedad y de los problemas que nos afectan.
***
El marxismo, más allá de dogma monolítico, sería una
amalgama de ciencia y de política, de teoría y de práctica, lleno de las
tensiones surgidas en la búsqueda de las condiciones socioeconómicas objetivas
presuntamente necesarias para construir el socialismo. No se trata solo de
entender el mundo, sino de llevar también una práctica revolucionaria que
aspira a cambiarlo. Para realizar su objetivo, los marxistas, de igual modo que
los propagandistas de cualquiera otra política, tienen que hacer una llamada a
la gente, argumentando con ella, intentando persuadirla mediante un convincente
discurso racional.
Algunos entre los marxistas científicos o antihegelianos,
por ejemplo Althusser, subrayaron que Marx efectuó una ruptura epistemológica
con Hegel después de 1845. El marxismo para ellos es ciencia, no crítica, que
implica una metodología estructuralista basada en la economía política madura
de El Capital, no la antropología ideologizada de los Manuscritos de 1844. Esta
visión del marxismo, llevada al extremo, considera a los hombres exclusivamente
como producto de determinadas estructuras y, por tanto, para resolver los
problemas históricos no confía en la gente sino en las estructuras sociales. Trata
de recontextualizar los temas y objetos de estudio, elaborando diversas
versiones de “análisis de sistemas”, concibiendo el marxismo como un modelo que
tiene como componentes determinadas entidades históricas específicas: el
capitalismo industrial avanzado, el proletariado, etc.
Sin embargo, aun reconociendo que el acercamiento a Marx
mediante Althusser
no deja de ser una cómoda herramienta para quien proceda del mundo de las matemáticas
–sobre todo del bourbakismo–
o del estructuralismo, el pensamiento dialéctico no requiere de lenguajes
demasiado formalizados ni de hermenéuticas abstrusas. Basta con los elementos
de análisis que entroncan con la tradición de la crítica de la economía
política de El capital; una singular herramienta para identificar los pilares
de la estructura social y su desarrollo, con la pretensión de cambiarla,
incluso sin perder de vista todos los intentos fracasados.
Con este enfoque, que tiene como garantiza la fidelidad del
sujeto desalienado –para sí–, se hace posible una inesperada sistematización de
todas las aportaciones anteriores. Se pueden llenar huecos hasta entonces
vacíos y actualizar las posibilidades latentes de la disciplina de la que se
esté tratando, que interpretada desde la nueva óptica –momento de plenitud para
Badiou– se considera que estaba en “estado bruto”, y toda reconstrucción
posible de los anteriores estadios queda reinterpretada a partir del nuevo
acontecimiento. Entonces, el pensamiento dialéctico, echando mano incluso si
hace falta de los avances de la neurociencia, será también una reflexión sobre
el propio pensar, en la que la mente se ocupa tanto de su propio proceso de
pensamiento cuanto del material sobre el que opera.
Confiar en una ciencia de la historia no tiene ningún
sentido, ni siquiera perseverar en la legitimación científica del método,
aunque también las teorías científicas deban ponerse al servicio de la
obtención de un discurso orientado a superar los obstáculos de la naturaleza,
de la historia y, sobre todo, de las estructuras económicas que limitan nuestra
actual existencia. Querámoslo o no, la ciencia, por muchos males que se le
achaquen y por muy al servicio del poder que esté, en contraposición a las
religiones y a otras creencias sin fundamento, es un factor relevante en el
empeño de conseguir el mejor de los mundos posibles.
5. Expectativas
La aversión a la desigualdad y a la pobreza, reinterpretada
más allá de una solidaridad primaria, debe ser la piedra de toque en la
andadura hacia la neutralización del “pensamiento tendero”. Que unos pocos,
cada vez menos, posean (tengan poder sobre) casi todo –aunque nominalmente
millones de pequeños accionistas e inversores en los más diversos fondos
reciban algunas migajas del pastel–, y una parte sustancial de la población del
planeta ni siquiera pueda obtener lo mínimo para subsistir, no es nada más que
la tendencia de fondo del capitalismo, que si en el siglo XX se mostró algo más
benévolo fue exclusivamente por miedo a las consecuencias de no ceder a ciertas
reivindicaciones obreras debido a la presencia intimidatoria de la Unión
Soviética.
Con el desmoronamiento de la URSS, el gran capital, primero
con la batalla ideológica y ya vencido el enemigo con todo desparpajo, no
oculta sus pretensiones; no tiene miedo, sus provocaciones, expolios y
tropelías parecen no tener límite. El mensaje es claro: “Seremos un problema,
pero también somos la solución. Fuera de nuestras reglas no hay alternativa”.
Lo que no deja de ser cierto si el sistema al completo no se pone “patas
arriba”.
Quien crea que acabar con el capitalismo es un imperativo de
la razón tendría que convencer a amplios sectores de la sociedad, con cierto
retardo en asumir ideológicamente su proceso de degradación aunque estén cada
vez más empobrecidos. Y para eso estaría la posibilidad que nos brinda la
democracia: hacer propaganda y conseguir representantes parlamentarios que
defendieran tal punto de vista. Pero la constatación de los hechos lleva a
concluir lo que ya es un axioma dentro del movimiento socialista
revolucionario: el poder del capital es demasiado, primero, para dejarse oír en
un mundo en que también la concentración de los medios de comunicación es cada
vez mayor, y, segundo, para permitir que ningún cambio sustancial se pueda
operar desde los parlamentos. Lo que no quita que en ocasiones se escuchen en
ellos voces discrepantes con el pensamiento monolítico; aunque solo se pueda
decidir lo que permiten los poderes de verdad: los económico-financieros.
Aun así, quizá por la vía parlamentaria se puedan producir
algunos cambios en el aparato del Estado y en los instrumentos legales,
haciéndolos sensibles a las necesidades de las clases desposeídas. Pero para
eso tendría que existir un deseo de transformación respaldado por un amplio
movimiento popular, de manera que algunos “de los de dentro” fueran la
expresión de los que “desde fuera” fueron organizando los diversos frentes de
contestación de los que las reivindicaciones básicas no encontraron solución en
el sistema.
La meta de una mayor productividad –en estos tiempos
fundamentalmente a base de recortar salarios para competir con Asia–, para
tener bienes de consumo (básicos) a disposición de toda la población mundial,
en un mercado en manos de unos pocos, se traduce, por una parte, en la
acaparación de los medios de producción y de capital (la mayoría de él
ficticio) por unos propietarios que no son capaces de vender todo lo que
producen, y, por la otra, en un ejército de desesperados que no puede comprar
lo indispensable para su sustento, y en muchos casos ni siquiera vender su
fuerza de trabajo.
Pensando en el futuro con cierta perspectiva, de continuar
la actual deriva no tenemos ni la garantía de que en el mundo por venir las
necesidades básicas de nuestros nietos se puedan asegurar. El horizonte no es
nada prometedor, y para eso no hay más que prestar atención a unos cuantos
síntomas: el descaro de quien detenta el poder económico, que parece no tener
límite, las ansias de crecimiento desmesurado a cualquier precio sin contemplar
para nada la esquilmación del planeta, la especulación con los alimentos de
varias generaciones sometiendo a millones de personas al hambre, el negocio de
las armas y de la droga, maquillados con cínica verborrea de la que salen
indemnes los paraísos fiscales, y el poder armamentístico dispuesto a ser
utilizado contra ejércitos de hambrientos en cualquier lugar si es que llega el
caso. La justificación del discurso represivo, como estamos comprobando en los
últimos tiempos, es perfectamente asimilable por el discurso dominante.
En consecuencia, el desarme ideológico de todos los tenderos,
incluidos los de nuevo cuño, es una meta irrenunciable. Las luchas contra la
privatización de la sanidad, contra los recortes en la enseñanza pública, en
general contra el desmantelamiento del estado de bienestar, contra los
desahucios, por la devolución de las preferentes y subordinadas, tienen una
componente de clase que posibilita dejar al descubierto el descaro con que el
capitalismo especulativo se ceba con los más débiles. No es cuestión de
personas, de engaños, de transparencia: es el propio sistema, que goza de
múltiples subterfugios para actuar siempre en el mismo sentido y con muy pocos
costes.
Y visto que cualquier cambio en profundidad se encontraría
con toda la violencia institucional del marco legal, surge entonces la cuestión
ineludible: ¿Si podemos intervenir en el proceso de desmantelamiento del
capitalismo, qué configuración debería tener actualmente el partido preconizado
por Marx y Engels? ¿A qué se le llamaría tal? ¿Dónde está? ¿Cómo se construye?
¿Aún tiene sentido?
A este respeto poco hay que decir. Los desposeídos de hoy
escasamente tienen que ver con los proletarios del XIX. Las grandes fábricas
escasean, la sociedad está terciarizada –como diría un experto en el mercado de
trabajo–, y del potencial revolucionario de los sindicatos burocratizados mejor
no hablar...
Sabido es que las clases dirigentes recurrirán cada vez con
más descaro al empleo de la fuerza y a todo tipo procedimientos
extorsionadores, pero nos preguntamos qué sucedería si la respuesta popular,
mediante las más diversas organizaciones, muchas de ellas nacidas en principio
para apoyar exclusivamente causas coyunturales, siguiese creciendo e incluso
llegara a tener una representación significativa en los parlamentos. La
confluencia de todos los interesados en cuestionar, en una primera etapa, las
manifestaciones más agresivas del poder económico, y, en una segunda, las bases
del propio poder, es una de las pocas posibilidades para ir construyendo una
alternativa, paso a paso, territorio a territorio, sin esperar a que llegue la
hecatombe.
Los movimientos ciudadanos son una de las grandes esperanzas
de que las cosas cambien. No hay que hacer una desiderata programática para
asumir dogmas de fe, no. En cada lucha concreta está la posibilidad de
visualizar la barbarie, el poder efectivo de las fuerzas reaccionarias en su
más descarnada versión, para mantener a toda costa un aberrante sistema de
producción. Tanto los fondos públicos regalados a la banca como el desfalco de
empresas, obsequiadas muchas de ellas con subvenciones públicas a fondo
perdido, pueden servir para poner en evidencia lo que el dogma marxista
predica: ¿Es el gobierno que facilita estos desmanes algo más que una marioneta
en manos del poder económico financiero?
La conexión entre algunos representantes parlamentarios, que
sin ambigüedad cuestionen el sistema, con los movimientos de base es
importante, estableciéndose así una dinámica que se puede ir perfilando en la
propia lucha, y en la que las alianzas puedan alcanzar también a sectores del
aparato del estado. Y si en cada paso concreto se dan alternativas de clase –en
la sanidad, en la enseñanza, en la vivienda, en la denuncia de la entrega de la
poca economía productiva que queda en pie a fondos especulativos–, con
posibilidades de llegar a buen término incluso en el actual marco legal, el
camino hacia una sociedad más justa comienza a estar diseñado.
La perspectiva tiene que ser mundial, no hay otra salida,
pero también es cierto que en esa batalla la resistencia organizada solo será
posible si se va construyendo en los territorios más próximos. Territorios que
se vayan inmunizando contra la concentración financiera y sus avatares, contra
su fragilidad intrínseca, más allá de descontroles y malas gestiones nominales.
En este sentido, la autodeterminación de algunos territorios –se le llamen
“naciones sin estado” o como se les quiera llamar– sobre la base de proyectos
emancipadores, que no necesitan de ninguna justificación esencialista, para
nada entra en contradicción con el internacionalismo solidario, más bien
ayudará a construirlo.