Foto: Isaak Ilich Rubin |
Juan Ignacio Castien
Maestro | En este artículo se trata de demostrar la
relevancia de una lectura sociológica de la teoría del valor de Marx, capaz de
poner de manifiesto los rasgos centrales y distintivos de la sociedad
capitalista y de dar cuenta de su papel en la organización del proceso de
producción. De ahí que esta teoría resulte de capital importancia para entender
la lógica interna de las relaciones salariales, como proceso de formación,
reclutamiento, distribución y explotación de la fuerza de trabajo.
1. Fecundidad de la
teoría marxiana del valor
La teoría del valor-trabajo de Marx constituye un
instrumento analítico de primer orden para desentrañar la naturaleza de la
sociedad capitalista. Por ello mismo, puede resultar de gran utilidad para
comprender las relaciones salariales, al ser éstas uno de los principales
elementos constituyentes de este modelo de sociedad. En este artículo vamos a
explorar brevemente algunas de las virtualidades que encierra esta teoría. Para
ello vamos a servirnos en parte de algunas de las ideas aportadas por Isaak
Ilich Rubin (Rubin, 1974), autor soviético asesinado por el régimen stalinista
y que todavía permanece en gran medida desconocido para la comunidad investigadora.
La teoría marxiana del valor no es, por lo tanto, una teoría
«económica», en el sentido estrecho en el que habitualmente se entiende este
término. Es por el contrario, en primer lugar, una teoría sociológica, dirigida a desentrañar la naturaleza de las relaciones
sociales capitalistas, entre las que figuran en primer término las relaciones
salariales. Constituye, así, un aspecto particular de la teoría social más
global de Marx, es decir, del materialismo histórico. De este modo, la teoría
del valor opera como el hilo conductor que conecta los análisis más
aparentemente «técnicos» de Marx sobre cuestiones como el ciclo económico y la
evolución de los precios y de las tasas de inversión, con su concepción más
general sobre el ser humano y la vida social, sin que ello implique, por otra
parte, que tales análisis se puedan deducir directamente de su antropología
filosófica, lo cual supondría un reduccionismo de signo contrario. A este
respecto, merece la pena recordar con Samir Amin (Amin, 1981: 8-9) que el
subtítulo de El capital, «crítica de la economía política», no implica
únicamente una crítica a las teorías económicas rivales, sino ante todo un
cuestionamiento radical de lo «económico», en cuanto que realidad separada del
resto de la vida social y regida por una leyes presuntamente independientes de
las relaciones de poder, las luchas de clases y las ideologías hegemónicas.
Por todo ello, cuando la teoría del valor se reduce a un
intento de explicación del valor de cambio específico de cada mercancía, el
análisis se cierra a muchas cuestiones que esta teoría puede ayudarnos a
explorar. Una perspectiva de este tipo, voluntariamente limitada en sus objetivos,
trabaja sobre el supuesto de una economía capitalista ya perfectamente
constituida, de la que sólo cabe estudiar entonces algunos aspectos de su
funcionamiento. Esta limitación puede ser metodológicamente legítima en ciertos
casos, pero entraña el peligro de hacer del capitalismo una realidad dada,
existente de por sí, en vez del resultado, tanto de un largo proceso histórico
de varios siglos, como de un complejo proceso de reproducción social
permanentemente actualizado. Con ello, al igual que el economista convencional,
el marxista economicista acaba haciendo también de la vida social una «segunda
naturaleza», una suerte de mecanismo automático, independiente de la práctica y
el pensamiento de las personas inmersas en ella.
Restringir la aplicabilidad de la teoría del valor a la
explicación de las tasas de intercambio entre distintas mercancías puede
propiciar también otros efectos perversos. Con frecuencia, se constata una
acusada disparidad entre los valores de las mercancías, derivados de la
cantidad de trabajo abstracto cristalizado en ellas, y sus precios reales en el
mercado, los cuales oscilan para colmo con bastante intensidad. De aquí se
deduce para muchos el carácter fallido de la teoría del valor-trabajo en
relación con lo que parece ser su función exclusiva. Esta es justamente la
opinión de muchos críticos del marxismo y de la economía política clásica. Para
ellos la teoría del valor resulta empíricamente falsa y no es, por ello, más
que un mero lastre metafísico. El economista con vocación científica debe
limitarse a estudiar los procesos de formación de los precios reales,
sirviéndose de instrumentos analíticos más convencionales, como el coste de
producción y la utilidad marginal. Curiosamente, éste es también el punto de
vista de ciertos defensores del marxismo, en especial de ciertos «marxistas
analíticos», como John Roemer (Roemer, 1989) y, en menor medida, Erik Olin
Wright (Olin Wright, 1994) y Gerald A. Cohen (Cohen, 1985), a los que nos
referiremos más adelante. En nuestra opinión, por el contrario, los críticos de
la teoría del valor-trabajo en vez de desprenderse de ella con tanta desenvoltura,
deberían esforzarse en elaborar primero una alternativa teórica solvente, capaz
de explicar no sólo los precios concretos, sino también la naturaleza
fundamental de las relaciones sociales capitalistas y su dinámica interna.