Karl Marx ✆ Zeppo |
Horacio Tarcus | En
el marco de las profundas transformaciones sociales del fin de siglo pasado y
comienzos del presente, el marxismo ha quedado aprisionado por un doble
movimiento: de un lado, un poderoso proceso de reconversión capitalista a
escala planetaria llevado a cabo en nombre del Progreso y la Modernización,
relega al socialismo marxista, en cuanto lo identifica con valores no
mercantiles (como la cooperación, la solidaridad, la planificación consciente,
etc.), al lugar subalterno de escollo romántico a la modernización. Como "prueba",
esta perspectiva remite al fracaso económico de los "socialismos
reales", al carácter "arcaico" de su modelo de modernización.
De otro lado, se asiste también a una profunda mutación
cultural a la que suele identificarse en términos de "crisis" o
"agotamiento" del "proyecto de la modernidad", crisis de
los grandes relatos, de los grandes proyectos emancipatorios, crisis de las
grandes Filosofías de la Historia entendidas como la progresiva realización de
la Razón, la Libertad o el Progreso. Desde esta perspectiva, suele hablarse de
"crisis del marxismo" como formando parte de este paradigma mayor de
la modernidad, en tanto versión radicalizada, pero al mismo tiempo tributaria
de la modernidad, crítica y al mismo tiempo solidaria con ciertos principios y
valores de ésta (el socialismo como realización en la historia humana de la
Razón, de la Libertad y el Progreso).
Hace ya más de medio siglo que el sociólogo G. Friedmann
señalaba como una paradoja que el marxismo hubiese heredado y desarrollado una
concepción dieciochesca del progreso, cuyo optimismo contrastaba con el
abandono que de cualquier visión del progreso hacía la burguesía en el contexto
de la crisis de los años 30 (Friedmann, G., La crisis del progreso, 1936).
Medio siglo después, muchos autores insistían en mostrar que el marxismo
"realmente existente" —la ideología de los llamados países del Este—
tenía presupuestos comunes con la ideología dominante en Occidente: la
rivalidad entre "socialismos reales" y "capitalismos
reales" se inscribiría dentro de una relación especular de competencia
tras fines comunes: carrera armamentista, conquista del espacio, competencia
económica según una misma lógica productivista, etcétera Recientemente, se ha
llegado a sostener que ambos sistemas y sus respectivas ideologías responderían
a una matriz moderna común, la "matriz metaestructural de la
modernidad" (J. Bidet, 1990).
En suma, el marxismo queda atravesado por una doble crítica:
por un lado, como ideología arcaica, inspiradora de un modelo de sociedad que —llegado
a cierto punto— habría dado muestras de una incapacidad estructural de
modernización; por otro, como una de las variantes de la modernidad en crisis.
Me propongo aquí una reflexión a partir de lo que aparece,
pues, como un enorme malentendido: ¿cuál es la relación de Marx (y del
marxismo) con las Filosofías de la modernidad y, más concretamente, con la
Filosofía del Progreso? ¿Constituyó el marxismo una versión laica (o
izquierdista) de las Filosofías decimonónicas del Progreso, herederas a su vez de
las Filosofías de la Historia del siglo XVIII? ¿O la concepción materialista de
la historia es algo distinto, stricto sensu, de una Filosofía de la Historia?
Marx, el progreso y
la filosofía de la historia
Es frecuente, casi un lugar común, en la literatura
historiográfica y política, adscribir el marxismo a la Filosofía de la
Historia. Distintas vertientes han coincidido en ello a lo largo de este siglo
de historia del marxismo, desde perspectivas tanto internas como externas a la
propia teoría marxista.
Ya Plejanov, a fines del siglo pasado, enfatizaba la deuda
de la concepción materialista de la historia con la filosofía de la historia de
Hegel, utilizando como sinónimos de la primera expresiones como "la
filosofía histórica de Marx" (Plejanov, 1964: 174).1
Casi un siglo después, una de las principales obras de la cultura marxista más
reciente, La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa (1978), de Gerald
A. Cohen, celebrada mundialmente por su rigor analítico sobre los textos
marxianos, no duda en afirmar que Marx no hizo más que retomar la concepción
hegeliana de la historia como vida del espíritu universal, "conservando su
estructura y cambiando su contenido": "Las formaciones sociales (...)
reemplazan a las formas culturales, y el desarrollo de la capacidad productiva
suplanta al de la conciencia, pero la relación entre el primer y el segundo
miembro de cada pareja es la misma" (Cohen, 1986: 27–28). El desarrollo de
la capacidad productiva sería, pues, el sujeto, el motor y el telos de la
Filosofía marxiana de la Historia, ocupando el lugar del autodespliegue
helegiano del Espíritu.2
Otra obra relevante en la historiografía de los últimos
años, escrita no sólo desde fuera del campo marxista, sino empeñada en un
debate sin cuartel contra él, es Marx y la revolución francesa (1986), de
François Furet. Inscrita en una obra mayor cuyo objetivo inicial fue, podemos
decir, desmarxistizar la imaginación historiográfica sobre la revolución
francesa y cuyo último aliento consistió en un ajuste de cuentas con la
herencia política y teórica de Marx en el siglo XX,3
el libro en cuestión se proponía mostrar que las presuntas dificultades y
contradicciones que Marx habría encontrado en comprender la revolución francesa
y el proceso histórico abierto con ella, radicaba en su "obsesión"
por "reducirlos" al "lecho de Procusto" de un enfoque
fundado en la dinámica del capitalismo y la lucha de clases, "por la
sencilla razón de que este enfoque es el de su filosofía de la historia"
(Furet, 1992: 100).
Así, durante más de un siglo, tanto los herederos de Marx
como sus detractores adscribieron el materialismo histórico a una nueva versión
de la Filosofía de la Historia, una Filosofía ahora materialista de la
Historia, cuyo motor sería la productividad del trabajo humano, o bien el
Progreso técnico. Así parecían sugerirlo las propias fuentes de Marx, sus
propios maestros, tanto Adam Smith como Hegel (la economía política, tal como
la definió Adam Smith, suponía una filosofía del progreso; Hegel retomó de
Smith, además del concepto de sociedad civil, esa concepción del progreso
humano para su propia Filosofía de la Historia. No se trata, para Hegel, de una
versión idílica del progreso histórico; antes bien, éste se abre camino a
través del deseo y la privación, el sufrimiento, la muerte y la guerra, e
incluso por la decadencia de culturas y pueblos enteros. Es a través de estos
enfrentamientos que tiene lugar un principio de libertad cada vez más elevado,
una aproximación mayor a la verdad. La dirección de la historia humana va,
según la Filosofía hegeliana de la Historia, en el sentido del Cristianismo, la
Reforma, la Revolución francesa y la monarquía constitucional.
El progreso en las concepciones religiosas y en las ideas
filosóficas se corresponde con el progreso social y político) (Hegel, Filosofía
de la Historia).
Las interpretaciones dominantes dentro del campo marxista,
comenzando por la socialdemocracia alemana de fines del siglo pasado, dieron
por válida esta doble filiación de una Filosofía progresista de la Historia
sostenida ahora en nombre del socialismo. En otros términos, desde estas
perspectivas la crítica marxiana a la filosofía hegeliana y a la economía
política dejaba en pie una concepción de la historia en que el despliegue de
las potencialidades humanas se correspondía con una serie de etapas históricas,
necesarias, sucesivas y progresivas. Sólo que, tratándose ahora de una
Filosofía materialista de la Historia, encontraría su motor en el desarrollo de
las capacidades productivas, materiales, del hombre: las formas sociales crecen
o decaen en la medida en que permiten o impiden ese desarrollo.
Esta lectura pareció durante un siglo conforme a los propios
textos de Marx. En esta clave se leyó, por ejemplo, la Ideología Alemana (1845–46),
primera formulación sistemática del materialismo histórico. El énfasis materialista
de la esta concepción parecía resumirse en la tesis de que todo progreso social
y cultural, todo despliegue de las potencialidades humanas (o la emancipación
humana misma, esto es, el comunismo) dependía del completo desarrollo del
dominio del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza; esto es, del crecimiento
de las fuerzas productivas. El propio Manifiesto Comunista vendrá luego (1848),
como lo ha recordado Marshall Berman (1988), a celebrar los triunfos de la
moderna tecnología burguesa y su organización social sobre todo el globo:
Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción, y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas de China y hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros. Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo de producción burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. En una palabra: se forja un mundo a imagen y semejanza (Marx y Engels, 1973a: 38).
No obstante, estos textos no ofrecían una concepción lineal
ni idílica del progreso: mostraban cómo el progreso avanzaba a través de
saltos, violentamientos y contradicciones, lo que permitió que a menudo se
hablase de una dialéctica marxiana del progreso. En los términos del Manifiesto,
era el majestuoso despliegue de las fuerzas productivas el que se volvía ahora
contra la burguesía y su dominación, al modo del "mago que ya no es capaz
de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros"
(Marx y Engels, 1973a: 40). La dinámica incesante e incontrolada que obliga a
la propia burguesía a "revolucionar constantemente los medios de
producción" la lleva a desbordarse, forjando no solamente las armas que
deben darle muerte, sino también "los hombres que empuñarán esas armas:
los obreros modernos, los proletarios" (Marx y Engels, 1973a: 41). Con
todo, parece prevalecer la concepción de una dialéctica histórica del progreso,
de un proceso mundial de modernización capitalista, de un proceso de desarrollo
progresivo que va del centro a la periferia derribando una a una las barreras
que se le ofrecen: "El aislamiento nacional y los antagonismos entre los
pueblos desaparecen de día en día con el desarrollo de la burguesía, la
libertad de comercio y el mercado mundial, con la uniformidad de la producción
industrial y las condiciones de existencia que les corresponden" (Marx y
Engels, 1973a: 57).
Las revoluciones de 1848, con la irrupción de la cuestión de
las nacionalidades, llevan a Marx y Engels a alinearse con la izquierda
europea, partidaria de "la liberación y unificación de las naciones
oprimidas y desgarradas" (Löwy, 1996: 197), como Alemania, Italia, Polonia
y Hungría. Sin embargo, en sus artículos de 1848–50 publicados en la Neue
Rheinische Zeitung, no tomaron igualmente en consideración las reivindicaciones
de las nacionalidades consideradas como "campesinos sin burguesía,
incapaces de desarrollar una cultura y una vida política propias" (Löwy,
1996: 198) especialmente los pueblos eslavos. Marx hablará entonces de
"naciones revolucionarias" y "naciones contrarrevolucionarias",
mientras Engels, retomando más claramente la terminología hegeliana de la
Filosofía de la Historia, distinguirá entre "pueblos históricos" y
"pueblos sin historia", cuyo criterio de viabilidad histórica viene
dado por su teoría del progreso social. En tanto formaciones naturales,
agrarias y bárbaras, estas naciones debían ser forzadas a la civilización y
sucumbir a un inevitable proceso de asimilación.
Pero será en los artículos periodísticos sobre la dominación
británica en la India donde esta dialéctica del progreso parece adoptar su
forma exasperada. A través de ella, Marx intenta articular, al mismo tiempo que
una condena moral del colonialismo inglés y de sus efectos destructivos en la
India, una justificación histórica de la expansión capitalista en nombre del
progreso. Marx no desconoce en modo alguno los horrores de la dominación
occidental: "la miseria ocasionada en el Indostán por la dominación
británica ha sido de naturaleza muy distinta e infinitamente superior a todas
las calamidades experimentadas hasta entonces por el país" (Marx y Engels,
1973b: 24–30). Sin embargo, en último análisis, Inglaterra ha sido "el
instrumento inconsciente de la historia" al introducir las fuerzas de
producción capitalistas en la India al provocar una verdadera revolución social
en el estado social (estancado) del Asia (Marx y Engels, 1973b: 24–30; Löwy,
1996: 197–198). En un artículo ulterior, "Futuros resultados de la
dominación británica en la India", Marx reafirma su postura: Inglaterra
cumple una función histórica progresista, en la medida en que el "período
burgués de la historia está llamado a crear las bases materiales de un nuevo
mundo", por ejemplo, el socialista. La célebre conclusión de este texto
resume perfectamente la grandeza y los límites de esta primera forma de la
dialéctica del progreso:
"Y sólo cuando una gran revolución social se apropie de las conquistas de la época burguesa, el mercado mundial y las modernas fuerzas productivas, sometiéndolos a control común de los pueblos más avanzados, sólo entonces habrá dejado el progreso humano de parecerse a ese horrible ídolo pagano que sólo quería beber el néctar en el cráneo del sacrificado" (Marx y Engels, 1973b: 71–77; Löwy, 1996: 197–198).
Como ha señalado Michael Löwy, Marx percibe la naturaleza
contradictoria del progreso capitalista y no ignora en absoluto su costado
siniestro, su naturaleza de Moloch exigiendo sacrificios humanos; pero él no
cree menos en el desarrollo burgués de las fuerzas productivas a escala mundial
—promovido por una potencia industrial como Inglaterra— y, en último análisis,
históricamente progresista (i.e., benéfico) en la medida en que prepara el
camino a la "gran revolución social". Se hace aquí patente la
impronta hegeliana, histórico–filosófica, de la concepción marxiana del progreso:
la "astucia de la razón" —una verdadera teodicea— permite explicar e
integrar todo acontecimiento (aun los peores) en el movimiento irreversible de
la Historia hacia la Libertad. Esta forma de dialéctica cerrada —ya
predeterminada por un fin— parece considerar el desarrollo de las fuerzas
productivas —impulsadas por las grandes metrópolis europeas— como idéntico al
progreso, en la medida en que él nos conduce necesariamente al socialismo
(Löwy, 197).4
Un texto de referencia donde Marx resumió los principales
postulados de su concepción materialista de la historia es el Prólogo a la Contribución
a la Crítica de la Economía Política (1859). Estas breves y apretadas páginas
parecieron confirmar una visión progresista y secuencial de la historia, en la
medida en que designaba "como otras tantas épocas de progreso, en la
formación económica de la sociedad, el modo de producción asiático, el antiguo,
el feudal y el moderno burgués" (Marx, 1973: 9). La concepción
filosófico–histórica del progreso aparecía, finalmente, refrendada en El
Capital (I, 1867). ¿No mostraba acaso el célebre capítulo XXIV, consagrado a la
"llamada acumulación originaria del capital", un proceso universal y
creciente a través del cual se operaba la disociación entre el productor y los
medios de producción, aun cuando Marx reconociera que su "historia
presenta una modalidad diversa en cada país"? (Marx, 1946: 609). El
prólogo, dirigido a llamar la atención del público alemán sobre una obra
escrita en Inglaterra y que tomaba a este país como "modelo" de
desarrollo capitalista, parecía confirmar esta orientación una vez más:
"Los países industrialmente más desarrollados no han más que poner por delante de los países menos progresivos el espejo de su propio porvenir" (Marx, 1946: XIV).
El marxismo ortodoxo instituido por la socialdemocracia
alemana a fines del siglo pasado y principios de éste, imbuido de fe
positivista en el progreso, concluyó por consagrar esta lectura en clave
histórico–filosófica. El marxismo soviético, por otras vías, vino a
refrendarla.
Este tipo de razonamiento teleológico y eurocéntrico (...) sin duda sirvió de base para la llamada doctrina 'marxista ortodoxa' de la Segunda Internacional, con su concepción determinista del socialismo como resultado inevitable del desarrollo de las fuerzas productivas (en contradicción creciente con las relaciones capitalistas de producción). También permitió la aparición de teorías 'marxistas' justificando la naturaleza 'progresista' de la expansión colonial o imperialista, desde los partidarios socialdemócratas de la 'colonización obrera' hasta la reciente defensa del rol benéfico del imperialismo por el economista inglés (que se reivindica marxista) Bill Warren. Finalmente, pudo ser utilizada por el productivismo staliniano, que hacía del 'desarrollo de las fuerzas productivas —más que de la apropiación democrática de la economía por los trabajadores— el criterio de construcción del socialismo (Löwy, 1996: 199).
Pero si ésta iba a ser la lectura dominante en el campo
marxista mundial, innumerables problemas, malentendidos y cortocircuitos, tanto
políticos como teóricos, iban a producirse en este siglo de historia marxista
con la visión histórico–filosófica del progreso instituida en nombre de Marx.
Buena parte de los desarrollos teóricos más productivos del marxismo clásico la
contradecían (así, los análisis económicos de Rosa Luxemburg, la teoría
trotskista de la revolución permanente o la teoría leninista del imperialismo,
la contradecían de hecho, pero nunca se enfrentaron cabalmente con la visión
histórico–filosófica del progreso en toda su dimensión). Mucho más abiertamente
la contradecían los respectivos marxismos de Walter Benjamin, Antonio Gramsci y
José Carlos Mariátegui, cuyo pensamiento no alcanzó la madurez en un período
histórico caracterizado por el desarrollo progresivo y armónico, sino más bien
signado por las crisis capitalistas, las revoluciones y las
contrarrevoluciones. No es casual, finalmente, que los tres hayan sido lectores
de Georges Sorel. Con todas las diferencias que separan los marxismos de
Benjamin, Gramsci y Mariátegui, es visible la huella que en ellos dejó este
enfático crítico de las filosofías del progreso.5
Pero quizás el síntoma más evidente de cierto desajuste
existente entre la teoría histórica tal como Marx la concebía y lo que
comenzaba a institucionalizarse como Filosofía marxista de la Historia, fue el
malestar y el extrañamiento del propio Marx ante los "marxistas" que
creían ser fieles a su maestro reduciendo la historia a un relato
preconstituido de matriz economicista: "Todo lo que sé es que yo no soy
marxista".6
Nuevas lecturas sobre
la concepción marxiana del progreso y de la historia
Pero si la versión marxista instituida de una Filosofía
Histórica del Progreso fue funcional a la socialdemocracia y al stalinismo, sus
consecuencias evolucionistas, productivistas y eurocéntricas aparecieron como
serios obstáculos a los marxistas que se enfrentaban, ya fuese teórica como
políticamente con los problemas del atraso, el subdesarrollo capitalista o las
naciones oprimidas. Es así que dos generaciones de marxistas (filósofos,
historiadores, antropólogos, economistas, sociólogos, pero también políticos),
entre los años 50 y 80 de este siglo, volvieron críticamente sobre los textos
marxianos, con la intención de complejizar, atenuar o cuestionar abiertamente
dicha visión instituida.
Por ejemplo, los animados debates sobre el desarrollo y el
subdesarrollo capitalistas que se desplegaron mundialmente a lo largo de los
años 50 y 70 (M. Dobb, P. Sweezy, A. Gunder Frank, E. Mandel, A. Emmanuel, I.
Wallerstein, etc.) favorecieron la relectura de los textos económicos de Marx,
particularmente de El Capital, atendiendo ahora a ciertos pasajes donde
aparecían atisbos de una teoría del desarrollo desigual del capitalismo.7
A este esfuerzo de relectura contribuyó la publicación de los manuscritos de
Marx de 1857–1858 conocidos como Grundrisse (editados en Moscú en 1939–41 y en
Berlín en 1953). Veinte años antes de consagrar su vida al estudio minucioso de
estos manuscritos, a los que dedicó una obra monumental (Génesis y estructura
de El Capital de Marx, 1968), Roman Rosdolsky había trabajado en el problema de
las nacionalidades en Marx y Engels, mostrando cómo los análisis de Engels de
la Nueva Gaceta Renana referidos a los eslavos como "pueblos sin
historia" se manifestaban como "una herencia de la concepción
idealista de la historia y, por ende, como un cuerpo extraño en el edificio
teórico del marxismo" (Rosdolsky, 1981: 111–119). En efecto, Rosdolsky
sostiene que, a pesar de que en 1848–50 Marx y Engels ya habían sometido la
concepción hegeliana de los pueblos "históricos" y
"ahistóricos" a su crítica materialista histórica, las reminiscencias
hegelianas eran absolutamente funcionales en un proceso histórico como el de
las revoluciones de 1848, las cuales sólo podían llevar al poder por lo pronto
a la burguesía alemana y a la clase nobiliaria húngara y polaca aliada con
ella, o sea, que su victoria debía coincidir con una agudizada opresión
nacional de los 'ahistóricos' checos, eslovacos, eslovenos, croatas, servios,
rumanos y ucranianos. No era posible que la 'izquierda' alemana se ubicase más
allá de esta objetiva barrera de la revolución e intentase una conciliación de
antagonismos inconciliables. Más bien se vio compelida a tomar en cuenta la
situación efectiva y declarar 'enemigas naturales' de la revolución a las
poblaciones en rebelión contra la dominación de la burguesía alemana y de las
noblezas húngara y polaca (Rosdolsky, 1981: 111–119).
Por su parte, en su influyente estudio sobre el tramo de los
Grundrisse dedicado a las formaciones económicas precapitalistas (Formen), Eric
Hobsbawm señalaba que las épocas del progreso humano presentadas por Marx en el
Prólogo de 1859 ("pocas partes del pensamiento de Marx han sido
revisitadas por sus discípulos más devotos que esta lista") habían tenido
entonces un carácter ilustrativo y provisional, y no uno necesario y
secuencial. Y si el punto de vista de Marx acerca del desarrollo histórico
nunca había sido "meramente lineal, ni lo consideró jamás como un simple registro
del progreso" (Hobsbawm, 1971: 13). los manuscritos de las Formen lo
mostraban más acabadamente que la breve referencia de 1859:
La afirmación de que las formaciones asiática, antigua,
feudal y burguesa son 'progresivas' no implica, en consecuencia, ninguna visión
lineal simple de la historia, ni el sencillo punto de vista de que la historia
es progreso. Simplemente dice que cada uno de estos sistemas se aparta cada vez
más, en aspectos cruciales, de la situación originaria del hombre (Hobsbawm, 1971:
23).
Las Formen, señalaba esperanzado Hobsbawm, contribuirían a
estimular un debate historiográfico marxista que hasta entonces había estado
dominado por una considerable simplificación del pensamiento de Marx y Engels,
(que) reduce las principales formaciones socioeconómicas a una única escalera
por la cual todas las sociedades humanas ascienden escalón a escalón, pero a
diferentes velocidades, por lo que todas, eventualmente, llegan hasta la punta
(Hobsbawm, 1971: 27).
También los estudios contemporáneos sobre la "cuestión
nacional" en Marx y el pensamiento marxista, muy numerosos en los años 60
y 70, pero cuyo itinerario lleva medio siglo (desde el citado Rosdolsky hasta
los más recientes trabajos de Hobsbawm, pasando por G. Haupt, C. Weil, H.
Davis, S. Bloom, M. Rodinson, R. Levrero, L. Mármora, J. Aricó), han prestado
atención a las sucesivas y cada vez más complejas formulaciones de Marx al
respecto, desde lo que Georges Haupt designó sugestivamente como el
"cosmopolitismo utópico" de Marx propio de 1848, hasta la emergencia
de un esbozo de teoría de la cuestión nacional en las décadas del 60 y el 70
(cuestión polaca, irlandesa, rusa...):
El vocabulario se enriquecerá, se hará 'marxista' a partir de los años 1860, a través de la nueva problemática abierta por Irlanda. Marx y Engels introducen la distinción capital entre naciones oprimidas y naciones dominantes" aunque, advierte Haupt, esta "adquisición no modificará ni borrará las categorías tradicionales (Haupt, 1982: 28)
Engels retomará las nociones de naciones históricas/sin
historia hasta su muerte (Rosdolsky, 1981).
Un tercer núcleo de problemas que llevaron a revisitar los
textos de Marx sobre su concepción histórica del progreso provinieron de
investigadores consagrados a la historia rusa; particularmente el polaco Andrei
Walicki (1969, 1978), el japonés Haruki Wada (1975, 1983), y el inglés Theodor
Shanin (1983). Estos diversos autores vinieron a mostrar:
a) Que la emergencia de la "cuestión rusa" en los años 60 —el surgimiento del movimiento populista, la rápida recepción que los populistas hicieron de El Capital, así como el intenso intercambio que se inició entonces entre Marx y algunos representantes del populismo ruso— llevaron a Marx a consagrar gran parte de su tiempo al estudio de aquella situación, particularmente de la comuna rural rusa.
b) El encuentro con la "cuestión rusa" tenía para Marx implicancias políticas y teóricas: políticamente, significaba que el nuevo centro de gravitación revolucionario pasaba de la Europa occidental a la oriental: después de la derrota de la Comuna de París, si una revolución iba a ocurrir en Europa, la mecha sería encendida por Rusia. Y es aquí donde puso Marx todas sus expectativas revolucionarias en los últimos quince años de su vida. De ahí la punzante observación de Hobsbawm: "No hay una interpretación errónea de Marx más grotesca que la que sugiere que esperaba una revolución exclusivamente en los países industriales avanzados de Occidente" (Hobsbawm, 1971: 36).
c) Pero este encuentro también tenía implicaciones teóricas: los populistas, fuertemente impresionados por el capítulo XXIV de El Capital, preguntaban a Marx si de su concepción debía desprenderse que algún tipo de necesidad histórica condenaba de antemano las formas comunales y obligaba al pueblo ruso a pasar por las horcas caudinas de la acumulación primitiva del capital, con toda su secuela de violencia, miseria y crisis social, para ingresar en la civilización moderna; o bien si era posible una modernización no capitalista, sino socialista que tomase a la comuna rural como punto partida. Por detrás de las preocupaciones político–estratégicas (¿revolución burguesa o revolución socialista?), latían las grandes cuestiones de la concepción materialista de la historia: la cuestión de las líneas de desarrollo, de las etapas, de la necesidad histórica, de las condiciones materiales, objetivas y subjetivas, para la emancipación humana y, last but not least, la cuestión del progreso. La "cuestión rusa" apareció ante Marx como una extraordinaria puesta a prueba de su concepción materialista de la historia, y tanto se consagró a su estudio que, entregado de lleno a sus nuevos "borradores rusos" (un total de 30.000 páginas de apuntes, borradores y cartas), no alcanzó a publicar en vida nada significativo después del primer volumen de El Capital (con la salvedad de La guerra civil en Francia, de 1871).
d) Marx, interpelado por los populistas rusos, se vio llevado a una reconsideración acerca de las comunidades rurales, en un contexto, además, marcado por el auge de la Prehistoria y la aparición de obras consagradas a las sociedades rurales primitivas: Marx leyó y anotó las obras de Morgan, Phear, Maine y Lubbock (Krader, 1988) y a instancias de su amigo (epistolar) ruso Danielson, concentró su atención en un estudio sistemático de la comuna rural rusa a través de sus fuentes. Un testimonio y un síntoma del impacto de la cuestión sobre Marx pueden encontrarse en el hecho de que en la segunda edición alemana del primer volumen de El Capital (1873) eliminase las referencias despectivas hacia Alexander Herzen y su "comunismo ruso", aparecidas en la primera edición, e hiciese en cambio un elogio de Chernyshevsky. Años después, en los borradores de su carta a Vera Zasúlich (1881), Marx considera explícitamente la posibilidad de ahorrar a Rusia los tormentos del capitalismo, en la medida en que, gracias a una revolución rusa, la comuna rural tradicional (obschtchina) pudiese ser la base de un desarrollo específico hacia el socialismo (como señala Michael Löwy, (1996: 200): "Estamos aquí en las antípodas del razonamiento evolucionista y determinista de los artículos sobre la India de 1853"). Esto, claro, sin abandonar su presupuesto materialista sugerido en las cartas y puntualizado en el prólogo a la edición rusa (1882) del Manifiesto Comunista: la condición para que la comunidad rural rusa pudiese pasar a una "forma superior de propiedad colectiva, a la forma comunista", era que la revolución rusa diese "la señal para una revolución proletaria en Occidente, de modo que ambas se complementen" (Marx y Engels, 1973a: 10).
e) La exhumación de estos materiales inéditos o poco trabajados llevó a reconsiderar el relato oficial del marxismo ruso que presentaba a los populistas como exponentes de un romanticismo económico y político premarxista, frente a los cuales se erigía la ortodoxia de J. Plejanov como discípulo genuino de Marx. La intensidad de la relación de Marx y Engels con los populistas rusos (Danielson, Lopatin, etc.), los múltiples puentes intelectuales que entonces se tendieron entre los escritos de Marx sobre Rusia y la tradición populista, el caluroso y abierto apoyo político que le brindaron, contrastaban con el recelo y la desconfianza que sintieron por el grupo del Reparto Negro, luego Emancipación del Trabajo, que comandaba Plejanov. Por su parte, el "padre del marxismo ruso" y sus amigos hicieron todo lo posible por ocultar... ¡el "Marx tardío" de los "textos rusos"! (Wada, Shanin).
Este conjunto de consideraciones llevaron a algunos de estos
autores a postular la existencia de una nueva etapa en la evolución del
pensamiento de Marx, que por oposición a las ya establecidas del "joven
Marx" y del "Marx maduro", han denominado el "Marx
tardío". La novedad del Marx tardío vendría dada por el corte definitivo
con la perspectiva progresista/evolucionista, por su ampliación de la
percepción de un desarrollo desigual del capitalismo, por la redefinición de
una concepción materialista de la historia abierta, superando la noción de que
existiría una suerte de Camino de la Historia que todas las sociedades deben
recorrer. El texto paradigmático de este último Marx sería así su respuesta a
Mijailovsky (1877), en que circunscribe el análisis de la acumulación
originaria al "camino por el que en la Europa occidental nació el régimen
capitalista del seno del régimen económico feudal" (Marx, 1980: 65). y
donde critica, por lo tanto, las tentativas de convertir mi esbozo histórico
sobre los orígenes del capitalismo en la Europa Occidental en una teoría
filosófico–histórica sobre la trayectoria general a que se hallan sometidos
fatalmente todos los pueblos, cualesquiera que sean las circunstancias
históricas que en ellos concurran (Marx, 1980: 65).
Su método, aclara, consiste en estudiar en su especificidad
los diferentes medios históricos para luego compararlos entre sí, y no en la
aplicación de la "clave universal de una teoría general de filosofía de la
historia, cuya mayor ventaja reside precisamente en el hecho de ser una teoría
suprahistórica" (Marx, 1980: 63–65).
Conclusiones
provisionales
Estos nuevos desarrollos arrojan luz sobre el problema
planteado en el inicio, que podríamos resumir con la siguiente pregunta: ¿es el
marxismo una Filosofía de la Historia, o concretamente, una Filosofía del
Progreso?
Los argumentos de Wada y Shanin, particularmente, así como
sus pruebas documentales, son reveladores de una verdadera ruptura en el
pensamiento de Marx, y de que con justicia podemos hablar de un "Marx
tardío". Es inudable que, al menos hasta la aparición del primer volumen de
El Capital, Marx tiende a identificar "progreso histórico" con
"desarrollo de las fuerzas productivas". La "cuestión
rusa", en un contexto de redescubrimiento y revalorización de las formas
comunitarias "primitivas", vendría precisamente a poner en cuestión
esta identificación: Marx termina por concluir aquí que la industrializada
Inglaterra no está "más cerca" del socialismo que la atrasada Rusia
en la "cadena histórica". Paradójicamente, el carácter
"ahistórico" de la comuna rural rusa (esto es, su preservación ante
la "historia"... de la penetración capitalista) la proyecta hacia el
futuro: es lo que le permitiría constituirse en el punto de partida de su nueva
organización social comunista. Con la aparición de otro vector de
"progreso" distinto al "desarrollo de las fuerzas
productivas", esto es, la existencia de formas comunales de organización
social, se rompe, precisamente, la noción misma de "cadena
histórica". El atraso puede aparecer, no ya como un límite insuperable,
sino incluso como una virtud y una posibilidad histórica nueva. Con dicha
ruptura se desbroza el camino para una concepción de una historia abierta,
sujeta a diferentes temporalidades y ritmos de desarrollo. El criterio de
progreso pierde su carácter sustantivo para devenir (históricamente) relativo;
deja de ser uno y único para toda la historia, para adquirir un carácter
valorativo. Del progreso como objetividad ineluctable pasamos al progreso como
valor social, como debate público y decisión colectiva sobre los fines, las
vías y los costos del progreso. La Filosofía de la Historia parece disolverse,
finalmente, en la teoría de la historia. La técnica deviene política.
Sin embargo, procede un poco apresuradamente el investigador
colombiano Vega Cantor (1997) cuando afirma que "Marx nunca intentó fundar
una Filosofía de la Historia". Según este autor habría sido la
"versión catequística" la que redujo la historia a una necesaria
sucesión de modos de producción, en donde fatalmente uno reemplazaría a otro,
explicando la dinámica social a partir de la globalidad y no del conocimiento
de la historia concreta. Que esto haya sucedido así, no supone que el
planteamiento inicial tuviera ese objetivo (Vega Cantor, 1997: 126).
Vega Cantor fundamenta su postura argumentando que el
respeto por la especificidad histórica de que hacen gala Marx y Engels en sus
investigaciones estaba reñido con el método "suprahistórico" de las
Filosofías de la Historia:
Y aunque no siempre sus formulaciones fueron afortunadas —recuérdese el caso de Simón Bolívar— lo importante es que ellos tenían una constante preocupación por aproximarse directamente a los problemas estudiados, y si era posible, conociendo fuentes de primera mano (Vega Cantor, 1997: 128).
Los problemas que plantea esta postura son varios:
–Es ahistórica (esto es, no hay historia dentro del pensamiento de Marx): concibe un Marx que siempre fue marxista, o lo fue al menos desde 1845, que de un momento para otro ajustó cuentas definitivamente con Hegel y clausuró irreversiblemente la Filosofía de la Historia;
–Es abstractamente racionalista (esto es, identifica intenciones con resultados): juzga la concepción materialista de la historia no tanto según sus productos (y sus efectos teóricos y políticos), sino de acuerdo con las intenciones de Marx ("Marx nunca intentó", "él no quiso fundar un sistema", "los fundadores del materialismo histórico nunca concibieron", etc.
–Es empíricamente coja: no da cuenta de la totalidad de los textos marxianos, particularmente de los que abonarían la tesis de una Filosofía marxiana de la Historia, como por ejemplo, los trabajos de Marx sobre la dominación británica en la India o los de Engels sobre México o sobre los "pueblos sin historia";8
–Es interpretativamente pobre: un texto de Marx como el "Simón Bolívar" es despachado brevemente como "poco afortunado", cuando resulta mucho más productiva una lectura sintomática, al estilo de la que llevó a cabo José Aricó, a partir de la cual muestra las dificultades y los desajustes del pensamiento de Marx a la hora de dar cuenta de este "Otro" que es América Latina (Aricó, 1980).9
Para responder a la cuestión inicial, esto es, acerca del
estatuto de la concepción materialista de la historia (Filosofía de la Historia
o teoría de la historia), es útil apelar a la distinción conceptual que lleva a
cabo Agnes Heller, entre historiografía y Filosofía de la Historia. Resumiendo
su postura en nuestros términos, puede sintetizarse así:
–La historiografía presupone una articulación de elementos descriptivos y prescriptivos; en la Filosofía de la Historia "aspectos normativos y fácticos no se pueden distinguir"; no proporciona informaciones nuevas acerca del pasado, sino que reorganiza las proporcionadas por la historiografía desde el punto de vista de sus valores supremos, de su propia verdad.
–La categoría central de la Filosofía de la Historia es la Historia con hache mayúscula: todas las historias humanas particulares dependen de ella, son manifestaciones de la misma esencia llamada Historia.
–La historiografía construye sus preguntas sobre el pasado desde el presente; pero la Filosofía de la Historia sólo puede escribirse desde un presente absoluto, desde el "fin de la Historia" mismo. El presente absoluto es el que contiene todo el pasado y, por lo tanto, todo el futuro de la historia, el ser y el deber ser de la historia (apareciendo en expresiones como "ha llegado la hora", el momento de la "verdad en la historia", en que deben sacarse todas las conclusiones...).
–Mientras la historiografía construye la historia haciéndose preguntas cada vez más complejas, la Filosofía de la Historia plantea preguntas sencillas, las mismas que se plantea el hombre de la calle, en torno al sentido de la existencia histórica, pero transformándolas en el problema del sentido de la historia. Existe una necesidad de filosofía de la historia.
–Mientras para la historiografía todo sentido de la historia es construido, y es el resultado de una lucha por el sentido, para la Filosofía de la Historia hay sentido preestablecido, un sentido oculto de la Historia (sea el Dios de Agustín, la Providencia de Bossuet o el Espíritu universal de Hegel, habría un fin establecido que los seres humanos realizaríamos, conscientes o no: la libertad no es más que la conciencia de esta necesidad).
–La Filosofía de la Historia se propone fijar teóricamente un esquema de desarrollo de la Historia como totalidad. Organiza todos los acontecimientos y estructuras, considerados elementos de un mismo proceso social y los valora según el "puesto" que ocupan en el proceso temporal. El proceso social es concebido como "continuidad", y la sucesión del desarrollo de los acontecimientos y estructuras como estadios (discontinuos) de tal continuidad; para poder concebir la Historia como unidad, como continuidad caracterizada por una única lógica, una única tendencia de desarrollo, la Filosofía de la Historia debe organizar todas las culturas humanas en una única línea y valorarlas según el puesto que presumiblemente han ocupado en la vida de la humanidad; esto lleva a considerar a algunas naciones como "histórico–universales", mientras a otras se las considera "retrógradas y primitivas"; la Filosofía de la Historia organiza las diferentes culturas desde el punto de vista de la Historia.
–Para la Filosofía de la Historia hay una Unidad de la Historia que es cerrada, pero como la historia continúa abierta, la lógica de la Unidad de la Historia lleva a incluir el futuro, como si éste fuese (o pudiese ser) conocido.
–Las Filosofías de la Historia alinean culturas y sociedades de acuerdo con el lugar que ocupan en la cadena del desarrollo de la Historia; se destacan uno o varios indicadores de progreso (o regresión). La elección del indicador depende de los valores del filósofo de la Historia (la Libertad, la Razón, la Producción, el Lenguaje, el Conocimiento, etc.) (Heller, 1982).
Si aceptamos la conceptualización de A. Heller, es indudable
que el marxismo instituido a lo largo del siglo XX respondió al modelo de las
Filosofías progresistas de la Historia, con su rígido determinismo, su
teleología, su concepción unilineal de la marcha de la Civilización, su
ontologización del sentido, su anulación de la subjetividad, su sacrificio de
la diversidad en la Unidad. Pero en relación a la concepción marxiana de la historia,
la respuesta debe ser más compleja y matizada. El recorrido del pensamiento de
Marx trazado al principio, así como diversos análisis de su obra (Gouldner,
Aricó, Shanin, Löwy, Heller) aconsejan hablar de una tensión entre un Marx
tributario de las Filosofías de la Historia (particularmente, el doble influjo
de Smith y Hegel) y un Marx forjador de una teoría, o concepción, materialista
de la historia, cuya construcción se llevaría a cabo en disputa permanente, a
través de un ajuste de cuentas constante, con la primera. Desde esta
perspectiva, la emergencia de la "cuestión rusa" tras la aparición
del primer volumen de El Capital no aparece como una cuestión de mera
"extensión" o "aplicación" de una concepción materialista
de la historia ya concebida y dispuesta, sino como un desafío teórico y
político de gran magnitud para dicha concepción. La lectura de El Capital en
clave filosófico–histórica no era el mero resultado de una mala interpretación
o una abierta tergiversación: el propio Marx, en todo caso, había dado pie a la
ambigüedad o al malentendido. La desautorización de esa lectura en la carta al
director de El Memorial de la Patria, con toda su significación como
descentramiento de su teoría, apenas si pudo ser escuchada: el marxismo oficial
sólo pudo construirse sobre su desconocimiento.10
Siguiendo con su propia conceptualización, para A. Heller la
obra de Marx es el mayor sistema de Filosofía de la Historia que haya producido
jamás el socialismo. Plantea todos los problemas que, en general, plantean las
filosofías de la historia y facilita una síntesis con la que pocos pueden
competir (quizás sólo los sistemas de Hegel, Kierkegaard y Freud) (Heller,
1982, 224).
Por momentos, Marx tiende a atribuir la determinación
económica, mediante el desarrollo de las fuerzas productivas, a la Historia
como totalidad, como una ley funcional de la Historia. Pero para la filósofa
húngara, hay también en Marx una teoría de la historia, la que suele
subordinarse a la Filosofía de la Historia en tanto y en cuanto Marx, para
reforzar la promesa del socialismo (así como para reforzar su advertencia a la
humanidad), apela a la necesidad del socialismo y al sentido de nuestra
existencia:
La Filosofía de la Historia se impone a la teoría de la
historia para reforzar la promesa. Si se hubiese aferrado a una teoría de la
historia, el comunismo sólo se hubiera podido concebir como un movimiento, nunca
como la solución al enigma de la Historia (Heller, 1983: 224–226).
De ahí la tensión entre el comunismo entendido como un acto
libre de la clase histórico–universal y, al mismo tiempo, como realización de
una ley histórica, una necesidad a la que están sometidos los sujetos agentes:
para su concepción de la historia, la clase trabajadora es sujeto consciente y
libre; para su Filosofía de la Historia, la clase trabajadora es objeto.
La revelación del "Marx tardío", del Marx de la
"cuestión rusa", en suma, resulta enriquecedora en diversos aspectos,
que pueden resumirse brevemente así:
–Nos permite complejizar el legado marxiano, así como completar la historización de su pensamiento, comprender que el pensamiento de Marx no se congeló en 1845 con el "Marx humanista", pero tampoco en 1867, con el presunto "Marx científico" de El Capital: puede hablarse de un último Marx, que busca integrar en su teoría histórica los rudimentos de una teoría del desarrollo desigual del capitalismo, de la desigualdad y la opresión entre las naciones, etcétera.
–Esta historización es paralela a la "humanización" de Marx que reclama justamente Shanin: nos ofrece una imagen de Marx más próximo, en realidad, a la del artesano que pule y corrige, que a un Dios con su visión ilimitada, inamovible e infalible.
–Inspira una visión más rica, multiforme y multidimensional de la historia, con sus diversas temporalidades, sus desarrollos desiguales y sus "saltos".
–Favorece desarrollos no reduccionistas ni funcionalistas del problema de la determinación material.
–Establece una ruptura definitiva con cualquier concepción histórica eurocentrista, con cualquier relato apologético que identifique la Historia como el producto de la civilización europeo–occidental y la asimilación de otros pueblos y culturas a "la marcha de la Historia", cuya "necesidad" dichos pueblos deberían reconocer como su "libertad".
–La puesta en cuestión de una concepción del desarrollo histórico homogeneizante: si bien el proyecto socialista significa irrenunciablemente la (auto) contrucción de una sociedad y una cultura universales (el "género humano" no como presupuesto sustancial sino como objetivo, como construcción y como proceso), esta unidad sólo puede construirse en el reconocimiento de la diversidad y de la diferencia, aceptándoselas como fundantes de toda cultura (y sobre todo, de la cultura socialista por construir);
–La ruptura con el fatalismo y el productivismo abre un nuevo lugar a la acción, la voluntad y la conciencia de los sujetos en la praxis histórica. Para la Filosofía del Progreso, como observa agudamente Heller, la conciencia de las fuerzas productivas es la conciencia tecnocrática, la conciencia de una elite planificadora que encarne y garantice ese desarrollo (Heller, 1982).
Historia, teoría y política aparecen mutuamente implicadas
en estas conclusiones programáticas. Es que recuperar el potencial creativo de
la concepción materialista de la historia está estrechamente ligado a recuperar
la dimensión emancipatoria del socialismo marxista. Esto significa hoy, pues,
emanciparse de las filosofías productivistas/progresistas de la historia:
culmina el proceso de secularización del pensamiento histórico al que Marx
contribuyó en forma decisiva, pero quizás no definitiva; aunque este trabajo
signifique no sólo volver a Marx contra el marxismo, sino incluso volver a Marx
contra sí mismo, tras los pasos del Marx que no quiso ser marxista.
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1 "La concepción monista de la historia". A
pesar de todo el esfuerzo puesto por Plejanov en inscribir a Marx dentro de una
genealogía materialista y científica, tenía en alta estima la Filosofía de la
Historia de Hegel, a la que presentaba como una "explicación científica de
todo el proceso histórico–social considerado en su conjunto, es decir, con
todos los aspectos y manifestaciones de la actividad del ser social, que
aparecían como factores aislados ante quienes tenían una manera de pensar
abstracta" ("La concepción materialista de la historia"
(Plejanov, 1964: 472–473).
2 Es cierto que Cohen señala también que, a diferencia
de Hegel, hay en Marx no sólo una Filosofía de la Historia (en tanto lectura, construcción
reflexiva, externa), sino también una teoría de la historia (una contribución
al entendimiento de su dinámica interna) (Cohen, 1986: 28–29). Pero de esta
breve distinción parece desprenderse que, para Cohen, Filosofía de la Historia
y teoría de la historia coexisten sin contradicciones o tensiones en el
discurso marxiano. Luego volveremos sobre la cuestión.
3 A este respecto, ver V. François Furet, El pasado de una
ilusión (1995).
4 La referencia de Marx a la India como "pueblo sin
historia" ("La sociedad hindú carece por completo de historia, o por
lo menos de historia conocida...", (Marx y Engels, 1973b: 71) parece
comprometerlo con los desafortunados trabajos que Engels consagró, en la Nueva
Gaceta Renana, a los pueblos eslavos como "pueblos sin historia".
Para un tratamiento crítico de la cuestión, ver el notable estudio (de 1948) de
Roman Rosdolsky (Rosdolsky, 1981).
5 Ver
Georges Sorel, Les Illusions du progrés (1908). Paris: Rivière. Hay una
antigua versión española: Las ilusiones del progreso (s/f (c. 1919)). Valencia:
Sempere. Para una revaluación actual de Sorel, leer la introducción de Larry
Portis a Georges Sorel: Présentation et textes choisis (1980). Paris: La
Brèche.
6 El célebre testimonio es de Engels, en una carta a Conrad
Schmidt fechada en Londres, el 5 de agosto de 1890. Engels se quejaba del
economicismo del que hacían gala algunos exponentes del socialismo alemán,
identificándolos con aquellos "marxistas" (las comillas son de
Engels) que surgieron en Francia a fines de los años 70 y que motivaron la
famosa frase de Marx. Anota Engels: "En general, la palabra materialista
les sirve a muchos de los jóvenes escritores alemanes de simple frase mediante
la cual se rotula sin más estudio toda clase de cosas; pegan esta etiqueta y creen
que la cuestión está resuelta. Pero nuestra concepción de la historia es, sobre
todo, una guía para el estudio, y no una palanca para construir a la manera de
los hegelianos."(Marx–Engels, 1972: 392–393).
7 M. Löwy (1996) ha llamado recientemente la atención sobre
la existencia de una dialéctica histórica abierta en ciertos pasajes de El
Capital, donde Marx constata que, en el capitalismo, "cada progreso
económico es al mismo tiempo una calamidad social"; así como otros en que
observa que la producción capitalista agrede tanto a los seres humanos como a
la naturaleza misma: "Al igual que en la industria urbana, en la moderna
agricultura la intensificación de la fuerza productiva y la más rápida
movilización del trabajo se consiguen a costa de devastar y agotar la fuerza de
trabajo del obrero. Además, todo progreso, realizado en la agricultura
capitalista, no es solamente un progreso en el arte de esquilmar al obrero,
sino también en el arte de esquilmar la tierra, y cada paso que se da en la
intensificación de su fertilidad dentro de un período de tiempo determinado, es
a la vez un paso dado en el agotamiento de las fuentes perennes que alimentan
dicha fertilidad. Este proceso de liquidación es tanto más rápido cuanto más se
apoya un país, como ocurre por ejemplo con los Estados Unidos de América, sobre
la gran industria, como base de su desarrollo. Por tanto, la producción
capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso
social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de
toda riqueza: la tierra y el hombre" (t. I, sección Cuarta, cap. XIII, pp.
423–424 de la ed. citada).
8 En cuanto a Engels, señalemos que su postura fue idéntica
a la de Marx mientras éste vivió (v. Gouldner, Shanin), pero tras la muerte de
su amigo hay un creciente distanciamiento en relación con la "cuestión
rusa", al considerar que en Rusia la penetración del capitalismo es
irreversible y, por lo tanto, también es inevitable la ruina de la comuna. Las
vicisitudes de su pensamiento pueden seguirse, en forma casi dramática, en su
correspondencia con Danielson, donde aparece con claridad cómo vuelve a
colarse, dentro de su visión histórica, la Filosofía de la Historia: "Me
parece que se necesitarán años para superar totalmente las consecuencias de la
actual desgracia y, cuando se logre, Rusia ya será otro país completamente
diferente... Mientras tanto, no nos queda otro remedio que consolarnos con la
idea de que todo ha de servir, en última instancia, a la causa del progreso de
la humanidad" (Engels a Danielson, 15/3/1892) (Marx, Danielson, Engels,
1981: 262, cit. en Adamovsky).
9 En contraste con la postura de V
ega Cantor, ver el
desencantado análisis crítico de Castoriadis, quien sostiene (desde los años
40) que "el elemento revolucionario" que estalla en ciertos momentos
de las obras de Marx habría sido sofocado por su propia formulación de un
"sistema". Sería este último el que conduciría a Marx en el sentido
de una Filosofía de la Historia (Castoriadis, 1983: 95 y ss.).
10 Marx nunca envió su carta al Memorial de la Patria. Tras
la muerte de Marx, Engels la envió a Plejanov y su grupo para su publicación,
pero éste demoró la cuestión y la carta fue editada finalmente en una revista
populista... Recordemos que Vera Sazulich, G. Plejanov y su grupo literalmente
ocultaron la carta de Marx a la primera. El original fue encontrado por
Riazanov, tras muerte de Plejanov, entre los papeles de éste, pero — curiosa y
significativamente— el marxólogo ruso no encontró en él "nada digno de
interés" (ver Shanin y Wada).
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