3/1/14

Los logros del Gobierno | ‘Achievements of The Ministry’

Karl Marx ✆ Jean Gouders
I. Introducción por Valentín Berrocal                                                                                                                      Karl Marx

«Achievements of The Ministry» es un artículo de Carlos Marx escrito en Londres el 12 de abril de 1853 y publicado en el número 3753 del New York Daily Tribune, el 27 del mismo mes. Fue reimpreso el 29 en el número 827 del Semi-Weekly Tribune. Encontré este texto traducido con el título «Operaciones de Gobierno», por ejemplo, en el excelente artículo que Marcello Musto publicó a finales de 2011 en Sin Permiso, «Grecia, Italia y los sagaces sarcasmos de Karl Marx a propósito de los gobiernos técnicos». Dedicaremos esta sección en el próximo número al otro artículo de Marx que cita Marcello, «A Superannuated Administration. Prospects of the coalition ministry, &c». […] El texto de referencia ha sido extraído de la Parte I del Volumen 1 de las Obras Completas de MEGA2. A pesar de que no soy filólogo, me impulsó que «achie­vements» debía ser traducido por «rendimientos», y aún por «rendimiento escolar». El artículo de Marx versa, es cierto, sobre las maniobras del Gobierno de Coalición encabezado por Lord Aberdeen (diciembre de 1852 - enero de 1855); pero las «operaciones» que describe Marx tienen como objeto la deuda pública −el plan de Gladstone, Ministro de Hacienda−, y la reforma educativa de Lord Russell −Ministro de Exteriores en el Gabinete
Aberdeen y Primer Ministro entre 1846 y febrero de 1852.

He de agradecer profundamente las correcciones hechas por Pepe Bellón. Ponen de manifiesto algunos sarcasmos de Marx que no percibí −el sentido religioso de «ministry», del «ministerio»− o había mitigado −«achievements» es, sin duda, «logros», «éxitos». Queda, por tanto, establecido el título como «Logros del Gobierno», e indicados algunos lugares donde la ironía podría perderse en la traducción.

Sin embargo, el objeto principal del artículo son las transformaciones políticas del Reino Unido cuando ya es económicamente capitalista y existen numerosos síntomas del desplazamiento de la contradicción principal a otros lugares que los representados por los viejos partidos Tory y Whig. En ese contexto afirma Marx:
«nada más que la apariencia de gobierno es posible con viejos partidos evanescentes y nuevos todavía no consolidados» y el Gobierno de Coalición «representa la impotencia del poder en un momento de transición».
Tampoco soy historiador, pero es necesario poner en antecedentes. Recomiendo la lectura del cuarto capítulo de Poder político y clases sociales en el estado capitalista, de Nicos Poulantzas, titulado «Sobre los modelos de revolución burguesa», especialmente su primer apartado, «El caso inglés». Disponible en la sección Clásicos de actualidad de nuestra web.

Las expresiones «tory» y «whig» comienzan a ser de uso generalizado en la Restauración inglesa, bajo el reinado de Carlos II (1660-85), a partir de la Exclusion Bill. Éste fue un proyecto de ley nunca aprobado, y que pretendía excluir de la sucesión al trono al hermano del rey, Jacobo II, por su catoli­cismo. Los tories se oponían; los whigs lo defendían. Detrás de todo ello estaban el ejemplo de Francia, con un rey católico y absolutista, y el escándalo de corrupción por el soborno de Luis XIV a Carlos II. A la muerte de su hermano, Jacobo reinó de 1685 a 1688, hasta que se produjo la «Revolución Gloriosa» que concluyó con el reinado conjunto de María II, hija de Jacobo pero protestante, y su marido Guillermo III, también protestante y Estatúder holandés.

En términos de lucha de clases, según Poulantzas:
La Revolución de 1640 y su recodo de 1688 marcan precisamente los comienzos de la transfor­mación de una parte de la clase de la nobleza feudal en clase capitalista. Esa revolución, que es una revolución burguesa en el sentido propio de la palabra, presenta también en apariencia un carácter ambiguo: reviste la forma de una contradicción principal entre fracciones de la nobleza feudal y la burguesía comercial, ya existente, que sólo desempeña un papel secundario. La ambigüedad se debe, en este caso, al carácter de la clase que dirige el proceso revolucionario, que está en vías de pasar de la nobleza feudal a la burguesía. En la continuación del proceso de capitalización de la renta de la tierra se convertirá en el núcleo de la burguesía industrial.
A principios del siglo XIX, y durante todo él, aún tories y whigs siguen siendo los partidos mayo­ritarios en el Parlamento y las nuevas tendencias orbitan en torno a ellos. El cartismo sólo obtuvo un escaño por Nottingham en las elecciones de 1847 (Fergus O’Connor). El partido irlandés Asociación por la Derogación −del Acta de Unión con Inglaterra de 1800−, obtuvo representación en las elecciones de 1832 (42), 1841 (20) y 1847 (36). En las de 1835 y 1837 fue coaligada con los whigs y, en general, eran whigs excepto en lo concerniente a Irlanda. El resto del panorama político corresponde a escisiones librecambistas de los tories, a medida que la nobleza feudal se convertía en burguesía, y radicales de los whigs, en torno a la profundidad de las reformas democráticas, el autogobierno de las colonias y el papel de la Iglesia de Inglaterra, ya que muchos eran protestantes pero no anglicanos. A partir de aquí pueden entenderse las apreciaciones de Marx sobre la Jewish Disabilities Bill −que permitiría a los judíos ser electos para la Cámara de los Comunes−, la Canada Clergy Reserves Bill y sobre la cuestión de Maynooth, ciudad irlandesa en la que Pitt El Joven había fundado una Universidad Católica en 1795, que era financiada por el Parlamento Británico para ganarse el apoyo de las clases dominantes irlande­sas y dividir el movimiento nacional, y cuyo sistema de educación era objeto de debate.

La escisión más significativa en el campo de los tories es la de los llamados liberal-conservadores, o peelitas, por Robert Peel, que curiosamente había sido fundador en 1834 del Partido Conservador. Para explicarla es necesario remontarse un poco atrás en el tiempo. Siguiendo los consejos de Malthus fue aprobada la Importation Act 1815, que prohibía importar trigo extranjero hasta que el británico alcanzara un precio determinado. Siguiendo las tesis de Ricardo −impedir la importación de trigo barato, sobre todo ruso, incrementaba los costos industriales− se creó en Manchester en 1839 la Liga Anti-Corn Law. En 1846, durante el segundo gobierno de Peel (1841-46) y en colaboración con los whigs, los aranceles fueron definitivamente abolidos, mediante la aprobación de una nueva Importation Act. Pero esto conllevó la caída de Peel y la escisión entre los peelitas y los conservadores de Disraeli.

El campo whig quizás fuera aún más complejo. A finales de la década de los 30 Lord Russell había adoptado ya el nombre de Partido Liberal, pero en realidad había whigs en la Cámara de los Lores y radicales en la de los Comunes. La aprobación de la Reform Act de 1832, que amplió la base del sufragio hasta un cuerpo de 800.000 electores y modificó los distritos electorales, supuso el principio del fin de los aristócratas reformistas. Según Poulantzas, «tras la Reform Act de 1832, [la burguesía] llega a la hegemonía del bloque en el poder.»

Conservadores y liberales tendrían que esperar unas décadas para parecerse a partidos modernos, con la alternancia a finales del siglo XIX de los gobiernos conservadores de Disraeli y liberales de Gladstone. Modernos en el sentido de que tienen al imperialismo como eje ideológico de ruptura. Aquí sucedió como con el librecambismo pero a la inversa; el imperialismo fue defendido primero por los conservadores y después por los liberales. También habría que esperar para que fueran modernos en el aspecto organizativo. Marx escribe casi un año después de las elecciones de julio de 1852 y entonces «partidos» no significaba mucho más que agrupaciones más o menos difusas de represen­tantes alrededor de los parlamentarios más notables.

En febrero de 1852 había caído el gobierno de Lord Russell tras ser derrotada la moción de confianza a la que se sometió. El gobierno en minoría del conservador Lord Derby que le sustituyó, llamado «Who? Who? Ministry» por ser desconocidos la mayoría de los ministros, fue muy breve. Llegaron las elecciones.

Marx analizó la composición de la Cámara de los Comunes surgida de las elecciones de 1852 en Result of the Elections, escrito en agosto y publicado en septiembre, como expresión del «antagonismo entre la ciudad y el campo», agrupados en Oposicionistas (337) y Ministeriales (290), además de 27 dudosos. Sin embargo, Marx considera que los derbitas, a pesar de estar en minoría aun recabando el apoyo de los dudosos, son la facción más fuerte del Parlamento, porque los Oposicionistas están divididos en Peelitas (38), Librecambistas (113), «Brigada Irlandesa» (63) y Whigs (123). Este análisis es el que está detrás de los comentarios de Marx sobre la estadísticas de voto, la fragilidad del Gobierno de Coalición encabezado por el peelita Aberdeen y su «política de abstención».

Cada cual considere en qué medida se pueden extraer conclusiones de «Achievements of the Ministry» para afrontar la reforma educativa de Wert, analizar el declive del sistema bipartidista que vaticinan las encuestas en España −y que ya es una realidad en Grecia e Italia− y comprender los mecanismos de la especulación con deuda pública. Como tampoco soy economista, agrade­ceré todas las correcciones que los lectores puedan hacernos llegar respecto a la traducción, la introducción histórica o el anexo dedicado a analizar nuestra riqueza y la de otras naciones, que se incluye después del artículo de Marx. El «gigantesco monstruo» de la deuda pública está aquí, y casi por todas partes.

«Hic Rhodus, hic salta!» respondió Marx al plan de Gladstone para con la deuda pública de Gran Bretaña; respuesta análoga a la que dieron a El fanfarrón de Esopo, que se negaba a participar en un concurso de saltos mientras afirmaba haber saltado más lejos que todos los presentes cuando estaba en Rodas. Como me señalaba Pepe, Marx ya la usó poco más de un año antes, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, finalizado en marzo de 1852. Después de caracterizar las revoluciones burguesas del siglo XVIII −«de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y una larga depresión se apodera de la sociedad»−, afirmaba que las revoluciones proletarias del XIX
se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruel­mente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: Hic Rhodus, hic salta!.
Parece que Marx podría tener en mente el uso anterior de la frase y quizás fuese un guiño a sus lectores. Así leída, reforzaría la negación de cualquier apariencia revolucionaria que el liberal Gladstone pudiera adquirir en sus enfrentamientos con los Tories.

Las amplias citas del Capítulo XXIV de El Capital que siguen a continuación completarán el significado de esta introducción y la referencia a la burbuja de la Compañía de los Mares del Sur, creada en 1712 por el tory Lord Harley, Ministro de Hacienda. Oficialmente su objeto era el comercio con Sudamérica y las Indias Occidentales; en realidad, gracias a los privilegios y mono­polios otorgados por el Gobierno, especulaba a gran escala con deuda pública mediante la con­versión de títulos de deuda en acciones de la compañía. El estallido de la burbuja en 1720 es uno de los primeros «cracks» en la Historia, y uno de los hechos más importantes para comprender la magnitud de la deuda británica:
Las diversas etapas de la acumulación originaria tienen su centro, en un orden cronológico más o menos preciso, en España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra. Es aquí, en Inglaterra, donde a fines del siglo XVII se resumen y sintetizan sistemáticamente en el sistema colonial, el sistema de la deuda pública, el moderno sistema tributario y el sistema proteccionista. En parte, estos métodos se basan, como ocurre con el sistema colonial, en la más burda de las violencias. Pero todos ellos se valen del poder del Estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de trans­formación del modo feudal de producción en el modo capitalista y acortar las transiciones.
Hoy en día, la supremacía industrial trae aparejada la supremacía comercial. En el período manufac­turero propiamente dicho, por el contrario, es la supremacía comercial la que confiere el predominio in­dustrial. De ahí el papel preponderante que desempeñaba en ese entonces el sistema colonial. Era el dios extraño que se encaramó en el altar, al lado de los viejos ídolos de Europa, y que un buen día los derribó a todos de un solo golpe. Ese sistema proclamó la producción de plusvalor como el fin último y único de la humanidad.

El sistema del crédito público, esto es, de la deuda del estado, cuyos orígenes los descubrimos en Génova y Venecia ya en la Edad Media, tomó posesión de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de invernadero. Así, echó raíces por primera vez en Holanda. La deuda pública o, en otros términos, la enajenación del estado sea éste despótico, constitucional o republicano deja su impronta en la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que realmente entra en la posesión colectiva de los pueblos modernos es... su deuda pública. De ahí que sea cabalmente coherente la doctrina moderna según la cual un pueblo es tanto más rico cuanto más se endeuda. El crédito público se convierte en el credo del capital. Y al surgir el endeudamiento del estado, el pecado contra el Espíritu Santo, para el que no hay perdón alguno, deja su lugar a la falta de confianza en la deuda pública.

La deuda pública se convierte en una de las palancas más efectivas de la acumulación originaria. Como con un toque de varita mágica, infunde virtud generadora al dinero improductivo y lo transforma en capital, sin que para ello el mismo tenga que exponerse necesariamente a las molestias y riesgos inse­parables de la inversión industrial e incluso de la usuraria. En realidad, los acreedores del estado no dan nada, pues la suma prestada se convierte en títulos de deuda, fácilmente transferibles, que en sus manos continúan funcionando como si fueran la misma suma de dinero en efectivo. Pero aun prescindiendo de la clase de rentistas ociosos así creada y de la riqueza improvisada de los financistas que desempeñan el papel de intermediarios entre el gobierno y la nación como también de la súbita fortuna de arrendadores de contribuciones, comerciantes y fabricantes privados para los cuales una buena tajada de todo emprésti­to estatal les sirve como un capital llovido del cielo, la deuda pública ha dado impulso a las sociedades por acciones, al comercio de toda suerte de papeles negociables, al agio, en una palabra, al juego de la bolsa y a la moderna bancocracia.

Desde su origen, los grandes bancos, engalanados con rótulos nacionales, no eran otra cosa que socie­dades de especuladores privados que se establecían a la vera de los gobiernos y estaban en condiciones, gracias a los privilegios obtenidos, de prestarles dinero. Por eso la acumulación de la deuda pública no tiene indicador más infalible que el alza sucesiva de las acciones de estos bancos, cuyo desenvolvimiento pleno data de la fundación del Banco de Inglaterra (1694).


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N° 3753 del 12-04-1853





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