Boaventura de Sousa
Santos | Al inicio del tercer milenio, las izquierdas
se debaten entre dos desafíos principales: la relación entre democracia y
capitalismo; y el crecimiento económico infinito (capitalista o socialista)
como indicador básico de desarrollo y progreso. En este texto voy a centrarme
en el primer desafío.
Boaventura de Sousa Santos |
Contra lo que el sentido común de los últimos cincuenta años
puede hacernos pensar, la relación entre democracia y capitalismo siempre fue
una relación tensa, incluso de contradicción. Lo fue, ciertamente, en los países
periféricos del sistema mundial, en lo que durante mucho tiempo se denominó
Tercer Mundo y hoy se designa como Sur global. Pero también en los países
centrales o desarrollados la misma tensión y contradicción estuvieron siempre
presentes. Basta recordar los largos años de nazismo y fascismo.
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Un análisis más detallado de las relaciones entre
capitalismo y democracia obligaría a distinguir entre diferentes tipos de
capitalismo y su dominio en distintos períodos y regiones del mundo, y entre
diferentes tipos y grados de intensidad de la democracia. En estas líneas
concibo al capitalismo bajo su forma general de modo de producción y hago
referencia al tipo que ha dominado en las últimas
décadas: el capitalismo
financiero. En lo que respecta a la democracia, me centro en la democracia
representativa tal como fue teorizada por el liberalismo.
El capitalismo sólo se siente seguro si es gobernado por
quien tiene capital o se identifica con sus "necesidades", mientras
que la democracia es idealmente el gobierno de las mayorías que no tienen
capital ni razones para identificarse con las "necesidades" del
capitalismo, sino todo lo contrario. El conflicto es, en el fondo, un conflicto
de clases, pues las clases que se identifican con las necesidades del capitalismo
(básicamente, la burguesía) son minoritarias en relación con las clases que
tienen otros intereses, cuya satisfacción colisiona con las necesidades del
capitalismo (clases medias, trabajadores y clases populares en general). Al ser
un conflicto de clases, se presenta social y políticamente como un conflicto
distributivo: por un lado, la pulsión por la acumulación y la concentración de
riqueza por parte de los capitalistas, y, por otro, la reivindicación de la
redistribución de la riqueza generada en gran parte por los trabajadores y sus
familias. La burguesía siempre ha tenido pavor a que las mayorías pobres tomen
el poder y ha usado el poder político que le concedieron las revoluciones del
siglo XIX para impedir que eso ocurra. Ha concebido la democracia liberal como
el modo de garantizar eso mismo a través de medidas que cambiaron en el tiempo,
pero mantuvieron su objetivo: restricciones al sufragio, primacía absoluta del
derecho de propiedad individual, sistema político y electoral con múltiples
válvulas de seguridad, represión violenta de la actividad política fuera de las
instituciones, corrupción de los políticos, legalización del lobby… Y siempre
que la democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta la posibilidad del
recurso a la dictadura, algo que sucedió muchas veces.
Después de la Segunda Guerra Mundial, muy pocos países
tenían democracia, vastas regiones del mundo estaban sometidas al colonialismo
europeo, que servía para consolidar el capitalismo euro-norteamericano, Europa
estaba devastada por una guerra que había sido provocada por la supremacía
alemana, y en el Este se consolidaba el régimen comunista, que aparecía como
alternativa al capitalismo y a la democracia liberal. En este contexto surgió
en la Europa más desarrollada el llamado capitalismo democrático, un sistema de
economía política basado en la idea de que, para ser compatible con la
democracia, el capitalismo debería ser fuertemente regulado, lo que implicaba
la nacionalización de sectores clave de la economía, un sistema tributario
progresivo, la imposición de las negociaciones colectivas e incluso, como
sucedió en la Alemania Occidental de la época, la participación de los
trabajadores en la gestión de empresas. En el plano científico, Keynes
representaba entonces la ortodoxia económica y Hayek, la disidencia. En el
plano político, los derechos económicos y sociales (derechos al trabajo, la
educación, la salud y la seguridad social, garantizados por el Estado) habían
sido el instrumento privilegiado para estabilizar las expectativas de los
ciudadanos y para enfrentar las fluctuaciones constantes e imprevisibles de las
“señales de los mercados”. Este cambio alteraba los términos del conflicto
distributivo, pero no lo eliminaba. Por el contrario, tenía todas las
condiciones para instigarlo después de que el crecimiento económico de las
tres décadas siguientes se atenuara. Y así sucedió.
Desde 1970, los Estados centrales han estado manejando el
conflicto entre las exigencias de los ciudadanos y las exigencias del capital
mediante el recurso a un conjunto de soluciones que gradualmente fueron dando
más poder al capital. Primero fue la inflación (1970-1980); después, la lucha
contra la inflación, acompañada del aumento del desempleo y del ataque al poder
de los sindicatos (desde 1980), una medida complementada con el endeudamiento
del Estado como resultado de la lucha del capital contra los impuestos, del
estancamiento económico y del aumento de los gastos sociales originados en el
aumento del desempleo (desde mediados de 1980), y luego con el endeudamiento de
las familias, seducidas por las facilidades de crédito concedidas por un sector
financiero finalmente libre de regulaciones estatales, para eludir el colapso
de las expectativas respecto del consumo, la educación y la vivienda (desde mediados
de 1990).
Hasta que la ingeniería de las soluciones ficticias llegó a
su fin con la crisis de 2008 y se volvió claro quién había ganado en el
conflicto distributivo: el capital. La prueba fue la conversión de la deuda
privada en deuda pública, el incremento de las desigualdades sociales y el
asalto final a las expectativas de una vida digna de las mayorías (los
trabajadores, los jubilados, los desempleados, los inmigrantes, los jóvenes en
busca de empleo) para garantizar las expectativas de rentabilidad de la minoría
(el capital financiero y sus agentes). La democracia perdió la batalla y sólo
evitará ser derrotada en la guerra si las mayorías pierden el miedo, se rebelan
dentro y fuera de las instituciones y fuerzan al capital a volver a tener miedo,
como sucedió hace sesenta años.
En los países del Sur global que disponen de recursos
naturales, la situación es, por ahora, diferente. En algunos casos, por ejemplo
en varios países de América Latina, hasta puede decirse que la democracia se
está imponiendo en el duelo con el capitalismo, y no es por casualidad que en
países como Venezuela y Ecuador se comenzó a discutir el tema del socialismo
del siglo XXI, aunque la realidad esté lejos de los discursos. Hay muchas
razones detrás, pero tal vez la principal haya sido la conversión de China al
neoliberalismo, lo que provocó, sobre todo a partir de la primera década del
siglo XXI, una nueva carrera por los recursos naturales. El capital financiero
encontró ahí y en la especulación con productos alimentarios una fuente
extraordinaria de rentabilidad. Esto permitió que los gobiernos progresistas
-llegados al poder como consecuencia de las luchas y los movimientos sociales
de las décadas anteriores- pudieran desarrollar una redistribución de la
riqueza muy significativa y, en algunos países, sin precedentes. Por esta vía,
la democracia ganó nueva legitimidad en el imaginario popular. Sin embargo, por
su propia naturaleza, la redistribución de la riqueza no puso en cuestión el
modelo de acumulación basado en la explotación intensiva de los recursos
naturales y, en cambio, la intensificó. Esto estuvo en el origen de conflictos
-que se han ido agravando- con los grupos sociales ligados a la tierra y a los
territorios donde se encuentran los recursos naturales, los pueblos indígenas y
los campesinos.
En los países del Sur global con recursos naturales pero sin
una democracia digna de ese nombre, el boom de los recursos no trajo
ningún impulso a la democracia, pese a que, en teoría, condiciones más
propicias para una resolución del conflicto distributivo deberían facilitar la
solución democrática y viceversa. La verdad es que el capitalismo extractivista
obtiene mejores condiciones de rentabilidad en sistemas políticos dictatoriales
o con democracias de bajísima intensidad (sistemas casi de partido único),
donde es más fácil corromper a las élites, a través de su involucramiento en la
privatización de concesiones y las rentas del extractivismo. No es de esperar
ninguna profesión de fe en la democracia por parte del capitalismo
extractivista, incluso porque, siendo global, no reconoce problemas de
legitimidad política. Por su parte, la reivindicación de la redistribución de
la riqueza por parte de las mayorías no llega a ser oída por falta de canales
democráticos y por no contar con la solidaridad de las reducidas clases medias
urbanas que reciben las migajas del rendimiento extractivista. Las poblaciones
más directamente afectadas por el extractivismo son los indígenas y campesinos,
en cuyas tierras están los yacimientos mineros o donde se pretende instalar la
nueva economía agroindustrial. Son expulsados de sus tierras y sometidos al
exilio interno. Siempre que se resisten son violentamente reprimidos y su
resistencia es tratada como un caso policial. En estos países, el conflicto
distributivo no llega siquiera a existir como problema político.
De este análisis se concluye que la actual puesta en
cuestión del futuro de la democracia en Europa del sur es la manifestación de
un problema mucho más vasto que está aflorando en diferentes formas en varias
regiones del mundo. Pero, así formulado, el problema puede ocultar una
incertidumbre mucho mayor que la que expresa. No se trata sólo de cuestionar el
futuro de la democracia. Se trata, también, de cuestionar la democracia del futuro.
La democracia liberal fue históricamente derrotada por el capitalismo y no
parece que la derrota sea reversible. Por eso, no hay que tener esperanzas de
que el capitalismo vuelva a tenerle miedo a la democracia liberal, si alguna
vez lo tuvo. La democracia liberal sobrevivirá en la medida en que el
capitalismo global se pueda servir de ella. La lucha de quienes ven en la
derrota de la democracia liberal la emergencia de un mundo repugnantemente
injusto y descontroladamente violento debe centrarse en buscar una concepción
de la democracia más robusta, cuya marca genética sea el anticapitalismo. Tras
un siglo de luchas populares que hicieron entrar el ideal democrático en el
imaginario de la emancipación social, sería un grave error político desperdiciar
esa experiencia y asumir que la lucha anticapitalista debe ser también una
lucha antidemocrática. Por el contrario, es preciso convertir el ideal
democrático en una realidad radical que no se rinda ante el capitalismo. Y como
el capitalismo no ejerce su dominio sino sirviéndose de otras formas de
opresión, principalmente del colonialismo y el patriarcado, esta democracia
radical, además de anticapitalista, debe ser también anticolonialista y
antipatriarcal. Puede llamarse revolución democrática o democracia
revolucionaria -el nombre poco importa-, pero debe ser necesariamente una
democracia posliberal, que no puede perder sus atributos para acomodarse a las
exigencias del capitalismo. Al contrario, debe basarse en dos principios: la
profundización de la democracia sólo es posible a costa del capitalismo; y en
caso de conflicto entre capitalismo y democracia, debe prevalecer la democracia
real.
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