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inestables. Cuando un periodista le presionó para que diera una respuesta clara sobre la pregunta “¿estamos jodidos?”, Werner dejó a un lado su jerga para contestar: “más o menos”.
Sin embargo, había una dinámica en el modelo que ofrecía
alguna esperanza. Werner lo denominó “resistencia”: movimientos de “gente o
grupos de gente” que “adoptan un cierto tipo de dinámicas que no encajan con la
cultura capitalista”. Según el resumen de su comunicación, esto incluye “acción
directa medioambiental y resistencia proveniente de más allá de la cultura dominante,
como las protestas, bloqueos y sabotajes perpetrados por indígenas,
trabajadores, anarquistas y otros grupos activistas.”.
Las reuniones científicas serias, normalmente, no implican
llamadas a la resistencia política en masa, mucho menos acciones directas y
sabotajes. No es que Werner estuviera exactamente convocando estas acciones.
Simplemente tomaba nota de que los levantamientos en masa de la gente (en la
línea del movimiento abolicionista, de los derechos civiles o del “Ocupa Wall
Street”) representan la fuente más probable de “fricción” a la hora de
ralentizar una máquina económica que está escapando a todo control. Sabemos que
los movimientos sociales del pasado han tenido una “tremenda influencia en…
cómo la cultura dominante ha evolucionado”, señaló. Así que es lógico que “si
pensamos en el futuro de la tierra, y en el futuro de nuestro acoplamiento al
medio ambiente, tenemos que incluir la resistencia como parte de la dinámica.”.
Y eso –argumentó Werner-, no es una cuestión de opinión, sino un “verdadero
problema de geofísica”.
Muchos científicos se han visto forzados a salir a la calle
por los resultados de sus descubrimientos. Físicos, astrónomos, doctores en
medicina y biólogos se han situado al frente de movimientos contra las armas
nucleares, la energía nuclear, la guerra, la contaminación química y el
creacionismo. Así, en noviembre de 2012, la revista Nature publicó un
comentario del financiero y filántropo medioambiental Jeremy Grantham, urgiendo
a los científicos a unirse a esta tradición y a “ser arrestados si fuera
necesario”, porque el cambio climático “no es solo la crisis de vuestras vidas:
es también la crisis de la existencia de nuestra especie.”.
No hace falta convencer a algunos científicos. El padrino de
la moderna ciencia climática, James Hansen, es un activista formidable que ha
sido arrestado alrededor de media docena de veces por su lucha por el cierre de
las minas de carbón en las cimas de las montañas y contra los gaseoductos de
gas de esquisto (incluso este año dejó su trabajo en la NASA, en parte para
tener más tiempo libre para sus campañas). Hace dos años, cuando fui arrestada
en las inmediaciones de la Casa Blanca en una acción masiva contra el
gaseoducto de gas de esquisto Keystone XL, una de las 166 personas que había sido
esposada ese día era un glaciólogo llamado Jason Box, un experto sobre el
derretimiento de la capa de hielo de Groenlandia mundialmente reconocido.
No podía seguir respetándome a mí mismo si no iba,” dijo Box en aquel momento, añadiendo que “parece que, en este caso, no es suficiente con votar. También necesito ser un ciudadano”.
Es admirable. Pero lo que Werner está haciendo con su modelo
es diferente. Él no está diciendo que su investigación le llevara a tomar parte
activa contra una política en particular; lo que está diciendo es que su
investigación muestra que todo nuestro paradigma económico es un desafío a la
estabilidad ecológica. Y, claro está, desafiar este paradigma económico con un
movimiento de masas reactivo resulta la mejor baza humana para evitar la
catástrofe.
Eso es muy fuerte. Pero no está solo. Werner forma parte de
un pequeño pero cada vez más influyente grupo de científicos cuyas
investigaciones en el campo de la desestabilización de los sistemas naturales
(de los sistemas climáticos, en particular) les está llevando a conclusiones
transformativas, incluso revolucionarias, similares. Y para cualquier
revolucionario en el armario que alguna vez haya soñado con derrocar el actual
orden económico a favor de algún otro que como mínimo no lleve a los
pensionistas italianos a colgarse en sus casas, este trabajo debería serle de
un especial interés. En gran medida, porque hace que cruzar el abismo entre
este cruel sistema y otro nuevo (tal vez, con mucho trabajo, un sistema mejor) no
sea ya una mera cuestión de preferencia ideológica, sino más bien de una
exigencia para la existencia de nuestra especie en este mundo.
Al frente de este grupo de nuevos científicos
revolucionarios se encuentra uno de los máximos expertos en cuestiones climáticas
en Gran Bretaña, Kevin Anderson, director adjunto del Centro Tyndall para la
Investigación del Cambio Climático, que en muy poco tiempo se ha situado como
una de los centros de investigación sobre el clima más importantes en el Reino
Unido. Dirigiéndose a todos, desde el Departamento para el Desarrollo
Internacional hasta el Ayuntamiento de Manchester, Anderson se ha pasado más de
una década popularizando pacientemente los resultados de la ciencia climática
más moderna a políticos, economistas y activistas. En un lenguaje claro y
comprensible, ha ofrecido una rigurosa hoja de ruta para la reducción de la
emisión de gases contaminantes que persigue frenar el aumento de la temperatura
global a menos de 2 grados centígrados, objetivo que la mayoría de los
gobiernos consideran imprescindible para evitar la catástrofe.
Sin embargo, en los últimos años, los documentos y las
diapositivas de Anderson se han ido haciendo más alarmantes. Con títulos como
“El cambio climático: más allá de lo peligroso… Cifras brutales y esperanzas
endebles”, señala que las probabilidades de quedarse en algo parecido a unos
niveles de temperatura seguros están disminuyendo rápidamente.
Junto con su colega, Alice Bows, experta en control
climático en el Centro Tyndall, Anderson señala que hemos perdido tanto tiempo
con políticas ambiguas y con tímidos programas climáticos (mientras las
emisiones globales crecían sin control), que ahora tenemos que enfrentarnos a
recortes tan drásticos que incluso llegan a desafiar la lógica fundamental de
priorizar el crecimiento del PIB por encima de todo.
Anderson y Bows informan de que el tan a menudo citado
objetivo de reducción a largo plazo (un recorte de más de un 80% de las
emisiones de 1990 para el 2050) ha sido fijado por razones de conveniencia
política y que no tiene “ninguna base científica”. Esto es debido a que los
impactos sobre el clima no provienen de lo que emitamos hoy o mañana, sino del
cúmulo de emisiones que se han ido sumando en la atmósfera a lo largo del
tiempo. Además, avisan de que centrarse en objetivos de aquí a tres décadas y
media –en lugar de enfocarlos hacia lo que podemos hacer para recortar carbono
de forma tajante e inmediata- supone un grave riesgo de seguir permitiendo que
las emisiones aumenten vertiginosamente en los próximos años, y que de ese modo
se superará con creces nuestro “objetivo de carbono” hasta los 2 grados
centígrados, y, entrado el siglo, nos encontraremos ante una tesitura imposible
de encarar.
Esta es la razón por la que Anderson y Bows argumentan que,
si los gobiernos de los países desarrollados se muestran serios a la hora de
alcanzar el acordado objetivo internacional de mantener el calentamiento por
debajo de los 2 grados centígrados, y siempre que las reducciones vayan a
respetar cualquier tipo de principio equitativo –básicamente, que los países
que han estado arrojando carbono durante casi dos siglos necesitan recortar sus
emisiones antes que los países en los que más de mil millones de personas
todavía no tienen electricidad-, entonces, las reducciones deben ser mucho más
profundas y tienen que llegar mucho antes.
Incluso disponiendo de una probabilidad de 50/50 de alcanzar
el objetivo de los 2 grados (la cual, como ellos y muchos otros avisan, ya
implica enfrentarse a una serie de impactos climáticos bastamente dañinos), los
países industrializados necesitan empezar a recortar sus emisiones de gases de
efecto invernadero alrededor de un 10 por ciento al año. Y deben empezar ya. No
obstante, Anderson y Bows dan un paso más, al señalar que este objetivo no
puede lograrse con modestas penalizaciones por emisión de carbono o con las
soluciones ofrecidas por la tecnología ecológica, normalmente defendidas por
las grandes “corporaciones verdes”. Desde luego que estas medidas pueden
ayudar, pero no son suficientes: una reducción del 10 por ciento en las
emisiones, año tras año, resulta inaudita desde el momento en que empezamos a
energizar nuestras economías con carbón. De hecho, los recortes por
encima de un 1 por ciento al año “se han visto históricamente asociadas a
recesiones económicas o a crisis políticas”, tal y como indicó el economista
Nicholas Stern en su informe de 2006 para el gobierno británico.
Ni siquiera con la desintegración de la Unión Soviética hubo
reducciones de tal duración y profundidad (los países soviéticos experimentaron
un promedio de reducciones anuales de apenas un 5 por ciento en un período de
diez años). Tampoco ocurrieron tras el crack de Wall Street en 2008 (los países
ricos experimentaron un descenso de un 7 por ciento de emisión entre 2008 y
2009, pero sus emisiones de CO2 remontaron fuertemente en 2010, y las
emisiones en China y en la India han seguido creciendo). Solo después de la
gran crisis de 1929, los Estados Unidos vieron, por ejemplo, como las emisiones
descendían durante varios años consecutivos más de un 10 por ciento anual,
según los datos históricos del Centro de Análisis e Información de Dióxido de
Carbono. Pero esa fue la peor crisis económica de los tiempos modernos.
Si queremos evitar ese tipo de carnicerías a la hora de
lograr nuestros objetivos con base científica en las emisiones, la reducción
del carbono debe gestionarse con cuidado a través de lo que Anderson y Bows
describen como “estrategias de decrecimiento radicales e inmediatas en EEUU, la
UE y en otras naciones ricas”. Lo que está muy bien, si no fuera por el hecho
de que resulta que tenemos un sistema económico que fetichiza el crecimiento
del PIB sobre todo lo demás, sin importar las consecuencias humanas o
ecológicas, y en el que la clase política neoliberal hace tiempo que ha
rechazado su responsabilidad de gestionar nada (ya que el mercado es el genio
invisible a lo que todo debe ser confiado).
Así que lo que Anderson y Bows están realmente diciendo es
que todavía queda tiempo para evitar un calentamiento catastrófico, pero no
según las reglas del capitalismo tal y como hoy se plantean. Algo que tal vez
sea el mejor argumento que jamás hayamos tenido para cambiar esas reglas.
En un ensayo de 2012 aparecido en la influyente revista
científica Nature Climate Change, Anderson y Bows lanzaron un guante, acusando
a muchos de sus colegas científicos de no ser transparentes a la hora de
exponer los cambios que el cambio climático precisa de la humanidad. Vale la
pena citarles por extenso: “…a la hora de desarrollar los marcos de emisión de
gases, los científicos constantemente subestiman las implicaciones de sus
análisis. Cuando se trata de la cuestión de evitar el aumento de los 2 grados
centígrados, se traduce “imposible” por “difícil, pero se puede hacer”;
“urgente y radical”, por “desafío”: todo para apaciguar al dios de la economía
–o, más concretamente, al de las finanzas-. Por ejemplo, para evitar salirse
del porcentaje máximo de reducción de emisiones dictado por los economistas, se
asumen los anteriores niveles máximos “de forma imposible”, junto con ingenuas
nociones de “alta” ingeniería y con las tasas de utilización de
infraestructuras bajas en carbón. Y lo más inquietante es que cuanto más
menguan los presupuestos sobre emisiones, más se propone la geoingeniería para
asegurar que el dictado de los economistas permanezca incuestionable”.
En otras palabras, para aparecer razonable en los círculos
económicos neoliberales, los científicos han estado haciendo la vista gorda de
manera escandalosa con las consecuencias derivadas de sus investigaciones.
Hacia agosto de 2013, Anderson estaba dispuesto a ser incluso más tajante, al
escribir que habíamos perdido la oportunidad de cambios graduales. “Tal vez,
durante la Cumbre sobre la Tierra de 1992, o incluso en el cambio de milenio,
el nivel de los 2 grados centígrados podrían haberse logrado a través de
significativos cambios evolutivos en el marco de la hegemonía política y
económica existentes. Pero el cambio climático es un asunto acumulativo. Ahora,
en 2013, desde nuestras naciones altamente emisoras (post-) industriales nos
enfrentamos a un panorama muy diferente. Nuestro constante y colectivo despilfarro
de carbono ha desperdiciado toda oportunidad de un “cambio evolutivo” realista
para alcanzar nuestro anterior (y más amplio) objetivo los 2 grados. Hoy,
después de dos décadas de promesas y mentiras, lo que queda del objetivo de los
2 grados exige un cambio revolucionario de la hegemonía política y económica”
(la negrita es suya).
Probablemente no debería sorprendernos que algunos
climatólogos estén un poco asustados por las consecuencias radicales de sus
propias investigaciones. La mayoría de ellos solo estaban haciendo
tranquilamente su trabajo, midiendo núcleos de hielo, elaborando sus modelos de
climatología global y estudiando la acidificación de los océanos, hasta llegar
a descubrir, tal y como dijo el experto climatólogo australiano Clive Hamilton,
que “estaban, sin quererlo, desestabilizando el orden social y político”.
Sin embargo hay mucha gente bien informada de la naturaleza
revolucionaria de la climatología. Es la razón por la que algunos gobiernos que
han decidido tirar a la basura sus compromisos con el clima para seguir
produciendo más carbón han tenido que encontrar maneras todavía más bestias
para acallar e intimidar a sus propios científicos. En Gran Bretaña, esta
estrategia se está haciendo más patente en el caso de Ian Boyd, el principal
consejero científico del Departamento de Medio Ambiente, Alimentación y Asuntos
Rurales, al escribir hace poco que los científicos deberían evitar “sugerir que
políticas son buenas o malas” y que deberían expresar sus puntos de vista “colaborando
con asesores oficiales (como yo mismo), y siendo la voz de la razón, más que de
la disidente, en el ámbito público”.
Para saber a dónde conduce esto, solo hace falta mirar lo
que ocurre en Canadá, donde vivo. El gobierno conservador de Stephen Harper ha
hecho un trabajo tan eficaz a la hora de amordazar científicos y cerrar
proyectos de investigación críticos que, en julio de 2012, un par de miles de
científicos y simpatizantes celebraron un funeral bufo ante el Parlamento en
Ottawa, quejándose de “la muerte de la evidencia”. Sus carteles decían: “no hay
ciencia, no hay evidencia, no hay verdad.”.
Pero la verdad siempre reluce. El hecho de que el
negocio-habitual-de-búsqueda-de beneficios y crecimiento este desestabilizando
la vida en la tierra ya no es algo que tengamos que leer en las revistas
científicas. Los primeros síntomas se están desplegando ante nuestros ojos. Y
el número de personas que están reaccionando también crece a medida que sucede:
bloqueando las explotaciones de gas de esquisto en Balcombe, interfiriendo en
las perforaciones en el Ártico en aguas rusas (a un tremendo coste personal);
llevando a juicio a las compañias de energías bituminosas por violar la
soberanía indígena, entre otros muchos incontables actos de resistencia, grandes
y pequeños. En el modelo informático de Brad Werner, esta es la “fricción” que
se necesita para frenar las fuerzas de desestabilización. El gran activista del
clima Bill McKibben lo llama los “anticuerpos” que se producen para luchar
contra la “fiebre alta” del planeta.
No es una revolución, pero es un comienzo. Y puede que nos
consiga el tiempo suficiente para imaginar una manera de vivir en este planeta
que sea claramente menos jodida.
Naomi Klein es autora de La
doctrina del shock y No Logo, está trabajando en un libro y una película sobre
el poder revolucionario del cambio climático.
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