José Ramón Martín
Largo | En 1860 Henry David Thoreau publicó su ensayo
Alegato por John Brown, que es una de sus obras menos conocidas y a la vez una
de las salidas de su pluma que mejor ilustran el pensamiento del autor de
Concord. El texto está basado en una conferencia pronunciada por Thoreau en
octubre del año anterior, apenas dos semanas después de que el activista John
Brown, junto a una veintena de sus seguidores, tomase el arsenal de Harper’s
Ferry, en Virginia Occidental. El propósito era que los cien mil rifles que se
guardaban en dicho fuerte sirvieran para armar al movimiento antiesclavista y
alzarse contra los estados del sur. Sin embargo, tras el éxito inicial, y
treinta y seis horas de lucha, los insurgentes fueron derrotados por las tropas
federales. Brown, que había visto morir a algunos de sus hijos durante el
asedio, fue arrestado y condenado a muerte. En las siguientes semanas, y hasta
la fecha en que se fijó la ejecución de la condena, la prensa dedicó mucha
tinta a Brown, a quien se presentaba como un tonto y un loco. Por el contrario,
en las diversas conferencias pronunciadas por Thoreau hasta el día mismo de la
ejecución, y asimismo en el libro citado, el activista aparecía como un hombre
sin igual que había abrazado con entusiasmo una causa justa. Thoreau, confeso
admirador de Brown, describía a éste como “un hombre de elevada estatura moral”,
firmemente comprometido en una lucha contra la iniquidad
del Estado. Además
arremetió no sólo contra la hipocresía del gobierno y de la prensa, e incluso
de ciertos sectores abolicionistas, sino también contra sus contemporáneos que
se consideraban cristianos, “los cuales rezan sus oraciones y luego se van a
dormir conscientes de la injusticia y sin hacer nada por remediarla”. Los
discursos y el libro de Thoreau corrigieron la imagen que los periódicos habían
dado de Brown, que no tardó en ser considerado por muchos en el norte como un
mártir de la lucha contra el esclavismo. Apenas un año y medio más tarde se
iniciaba la Guerra Civil americana.
La editorial Capitán Swing ha publicado un interesante
volumen que tiene como introducción un artículo firmado por el historiador
británico Robin Blackburn, Karl Marx y Abraham Lincoln, una curiosa
convergencia, al que sirven de oportuna ilustración diversos textos de dichos
autores en torno a la guerra civil, además de los mensajes que intercambiaron en
1865, tras la reelección de Lincoln como presidente de Estados Unidos.
Blackburn, quien es autor de diversos ensayos sobre la
esclavitud y editor de la New Left Review, ha desenterrado del olvido la breve
correspondencia entre Marx y Lincoln, mantenida poco antes de que éste fuera
asesinado, y se ha servido de ella para analizar los puntos de contacto entre
ambos personajes en lo relativo a la esclavitud y, de un modo más amplio, al
mundo del trabajo. A ello se refieren los discursos pronunciados por Lincoln
que figuran en este volumen, así como los artículos, igualmente incluidos aquí,
que Marx, a veces en colaboración con Friedrich Engels, escribió para Die
Presse en 1861 y 1862. Como explica la introducción, norte y sur de Estados
Unidos representaban dos visiones económicas contrapuestas, llamadas, por la
lógica expansionista de cada una de ellas, a hacerse frente.
Citando a Marx, Blackburn anota que “la expansión territorial del norte y el noroeste era el reflejo
del trascendental proceso de industrialización capitalista”. Frente a ello,
“el sur podía hablar del ‘Rey Algodón’, pero la verdad era que el crecimiento
sureño en absoluto tenía una base tan amplia como en el norte”. Con los estados
esclavistas amenazando a Washington de secesión y una guerra a las puertas,
Marx, a diferencia de gran parte de la izquierda europea, supo apreciar en el
bando federal unos principios progresistas y democráticos con los que simpatizó
de inmediato, y que de ninguna manera, por su propia naturaleza, podían ser
compartidos por los estados del sur. Estos requerían con carácter de urgencia
una expansión del modelo esclavista que chocaba con la moral y con los
intereses económicos del norte. Había tres motivos para ello: “En primer lugar,
su agricultura [del sur] era extensiva, así que los colonos andaban
permanentemente en busca de nueva tierra. En segundo lugar, los estados
esclavistas necesitaban mantener su poder de veto en el Senado, y para este fin
necesitaban acuñar nuevos estados [en virtud del mandato constitucional que
asignaba dos senadores a cada nuevo estado creado en la Unión]. En tercer
lugar, la numerosa clase de inquietos jóvenes blancos impacientes por hacer
fortuna persuadió a los líderes de la sociedad sureña de que debían
encontrarles una salida externa si no querían que terminaran causando problemas
en casa”. Los estados sureños ambicionaban los extensos territorios situados al
oeste, incluyendo Texas y Nuevo México, e incluso California, pero también al
sur, sin exceptuar Cuba y varios pequeños países centroamericanos, como
Honduras y Guatemala, a los que esos “inquietos jóvenes blancos” del sur
realizaron expediciones de conquista con diverso éxito.
En el centro de este conflicto territorial, económico y
político se encontraban quienes eran virtualmente sus protagonistas, que no
tenían derecho ni a voz ni a voto. Pues los esclavos, en efecto, eran los que
mantenían vivo el modelo de economía y de expansión de los estados del sur, lo
que implicaba de hecho que la desaparición del estatus de esclavo acarrearía
también la de la sociedad sureña. “Como
se ve”, escribe Marx,
“todo el movimiento reposaba (y reposa todavía), sobre el problema de los esclavos. Es cierto que no se trata directamente de emancipar, o no, a los esclavos en el seno de los estados esclavistas existentes; se trata, antes bien, de saber si veinte millones de hombres libres del norte van a dejarse dominar más tiempo por una oligarquía de trescientos mil propietarios de esclavos”.
Paralelamente a los artículos al respecto que Marx escribía desde
Londres para Die Presse, los acontecimientos se sucedían en Estados Unidos,
ante todo uno: la elección de Lincoln como presidente, cuyas ideas sobre la
esclavitud eran bien conocidas, lo que motivó que de inmediato diversos estados
esclavistas se declararan en abierta secesión. Desde la perspectiva sureña (y
por un tiempo también desde la de la prensa europea, sobre todo la inglesa), el
conflicto se presentó exclusivamente como de naturaleza nacional, referido al
derecho del sur a la autodeterminación. A ello se había referido Lincoln ya en
1854, cuando las circunstancias no eran ni de lejos tan graves, en su llamado
“discurso de Peoria”, pronunciado en esta ciudad de Illinois. Allí afirmó que
“la doctrina del autogobierno es correcta, absoluta y eternamente correcta. Pero no tiene una aplicación justa como aquí se pretende. O tal vez debería decir que la justa aplicación depende de si un negro es o no es un hombre. (…) Cuando el hombre blanco se gobierna a sí mismo, tenemos el autogobierno, pero, cuando se gobierna a sí mismo y también gobierna a otro hombre, eso es algo más que autogobierno, eso es despotismo”.
Parece que en un principio la actitud de Lincoln hacia el
esclavismo de los estados del sur fue extremadamente cautelosa (lo que Marx le
reprochó), seguramente porque confiaba en ganar para su causa a los estados
fronterizos, o al menos mantenerlos neutrales. Muy otra fue su actitud cuando
el sur inició su rebelión armada y atacó posiciones federales, lo que indicaba
que el propósito de los confederados no era sólo el de conservar a sus
esclavos, sino también el de imponer su modelo esclavista al democrático norte.
Dos ejemplos pueden ilustrar el pensamiento de Lincoln acerca de la cuestión
esclavista. En el primero de ellos, tomado de un discurso efectuado en 1858,
afirmó: “No estoy, y nunca he estado, a favor de convertir a los negros en
votantes o jurados, ni de autorizarlos a ocupar cargos ni a casarse con la
gente blanca”. Pero tras dos años de guerra, al poner su firma a la proclama de
emancipación de los esclavos, exige que estos “sean en adelante libres y que el
gobierno ejecutivo de Estados Unidos reconozca y mantenga la libertad de tales
personas”, al tiempo que anima a los ex esclavos a incorporarse “al servicio
armado”. Se trata, como puede verse, de dos declaraciones bien diferentes,
aunque la segunda no ponga en cuestión las premisas de la primera.
La evolución del pensamiento de Lincoln acerca del
esclavismo, y en general a la gente de color, le llevó a desestimar su proyecto
de “colonización”, el cual consistía en devolver a los negros a África, a
medida que se familiarizaba con sus ideas y tomaba contacto con los dirigentes
de la comunidad negra. En este cambio desempeñó al parecer un papel relevante
el concepto de “trabajo no correspondido” que dichos líderes esgrimían para que
los negros permanecieran en Estados Unidos, pues su trabajo, aunque esclavo,
había contribuido a engrandecer el país. Malamente podría recompensárseles con
el exilio a África. Igualmente, en el último año de su vida, Lincoln frecuentó
al líder abolicionista negro Frederick Douglass, quien más tarde escribió sobre
él: “Visto desde una genuina perspectiva abolicionista, el señor Lincoln
resultaba lento, frío, insulso e indiferente, pero si lo medimos por el sentimiento
de su país, un sentimiento que él estaba obligado a consultar como hombre de
Estado, era ágil, entusiasta, radical y decidido”. Y no cabe dudar, por otra
parte, del interés que el industrializado norte, y Lincoln como representante
del mismo, tenían en ese nuevo ejército de trabajadores libres que esperaban
incorporar a su modelo económico.
Marx y Engels esperaban de la victoria de la Unión algo más
que el fin de la esclavitud, por memorable que esto fuera. También esperaban
que los trabajadores “defendieran nuevos
derechos políticos y sociales”, escribe Blackburn. Y añade: “Si los libertos pasaban simplemente del
trabajo esclavo al trabajo asalariado, si se les negaba el derecho a votar, a
organizarse, o a recibir una educación, entonces el término ‘emancipación’
sería una pantomima”. A la victoria del norte, que debía representar un
paso delante de los trabajadores de todo el mundo en materia de derechos,
habían contribuido los negros escapados de las plantaciones del sur, y también
muchos europeos progresistas, en especial alemanes que se exiliaron tras los
acontecimientos revolucionarios de 1848, entre ellos algunos comunistas que
prestaron su experiencia al ejército federal y a los que se debe la información
que Marx y Engels emplearon al redactar sus artículos. Lo que explica, dicho
sea de paso, que estos sean de lo mejor que se publicó en Europa acerca del
conflicto americano. Así, el libro que nos ocupa, además de ser un valioso
testimonio de la peripecia política de Lincoln, y del difícil equilibrio que
debió mantener entre sus ideales y la prudencia a la que estaba llamado en el
ejercicio de sus funciones, viene a ser también una atractiva muestra de lo que
podía dar de sí el Marx periodista, nunca demasiado alejado de sus
preocupaciones en el terreno económico y social.
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