Lenin ✆ Mublad |
Juan Andrade | Cuando
en 2002 Eric Hobsbawm publicó su autobiografía a la edad de 85 años hubo
quienes se extrañaron al leer que el gran historiador británico se refería a la
Revolución de Octubre como “un sueño que todavía vive en mí”. Que ese sueño
sobreviviera en la conciencia de una persona longeva bien conocedora de la
contemporaneidad, que apenas tenía tres meses cuando se produjo la toma del
Palacio de Invierno, da fe de la onda expansiva de un acontecimiento que dio
forma a las aspiraciones políticas y personales de varias generaciones a lo largo
de sus vidas. La Revolución Rusa es por eso y por mucho más el acontecimiento
más importante del Siglo XX, un golpe de timón que cambió el curso de la
historia instituyendo una nueva temporalidad. La grandeza de semejante
acontecimiento radica en su originalidad y en sus repercusiones.
La originalidad es manifiesta. La revolución de Octubre trajo consigo la construcción del primer Estado Obrero de la historia. En sus contenidos la revolución dinamitó la piedra angular del modelo civilizatorio imperante, la propiedad privada, y durante un tiempo desplegó a través de los soviets la democracia más intensa hasta entonces conocida. El sujeto de semejante cambio lo conformó una alianza de sectores subalternos entre los que se encontraban campesinos depauperados, intelligentsia
desclasada y soldados rasos a punto de convertirse en carne de cañón, al frente de los cuales estuvo el proletariado industrial políticamente organizado. Aunque sus procedimientos entroncaron con la tradición jacobina y la experiencia insurreccional de la Comuna de París los bolcheviques introdujeron novedades fundamentales que evitaron el destino de esas experiencias de emancipación: la derrota inmediata que siguió a la conquista del poder. Entre esas novedades estaba la alianza tejida con el campesinado a partir de una lectura ajustada de sus anhelos, la apropiación del vigor de algunas reivindicaciones nacionalistas y la puesta a punto de un instrumento centralizado y formado por cuadros entregados a la causa en cuerpo y alma: un instrumento llamado partido que supo sortear el aparato represivo de la dictadura zarista, frenar a la reacción en medio del caos revolucionario y constituirse en el embrión del nuevo Estado cuando el viejo Leviatán se vino abajo.
La originalidad es manifiesta. La revolución de Octubre trajo consigo la construcción del primer Estado Obrero de la historia. En sus contenidos la revolución dinamitó la piedra angular del modelo civilizatorio imperante, la propiedad privada, y durante un tiempo desplegó a través de los soviets la democracia más intensa hasta entonces conocida. El sujeto de semejante cambio lo conformó una alianza de sectores subalternos entre los que se encontraban campesinos depauperados, intelligentsia
desclasada y soldados rasos a punto de convertirse en carne de cañón, al frente de los cuales estuvo el proletariado industrial políticamente organizado. Aunque sus procedimientos entroncaron con la tradición jacobina y la experiencia insurreccional de la Comuna de París los bolcheviques introdujeron novedades fundamentales que evitaron el destino de esas experiencias de emancipación: la derrota inmediata que siguió a la conquista del poder. Entre esas novedades estaba la alianza tejida con el campesinado a partir de una lectura ajustada de sus anhelos, la apropiación del vigor de algunas reivindicaciones nacionalistas y la puesta a punto de un instrumento centralizado y formado por cuadros entregados a la causa en cuerpo y alma: un instrumento llamado partido que supo sortear el aparato represivo de la dictadura zarista, frenar a la reacción en medio del caos revolucionario y constituirse en el embrión del nuevo Estado cuando el viejo Leviatán se vino abajo.
La Revolución fue, como la calificó Antonio Gramsci, una revolución contra El Capital, una revolución socialista que no aconteció en el epicentro del capitalismo occidental, sino en una de sus periferias más vastas y subdesarrolladas. Que fuera allí lo explica en parte la teoría que el arquitecto de la revolución, Lenin, elaboró precisamente para incentivarla, en uno de los mejores ejemplos de la performatividad del pensamiento revolucionario, que crea con su inspiración el mundo que enuncia. En la teoría del eslabón más débil Lenin planteaba que las cadenas del capitalismo no se romperían allí donde el desarrollo material había narcotizado con sus concesiones a una parte de la clase obrera y cooptado para la gestión a su vanguardia política y sindical, sino en los países de la periferia donde a la rabia por la explotación económica se le podría sumar la rebeldía frente a la dominación extranjera. La conclusión de que en su fase de desarrollo imperialista el capitalismo canalizaba la competitividad intranacional hacia afuera, lanzando a los países a confrontar militarmente por la apropiación de recursos y la apertura de mercados, fue vista por Lenin como una oportunidad para apelar al malestar de los comunes y convertir esa guerra de intereses económicos entre Estados en una guerra nacional entre clases.
La Revolución de Octubre rompió la lógica de los tiempos y
quebró los esquemas interpretativos y propositivos de la Segunda Internacional.
Los bolcheviques no se resignaron a esa concepción del tiempo lineal,
progresiva y teleológica que exigía pasar previamente por un largo estadio de
desarrollo liberal burgués para construir más tarde el socialismo. Tampoco se
sometieron a la tiranía de las condiciones objetivas, ni anduvieron a la espera
de que el desarrollo mecánico de las fuerzas productivas les diera luz verde
para la subversión. Los bolcheviques supieron leer las condiciones materiales
como condiciones de posibilidad, acelerando a voluntad el tiempo histórico y
dilatando los límites de la realidad por medio de la acción subjetiva. La
acción política de los bolcheviques se movió entre la urgencia y el sentido de
la oportunidad, entre su negativa a concebir el socialismo como advenimiento
fatal y el olfato que les llevó a lanzarse a la toma del poder justo en el
momento en el que poder estuvo al alcance de sus manos y cuando realmente hubo
un empuje popular autónomo que pudiera elevarles a esa posición. Para
conservarlo en condiciones de tanta pobreza y ante la brutal ofensiva blanca,
de dentro y fuera del país, tuvieron que recurrir también a la política del
terror, con la brutalidad que supone para quien la sufre y la degeneración que
entraña para quien la ejecuta. De ese subdesarrollo, de ese terror, de la
frustración de la expansión de la revolución por Europa y sobre todo de la reacción
termidoriana del estalinismo surgieron no pocos engendros y también algunos de
los límites que varias décadas después la colapsarían.
Si esta fue su originalidad, las repercusiones fueron
tremendas. De esta revolución surgió la URSS, una potencia que irrumpió en el
ámbito de las relaciones internacionales para disputar la hegemonía a las
potencias capitalistas. Pero además de la amenaza externa, la Revolución de
Octubre penetró en el interior de esas grandes potencias a través del caballo
de Troya de los partidos comunistas. La Revolución Rusa, más que rusa, fue
concebida como el detonante de una revolución mundial, que, si bien se vio
frustrada inicialmente y no tuvo replica en occidente, desató varias oleadas
revolucionarias tras las cuales un tercio del mundo estuvo regido por sistemas
políticos inspirados en ella. La Revolución Rusa supuso una sacudida universal
en las conciencias de los trabajadores que desató sus esperanzas y les dio una
seguridad que estuvo en la base de los grandes cambios que promovieron durante
medio siglo. Igualmente azuzó el miedo de los de arriba, que para hacerla
frente en muchos sitios tuvieron que echar mano del fascismo. También la
derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial hubiera sido impensable sin
la entrada en combate de los hijos de la revolución.
De todo aquello todavía puede sacarse mucho para dar impulso
a una política emancipadora, por lo menos la fuerza de una memoria irreverente
que, como nos recuerda Slavoj Zizek, resulta inasimilable para cualquier propuesta
progresista conciliadora. De aquellos revolucionarios cabe rescatar la voluntad
obstinada de impulsar un proceso de transformación radical y la supeditación de
toda práctica a esa finalidad: la idea de la revolución como horizonte y su
afirmación como principio regulativo de la práctica cotidiana, incluso en los
momentos donde obviamente no resulta posible. También la necesidad de modificar
los análisis y las estrategias a las condiciones siempre cambiantes de la
realidad. También la consideración de que la acción política sólo es
revolucionaria cuando forma parte de las aspiraciones del movimiento real de
los comunes. También la importancia de la lealtad a las propuestas
programáticas, aunque eso tenga como coste asumir ignominias como en Brest Litovsk.
En cualquier caso la Revolución de Octubre ofrece algunas
respuestas - pero sobre todo mantiene abierto el interrogante - a la cuestión
central que atañe a cualquier movimiento que se pretenda revolucionario: cómo
procurar la conquista del poder por parte de los de abajo y cómo hacerlo sin
reproducir con ello la propia lógica del poder. Mientras respondemos a ese
interrogante no viene mal vivir el sueño de la Revolución de Octubre.
Juan Andrade es miembro de la
Sección de Historia de la FIM y profesor en la Universidad de Extremadura.
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