27/11/13

El sueño de la Revolución de Octubre | 96º aniversario de la revolución socialista de 1917

Lenin ✆ Mublad
Juan Andrade  |  Cuando en 2002 Eric Hobsbawm publicó su autobiografía a la edad de 85 años hubo quienes se extrañaron al leer que el gran historiador británico se refería a la Revolución de Octubre como “un sueño que todavía vive en mí”. Que ese sueño sobreviviera en la conciencia de una persona longeva bien conocedora de la contemporaneidad, que apenas tenía tres meses cuando se produjo la toma del Palacio de Invierno, da fe de la onda expansiva de un acontecimiento que dio forma a las aspiraciones políticas y personales de varias generaciones a lo largo de sus vidas. La Revolución Rusa es por eso y por mucho más el acontecimiento más importante del Siglo XX, un golpe de timón que cambió el curso de la historia instituyendo una nueva temporalidad. La grandeza de semejante acontecimiento radica en su originalidad y en sus repercusiones.

La originalidad es manifiesta. La revolución de Octubre trajo consigo la construcción del primer Estado Obrero de la historia. En sus contenidos la revolución dinamitó la piedra angular del modelo civilizatorio imperante, la propiedad privada, y durante un tiempo desplegó a través de los soviets la democracia más intensa hasta entonces conocida. El sujeto de semejante cambio lo conformó una alianza de sectores subalternos entre los que se encontraban campesinos depauperados, intelligentsia
desclasada y soldados rasos a punto de convertirse en carne de cañón, al frente de los cuales estuvo el proletariado industrial políticamente organizado. Aunque sus procedimientos entroncaron con la tradición jacobina y la experiencia insurreccional de la Comuna de París los bolcheviques introdujeron novedades fundamentales que evitaron el destino de esas experiencias de emancipación: la derrota inmediata que siguió a la conquista del poder. Entre esas novedades estaba la alianza tejida con el campesinado a partir de una lectura ajustada de sus anhelos, la apropiación del vigor de algunas reivindicaciones nacionalistas y la puesta a punto de un instrumento centralizado y formado por cuadros entregados a la causa en cuerpo y alma: un instrumento llamado partido que supo sortear el aparato represivo de la dictadura zarista, frenar a la reacción en medio del caos revolucionario y constituirse en el embrión del nuevo Estado cuando el viejo Leviatán se vino abajo.

La Revolución fue, como la calificó Antonio Gramsci, una revolución contra El Capital, una revolución socialista que no aconteció en el epicentro del capitalismo occidental, sino en una de sus periferias más vastas y subdesarrolladas. Que fuera allí lo explica en parte la teoría que el arquitecto de la revolución, Lenin, elaboró precisamente para incentivarla, en uno de los mejores ejemplos de la performatividad del pensamiento revolucionario, que crea con su inspiración el mundo que enuncia. En la teoría del eslabón más débil Lenin planteaba que las cadenas del capitalismo no se romperían allí donde el desarrollo material había narcotizado con sus concesiones a una parte de la clase obrera y cooptado para la gestión a su vanguardia política y sindical, sino en los países de la periferia donde a la rabia por la explotación económica se le podría sumar la rebeldía frente a la dominación extranjera. La conclusión de que en su fase de desarrollo imperialista el capitalismo canalizaba la competitividad intranacional hacia afuera, lanzando a los países a confrontar militarmente por la apropiación de recursos y la apertura de mercados, fue vista por Lenin como una oportunidad para apelar al malestar de los comunes y convertir esa guerra de intereses económicos entre Estados en una guerra nacional entre clases.

La Revolución de Octubre rompió la lógica de los tiempos y quebró los esquemas interpretativos y propositivos de la Segunda Internacional. Los bolcheviques no se resignaron a esa concepción del tiempo lineal, progresiva y teleológica que exigía pasar previamente por un largo estadio de desarrollo liberal burgués para construir más tarde el socialismo. Tampoco se sometieron a la tiranía de las condiciones objetivas, ni anduvieron a la espera de que el desarrollo mecánico de las fuerzas productivas les diera luz verde para la subversión. Los bolcheviques supieron leer las condiciones materiales como condiciones de posibilidad, acelerando a voluntad el tiempo histórico y dilatando los límites de la realidad por medio de la acción subjetiva. La acción política de los bolcheviques se movió entre la urgencia y el sentido de la oportunidad, entre su negativa a concebir el socialismo como advenimiento fatal y el olfato que les llevó a lanzarse a la toma del poder justo en el momento en el que poder estuvo al alcance de sus manos y cuando realmente hubo un empuje popular autónomo que pudiera elevarles a esa posición. Para conservarlo en condiciones de tanta pobreza y ante la brutal ofensiva blanca, de dentro y fuera del país, tuvieron que recurrir también a la política del terror, con la brutalidad que supone para quien la sufre y la degeneración que entraña para quien la ejecuta. De ese subdesarrollo, de ese terror, de la frustración de la expansión de la revolución por Europa y sobre todo de la reacción termidoriana del estalinismo surgieron no pocos engendros y también algunos de los límites que varias décadas después la colapsarían. 

Si esta fue su originalidad, las repercusiones fueron tremendas. De esta revolución surgió la URSS, una potencia que irrumpió en el ámbito de las relaciones internacionales para disputar la hegemonía a las potencias capitalistas. Pero además de la amenaza externa, la Revolución de Octubre penetró en el interior de esas grandes potencias a través del caballo de Troya de los partidos comunistas. La Revolución Rusa, más que rusa, fue concebida como el detonante de una revolución mundial, que, si bien se vio frustrada inicialmente y no tuvo replica en occidente, desató varias oleadas revolucionarias tras las cuales un tercio del mundo estuvo regido por sistemas políticos inspirados en ella. La Revolución Rusa supuso una sacudida universal en las conciencias de los trabajadores que desató sus esperanzas y les dio una seguridad que estuvo en la base de los grandes cambios que promovieron durante medio siglo. Igualmente azuzó el miedo de los de arriba, que para hacerla frente en muchos sitios tuvieron que echar mano del fascismo. También la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial hubiera sido impensable sin la entrada en combate de los hijos de la revolución. 

De todo aquello todavía puede sacarse mucho para dar impulso a una política emancipadora, por lo menos la fuerza de una memoria irreverente que, como nos recuerda Slavoj Zizek, resulta inasimilable para cualquier propuesta progresista conciliadora. De aquellos revolucionarios cabe rescatar la voluntad obstinada de impulsar un proceso de transformación radical y la supeditación de toda práctica a esa finalidad: la idea de la revolución como horizonte y su afirmación como principio regulativo de la práctica cotidiana, incluso en los momentos donde obviamente no resulta posible. También la necesidad de modificar los análisis y las estrategias a las condiciones siempre cambiantes de la realidad. También la consideración de que la acción política sólo es revolucionaria cuando forma parte de las aspiraciones del movimiento real de los comunes. También la importancia de la lealtad a las propuestas programáticas, aunque eso tenga como coste asumir ignominias como en Brest Litovsk. 

En cualquier caso la Revolución de Octubre ofrece algunas respuestas - pero sobre todo mantiene abierto el interrogante - a la cuestión central que atañe a cualquier movimiento que se pretenda revolucionario: cómo procurar la conquista del poder por parte de los de abajo y cómo hacerlo sin reproducir con ello la propia lógica del poder. Mientras respondemos a ese interrogante no viene mal vivir el sueño de la Revolución de Octubre. 

Juan Andrade es miembro de la Sección de Historia de la FIM y profesor en la Universidad de Extremadura.
http://www.mundoobrero.es/