Beatriz Stolowicz | Al
terminar la primera década del siglo XXI nos encontramos en un momento complejo
en América Latina, para el que no alcanzan las arengas o las expresiones de deseo.
Sin perder de vista las grandes posibilidades de disputa de proyectos que se
han abierto en la región, parecen confirmarse las inquietudes que señalábamos a
finales de 2007 sobre los gobiernos de izquierda, cuando decíamos que en estos
procesos en construcción “el movimiento no lo es todo” –rebatiendo a Bernstein–
y que es decisiva su dirección; que la derecha ha puesto todos sus recursos
económicos, políticos, militares y simbólicos para disputar y definir esa
dirección, y que queda por saber si las fuerzas que aspiran a la igualdad y a
la emancipación humana la disputarán efectivamente. Un requisito para ello es
tener claro cuál es el terreno de la disputa.
Beatriz Stolowicz |
En el último lustro, las discusiones sobre América Latina se
centraron en esas nuevas experiencias de gobierno, como es lógico con gran
entusiasmo, al punto de que llegó a ponerse de moda parafrasear de que se trata
de un “cambio de época”. Los triunfos electorales de la derecha se consideraban
una excepción, no muy bien explicada, y a veces endosada a un atávico
ultraizquierdismo. Al finalizar la década, produce cierto desconcierto
comprobar las falencias de tales apreciaciones volitivas. El avance de la
derecha franca en algunos países, los signos de estancamiento en la captación
del electorado por la izquierda donde ya gobierna, y un reflujo en los impulsos
de cambio han conducido a replantear los análisis sobre la región. Sobre todo
en los anteriores cinco años, dado el carácter inédito de la coyuntura por el
protagonismo popular y por su contenido ético, los análisis sobre América Latina
se centraron en la democratización de los regímenes políticos y en los procesos
constituyentes allí donde gobierna la izquierda y el centroizquierda. En su
mayoría se trató de análisis eminentemente superestructurales, en los que se
asimiló aparato de Estado a poder de Estado, y en los que se atribuyó autonomía
a lo político dejando fuera el análisis estructural de la reproducción
económica y de las clases (aunque, a veces, esto último se ha asomado
implícitamente bajo la forma de un posibilismo político). Por lo cual se desestimó
que cada modelo económico exige un determinado modelo político y social, que
éste no puede ser pensado al margen de aquél, más allá de la retórica o los liderazgos
carismáticos.
En un segundo plano quedaron los análisis originados en los
países donde, desde hace mucho tiempo, se ejecuta la estrategia para
estabilizar política y socialmente la reestructuración capitalista neoliberal.
Situados necesariamente en una temporalidad más prolongada y en una más clara
articulación analítica entre economía y política, desde estos análisis era
posible observar fenómenos análogos a los propios en algunos de los procesos
progresistas. Pese a lo cual, era difícil la interlocución. Ahora empieza a
haber un terreno común de preocupación sobre el patrón de acumulación
primario-exportador extractivista y fi nanciarizado bajo dominio transnacional,
que es impulsado, garantizado y financiado por los Estados latinoamericanos.
Que salvo contadas excepciones o matices, y por eso muy valiosas, se ejecuta en
todos los países de la región, a pesar de las diferencias sociopolíticas o incluso
explotando la legitimidad mayor de los gobiernos de izquierda o centroizquierda
para ejecutarlo.
Aunque la convergencia de preocupaciones es más reciente, el
fenómeno no es nuevo. Tiene más de una década que, tras las crisis financieras
(particularmente las de 1995 y 1997), masas de capital excedente en riesgo de
desvalorización en la especulación buscan reciclarse en la acumulación por
desposesión con asiento territorial, tanto en el saqueo de recursos naturales
como en la sobreexplotación de la fuerza de trabajo; y que buscan recuperar la
acumulación ampliada mediante la construcción de infraestructura–de más lenta
rotación pero asegurada por el Estado–, que a su vez potencia la acumulación
por desposesión con el abaratamiento de la extracción de esas riquezas naturales.
No olvidemos que la IIRSA (Integración de la Infraestructura Regional de Sudamérica)
y el Plan Puebla Panamá (ahora Proyecto Mesoamérica) tienen ya una década
(desde el 2007 directamente articulados por la pertenencia de Colombia a
ambos).
Lo nuevo es que también donde gobierna la izquierda o el
centroizquierda el capital transnacional haya encontrado condiciones óptimas de
estabilización en la crisis capitalista, pues además lo logra con legitimación
política. Es nuevo, además, que en varios de esos países este patrón de
acumulación –con los cambios institucionales, políticos y sociales que le son
consustanciales– sea promovido a nombre de un “nuevo desarrollo”, con el
despliegue de una retórica “neo-desarrollista” que explota las reminiscencias
simbólicas del viejo desarrollismo redistribuidor latinoamericano, que en nada
es similar. Donde gobierna la derecha se ejecutan esas mismas líneas
estratégicas y sus políticas aunque no se le adose el rótulo de
“neodesarrollismo”.
Lo nuevo, empero, no ha surgido por generación espontánea.
Por el contrario, sostengo la tesis de que estamos asistiendo a un punto de
llegada de realización exitosa de la estrategia dominante ejecutada desde hace
20 años para estabilizar y legitimar la reestructuración del capitalismo en
América Latina, planteada por sus impulsores como “posneoliberalismo”. Varias
de las interrogantes sobre el devenir de los proyectos comúnmente denominados
alternativos, y sobre su efectiva capacidad de disputa, encontrarían respuestas
más claras en referencia o contrastación con esa estrategia dominante, en cuanto
a qué tanto significan una ruptura o apuntan a ello. Para lo cual es necesario trascender
el tiempo corto de lo electoral, que sobredetermina los análisis y las
dinámicas de los proyectos de cambio en la región, y elevar la mirada a una más
larga duración.
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