- "Y aserraron las ramas en las que se sentaban mientras intercambiaban experiencias y consejos sobre cómo aserrar con mayor eficacia. Y cayeron aparatosamente al fondo. Y los que los observaban menearon la cabeza y continuaron aserrando enérgicamente" | Bertolt Brecht
Renan Vega
Cantor | El capitalismo es una relación profundamente
desigual y el gran desarrollo productivo y la capacidad de consumo se
concentran en los países centrales (Estados Unidos, la Unión Europea y Japón),
donde se producen millones de toneladas de desperdicios. No otra cosa son los
automóviles, teléfonos, televisores, neveras, pilas… inservibles que pronto van
a parar a la basura. La mayor parte de las materias primas utilizadas en la producción
de todos esos artefactos procede de los países de la periferia y regresa a esos
territorios cuando se convierte en basura, luego de que aquellas han sido
usadas por los consumidores del Norte1. Esto se explica, porque según el
ecologista Barry Commoner el planeta está dividido en dos:
El hemisferio norte contiene la mayor parte de la moderna tecnosfera, sus fábricas, plantas de energía eléctrica, vehículos automóviles y plantas petroquímicas y la riqueza que la misma genera. El hemisferio sur contiene la mayor parte de la gente, casi toda desesperadamente pobre. El resultado de esta división es una dolorosa ironía global: los países pobres del sur, a pesar de estar privados de una parte equitativa de la riqueza mundial, sufren los riesgos ambientales generados por la creación de esta riqueza en el norte.
Esa dualidad no es resultado de cierta disposición divina,
sino de una forma específica de denominación, la cual puede catalogarse con el
apelativo de imperialismo ecológico, con la cual se resaltan las consecuencias
de ese tipo de dominación sobre los ecosistemas, los seres vivos y, por
supuesto, los habitantes más desvalidos del Sur del mundo (indígenas, afrodescendientes,
trabajadores manuales, mujeres pobres…), como pretendemos ilustrarlo en este
ensayo.
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