consecuencias que ha atraído la concreción y la expansión del principio de reproducción de la vida social propia del capitalismo.
Para el filósofo ecuatoriano-mexicano, Bolívar Echeverría (2010), la célebre sentencia del Rey Macbeth –el ruido y la furia– ayuda a describir la condición de la vida en la modernidad, como esa particular manera de ser y estar en un tiempo que se configura después de la muerte de dios: abandonados a su propio “destino”, los seres humanos habitan un mundo desalmado en el que ven degradarse paulatinamente los antiguos fundamentos de la vida social. Así, Echeverría asimila el desengaño que acarrea la modernidad, pero toma una seria distancia de cualquier cínica aceptación de la ausencia de un sentido absoluto, y señala a quienes hacen cómoda y rentable esa degradación. Ajeno a aquél desencantado realismo que declaró la muerte de todo racionalismo, da a la sentencia shakespeariana algo que le permite ir más allá del profundo escepticismo del hombre moderno porque lee el sinsentido de la historia contemporánea como el agotamiento de la cultura política moderna; como el empobrecimiento y la extenuación de la específica forma de la vida política que encontró su fundamento en un humanismo que hizo del hombre “la matriz y el poseedor de la naturaleza”. Para Echeverría, esa modernidad humanista asentada en el principio del bienestar material acumulativo es la que, al enfrentarse a la imposibilidad efectiva de una expansión de su riqueza ad infinitum, expone la decadencia de su principio mítico, perdiendo, al paso, su impulso expansivo. No obstante este declive que expone su ambigüedad, para el filósofo, el análisis de su proceso de decadencia debe considerar la factibilidad de hacer estallar sus nefastas contradicciones, sin que el efecto expansivo de su destrucción nos lleve al punto en que se sacrifique todo camino de realización de un modelo de vida social que sea capaz de apropiarse de los rasgos más libertarios del proyecto civilizatorio de la modernidad. Desde su perspectiva, la peculiaridad de la historia moderna de Occidente y de la barbarie que la caracteriza, radica en que ésta historia funesta no se origina desde la “decadencia” de su principio civilizatorio, sino, precisamente, desde despliegue más pleno del mismo.
Echeverría, cercano a la teoría crítica, hace un análisis de
ese principio civilizatorio y distingue –alejándose radicalmente de otr
os críticos de la modernidad– entre modernidad y capitalismo. Ni la una
implicaba al segundo, ni es él la consecuencia “natural” del desarrollo de la
primera. Entre modernidad y capitalismo, afirma, “existen las relaciones q
ue son propias entre una totalización completa e independiente y una
parte de ella” (Echeverría, 1995). La modernidad –como un fenómeno histórico de
larga duración en el sentido braudeliano– es, para Echeverría, el carácter
peculiar de una forma histórica de “totalización civilizatoria” que sobre la
base de una “revolución neotécnica” estableció relaciones radicalmente nuevas entre
el mundo humano y la naturaleza, y, entre la colectividad y el individuo
singular. En tanto que el capitalismo es la forma que se dio a sí misma la
modernidad; es su concreción real, aunque no por ello es la única posible
(Echeverría, 2009).
Para el filósofo, la modernidad se inauguró sin duda como
una promesa. Una promesa no cumplida por la lógica a la que finalmente se
subordinó: la lógica de la valorización de valor, y que encontró su forma más
acabada en la teoría y en la política de la Ilustración –ahí donde la izquierda
y la derecha se inauguraron como propuestas antagónicas, y desde donde se
constituye, también, la izquierda revolucionaria–. Ya Adorno y Horkheimer en su
crítica al iluminismo, en el ensayo sobre el concepto de ilustración en la Dialéctica
de la Ilustración, afirmaron: “La unión feliz… entre el entendimiento humano y
la naturaleza de las cosas es patriarcal: el intelecto que vence a la
superstición debe dominar sobre la naturaleza desencantada”[1].
Echeverría, siguiendo parcialmente aquel argumento, observa que la aniquilación
permanente y sistemática del Caos, el desencantamiento del mundo y la
pretensión moderna de supeditar la realidad misma de la naturaleza “tienen su
origen en el triunfo aparentemente definitivo de la técnica racionalizada sobre
la técnica mágica”[2] cuya
pretensión es supeditar la realidad misma de lo Otro, “convertido en puro
objeto, en mera contraparte suya…”. Por esto el racionalismo moderno es el modo
de manifestación más directo del humanismo propio de la modernidad capitalista.
Mas, como el proprio Echeverría apunta (2010) –en esta reflexión sigue la
crítica de Martín Heidegger– esta forma de “humanismo” debe entenderse como un antropocentrismo
exacerbado: como antropolatría. Es un “hiper-humanismo” de una “hybris de
desmesura” que se sostiene sobre la “efectividad práctica del conocer ejercido
como un trabajo intelectual de ‘apropiación’ del referente, así como en la
efectividad metódica del tipo matemático-cuantitativo empleada por él”[3].
La efectividad en el enfrentamiento con la Naturaleza propia de la modernidad,
consolida permanentemente las estrategias del racionalismo que configuran y
articulan, además, una experiencia del tiempo continua y rectilínea, es decir,
progresista, y una relación con el espacio social que, desde el remplazo de la
socialización comunitaria, se concentra en la urbe –“lugar del tiempo vivo que
repite en su traza la espiral centrípeta de la aceleración futurista”[4] –,
como la zona privilegiada de la actividad creadora: “civilizada”.
Ahora bien, la distinción entre modernidad y
capitalismo permite a Echeverría abrir una brecha ahí donde Adorno y Horkheimer
no vieron más que negatividad; donde ellos no veían sino la expresión de un
acto de violencia que les sobreviene por igual a los hombres que a la
naturaleza, Echeverría entrevé la posibilidad de una reconstrucción de una modernidad
que no implica una agresión contra el orden natural. Un modernidad que,
liberada del sesgo que le impone la lógica del capital, sea capaz de expandir
sus rasgos potenciales; especialmente aquellos en los que el uso de la técnica
profana que les da forma sirva como el medio de un desafío y una
co-laboración con lo Otro –con la naturaleza–, siguiendo “más bien el
modelo de Eros”.
Para lograr demostrar la posibilidad potencial de esa otra
modernidad, Bolívar Echeverría desarrolla la crítica de Marx sobre la
contradicción entre valor de uso y valor, propia del o bjeto mercantil.
El proceso de reproducción social en general o de reproducción natural –como
espacio del valor de uso– es el zona teórica desde la que Bolívar Echeverría
hace la crítica de la crítica del discurso de Marx. Al profundizar sobre la
forma, la estructura y las mediaciones de la reproducción de la vida humana,
como condición trans-histórica u ontológica del ser del ser humano, Echeverría
muestra la posibilidad de hacer una crítica al Iluminismo y al racionalismo que
conducen los esquemas de las prácticas y los saberes hegemónicos en la
modernidad-capitalista. De esta forma, la ampliación y la profundización del
proceso de reproducción social-natural o proceso de reproducción en general,
permiten a Echeverría entrar a la cuestión de la identidad y lo político como
fundamentos de una posible superación de la modernidad-capitalista, utilizando
a su favor la teoría crítica y las filosofías de Jean Paul Sartre y Martín
Heidegger. Desde estas influencias, aleja la discusión sobre la identidad
humana de cualquier vía de sustancialización o de esencialismo que autorizara
pensar en una forma diáfana o auténtica de ser del ser humano que simplemente
se reactualizara en cada momento diferenciado de la historia; y articula el
concepto de transnaturalización usado por Marx y después por Lukács para
determinar la especificidad de la forma de vida “natural” del ser humano. La
transnaturalización implica, en la propuesta echeverriana, que el ser humano se
consolida como tal al ir más allá de sus determinaciones propiamente naturales,
en una dinámica en la que el enfrentamiento con la naturaleza es siempre
indirecto. Mediado por su sociabilidad –articuladora tanto de la acción humana
como de la reacción de la naturaleza–, el hombre “violenta”, dice el filósofo,
a la naturaleza con el impacto de lo social que ha deformado lo dado. Deformar,
para el ser humano, es en realidad dar forma y darse forma, forzando la
legalidad de su estrato meramente físico. El ser humano, entonces, no sólo toma
distancia de lo natural o de lo Otro, sino que es capaz de constituir la
concreción de su socialidad por múltiples vías. Esto explica que existan tantas
expresiones diversas de la vida naturalmente humana.
De esta forma para Echeverría, la formación de la vida social acontece siempre sobre un marco concreto en el que se juega la modalidad de la construcción de la sujetidad, que además implica la identidad o la coincidencia de dos momentos cuya congruencia o simultaneidad no nos es connaturalmente espontánea ni por innatismo, ni por instinto, ni por hábito. A saber, la dimensión del sujeto como productor o en el acto de producir, por una parte, y la dimensión del sujeto como consumidor, o en el acto consuntivo, por otra. No hay determinación ontológica o metafísica sobre la manera en la que el ser humano concreta ambos procesos: no hay un continuum natural. Por ello entre estos dos momentos se abre un hiato que el ser humano debe salvar en un esfuerzo por afirmar su existencia; ahí, en la falta de correspondencia espontánea entre las dos dimensiones de su presencia o de su ser en el mundo –producir/consumir–.
Echeverría asume la centralidad del trabajo o, mejor dicho,
de la actividad productiva como proceso de objetivación de lo humano en la vida
social, entendiéndola como proceso de reproducción que integra tanto el acto
productivo como el acto de consumo de lo producido, al interior de un sistema
de capacidades y un sistema de necesidades. De esta forma producir (trabajar) y
consumir (disfrutar) transformaciones de la naturaleza son actividades que
implican para el ser humano la ratificación de su vida social. El ser humano
está obligado a construir y reconstruir-se de forma permanente en la actividad
práctica-productiva y en la actividad de consumo o de goce de lo producido. Es
por ello, dice Echeverría, que “la actualidad se manifiesta como un compromiso
entre la permanencia y la evanescencia, como la solución a un conflicto entre
el ser y la nada”. Es una forma de “escasez ontológica” que caracteriza
la condición humana y que le “condena a la libertad” en su contradicción. Es
desamparo y contingencia, por un lado; autarquía, autoafirmación y creatividad,
por otro.
Al caracterizar el proceso de reproducción humano en su doble
configuración como momento de objetivación en el trabajo y como momento de
subjetivación en el disfrute, con una dimensión propiamente semiótica,
Echeverría amplía el espectro de determinación del proceso productivo a un
cifrar-descifrar significados cuyos significantes son los objetos concretos,
los bienes que resultan de la interacción social con la naturaleza. Así, se
abre la posibilidad de comprender la producción de objetos, desde el marco de
un campo instrumental determinado, como forjadora de la composición de ese
objeto. La formación de la materia está mediada por una toma de decisión sobre
una de las vías posibles al interior de la multiplicidad de potencialidades
propias a su “naturaleza”, decisión que en esta interacción necesariamente
significa o da sentido. En tanto que en el consumo, en el uso de ese objeto, se
acepta esa significación porque se le descompone y se le integra en la
subjetividad, que resulta también transformada en el proceso. Producir es
comunicar un mensaje al proponer un valor de uso, que se ratifica o se acepta
en su consumo.
Entre ambos momentos, producir-cifrar y consumir-descifrar,
media el código inherente al campo instrumental del proceso de reproducción
social que sirve de puente o de medio. Así, en la construcción de la
objetividad del objeto práctico, se da forma desde este código que establece
las condiciones para que un material se articule con una forma y una presencia
significativa. El código no es, como para ciertos lingüistas, un medio
abstracto. Es sin duda la entidad simbolizadora, es decir, aquélla que permite
la interconexión y la comunicación entre los momentos de producción y de
consunción, en tanto que establece las condiciones de sentido; pero, el código
materializa en la estructura tecnológica de un determinado campo instrumental.
De esta forma, el proceso de reproducción social, como un proceso de producción
de sentido, es un proceso en el que se trabaja y se disfruta de objetos de
naturaleza transformada mediante un código; y es al mismo tiempo un proceso de
producción indirecto del sujeto, en tanto que la praxis de producción/consumo
implica la reproducción de las relaciones sociales o políticas que lo
constituyen. Es el mecanismo que otorga unidad o sintetiza la subjetividad que
por sí misma no posee tal integridad. Se crea así el sujeto social.
En el capitalismo, sin embargo, la actualización de la
dación de forma del ser humano sobre sí mismo no obedece a ese condicionamiento
“natural” transnaturalizado, étnico e histórico, ya que se somete a un condicionamiento
“pseudo-natural” que proviene de la organización económica convertida en
sujeto. Como establece Marx, todo el proceso de reproducción social
–producción/consumo– implica cierta organización de las relaciones de
convivencia. En el capitalismo, éstas dejan de ser puestas por un orden
“natural” y se establece una fuente autónoma de determinación, en verdad de
sobredeterminación, de la figura concreta de la socialidad, agrega Echeverría.
El capitalismo se monta sobre el código “social natural” y lo recodifica bajo
el principio de la forma secundaria de la valorización del valor: lo subsume.
La totalidad de la vida social bajo el modo de producción
capitalista se determina de forma dual: como una forma primaria
“social-natural” y una forma secundaria “proceso autonomizado de formación y
valorización de valor”; contradictorias entre sí, la segunda siempre traiciona
a la primera. Por ello, las relaciones de convivencia social se vuelven sobre
la “forma natural” y la obligan a de-formar su actualización bajo la lógica de
la ganancia en su versión capitalista. Como consecuencia, las relaciones de
convivencia aparecen como unas entidades externas al sujeto, enajenadas de la
vida en la que se constituye la “forma social natural”.
La vida social se sistematiza, en su conjunto, de forma
capitalista, al recodifcarse las relaciones social-naturales que emergían de
una cierta “armonía” entre el sistema de necesidades y el sistema de
capacidades de un cuerpo social específico. Bajo la lógica de la producción y reproducción
social de la vida en el capitalismo, toda la dinámica de producción/consumo de
objetos naturales transformados queda absorbida por un nuevo estrato de
determinación: el de la acumulación capitalista que arrebata al sujeto
comunitario la posibilidad de comprender y de guiar el proceso su supervivencia
y de la configuración de su mundo.
Desde aquí se puede afirmar que la forma de la crítica en
Bolívar Echeverría es una forma discursiva que desinstrumentaliza la
racionalidad de la modernidad, desde su capacidad de revelar las condiciones
que la posibilitan como realidad histórica. Es por ello que la crítica es una
manera de ver el mundo, no como pura negatividad, sino como una vía de acceso a
lo real que halla y fija los puntos fallidos de la dinámica totalizadora del
capitalismo. Es una forma de situarse frente a la fatalidad del mundo con la
certeza de que aquí y ahora, a pesar de que la lógica de la valorización del
valor forza permanentemente a la forma natural a su sometimiento ante la lógica
de la ganancia, hay muestras permanentes de las irrupciones de la lógica del
valor de uso, es decir, de la lógica de la libertad.
Así, el núcleo de la obra de Bolívar Echeverría se dirige
contra la realidad implacable de la enajenación, de la sumisión del reino de la
voluntad humana a la hegemonía de la “voluntad” puramente “cósica” del mundo de
las mercancías habitadas por el valor económico capitalista. Y desde ahí es
desde donde se pregunta: ¿en qué medida es imaginable otra “forma natural” de
la vida social, otra configuración sintetizadora del conjunto de necesidades de
consumo y disfrute del ser humano con el conjunto de sus capacidades de
trabajo y producción? ¿En qué medida es imaginable una relación diferente
de lo Humano con lo Otro –lo no humano, lo extra (infra- o supra-) humano? Y
resuelve categórico: éste es “el tema de nuestro tiempo”. Es, diríamos, el tema
para la construcción de una modernidad postcapitalista.
Notas
[1] Adorno,
T.; Horkheimer, Max, “Concepto de Ilustración” en Dialéctica de la
Ilustración, Madrid, Trotta, 2006, p. 60.
[2] Echeverría,
Bolívar, Definición de la cultura, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, p.
226.
[3] Echeverría,
Modernidad y cultura en La modernidad de lo barroco, México, ERA, 2005, p. 151.
[4] Ibid.
153.
Bibliografía
Echeverría, Bolívar, “Modernidad y capitalismo (15 Tesis)”
en Las ilusiones de la modernidad, México: UNAM/El equilibrista, 1995.
_____, Modernidad y cultura en La modernidad de lo barroco,
México, ERA, 2005.
_____, “¿Qué es la modernidad?” Cuadernos del Seminario
Modernidad: versiones y dimensiones, Cuaderno 1, México: UNAM, 2009.
_____, “El ‘valor de uso’: ontología y semiótica” en Valor
de uso y utopía, México: Siglo XXI editores, 2010.
_____, Definición de la cultura, México: Fondo de Cultura
Económica, 2010.
_____, “El materialismo de Marx” en El materialismo de Marx.
Discurso crítico y revolución, México: Ítaca, 2011.