Aldo Casas | La
sobreacumulación de capital a nivel mundial se mantiene. También subsisten el
peso aplastante del capital ficticio y un desmesurado poder de las finanzas. La
crisis iniciada en el año 2008 ha motivado incontables artículos, pero en la
corriente principal del pensamiento económico brilla por su ausencia cualquier
reflexión crítica sobre las contradicciones y antagonismos del capitalismo que
provocan la catástrofe. No se debe a la ignorancia, sino a una ceguera
ideológica y de clase. Como ya dijera Marx, “… los apologistas se conforman con
negar la catástrofe misma y (…) se obstinan en sostener que si la producción se
atuviese a las reglas de sus manuales, jamás existirían crisis”. Prueba
reciente de ello es que los eminentes académicos de la London School of
Economics confesaran a su Majestad la Reina de Inglaterra que la crisis los
sorprendió porque habían perdido de vista “los riesgos sistémicos” y se
obstinaron en negarlos.
Por el contrario, para los marxistas “hablar del capital es
hablar de su crisis”, autocríticamente podría decir que a veces demasiado, con
diversas explicaciones que ponen el acento en el sub-consumo, en la
financiarización, en la sobreproducción o
en la caída de la tasa de ganancia.
Sin entrar en tales polémicas, quiero referirme a los rasgos característicos
esta crisis económica y al contexto de crisis civilizatoria en que se inscribe,
para concluir con algunas opiniones sobre los nuevos condicionamientos y
desafíos que enfrenta el viejo y largo combate por la emancipación social.
Pienso que el apuro por “salir de la crisis” no debiera ocultar que lo urgente
es salir del capitalismo.
La crítica de Marx sigue siendo una guía imprescindible para
indagar más allá de las apariencias y la confusa superficie de las cosas,
buscando en el corazón del sistema las razones de la sinrazón, la lógica de lo
ilógico, las contradicciones que subyacen a las crisis. Esa multifacética
crítica teórico-práctica desplegada a lo largo de décadas debía culminar en un
capítulo titulado “El mercado mundial y las crisis”, porque la hipótesis de
Marx era que, conformado el mercado mundial como supuesto y soporte del orden
del capital, “Las crisis representan el síntoma general de la superación de
[ese] supuesto y el impulso a la asunción de una nueva forma histórica”. Esa
sección final nunca llegó a ser escrita, pero la cita nos recuerda que Marx no
investigaba las crisis para resolver los problemas del capitalismo, sino para
superarlo y alcanzar una nueva forma histórica.
Las determinaciones de la crisis expuestasEl capital
convergen en la denominada “ley de tendencia decreciente de la tasa de
ganancia”, que Marx concluye con un lacónico párrafo: “La inmensa capacidad
productiva con relación a la población que se desarrolla dentro del régimen
capitalista de producción, y aunque no en la misma proporción, el aumento de
los valores-capitales (no solo el de su sustrato material), se halla en
contradicción con la base cada vez más reducida, en proporción a la creciente
riqueza, para la que esta inmensa capacidad productiva trabaja, y con el
régimen de valorización de este capital cada vez mayor. De aquí las crisis”. ¿De
aquí las crisis? Tan simple constatación disimula que tras la apariencia
económica de la “baja tendencial de la ganancia” se manifiestan el conjunto de
las barreras sociales con que choca la acumulación del capital. La resultante
depende de múltiples variables, de luchas sociales de resultado incierto, de
inestables relaciones de fuerzas sociales y políticas. Podría agregar que la
contradicción entre el desarrollo absoluto de las fuerzas productivas del
trabajo vivo y el propósito depreservación y valorización del trabajo
objetivado en el capital constante existente lleva a la sobre acumulación de
capital y empuja a que el capital excedente trate de encontrar modos
especulativos de valorizarse sin arriesgarse en la producción… Pero lo más
importante es advertir que no tenemos una explicación pret a porter de las
crisis, sino instrumentos teóricos para hacer abordajes concretos de crisis
concretas.
Los ciclos económicos no son monótonamente iguales a sí
mismos, ninguna crisis es similar a otra y todas ellas, para ser realmente
entendidas, deben ser incluidas en el gran recorrido temporal del capitalismo.
A partir de estos criterios, puede sostenerse que estamos ante una crisis
sistémica entendiendo que son crisis sistémicas las que por su gravedad y
alcances dan lugar a cambios significativos en el ordenamiento y geopolítica
del capitalismo. La que se produjo a fines del siglo XIX derivó en el pasaje
del capitalismo competitivo al monopolista; la que se iniciara en 1929
desembocó, luego de la Segunda Guerra, en el mundo de las “esferas de
influencia” y hegemonía estadounidense, las políticas “keynesianas”, el
neocolonialismo… Es imposible adivinar el desenlace de la crisis iniciada en el
2008, pero el pleno desarrollo del mercado mundial, la internacionalización de
la producción y las finanzas y la decadencia de la hegemonía norteamericana
permite suponer que sus consecuencias serán también significativas.
Esta crisis estalló al finalizar el ciclo de acumulación
ininterrumpida más largo en la historia del capitalismo, pero no es menos
cierto que el funcionamiento del sistema durante esos cincuenta y tantos años
experimentó cambios significativos. Terminados “los Treinta Gloriosos” años de
posguerra, a fines de la década de 1970 los gobiernos de EE.UU., Europa y Japón
manejaron las contradicciones adoptando tres grandes orientaciones: las
políticas neoconservadores de liberalización y desreglamentación con que se
tejió la mundialización, un nuevo régimen de crecimiento sostenido mediante el
endeudamiento privado y público y la plena incorporación de China al mercado
mundial. Todo lo cual condujo a “un régimen de acumulación financiarizado o
dominado por las finanzas”… Hasta que en el 2008 estalló la crisis.
Pasados ya cinco años, podemos analizar cuál ha sido la “productividad”
de la crisis, si se me permite la expresión. La sobreacumulación de capital a
nivel mundial se mantiene. También subsisten el peso aplastante del capital
ficticio y un desmesurado poder de las finanzas. La intervención de los Estados
centrales como “rescatista de última instancia” impidió una “Gran Depresión” en
cadena pero estuvo lejos de constituir una efectiva política económica
“anticíclica”.
Norteamérica exhibe un crecimiento extremadamente débil y
alto subempleo y algún estudioso llegó a decir que la economía estadounidense
no está recuperándose sino muriéndose. Europa sigue en el centro del huracán.
En septiembre 2013 salió de dieciocho meses de recesión, pero subsiste el
riesgo de nuevas crisis bancarias y las políticas de ajuste hicieron que se
extendieran la desocupación y la pobreza – en Grecia alcanza el 27,7%, en
España el 25,5%, en Portugal el 25,3% y en Italia el 24,5%, según estadísticas
del 2012.
China operó como un factor de relativa contención de la
crisis, a costa de un desmesurado incremento de la inversión fija que
multiplicó la sobrecapacidad instalada y los préstamos impagos. Ya no logra
mantener el ritmo de crecimiento y puede ser alcanzada de lleno por la crisis
en un explosivo contexto interno de polarización social, acumulación de tierras
arrebatadas al campesinado y crecientes conflictos ecológicos.
El neodesarrollismo latinoamericano se reveló frágil e
iluso. El gobierno de Dilma Rousseff creía en el eslogan “Brasil es más fuerte
que la crisis”, lo que no impidió ni la ralentización de su economía, ni los
desequilibrios macroeconómicos que aceleran una tendencia regresiva que agrava
los antagonismos entre desarrollo, igualdad y soberanía. La masiva protesta
popular de junio-julio de 2013 terminó de barrer las ilusiones. Y Argentina es
el ejemplo paradigmático de que la crisis global en las áreas de la periferia
capitalista adoptó la forma de una profundización radical de los procesos de
acumulación por desposesión: mercantilización, apropiación y control por parte
del gran capital de una serie de bienes, especialmente de aquellos que llamamos
los bienes comunes de la naturaleza.
Parecería que de la crisis no se salva nadie, pero mirando
mejor puede advertirse que algunos pocos vienen siendo muy favorecidos. El
conjunto de la población está sufriendo, el capitalismo como un todo no goza de
buena salud, pero una fracción de la clase capitalista está extremadamente
bien. Esto explica que los discursos sobre “la crisis” y las elucubraciones
sobre “la luz que se ve al final del túnel” sean tan confusas y confusionistas.
Se naturaliza la crisis, como si fuese una catástrofe inevitable a sobrellevar
como cada uno pueda, sembrando al mismo tiempo la ilusión de que “al final del
túnel” espera la “normalidad”. Se oculta que esta crisis es también la crisis
del “modelo de desarrollo” impulsado por la industria automotriz, las obras
públicas y la construcción y que a nivel mundial el “desempleo estructural”
comenzó bastante antes del estallido de la crisis. Paralelamente a la
financiarización, se ha producido un profundo cambio de régimen tecnológico con
la irrupción de la microelectrónica en la esfera de la producción y de la
informática en la circulación de informaciones. El trabajo muerto desplaza al
trabajo vivo aunque esto acentúe la tendencia a la baja de la tasa de ganancia
e incremente el precio de la energía y las materias primas, procesos que los
capitalistas contrarrestan aumentando la tasa de explotación y acentuando el
despojo de los bienes comunes de la humanidad en la búsqueda desenfrenada de
“materias primas”. Si algo pudiera verse al final del túnel, me parece, sería
posiblemente más barbarie.
Llegados a este punto debemos dirigir nuestra mirada más
allá de lo estrictamente económico para reconocer los múltiples rostros de la
crisis: la crisis energética, la crisis alimentaria, las crisis urbanas, la
desenfrenada expansión del complejo militar-industrial, el impasse
tecnológico-civilizatorio, todo lo cual se articula con la crisis
ecológico-ambiental y la crisis del cambio climático. Más aún, tanto las crisis
“limitadas” que se dieron a lo largo de las tres décadas anteriores como esta
crisis general sistémica, pueden ser contextualizadas dentro de lo que István
Mészáros denomina crisis estructural del capital. Esta “crisis estructural que
abarca todo”, tiene alcance planetario, se inscribe en la larga duración y su
despliegue gradual no excluye la hipótesis de violentas convulsiones. La
dominación planetaria del capital con su intrínseca incapacidad para admitir
límites ha chocado con los límites absolutos del sistema y el orden del capital
comienza a perder la capacidad de mantener el relativo control que lograba
desplazando y/o postergando sus contradicciones. Vemos por ejemplo que la
expansión del capital comienza ya a destruir las condiciones de la reproducción
metabólica social y desata procesos que amenazan la supervivencia misma de la
humanidad, con requerimientos energéticos insostenibles, saqueo y despilfarro
de los bienes comunes del planeta, descontrol de los recursos químicos y la
agricultura global, despilfarro de un elemento tan vital como el agua, etc.
Sumemos a lo antedicho que capitalismo, imperialismo y guerra se entrelazan.
Estados Unidos muestra que la militarización es una modalidad de existencia de
un capitalismo en que el Estado impulsando el gasto militar garantiza la mayor
de rentabilidad para el capital y, por añadidura, incrementa aún más el capital
ficticio al financiarse por la deuda pública. Si tenemos presente que los
trances de quiebre hegemónico nunca ocurrieron de forma pacífica en la historia
del capitalismo, que desde hace años las acciones bélicas se banalizan y
encubren bajo el manto de “la guerra contra el terrorismo” y que Norteamericana
se empeña en mantener su abrumadora superioridad bélica, el riesgo de aventuras
militares de catastróficas consecuencias no puede ser ignorado ni minimizado.
Estamos, pues, ante una crisis civilizatoria, han llegado a
un punto crítico las estructuras socioeconómicas, las instituciones políticas y
culturales y el sistema de valores que configuró y dio sentido a la cultura
occidental. El “occidentalismo” desplegándose como cara externa del capitalismo
en la era de la globalización y pretendiendo la homogenización cultural,
alimenta el neocolonialismo, la xenofobia, el racismo y el egoísmo individual,
generando un sentimiento de pérdida cultural en millones de personas en todo el
mundo. Es una crisis civilizatoria que solo podrá sortearse superando al
capital.
Retomo entonces lo que dije al comienzo: nuestro preocupación
no es tanto “salir de la crisis” como salir del capitalismo. David Harvey
escribió que “Las crisis son momentos de paradojas y de posibilidades… los
cambios cuantitativos llevan a deslizamientos cualitativos y hay que tomarse en
serio la idea de que podríamos estar precisamente en ese punto de inflexión en
la historia del capitalismo. Cuestionar el futuro del capitalismo como sistema
social viable debería estar por tanto en el centro del debate actual”. No
ignoro que las organizaciones obreras, los movimientos sociales, el marxismo y
nosotros mismos estamos también en crisis. Han sido conmovidos o trastocados
los puntos de referencias (materiales, organizativas y conceptuales) que
orientaron el combate por la emancipación social durante un largo período
histórico que ha quedado atrás. Incluso en Nuestra América, donde la
cartografía del cambio viene siendo diseñada por múltiples luchas y
organizaciones populares que son protagonistas o herederas de grandes
confrontaciones con los gobiernos neoliberales y la tutela yanqui, está
planteado el urgente desafío de fecundar las luchas defensivas y
reivindicativas con una concreta practica emancipatoria que ensaye y articule
desde ahora experiencias no capitalistas y formas de poder popular que las
efectivicen y extiendan.
Vivimos una época de transición o, si se me permite decirlo
así, una transición epocal. En condiciones sustancialmente distintas a las del
siglo pasado, debemos repensar la “actualidad de la revolución”. Urge
desarrollar una teoría de la transición. Sabiendo que el pasaje a una sociedad
emancipada no es instantáneo, ni es acometido simultáneamente por los
trabajadores de los diversos países. Sabiendo también que la transformación
socialista implica la subversión del trípode que sostiene al viejo orden,
Capital, Trabajo asalariado y Estado, en un proceso que debe desplegarse a
nivel internacional y requiere para consumarse la activa participación de los
trabajadores del mundo. Comprendiendo que el socialismo implica una constante
auto-renovación de revoluciones dentro de la revolución. Advirtiendo sobre todo
que “otro mundo es posible” sí y sólo sí nuestras prácticas presentes lo
prefiguran. Porque la historia y la vida misma muestran que es posible y
necesario, bajo formas muy diversas según las circunstancias, desafiar desde
ahora el dominio del capital y construir poder popular poniendo en marcha al
menos rudimentos de un nuevo metabolismo económico social: para sobrevivir y
para empezar a vivir de otro modo. Porque sabemos que la revolución no consiste
sólo en la expropiación del gran capital. Debe ser también una ruptura radical
con la división social jerárquica del trabajo y el paradigma
productivo-tecnológico-cultural impuesto por el capital. Debemos producir y
consumir otras cosas y de otro modo. Terminar con la explotación del hombre y
la mujer, pero también con la explotación de la naturaleza, haciéndonos incluso
cargo del fardo que implica el cambio climático. Construir otras relaciones
sociales en ruptura con el patriarcalismo, la alienación y los fetiches del
capital. Existen infinidad de problemas específicos para los que no tenemos
respuestas válidas a priori, porque las respuestas sólo serán “correctas”
cuando podamos “fabricarlas” colectivamente. ¿Por dónde empezar? ¿Qué es lo
determinante? ¿Qué sujeto sociopolítico? En realidad, todas las esferas de la
actividad social son terrenos de confrontación y de posible creación: la
tecnología y formas organizativas, las relaciones sociales, los dispositivos
institucionales y administrativos, los procesos de producción y trabajo, las
relaciones con la naturaleza, la reproducción de la vida cotidiana y las
especies e incluso las concepciones mentales del mundo. Todas y cada una estas
áreas de la totalidad social existen en relaciones de co-dependencia y
co-evolución, con tensiones y antagonismos que subyacen a la crisis y a los
desplazamientos de la crisis. Nuestras políticas no pueden limitarse a
responder a tal o cual aspecto de la crisis, porque queremos ir más allá del
capital y necesitamos hacerlo ahora mismo. David Harvey, que no es precisamente
un extremista, dice: “podemos empezar por cualquier parte y en cualquier
momento y lugar, ¡con tal de no permanecer en el mismo punto donde comenzamos!
La revolución tiene que ser un movimiento en todos los sentidos de esa palabra.
Si no podemos movernos en y a través de las distintas esferas, en último
término no iremos a ningún sitio”.
Sólo así podemos conformar el bloque social y político capaz
de sostener el cambio radical al que aspiramos. La revolución, el socialismo,
el comunismo, entendidos como perspectiva y realidad en devenir y no como
modelo a imponer, implican un largo combate que articula utopía y realismo. Un
realismo estratégico que en las antípodas del inmediatismo y el posibilismo nos
oriente a largo plazo. Una utopía cotidiana para “soñar con los ojos abiertos”
impulsando la autoactividad y autotransformación de “los de abajo”, apostando a
cambiar la vida y cambiar el mundo, recuperando la capacidad política de pensar
y de actuar cotidianamente y estratégicamente. A escala nacional, en el más
amplio terreno de la lucha de clases que es la Patria Grande y en todas partes,
porque, en definitiva, nuestra Patria es la Humanidad.