2/9/13

Teoría, praxis y heterodoxia en Marx

Karl Marx ✆ David Lake
J. F. Paniagua  |  Parecería casi innecesario hablar, a estas alturas de la película, del pensamiento de Karl Marx. Sin embargo, su tremenda importancia en la sociedad contemporánea, al menos en Occidente, obliga a recordar sin simplezas ni distorsiones, para bien y para mal, el legado de un autor (ahora que se cumplen 130 años de su muerte) y las vinculaciones, reales o no, de su obra con ciertos regímenes políticos. Precisamente, la realidad totalitaria, la falta de libertad y el fracaso económico que supuso esa (supuesta) praxis marxista nos ayuda a encontrar alternativas a un capitalismo mutable en sus numerosos daños desde un socialismo en el que predomine la libertad, la ética y la voluntad humana. Estos rasgos deseables para un socialismo parecen para muchas personas incompatibles con un sistema superador del liberalismo capitalista; la respuesta pasa con seguridad porque gran parte del imaginario colectivo, consciente de que la respuesta no está ni en el fortalecimiento del estatismo ni en la negación de libertades primordiales para la acción y el pensamiento del ser humano, vincula cualquier forma socialista con esa práctica totalitaria. Trataremos de apuntar que, no solo es así, sino que la evolución del anarquismo, desde aquellos primeros enfrentamientos entre centralistas y federalistas, ha evolucionado aún más hacia posiciones de superación del liberalismo y del socialismo estatista.

Apuntes biográficos e intelectuales de Marx

Karl Marx, que nació en 1818 en Tréveris, antigua provincia del Rin, fue tempranamente influido por algún profesor discípulo de Hegel. Precisamente, conoció a fondo el sistema hegeliano y frecuentó en su juventud el llamado círculo de "hegelianos de izquierda"; no obstante, su relación con la filosofía de Hegel puede calificarse de ambigua a pesar de la notable influencia que ejercería sobre sus concepciones posteriores.
También tempranamente, se empapó de diversos autores socialistas, la mayoría de nacionalidad francesa, como Fourier, Leroux o el propio Proudhon; estos pensadores, más tarde, serían calificados como "utópicos" para tratar de confirmar que el verdadero socialismo "científico" era el propugnado por Marx y Engels. También conoció Marx el pensamiento de Feuerbach, por el que se entusiasmó en un primer momento. Trasladado a París, en 1844 conocería a Engels, con el que le uniría una estrecha amistad durante toda su vida, y a revolucionarios como Blanqui y Bakunin. Es en este contexto parisino donde comienzan sus agrias polémicas con Proudhon y con sus antiguos amigos de la "izquierda hegeliana". Será expulsado de París, a petición del gobierno prusiano, debido a sus colaboraciones en el diario Vorwärts y en 1845 se marcharía a Bruselas.

En 1847, fundó con Engels la Liga (Bund) de los comunistas, cuyo programa quedaría plasmado en el Manifiesto del Partido Comunista en 1848. Será en Londres, donde permanecería el resto de su vida desde 1849 y allí escribiría sus más importantes obras teóricas al mismo tiempo que luchaba contra la miseria, mantenía vínculos con las organizaciones revolucionarias y daba impulso a la constitución de la Primera Internacional.

Como hemos dicho, la influencia de Hegel en Marx es notable, aunque hay que tener presente también la de otros autores, como Feuerbach o Saint-Simon, y la de economistas como Ricardo, Adam Smith o Quesnay. De forma general, se suelen mencionar tres principales fuentes para el pensamiento de Marx: Hegel, los socialistas "utópicos", al mismo tiempo que los economistas mencionados y, particularmente, el desarrollo de la economía inglesa; no obstante, hay que hablar de diversas influencias y experiencias en Marx para dar lugar a un sistema positivo propio. Diversos autores han defendido la tesis de que hubo "dos Marx"; así, su pensamiento se dividiría en dos periodos, que estarían caracterizados principalmente por los Manuscritos económico-filosóficos (1844) y por El capital (1876). La primera etapa mostraría a un Marx filósofo, según algunos intérpretes incluido en una especie de tradición hegeliano-existencial; el Marx posterior, dejando al margen toda moral e ideología, se afanaría en consagrar su obra a la edificación de una ciencia. Para otros autores, contemplando el conjunto de la obra de Marx, sí existe una continuidad en su pensamiento; la dificultad para interpretar tal cosa, así como la contraria o incluso la posibilidad de un proceso de maduración en el autor que culmine en el "Marx científico", es notable.

¿Qué es el marxismo?

Puede hablarse de tres forma de entender el marxismo: 1) el propio pensamiento de Marx, tomado en su conjunto, bajo el aspecto de una evolución total o atendiendo principalmente a alguna de sus etapas; así, ese pensamiento incluiría un método, una serie de supuestos, un conjunto de ideas de distinta índole y multitud de reglas de aplicación, tanto teóricas como prácticas; 2) un grupo de doctrinas, filosóficas, sociales, económicas y políticas, fundadas en una forma de interpretación del marxismo y tendiendo a sus sistematización; Engels dio forma definida a este grupo de doctrinas, para luego ser transformado por Lenin y dar lugar al llamado "marxismo ortodoxo"; 3) por último, existen una muy variada serie de interpretaciones originadas en diversas épocas y formadas según distintas tradiciones, temperamentos o circunstancias históricas (ejemplos pueden ser las interpretaciones alejadas del "marxismo ortodoxo", el llamado "marxismo occidental", el maoísmo, algunos intentos de reavivar el marxismo retornando a las fuentes…). De un modo más general, se ha llamado marxismo también a los métodos, doctrinas e ideales políticos adoptados en diversos países en el momento de la lucha contra el imperialismo y el colonialismo. Como ya se ha insistido en muchas ocasiones, la apelación al marxismo se produjo de manera tan indiscriminada, que a menudo parecía perder su significado. En cualquier caso, puede hablarse de elementos comunes a toda interpretación de Marx, como es el caso de las doctrinas del materialismo histórico y del materialismo dialéctico.

Materialismo dialéctico, materialismo histórico

Parece ser que la expresión "materialismo dialéctico" fue acuñada por Plejanov (abreviada con el termino Diamat); aunque este concepto es habitual relacionarlo con el marxismo, algunos expertos aseguran que las diferentes variedades del marxismo hacen esa identificación poco afortunada. A pesar de ello, hay que recordar varias cosas de Marx: que fue un materialista opuesto al materialismo mecanicista; que en su pensamiento hay una fuerte impronta dialéctica, y que acabó confirmando una de las leyes dialécticas, el paso de la cantidad a la cualidad, según el modelo de la Lógica de Hegel. Según Ferrater Mora, en su Diccionario de filosofía, Marx es identificable con el "materialismo histórico", noción que veremos más adelante.

La formulación del materialismo dialéctico se encuentra en Engels, siempre en la línea de Marx y tratando de aportar y completar su pensamiento, la cual se incorporó al "marxismo ortodoxo" y a la denominada "filosofía soviética". No obstante, hay que aclarar que es posible sostener el materialismo dialéctico fuera de la ortodoxía marxista, bien para apartarse del marxismo-leninismo o para hacerlo de la razón analítica y positiva (en otras palabras, dejando a un lado la causalidad y primando la dialéctica). Las intenciones de Engels fueron apoyarse en Hegel para dar lugar a una "filosofía de la naturaleza" que superara el materialismo mecanicista, tan propio de las interpretaciones filosóficas de la ciencia en el siglo XIX. El modelo mecánico sería demasiado superficial para Engels, no tiene en cuenta el nuevo desarrollo científico (como el de la evolución de las especies), y tampoco el carácter práctico del conocimiento y la cuestión de que las ciencias están vinculadas a las condiciones sociales y al hecho posible de revolucionar la sociedad. Si el materialismo mecanicista se basa en la idea de que el mundo está compuesto de cosas, de partículas materiales combinadas entre sí de un modo inerte, el materialismo dialéctico dice que los fenómenos materiales son procesos. Hegel diría que esos procesos naturales son manifestaciones del "Espíritu", pero lo que se coloca ahora en la misma base de esos procesos es la materia en cuanto que se desarrolla dialécticamente. Son tres las grandes leyes dialécticas de la naturaleza: ley del paso de la cantidad a la cualidad, ley de la interpenetración de los contrarios (u opuestos) y ley de la negación de la negación (según la cual, un germen da lugar a una flor, la cual acaba muriendo y produciendo otro germen que florecerá). Para Engels, negar que existen contradicciones en la naturaleza es caer en la "metafísica", el movimiento mismo supone estar lleno de contradicciones y los cambios no pueden explicarse sin esa lucha entre opuestos. El carácter de lucha y oposición de contrarios es universal, se manifiesta tanto en la sociedad y en la naturaleza como en la matemática.

Después de Engels, otros autores sostuvieron el materialismo dialéctico modificándolo de alguna manera. Lenin, iniciador del marxismo-leninismo, insistirá menos en el concepto de "materia" como realidad sometida a cambios según los procesos dialécticos. La posición del ruso supone huir del idealismo y del fenomenismo, defendiendo para ello un realismo materialista, aunque insistiendo en el aspecto dialéctico. Lenin equiparará la realidad material con el mundo real "externo" reflejado por la conciencia, la cual copia este mundo mediante las percepciones; éstas, serán una especie de "reflejos" de la realidad material misma, lo cual no quiere decir que las percepciones describan el mundo físico tal como es. El verdadero conocimiento es el conocimiento científico, y la percepción no es incompatible con ese conocimiento. Según el ruso, el materialismo dialéctico, así como la epistemología realista y científica propia de él, constituye la doctrina para la lucha a favor del comunismo; si se puede equiparar con una ideología el materialismo dialéctico, será la "teoría verdadera" que dará lugar a una sociedad sin clases.

En cuanto al materialismo histórico (Hismat, de nuevo según Plejanov), sí puede considerarse característico del pensamiento de Marx. Según no poco autores, es posible sostener el materialismo histórico sin apoyarse en el dialéctico. En cambio, a la inversa resulta francamente difícil. Tampoco parece fácil dejar al margen a Engels de la elaboración del materialismo histórico, aunque habitualmente se vincule con Marx y con el marxismo. Una de las ideas principales es la de transformar el mundo material por medio del trabajo. En la sociedad capitalista, el trabajador enajena su trabajo al convertirse en un producto de compra y venta. La causa de ello está en los modos y relaciones de producción, y entender esto supone hacerlo también de la formación de las sociedades. La historia de los hombres, como historia de las sociedades, se entiende entonces tomando como base el mundo material y lo que realizan los seres humanos con él; los cambios en las condiciones materiales de existencia son, así, el fundamento de los cambios sociales e históricos. El resto de actividades humanas y sus consecuencias (Estados, leyes, cultura...) se hallan subordinados a los modos de producción. La verdadera preocupación de Marx está, no tanto en la naturaleza humana (que sería una abstracción), sino en lo que ésta hace con el mundo (realidad concreta, que cambia y evoluciona). Se trata de comprender los mecanismos de la formación de las sociedades y los cambios que se operan en ellas, los cuales son de naturaleza dialéctica al producirse en las sociedades conflictos que se resuelven gracias a transformaciones en la estructura. Se trata de una dialéctica "real" que permite comprender que en la historia, al producirse la "lucha de clases", existen negaciones de una clase por otra. Una clase dominante, impulsora de los modos de producción, cae víctima de una serie de tensiones y contradicciones intrínsecas, cediendo su lugar a una clase desposeída que asume el mando de los modos de producción.

En cualquier caso, puede decirse que esta situación no se produce de manera mecánica ni, totalmente, gracias a unas condiciones objetivas. Es necesaria la voluntad humana, la actividad revolucionaria de la clase desposeída para acabar con los privilegios de clase; en caso contrario, la historia parece estancarse. Una de las cosas criticables en Marx, es la subordinación que realiza de la acción humana a unas determinadas condiciones objetivas, para él las relaciones de producción se definen de manera independiente a la voluntad del hombre. Para el marxismo, "el modo de producción en la vida material determina el carácter general de los procesos sociales, políticos y espirituales de la vida". Ello ha supuesto que numerosos autores afirmen que, según el materialismo histórico, la economía constituya la base de la historia y de todas sus estructuras.

No obstante, no hay una subordinación de todos los sectores sociales a uno solo, lo que ocurre es que en todas la actividades humanas están presentes los modos y relaciones de producción material. El materialismo histórico trata de proporcionar una explicación concreta de la formas básicas de las estructuras sociales humanas, y de las condiciones y leyes que rigen sus cambios en el curso de la historia. A pesar de que Bakunin (padre del anarquismo moderno, con permiso de Proudhon) adoptó, en gran medida, la concepción materialista de la historia y aunque el objetivo para el anarquismo es también una sociedad sin clases (una de las características obvias de una sociedad antiautoritaria), la visión ácrata se aparta inevitablemente, casi desde su origen, de Marx y sus herederos. No hablamos esta vez de diferentes medios sociales y políticos para lograr un fin, la simple idea de una voluntad subordinada y víctima de unas leyes de la historia resulta, o debería resultar, odiosa a un espíritu libertario. La lucha de clases está en gran medida asumida, no solo por las ideas anarquistas, pero el enriquecimiento de éstas se produce con factores que corresponden al plano de la actividad humana: el apoyo mutuo como importante factor evolutivo, la solidaridad como indispensable presencia social, la libertad como muestra de dignidad humana... El deseo de acabar con toda institución coercitiva, que obstaculice el desenvolvimiento de una sociedad libre, hace que no puedan verse unas simples condiciones objetivas (aunque la idea antiautoritaria constituye, en sí misma, un atractivo motor de evolución social), se entiende que la libre experimentación en las relaciones económicas es uno de los factores importantes para los objetivos. Para el anarquismo, en nuestra opinión, es la acción humana frente a toda resistencia autoritaria un elemento indispensable para el cambio social.

Marx y los anarquistas

El anarquismo, aunque tenga una extensa prehistoria, nace en la primera mitad del siglo XIX; por lo tanto, al igual que el marxismo, es consecuencia de la Revolución francesa, del triunfo de la burguesía, de la formación de la clase obrera y del desarrollo del capitalismo industrial. Por muchos precedentes que podamos señalar, no podemos hablar de anarquismo explícito antes de Proudhon; dejaremos para más adelante, la primera y significativa controversia que tuvo este autor con Marx. Como primer hecho diferencial, evidente, con las ideas de Marx, hay que hablar de una concepción materialista y evolucionista de la historia y del universo mucho menos rígidas en el caso del anarquismo. Aunque los primeros anarquistas, como Bakunin y Kropotkin, sí poseen esa visión materialista y la vinculan con las ideas ácratas, importantes figuras posteriores vendrán a matizar la cuestión y negarán especialmente cualquier forma de determinismo en la historia y en la posible construcción de una sociedad libertaria. Es más, el acusado cientifismo que se da en las ideas marxistas, como fuente de conocimientos incontrovertibles, un paradigma que puede extenderse a la civilización occidental en el siglo XIX, es también objeto de crítica, especialmente en el anarquismo desarrollado en el siglo XX; podemos mencionar a dos figuras importantes, como ejemplo de dicha crítica, como son Malatesta y Landauer.

El sujeto revolucionario dentro del marxismo es el obrero industrial, aquellos que han abrazado las ideas de Marx se encontraron entre las capas medias y altas de la clase trabajadora. Marx y sus seguidores se esforzaron a menudo en presentar al anarquismo como una ideología pequeño-burguesa; otros marxistas más lúcidos, y con miras más amplias, acabaron reconociendo que el anarquismo es una poderosa alternativa para las ideologías obreristas. Por mucho que se trate de desvirtuar la historia, allá donde se ha desarrollado el anarquismo ha encontrado simpatías, especialmente, entre los obreros y los campesinos. Es más, como es sabido, es en Barcelona donde mayor arraigo encontraron la ideas anarquistas y la clase obrera industrial las adopta firmemente como una gran alternativa revolucionaria. En otras ocasiones, han sido los campesinos los que han utilizado el anarquismo como arma socialmente transformadora, mientras que en  algunas circunstancias también lo han hecho los desclasados; los que en la terminología marxista se denominan peyorativamente como lumpemproletariado, aquellos que se encuentran por debajo o al margen del proletariado. Con esto se quiere evidenciar el carácter no dogmático del anarquismo, su falta de rigidez en la visión social e histórica; el sujeto revolucionario puede ser en la visión ácrata cualquier clase oprimida, tal y como han reconocido algunos marxistas como Marcuse.

La gran diferencia política entre marxistas y anarquistas se encuentra en la concepción de la sociedad, del Estado y de la revolución. Todos los pensadores anarquistas, como ya hemos insistido muy a menudo, distinguieron entre Estado y sociedad; la sociedad es una realidad natural, mientras que el Estado vendría a ser una degradación de aquella; el Estado, para el anarquismo, es una realidad jerárquica y coercitiva, una permanente división entre gobernantes y gobernados, que se ha relacionado con la propia separación de clases y con el nacimiento de la propiedad privada. Aunque los marxistas pueden estar en gran medida de acuerdo con esto último, ellos consideran que es la propiedad privada y la división de clases la que da lugar al poder político y al Estado; por lo tanto, para los marxistas, el Estado es un instrumento con el que la clase dominante asegura sus privilegios y sus propiedades. Desde este punto de vista, existe una relación lineal y unidireccional entre el poder político y su consecuencia, el poder económico. Los anarquistas poseen en cambio una visión circular y, podemos decir, dialéctica; pueden estar de acuerdo, en algunos momentos originarios, en que el poder político genera el económico, lo mismo que puede considerarse lo contrario en muchos otros. Estamos en la raíz de las grandes diferencias entre el marxismo y el anarquismo.

Los anarquistas han considerado desde sus orígenes que cualquier revolución que no acabe con el poder político, al mismo tiempo que con el poder económico, se encuentra condenada a fortalecer el Estado, atribuyéndole consecuentemente todos los derechos, y a generar una nueva clase dominante. Esta polémica, presente ya en Marx y en Bakunin, resultó tristemente profética; la praxis marxista demostró que los anarquistas tenían razón y algunos marxistas, lúcidos y heterodoxos, acabaron reconociendo que los llamados países socialistas cambiaron el capitalismo liberal por capitalismo de Estado, que una nueva clase técnica y burocrática sustituyó a la burguesía, y que las llamadas "democracias populares", no solo no superaron a la democracia representativa, sino que agravaron al máximo sus defectos y limitaciones; la gran ironía es que de los soviets, auténticos órganos de autogestión obrera en 1918, solo quedaría el nombre en el monstruo totalitario conocido como Estado "socialista". Un heredero de Marx, como Cornelius Castoriadis, del que hablaremos más adelante, de posiciones heterodoxas y que luego se acercaría al socialismo libertario, reconoció la deriva burocrática de la praxis marxista y la necesidad de la autonomía de la clase trabajadora.

Proudhon frente a Marx

El primer encuentro entre los dos autores se produjo en París en 1844, el alemán tenía 25 años y el francés 35 y, a partir de entonces, parece ser que las reuniones entre ambos fueron frecuentes durante al menos un año. Marx declararía en alguna ocasión, con cierta suficiencia, que si Proudhon conoció el hegelianismo fue gracias a él y, aunque ello sea cierto, poco importa para conocer lo valioso del pensamiento de uno o de otro. Tanto Marx, como posteriores intérpretes de su doctrina, tal vez algo adoradores ciegos de la fortaleza teórica del alemán, hablarán con desdén de los intentos de Proudhon por partir de la dialéctica para elaborar un discurso filosófico propio; a nuestro modo de ver las cosas, lo consiguió más que de sobra. No hay que hacer, en primer lugar y para recuperar de manera limpia y honesta el pensamiento de determinados autores, excesivo caso a unas críticas marxistas que parecen muy parciales, reiterativas y, además, a las que la historia parece ir colocando en su sitio. Parece ser que Proudhon, en la línea de la labor que haría posteriormente Bakunin, había advertido a Marx sobre la intolerancia de sus postulados. Además, Proudhon elaboraría una obra, Filosofía de la miseria (1846), en la que tal vez se puede notar la influencia de Hegel y de Marx, pero con una asimilación libre de su pensamiento y estableciendo un discurso propio.

Era tal vez demasiada independencia para el alemán, que no tardaría en escribir su respuesta, La miseria de la filosofía (1847), a la que también puede denominarse sin ambages el antiproudhon, en la que trata de demostrar que poco había entendido o quedado de la dialéctica en el pensamiento del francés. Insistiremos, las críticas de Marx, por muy brillante que fuera este autor, pierden fuelle ante su partidismo y dogmatismo; así lo dejan ver calificaciones totalmente inapropiadas a Proudhon de "utopista" o de "pequeño burgués", algo por otra parte habitual en Marx y en algunos marxistas, etiquetar a todo el que ose contradecirles. Cuando Proudhon se encuentra con Marx, no es ya un joven, habrá tenido múltiples influencias, como la del socialista utópico Fourier (es una pena, es cierto, que no le influyera más en cuestiones de moral sexual), gran amante de la dialéctica; es posible asegurar que poseía el autor de ¿Qué es la propiedad? ya sus propias ideas, su propia concepción de la dialéctica. Partiendo de la lógica de Hegel, al que puede decirse que se opondrá posteriormente, elabora lo que se atreverá a denominar, como un filósofo con personalidad propia, teoría o dialéctica serial; esta visión dialéctica, que observa el pluralismo en la naturaleza y en la sociedad, se extiende al ámbito económico y político, y por supuesto al principio federativo proudhoniano, parte primordial de la propuesta política y filosófica ácrata. Proudhon apuesta por un equilibrio de fuerzas antagónicas, sin que haya ningún principio superior que las sintetice, y se niega a aceptar el "absolutismo" de ningún elemento, insistimos, también en el terreno social. El acercamiento a la verdad se produciría gracias al equilibrio, a una permanente tensión y contradicción.

Para Marx, igual que para Hegel, el movimiento dialéctico se caracteriza por el enfrentamiento de dos elementos contradictorios (tesis y antítesis) hasta su fusión en una categoría nueva (síntesis). En la propuesta de Proudhon, no existen tres elementos, sino únicamente dos, que se mantienen uno junto a otro de principio a fin. No hay un final sintetizador, sino equilibrio, una especie de antinomia persistente. Numerosos marxistas acusarán a Proudhon de renuncia o impotencia para resolver los antagonismos sociales. Nada más lejos de la realidad. El autor de Sistema de contradicciones económicas desconfía de la perfección, pero no renuncia en absoluto al progreso, su dialéctica no es estéril ni inmovilista. Es más, el auténtico progreso (o ascenso) se encontraría en un constante flujo y reflujo. La guerra o polémica sería una de las principales categorías de la razón humana, tanto especulativa como práctica, y de la dinámica social. La paz se establece en la permanencia del antagonismo, no en la destrucción recíproca, sino en la conciliación ordenadora y en el perfeccionamiento sin fin. Los términos derivados de esta conciliación son justicia, igualdad, equilibrio o armonía y en todos ellos están unidos lo real y lo ideal. Proudhon propone un equilibrio en la diversidad, continuamente inestable, susceptible de ser perfeccionado.

En lo social, los elementos que en estado puro serían nocivos, gracias a la unión con su contrario, y a la corrección consecuente, mantienen el movimiento de la vida; el equilibrio recibirá el nombre de justicia. Sin embargo, la justicia no será solo el resultado del equilibrio, sino también el principio que asegura su realización (algo, tal vez, oscuro en la obra de Proudhon y que remite de alguna manera a cierto principio trascendente). Donde se aparta también de Hegel y de Marx es en la elaboración de toda una teoría de la libertad, como fuerza de la colectividad soberana, y de la justicia, como ley; se niega a aceptar, en definitiva, un pseudoprogreso que no es más que un proceso determinista y apuesta firmemente por la libertad humana. Frente a una síntesis que mecaniza el proceso y que inhibe la iniciativa humana, Proudhon apuesta por el acto creador. Diego Abad de Santillán escribiría que el filósofo francés deseaba la "revolución permanente" (concepto que irá más allá de su significado marxista y trotskista), en ese afán por un progreso constante y por una justicia siempre presente. Por supuesto, no todo está diáfano en la teoría de Proudhon, su propuesta conciliadora parece tender a la síntesis en algunas lecturas y hacia la dificultad en otras, no resulta fácil resolver los conflictos sin suprimir la tensión entre opuestos, y su negación de toda trascendencia en su movimiento dialéctico no casa del todo bien con la asignación al proceso de una norma y de un fin. No obstante, las fisuras que puede haber en todo gran pensador no debe conducirnos al desdén, máxime cuando se trata en el caso de Proudhon de alguien que apostó por el progreso sin caer en la ilusión del devenir ni en ningún tipo de determinismo.

En el ámbito económico, donde coinciden Marx y Proudhon es en considerar que es únicamente el trabajo lo que crea valor. Sin embargo, en la concepción de la sociedad socialista, encontramos ya la gran divergencia entre anarquistas y marxistas; si Marx parece conformarse con considerar que en una sociedad sin alienación las decisiones colectivas solo pueden ser correctas, Proudhon teme que un poder central destruya la libertad individual y la espontaneidad de los trabajadores. Es en La capacidad política de la clase obrera donde Proudhon insta a la clase obrera a sacudirse toda tutela y a que se conduzcan hacia la autogestión. En algunos momentos de su obra, Proudhon predica a favor de la cooperación entre clases, pero su pensamiento evoluciona hacia una mayor confianza en las posibilidades revolucionarias de los trabajadores; a partir de 1852, si hablamos de una concepto marxista como es la lucha de clases, Proudhon adopta ya un camino recto hacia la sociedad autogestionada con una clase obrera emancipada. En el pensamiento anarquista posterior, resultará inadmisible la sociedad de clases; tal y como Rocker deja bien claro en Anarcosindicalismo. Teoría y práctica; si se renuncia a acabar con la división entre clases, solo puede aceptarse la génesis de una nueva clase dominante. No obstante, la complejidad proudhoniana no reduce la revolución a un simple antagonismo entre clases; Proudhon considera que una conciencia superior debe ser el resultado de la fusión entre clases, por lo que conminó no pocas veces a las capas medias a acercarse a la causa de los trabajadores. No obstante, quedémonos también con su firme apuesta por la capacidad plenamente revolucionaria de de la clase obrera. Algo que se confirmará posteriormente con Bakunin, la Primera Internacional y la apuesta decididas para que la emancipación de los trabajadores sea realizada por ellos mismos (parafraseando la frase, paradójicamente, atribuida al propio Marx).

Bakunin frente a Marx

Un segundo momento del enfrentamiento entre la concepción marxista y la ácrata se vive con la disputa entre estos dos titanes: Marx y Bakunin. No sería conveniente aludir únicamente al terreno personal, aunque va a ser inevitable hablar de algunas tácticas inadmisibles para desprestigiar y defenestrar al contrario (acusaciones a Bakunin de ser agente del zar y de Prusia, o de ser un estafador; algo infundado por supuesto, pero que algunos herederos de Marx se han esforzado en mantener, por no hablar de un desprecio intelectual fundado en el doctrinarismo más papanatas). Isaiah Berlin, alguien nada sospechoso de simpatías hacia el ruso o el anarquismo, cuenta en su biografía de Marx la afiliación de la mayor parte de los militantes ácratas a la Internacional (eso sí, hace gala de poco conocimiento de las ideas libertarias cuando matiza que "desafiando sus propios principios", ya que esa organización se dedicaba a la "acción política"). Marx deseaba llevar a cabo una política internacional muy concreta, con una disciplina rigurosa que garantizara una adhesión inquebrantable; el descontento ante semejante empresa dictatorial solo podía sembrar el descontento y, en torno a Bakunin y su propuesta de una federación de organizaciones con un alto grado de autonomía, se acabó creando la Alianza para la Democracia Socialista (afiliada a la Internacional, pero opuesta al centralismo y al autoritarismo). Se trata de la imposible conciliación entre dos visiones opuestas, ya que Marx deseaba firmemente un organismo central de autoridad indiscutida, el cual condujera a una revolución adecuadamente concertada y organizada para empezar en un determinado momento en la situación histórica precisa. No hay ninguna duda sobre su desprecio hacia la concepción revolucionaria de Bakunin, tal vez enérgico, noble y romántico, pero inútil según la concepción marxista; así, se lanza abiertamente al ataque contra Bakunin y sus seguidores.

E. H. Carr, en su biografía de Bakunin (y vuelvo a citar a alguien que parece profesar pocas simpatías hacia el anarquismo), cuenta que el ruso tenía razón en observar que la abolición del Estado no constituía un punto fundamental de la doctrina marxista. La política de Marx confiaba en hacer la revolución desde arriba, desde el Estado se lograría la liberación según este punto de vista; muy al contrario, Bakunin sostenía que la verdadera emancipación solo podía realizarse "desde abajo", a través del individuo (lo cual no puede hacer caer, como se ha querido ver a veces por parte de sus enemigos, a las ideas de Bakunin en un extremismo individualista; estamos ante una visión netamente socialista). La ruptura final en el seno de la Internacional no puede verse, de manera simplista, como el enfrentamiento entre dos teorías revolucionarias diferentes; con seguridad, hay que ir más allá y apreciar dos visiones sobre el ser humano abiertamente contrarias: una, la de Marx, observaba a la humanidad (tal vez, deberíamos decir "la masa") desde el punto de vista del estadista y del administrador (orden, método y autoridad), mientras que Bakunin contempla al individuo concreto y su máxima preocupación es la ética. Se tengan las simpatías que se tengan, creo que no puede negarse la brillantez teórica de Marx, por supuesto, pero tampoco que Bakunin representa en la historia una de las máximas concepciones del ideal de la libertad (y, tal vez, irrealizable en algunos aspectos, pero una permanente aspiración).

La concepción anarquista considera que los medios deben adecuarse a las finalidades, un punto fundamental donde hay que situar las grandes divergencias con Marx y sus seguidores. Por lo tanto, la gran disputa que nos ocupa no se sitúa solo en la diferencia de teorías, una de las cuales se lanzaría a toda clase de medios para lograr la victoria; la excesiva abstracción en las ideas y la adopción de cualquier clase de método hace olvidar quién debe ser el punto de partida y la finalidad de toda acción revolucionaria: el individuo concreto. Bakunin realiza una crítica visceral a todo defensor del Estado, incluidos los socialistas que él llama "doctrinarios", ya que si se enfrentan a regímenes autoritarios es para tomar el poder y construir su propio sistema despótico. Incluso, aunque adoptemos un punto de vista no necesariamente anarquista, sino simplemente partidario del progreso social, ¿se la puede quitar la razón al ruso visto el desarrollo de todo socialismo de Estado? Cada paso dado en cualquiera de esos regímenes ha sido para reforzar la burocracia y el privilegio de Estado y, por lo tanto, bloquear, tanto el control de la industria por parte de los trabajadores, como la libre asociación política y económica. La creencia ciega en el dogma, basado en el poder centralizado y en el control de unos pocos sobre la mayoría, ha anulado la posibilidad de toda revolución socialista.

Bakunin critica a los socialistas doctrinarios, con Marx a la cabeza, que son capaces de defender al Estado por encima de la propia revolución social. El Estado burgués era el enemigo para todos los socialistas, autoritarios y antiautoritarios, pero la creencia en la conquista del Estado por parte del "proletariado", por medios violentos o pacíficos, para asegurar una igualdad real, ha demostrado ser una triste falacia en la praxis. Una falacia, totalitaria por un lado, sucumbida ante el sistema capitalista por otro, que ha condicionado toda visión progresista en el último siglo. Bakunin quería ver en el concepto de Estado popular, propio de los partidarios de Marx, una contradicción en los términos, ya que el participio convertido en sustantivo solo implica dominación y explotación. Se reclama una nueva concepción de la política, que no la identifique exclusivamente con la forma de Estado. La visión del ruso es radical, solo observa aspectos negativos en el Estado, consecuencia seguramente de que él fue testigo de la evolución del Antiguo Régimen en las supuestas revoluciones burguesas. Se negaba a aceptar un nuevo poder político que, simplemente, privilegiaba a una nueva clase y mantenía a la mayoría en la ignorancia y en la ilusión, incluso, de progreso social.

Los marxistas aseguraban que su concepto de "dictadura del proletariado" suponía únicamente la dominación de la inmensa mayoría sobre una pequeña minoría burguesa. Desgraciadamente, y como es lógico, la realidad no ha sido así, ninguna forma de Estado ha asegurado ninguna igualdad ni ha acabado con la división de clases; todo lo contrario, se han creado nuevas clases dirigentes, con la dominación garantizada, en gran parte, por la creencia popular en un "ideal" inalcanzable. Bakunin pensaba lúcidamente que cualquier trabajador en el poder, iba a dejar de serlo inmediatamente, y convertirse en un privilegiado. Esta crítica se convirtió desde el principio en una seña de identidad de todo movimiento libertario, que ha tratado de reproducir en sus formas organizativas la futura sociedad. Esta lucha contra el privilegio en beneficio de la cooperación y de la solidaridad, no solo en el aspecto político y económico, también en cualquier ámbito de la vida, convirtió al anarquismo tal vez en la filosofía sociopolítica con un concepto de la lucha de clases más rico. La lucha de clases es un concepto general casi asumido por la humanidad (en la práctica, las fuerzas reaccionarias impiden el progreso), pero solo en un contexto de auténtica libertad se puede asegurar esa igualdad de raíz. La idolatría hacia el Estado, y los ulteriores horrores en la praxis marxista, es algo que supieron observar Bakunin y los anarquistas, y agrada mucho ver que lo reconocen autores influidos por Marx. A este gran autor, por otra parte, no hay que leerlo condicionado únicamente por las revoluciones llevadas a cabo en su nombre. En muchos textos políticos de Marx, estaba seguramente el germen del totalitarismo, pero la crítica antiautoritaria puede ser la premisa fundamental para encontrar ideas valiosas en el pensamiento de cualquier autor.

El socialismo autoritario

Ya Rudolf Rocker, en 1925, denunciaba esa distinción entre socialismo utópico, supuestamente todo el anterior a Marx, y socialismo científico, resultado de las ideas de Marx y Engels. Después de la consolidación del totalitarismo, fascista y comunista, Rocker no podía por menos de realizar una enorme crítica al socialismo autoritario con el título de "La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo". La supuesta "misión histórica del proletariado" solo podía ser ya puesta en entredicho; a una clase social, además de ser imposible establecer los límites para dicho concepto, no pueden atribuírsele ciertas tareas históricas ni convertirla en representante de determinadas corrientes ideológicas. Como es lógico, pertenecer a un determinado estrato social no garantiza el pensamiento y la acción de los individuos. Se insiste así desde el anarquismo en la crítica al determinismo económico e histórico, cualquier tipo de proceso natural que se desarrolle al margen de la voluntad humana. Rocker se atreve incluso a acusar al marxismo de absolutista y de hacer un daño irreparable al socialismo al confiar en un desarrollo mecánico y prescindir de las premisas éticas.

No puede más que reivindicar a Proudhon, entre los antiguos socialistas, ya que fue el que más insistió en negar una panacea universal que solucionara todos los problemas sociales; encontramos en el francés, aunque existan como es lógico aspectos de sus propuestas que hayan sido superados con el tiempo, una crítica feroz a cualquier tendencia absolutista y a todo sistema cerrado. Es un legado incuestionable para el anarquismo, la negación de todo dogmatismo y sectarismo, y la confianza plena en la pluralidad social.

Como no podía ser de otra manera, y como ya hemos apuntado anteriormente, Marx y sus partidarios calificaron a Proudhon también de "utópico". El desarrollo del capitalismo, con sus poderosos monopolios, junto al fortalecimiento del Estado quería verse como una negación de las propuestas de Proudhon. Precisamente, el llamado primer anarquista supo prever ese desarrollo y advertir en consecuencia. La llegada del fascismo en el siglo XX, junto a los graves problemas de burocratización y negación del derecho y la libertad personal en el socialismo de Estado, no pueden sino dar la razón moral a las advertencias anarquistas. Proudhon fue tal vez el primero, tal como señala Rocker, en predecir que la unión entre el socialismo y el absolutismo supondría una tiranía sin precedentes. La influencia del autoritarismo en el movimiento socialista se remonta a su primera fase, con la Gran Revolución y el largo periodo de las guerra napoleónicas. Después de aquella convulsa época, se produjo una etapa de resignación y desesperanza, caldo de cultivo para la reacción y el autoritarismo.

Los llamados "socialistas utópicos", Saint-Simon, Fourier y Owen, fueron testigos de aquel agitado tiempo; así, Rocker reivindica juzgar sus ideas y actos en relación con la época que vivieron, sin recurrir a esa clasificación arbitraria e insignificante de "socialismo utópico" para después llegar al "socialismo científico". Por supuesto, incluso estos precursores del socialismo, por muy adelantados que estuvieran, no pudieron sustraerse a las influencias autoritarias de la época. Rocker recuerda que el absolutismo napoleónico había relegado la tradición liberal a un segundo plano; se produjo una nueva fe en la omnipotencia de la autoridad. En los socialistas de la vieja escuela se produce, por tanto, cierto coqueteo con las concepciones absolutistas y una hostilidad hacia las aspiraciones liberales. Rocker denuncia esta influencia nefasta, la de la tradición jacobina y autoritaria; sin embargo, se produjo un contrapeso notable con el pensamiento de Saint-Simon, con el asociacionismo federalista de Fourier y, especialmente, con la filosofía ya anarquista de Proudhon. No obstante, la situación en Alemania sería muy diferente, ya no existía tradición revolucionaria y el liberalismo era una débil copia del inglés; hasta el final de la Primera Guerra Mundial, el alemán era un Estado semiabsolutista. El socialismo de un Ferdinand Lassalle, más que el de Marx y Engels, y su confianza férrea en un Estado todopoderoso, ejercieron una gran influencia en el movimiento obrero alemán.

Para Rocker, la influencia de Marx en la clase trabajadora alemana fue de naturaleza muy diferente. Marx también recogió influencias absolutistas, ya que subordinaba todo desarrollo social a necesidades forzosas fundadas en las condiciones económicas; su supuesto descubrimiento de las leyes del movimiento social eran para él "puras y absolutas". Se trata de una concepción mecanicista y fatalista de los hechos históricos que se presenta, no pocas veces en la obra de Marx, como una verdad absoluta. No obstante, Rocker considera que Marx tuvo también la influencia de Proudhon, por lo que su objetivo último era también la eliminación del Estado en la vida social. No obstante, como ya hemos insistido muy a menudo, donde se difiere es en la forma de alcanzar esa meta; Bakunin y los anarquistas insistirán en el fin previo del Estado, junto a las instituciones de explotación económica, para posibilitar el libre desarrollo de la vida social. Las concepciones centralistas y autoritarias de Lasalle y Marx predominarán finalmente sobre el socialismo libertario, lo que llevó en las décadas siguientes a una concepción socialista rígida y dogmática, con la pretensión inclusive de tener una base científica. Se trata de una tradición fatalista, y con una fe ciega en el Estado, que se convertiría en el poderoso guía del movimiento socialista internacional; Rocker, con triste ironía y recogiendo las palabras de su amigo Erich Mühsam, recordaba que esa influencia sería tan nefasta como la política de Bismark y solo podía tener un nombre: bismarxismo. Era el campo abonado para las dictaduras: el socialismo solo puede ser libre o no existirá.

El sujeto revolucionario y la transformación social

Dos de las grandes diferencias ente marxismo y anarquismo las establecen las diferencias en torno al sujeto revolucionario y a la vía de transformación social. Un interesante analista, Rudolf de Jong, desgraciadamente con escasa obra traducida al castellano, nos introduce en esas divergencias en función de las relaciones centro-periferia. Las calumnias, equívocos y distorsiones en torno al anarquismo, como ya hemos contado, se remontan a los propios orígenes de la Primera Internacional; todavía hoy, por parte de personas con una (supuesta) cultura política, puede escucharse que el anarquismo es antiorganizativo, demasiado individualista y, en el mejor de los casos (y de manera significativa), demasiado amante de la libertad. Por más que haya transcurrido siglo y medio, con multitud de experiencias libertarias organizativas y de todo tipo, desde aquellas primeras injurias, es necesario aclarar una y otra vez lo lamentable de ciertas visiones sobre el anarquismo.

Como es obvio, la cuestión no es estar a favor o en contra de la organización, sino saber el para qué de la misma, qué forma ha de tener y cuál es su base y fundamento. Los anarquistas no solo han propiciado, por lo general, sus propias organizaciones específicas, sino que procuran que las personas se organicen para gestionar sus propios asuntos en todos los ámbitos de su vida. En un contexto estatal y capitalista, la organización se hace de arriba abajo, dirigidas las personas por propietarios, jefes, burócratas o políticos. Lo que se propicia desde el anarquismo, lo diremos una y mil veces, es que las personas se organicen por sí mismas; por ejemplo, en el ámbito laboral, que los trabajadores gestionen ellos mismos la producción, eso es lo que podemos denominar la conquista de la libertad y del socialismo. El anarquismo, por mucho que esté pleno de ideas y convicciones, recuerda siempre que la base organizativa es la realidad social; frente a otras concepciones, que priman la idea y los principios en el modelo organizativo, y que acaban por no ver más allá de la conquista del poder para poder realizar sus propuestas.

En cualquier caso, el anarquismo da por supuesto importancia a la forma organizativa, pero estableciendo siempre una estrecha relación con la base. Lo que se procura, algo que dota de una innegable actualidad a las propuestas libertarias, es que las formas organizativas no actúen de manera alienante con el individuo, que no afecte a la persona ni a circunstancias concretas: es por eso que se insiste en el pensamiento y la acción individuales, en la acción desde la base, en la autonomía, en la descentralización, el federalismo… Para obtener una coordinación óptima, y conseguir acuerdos y afinidad, no se logra con mejores resultados desde la dirección y la coerción, sino desde la cooperación y la solidaridad práctica. Llegamos así a otro concepto anarquista, la acción directa, que no es más que aceptar la responsabilidad con todas sus consecuencias sin cargársela a un tercero; frente al infantilismo que supone en el ser humano la dejación de la responsabilidades, delegándolas en otros, se pide la madurez que supone el hacer y pensar por cuenta y riesgo propios. Acción directa es actuar por un mismo, pero no de manera aislada, sino como participante consciente en la comunidad.

Por lo tanto, frente a las inacabables calumnias al respecto, ya hemos apuntado algunas propuestas organizativas anarquistas. Ejemplos existen a lo largo de la historia, organizaciones sin aparatos centrales ni burocracia. Otro asunto es que el marxismo, y creo que puede generalizarse, haya propiciado todo lo contrario; la toma del poder en base a una dirección, con la necesidad de la centralización y de la disciplina desde arriba, así como de una jerarquización organizativa. Lenin fue el que llevó esta fórmula organizativa hasta sus extremos y consecuencias, de tal manera que solo sobrevive finalmente la dirección suprema. Cierto folleto comunista de hace tiempo ilustra muy bien, no solo las diferentes concepciones organizativas entre anarquismo y marxismo, sino la imposibilidad de aceptar una tesis contraria a las propias por parte de ciertas visiones rígidas; el texto del folleto rezaba así: "Centralización: dirigir desde un punto (…); Descentralización: lo contrario de centralización, luego dirigir desde varios puntos". Vemos que algunos son incapaces de pensar, siquiera, en la posibilidad de que la descentralización suponga la gestión propia, la autoorganización.

No es difícil de entender que a los partidarios de la jerarquización organizativa les cueste comprender y aceptar las propuestas anarquistas; lo que es inaceptable es que se siga vinculando anarquismo con desorden e indisciplina. Los anarquistas poseen sus propios principios organizativos y luego es la realidad la que aparece cargada de matices, de confusión o de abandono a la improvisación y espontaneidad de las personas. Recordemos esos principios y convicciones anarquistas, ya que hablamos también de una ideología, aunque recordando la importancia de la realidad y de los hechos (de ahí que tantos hayan hablado del anarquismo como "algo más" que una ideología).

En general, la forma libertaria contempla las relaciones de dominio desde el centro a la periferia. La teoría y la práctica anarquistas concibe la transformación social como la búsqueda del fin de las relaciones centro-periferia; así, se produce una reflexión crítica sobre el Estado, el partido, el ejército y sobre cualquier posición de dirección o de vanguardia. Es esta concepción lo que hace diverger a anarquistas y marxistas, al menos a la gran mayoría de estos últimos.

Veamos las palabras de Rudolf de Jong: "Los revolucionarios marxistas, los reformistas sociales y, en general, la mayoría de los militantes de izquierda quieren siempre utilizar el centro como un instrumento -y en la práctica como el instrumento- para la emancipación de la humanidad. Su modelo es siempre un centro: Estado, partido o ejército. Para ellos la revolución significa, en primer lugar, la toma del centro y de su estructura de poder, o la creación de un nuevo centro, para utilizarlo como un instrumento para la construcción de una nueva sociedad. Los anarquistas no desean tomar el centro; desean su destrucción inmediata. Es su opinión que, después de la revolución, difícilmente habrá lugar para un centro en la nueva sociedad. La lucha contra el centro es su modelo revolucionario y, en su estrategia, los anarquistas intentan evitar la creación de un nuevo centro".

Otra gran diferencia estriba en la discusión, que se remonta también a los tiempos de la Primera Internacional, sobre quién sería el sujeto revolucionario, aquel sector de la población encargada de llevar a cabo la transformación social. Marx, como es sabido, según su análisis histórico e identificación de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, colocaba su confianza en este último, una clase trabajadora industrial y urbana que proliferaba en las regiones más desarrolladas económicamente. El autor de El capital consideraba que, antes de la dictadura del proletariado y del socialismo, debía producirse la revolución burguesa; ésta, consolidaría el capitalismo de manera plena, desarrollaría las fuerzas productivas y daría lugar al proletariado industrial: sería el sujeto revolucionario, en la visión marxista, que llevaría a la clase trabajadora a su emancipación. Burguesía y proletariado, según esta concepción, serían elementos de progreso, mientras que otras clases son desechadas en el papel revolucionario e incluso tildadas de fuerzas conservadoras. Bakunin tenía una visión más amplia y generosa del llamado sujeto revolucionario; la revolución podían llevarla a cabo también los campesinos e incluso su papel resulta fundamental junto al del proletariado. Esta concepción revolucionaria de Bakunin es incluso ampliada por otros autores anarquistas, como es el caso de Rudolf de Jong, en base a esas relaciones entre el centro y la periferia; eso nos ayuda a entender unas relaciones de domino más amplias. Así, puede decirse que para el anarquismo el sujeto revolucionario son todas las víctimas de esas relaciones de domino sin olvidar el análisis de clase ni renunciar a tratar de comprender las diferentes categorías sociales.

Recapitulando, recordaremos que el modelo de transformación social anarquista renuncia a toda organización del centro a la periferia y promueve la movilización de amplios sectores de la población para, de abajo arriba, conducir a la revolución social y tratar de crear una sociedad socialista libertaria. El Estado es sustituido por estructuras autogestionadas y federadas; la vía para lograrlo pasa por la potenciación de los movimientos sociales, además de las organizaciones anarquistas específicas, según el modelo libertario (que, insistiremos, pasa porque sean las personas las que gestionen sus propios asuntos sin centro directivo potenciando la autonomía y la individualidad consciente en la unidad social).

Por último, insistiremos en otra gran diferencia entre marxistas, especialmente los leninistas, y anarquistas; aquellos, insisten en la separación entre lo político y lo social, de tal manera que justifican las relaciones jerarquizadas y de dominio, esto es, la vanguardia del proletariado, el partido, que acaba en lo alto de la pirámide y se convierte en una centro cuya base o periferia son los movimientos sociales. Los anarquistas, aunque tengan sus organizaciones específicas y constituyan una minoría activa, están de acuerdo en el desarrollo de los movimientos sociales por la base y desean establecer una relación ética entre lo político y lo social; la transformación revolucionaria es realizada desde la periferia hacia el centro.

Los anarquistas en la Revolución rusa

Es ya un lugar común decir que la historia la escriben los vencedores. En el caso de la Revolución rusa, durante mucho tiempo se nos contó de manera simplista que un grupo de revolucionarios, comandados por Lenin, tomó el Palacio de Invierno para dar lugar al primer gran régimen socialista. Ahora, con otro tipo de historiografía oficial dominante, difícilmente se va a dar protagonismo en la historia a las masas y la defensa de sus organizaciones autónomas frente al poder. Mencionamos tres libros impagables que nos introducen en la Revolución rusa, el gran paradigma de la praxis marxista, desde el punto de vista de la autonomía del pueblo, no de ninguna élite, y aportando un análisis antiautoritario: Historia del movimiento Majnovista, de Piotr Archinov, La revolución desconocida, de Volin, y El mito bolchevique, de Alexander Berkman.

En el caso de la obra de Volin, se repasa de manera sucinta la historia de Rusia a partir de 1825, año del fracasado motín de los decembristas (en donde el poeta Pushkin fue un simpatizante), para detenerse luego en 1905 y, por supuesto, en la revolución de 1917; finalmente, el aplastamiento de todo intento verdaderamente revolucionario por parte de los bolcheviques en 1921. Volin narra los acontecimientos utilizando como fuente testigos directos y se arroja así luz sobre hechos oscuros o interesadamente tergiversados por historiadores afines al régimen bolchevique. La revolución desconocida echa por tierra las mentiras históricas de defensa de un régimen inaceptable y finalmente contrarrevolucionario; frente a la simpleza tan manida de que fue Stalin quien pervertió la Revolución, tal y como sostuvo Trotski, podemos leer las siguientes palababras: "¡Qué simple! Aun demasiado simple para dar explicación de nada. La explicación está, sin embargo, bien señalada: el estalinismo fue la consecuencia natural del fracaso de la verdadera Revolución, y no inversamente; y tal fracaso fue el fin natural de la ruta falsa en que el bolchevismo la empeñó. Dicho de otro modo: la degeneración de la Revolución extraviada y perdida trajo a Stalin, no Stalin quien hizo degenerar la Revolución".

En la segunda parte de su obra, Volin pone en evidencia los rasgos del nuevo régimen burocrático y totalitario: la situación de los obreros y campesinos, el poder y los privilegios de los nuevos amos y clase explotadora (los funcionarios del Estado), en definitiva, la estructura política y económica de la nueva sociedad con su autoritarismo y negligencia. También se detalla la anulación de la lucha autónoma y de la resistencia de los trabajadores contra el nuevo poder marxista en su focos más evidentes: el movimiento huelguístico de los obreros de Petrogrado, la Comuna de Kronstadt y la revolución de Ucrania. La realidad es que los bolcheviques tomaron el poder gracias a que gran parte del pueblo confió el destino de la revolución a un Partido; éste, a medida que se consolidaba en el poder fue anulando las conquistas revolucionarias. Gran parte de las masas comprendieron el error y trataron de enmendarlo, actuaron por su cuenta y tomaron la iniciativa para recuperar su autonomía.

Las ideas anarquistas, al mismo tiempo, se fueron extendiendo; a los libertarios de Ucrania, se unieron los sublevados de Kronstand, que reclamaban un soviet libre bajo la autogestión obrera. La realidad es que el nuevo Estado socialista, consciente del peligro para su existencia, aplastó de manera implacable cada uno de esos focos: a los anarquistas y a cualquier forma de disidencia y descontento.

Los anarquistas fueron los primeros en denunciar el sistema burocrático y totalitario en Rusia, ellos mismos sufrieron la represión. A pesar de todo los mitos que se produjeron en los años posteriores, la verdad estaba accesible para quien quisiera conocerla; precisamente, para una auténtica sociedad libre de explotación, es necesario insistir en esos hechos históricos. Otro libro fundamental es Los anarquistas rusos, de Paul Avrich. Según este historiador, el anarquismo en Rusia poseía raíces profundas, con ideas provenientes de los pensadores occidentales, pero también con elementos indígenas. En 1905, en ese primer momento revolucionario, los anarquistas saludaron con entusiasmo el levantamiento espontáneo de las masas, en el que creyeron ver una plasmación de las ideas de Bakunin; no se produjo un movimiento libertario cohesionado y, después del fracaso revolucionario y de la consecuente represión, entrarían los anarquistas en un letargo hasta 1917. El fin de la monarquía, y el posterior derrumbamiento de la autoridad política y económica, hizo confiar a los ácratas en que el momento definitivo ya había llegado: se emprendió la tarea de acabar con el Estado y de dejar los medios de producción, campos, fábricas y talleres, en manos del pueblo. En la etapa de la insurrección y de la guerra civil, los anarquistas intentaron con todo su empeño llevar a cabo su programa de "acción directa": control obrero de la producción, creación de comunas libres en el campo y en la ciudad, combate sin cuartel contra los enemigos de la sociedad libertaria… Desgraciadamente, frente a los intentos de construir una sociedad de libertad e igualdad plenas, un nuevo despotismo se levantó sobre las ruinas del viejo.

Alexander Berkman, en 1925, al final de El mito bolchevique y después de ser testigo de infinidad de hechos intolerables en los que trató de vislumbrar la intención revolucionaria del nuevo poder, lo expresa de la siguiente manera: "El bolchevismo es el pasado. El ser humano pertenece al ser humano y su libertad". Hay que decir que Berkman consideraba tiempo atrás que Lenin y los bolcheviques eran la auténtica vanguardia de la emancipación social de los trabajadores. Hasta que no observó él mismo la realidad, creyó de alguna manera eso de que los marxistas, en última instancia, son anarquistas y solo confían temporalmente en la toma del poder revolucionario para acabar convirtiendo en innecesario el Estado; Marx y Engels aseguraron que el poder político era solo un medio temporal, el Estado iría gradualmente desapareciendo, ya que sus funciones se convertirían en innecesarias y obsoletas. Incluso, confiando en ello, Berkman atenuó durante cierto tiempo las críticas a los bolcheviques, a los que consideraba acosados por los más implacables enemigos, procurando la cooperación de todas las facciones revolucionarias. La acumulación continua de evidencias hizo que Berkman comprobara que los bolcheviques habían convertido la revolución en un monstruo grotesco basado en la brutalidad organizada; la lucha de clases, ese fundamental concepto socialista, se había convertido en una guerra de venganza y exterminación.

Y, como es sabido, la Revolución rusa no fue una consecuencia legítima de los postulados de Marx, ya que el desarrollo de las fuerzas productivas no habían tenido el debido desarrollo dentro del capitalismo, fundamental según Marx para que se produzca el aumento y organización del proletariado; nada de eso había ocurrido en Rusia, país eminentemente rural en el que no existía antagonismo entre el desarrollo del capitalismo (inexistente) y la clase obrera industrial (débil). A pesar de ello, Lenin creyó ver una serie de condiciones favorables para llevar a cabo una revolución supuestamente socialista que, si bien pudo tener en un principio unos rasgos libertarios basados en las justas aspiraciones del pueblo, enseguida derivó haca una actitud de desconfianza hacia las masas, utilizó el terror como medio y adoptó una fuente indiscutible de verdad, el Estado, destruyendo toda iniciativa individual o colectiva. Si la teoría de Marx y Engels consideraba el Estado como un medio temporal para que el proletariado acabara con sus adversarios, los bolcheviques otorgaron a ese axioma sociopolítico un carácter universal. Tal y como consideraban los anarquistas desde el principio, el Estado, da igual la forma que adopte, y el esfuerzo constructivo revolucionario se convierten en incompatibles.

La obra de Berkman cubre el periodo del comunismo militar y de la denominada NEP (nueva política económica, que no es sino la introducción del capitalismo en Rusia, una mezcla entre monopolio estatal y negocios privados). Entre 1919 y 1921, momento de la invasión extranjera, de la guerra civil y del bloqueo, los bolcheviques mantenían la promesa de que la política de terror y persecuciones cesaría después de ese periodo; eso explica el apoyo y la esperanza de gran parte del pueblo ruso y la cooperación por parte de la mayoría de los elementos revolucionarios. Después de aquellas amenazas, el régimen de terror se mantuvo y aumentó la insatisfacción en varias zonas del país; de ahí, por ejemplo, el levantamiento de los marineros, soldados y obreros de Kronstadt, finalmente aniquilado de manera cruenta por orden de Trotski. La dictadura comunista se mantuvo siempre con una represión extendida incluso a la propia cúspide del Partido, y, además, se acabó introduciendo el capitalismo; nunca pudo calificarse aquello de dictadura del proletariado, ya que los obreros estaban más esclavizados políticamente y explotados económicamente, según relata Berkman, que en cualquier otro país.

La represión de la vida cultural y social de un país produce depresión y estancamiento; el ser humano y la sociedad necesitan, al menos, cierto grado de libertad, de seguridad, de derecho a llevar a cabo iniciativas personales y de liberar sus energías creativas para el progreso económico y en todos los ámbitos de la vida. Berkman consideró que era imperativo denunciar el engaño, ya que los obreros occidentales podían caer en el mismo engaño que sus hermanos en Rusia.

El marxismo heterodoxo

Leyendo los textos de una figura marxista como Rosa Luxemburgo (1871-1919) se puede apreciar en qué medida se oponen al espíritu totalitario que caracterizó el comunismo nacido en la Revolución rusa de 1917. Una crítica lúcida al desarrollo del socialismo de Estado no puede limitarse a Stalin, como tantas veces se hace, sino comenzar con Lenin y Trotski. El militarismo prusiano asesinó de forma canalla, en la noche del 15 de enero de 1919, tanto a Luxemburgo como a su compañero Karl Liebknecht, dos destacadas figuras del movimiento socialista alemán de comienzos del siglo XX. Rosa Luxemburgo nació en 1871 en la región de Galitzia (entonces Imperio ruso), en el seno de una rica familia judía, y a los 18 años ya tiene que abandonar el país por su actividad revolucionaria. A partir de 1896, Alemania se convierte en el centro de su militancia; en 1905, participará en el intento revolucionario ruso de aquel año, por lo que estuvo cautiva en una fortaleza en Varsovia. Si militó durante cierto tiempo en el Partido Socialdemócrata Alemán, en 1914 se desengañaría por la traición cometida a la causa obrera y fundó el "Grupo Internacional", que se transformaría luego en la Liga Espartaquista y más tarde, a finales de 1918, en el Partido Comunista de Alemania.

Muchos han visto en Rosa Luxemburgo una figura, además de muy importante para el socialismo revolucionario, íntegra y exenta del autoritarismo de Lenin y otros marxistas. Tal y como se ha expresado, el comunismo deseado por esta mujer es la antítesis del desarrollado a nivel internacional a lo largo del siglo XX. Por un lado, Luxemburgo vivió en una época en que la socialdemocracia alemana estaba empezando a convertir la doctrina de Marx en un foco de revisionismo y reformismo; esta autora se distanció de esas corrientes oportunistas en infinidad de artículos, plasmados luego en la obra Reforma social o revolución. No obstante, en esos textos Luxemburgo hace gala de cierta ortodoxia marxista que redundaba en el sectarismo, lo cual le conducía a no reconocer otro socialismo que no fuera el de su maestro.

En ese momento, todavía se quiere ver la revolución proletaria como una necesidad dependiente de las condiciones económicas, tal y como formuló Marx en El capital; si más tarde reivindicará, de forma más lúcida, la lucha sindical y la espontaneidad obrera, en ese momento para ella son asuntos menores. Según esta visión, se subordinaba la clase trabajadora al partido, algo que Lenin luego llevaría hasta las últimas consecuencias; insistimos en que más tarde Luxemburgo se apartará de esta postura elitista.

La experiencia revolucionaria de 1905 le hará cambiar de opinión y redacta un año más tarde el folleto Huelga de masas, partido y sindicatos; ella misma reconocerá que su opinión sobre la huelga general se había convertido en obsoleta (recordemos que Engels ya trató de ridiculizar, en un panfleto contra Bakunin de 1873, la huelga general como método revolucionario). Luxemburgo reivindica ahora lo que ya estaba haciendo el sindicalismo revolucionario de influencia anarquista, en Francia y en general en los países latinos, desde finales del siglo XIX. No obstante, la autora sigue depositando en última instancia en el Partido Socialdemócrata los intereses del proletariado; a pesar de ello, existe una fuerte reivindicación del carácter popular y espontáneo de toda situación revolucionaria y una crítica a toda organización "desde arriba". En definitiva, Luxemburgo, en una fase de maduración de su pensamiento, concede a la masa trabajadora una gran capacidad creadora y revolucionaria, y de manera implícita se niegan algunas concepciones de Marx y Engels en cuestiones de estrategia y se realiza una crítica anticipada a la visión leninista de la revolución como una férrea disciplina organizada en el partido.

Ya en 1904, Luxemburgo criticaría el ultrancentrismo de Lenin, que consideraba animado por un espíritu policial, y le acusaba de introducir los esquemas conspirativos heredados de Blanqui en la socialdemocracia rusa; la autora hace ver aquí, ya de manera inequívoca, su repugnancia por la excesiva centralización y por la hegemonía de una élite profesional de revolucionarios. Con la revolución bolchequive, denunciará con fuerza el cesarismo impuesto por Lenin y Trotski a las masas rusas; los tres puntos básicos que criticó fueron la supresión de la democracia, la reforma agraria y el problema de las nacionalidades, por supuesto desde una óptica revolucionaria.

El programa de la Liga Espartaquista dirá lo siguiente: "El carácter de la sociedad socialista consiste en el hecho de que la masa obrera deja de ser un masa dirigida y se convierte en el propio protagonista de la vida político-económica, que pasa a dirigir ella misma en consciente y libre autodeterminación"; según este programa, el Estado en todos sus niveles es sustituido por los órganos de los trabajadores. Frente al centralismo y jerarquización bolcheviques, Luxemburgo aboga por una socialismo descentralizado, proletario y radicalmente horizontal; los puntos en común con el anarquismo son innegables, a pesar de que se manejan todavía ciertos conceptos marxistas discutibles. Otro aspecto loable de Luxemburgo es su rechazo del terror revolucionario, su desprecio absoluto del crimen como medio para alcanzar objetivos revolucionarios.

Rosa Luxemburgo es tal vez la primera figura revolucionaria, dentro del campo marxista, que puso en cuestión las tesis del maestro desde posiciones netamente socialistas y con intenciones científicas; así ocurre en la obra La acumulación del capital, escrita en 1912. La ortodoxia marxista recibió con hostilidad un libro que refutaba algunas de las tesis expuestas en El Capital; así, si Marx creía que el capitalismo estaba abocado una catástrofe final, por la imposibilidad del proletariado de absorber la producción, Luxemburgo piensa que la crisis se producirá porque las posibilidades de expansión y de explotación de las zonas subdesarrolladas serán cada vez menores y la lucha entre los países capitalistas irá a peor. Aunque las tesis de Luxemburgo, como es lógico, tengan que ser puestas al día, suponen un avance respecto a lo predicho por Marx y anticipan lúcidamente la expansión imperialista del capitalismo moderno. Dos años después de haberse escrito la obra de Luxemburgo, estallaba la Primera Guerra Mundial y se confirmaban algunas de sus tesis, la lucha de intereses de las grandes potencias europeas por las colonias y por los mercados.

La renuncia a la ortodoxia

Karl Korsch (1886-1961) fue un teórico del marxismo, que en sus últimos años abandonó toda ortodoxia y se mostró especialmente crítico en sus Diez tesis de 1950:

  • 1. Actualmente no tiene sentido preguntarse hasta qué punto las enseñanzas de Marx y Engels son teóricamente asumibles y prácticamente aplicables a nuestra época.
  • 2. Todos los intentos de restablecer íntegramente la doctrina marxista en su función original de teoría de la revolución social de la clase obrera son hoy utopías reaccionarias.
  • 3. A pesar de ser básicamente ambiguos, existen, sin embargo, importantes aspectos de la enseñanza marxista que, en su función cambiante y en su aplicación a diferentes situaciones, siguen teniendo hasta la fecha su eficacia.
  • 4. El primer paso que hay que dar para reiniciar una teoría y una práctica revolucionaria es romper con la pretensión del marxismo de monopolizar la iniciativa revolucionaria y la dirección teórica y práctica.
  • 5. Marx es hoy simplemente uno de los muchos precursores, fundadores y continuadores del movimiento socialista de la clase obrera. No menos importantes son los socialistas llamados utópicos, desde Tomás Moro a los actuales. No menos importantes son los grandes rivales de Marx, como Blanqui, y sus enemigos irreconciliables, como Proudhon y Bakunin. No menos importantes, en cuanto al resultado final, los desarrollos más recientes tales como el revisionismo alemán, el sindicalismo francés y el bolchevismo ruso.
  • 6. En el marxismo son particularmente críticos los puntos siguientes: a) haber estado prácticamente subordinado a las condiciones económicas y políticas poco desarrolladas de Alemania y de los demás países de la Europa central y oriental donde llegó a adquirir una importancia política; b) su adhesión incondicional a las formas políticas de la revolución burguesa; c) su aceptación incondicional de la situación económica avanzada de Inglaterra como modelo para el desarrollo futuro de todos los países y como condición objetiva preliminar de la transición al socialismo. A los que se añaden: d) las consecuencias de los intentos repetidos, desesperados y contradictorios del marxismo por escaparse de esos condicionantes.
  • 7. Resultado de esas circunstancias es lo siguiente: a) la sobrestimación de la importancia del Estado como instrumento decisivo de la revolución social; b) la identificación mística del desarrollo de la economía capitalista con la revolución social de la clase obrera; c) el ulterior desarrollo ambiguo de esta primera forma de la teoría marxiana de la revolución mediante el injerto artificial de una teoría de la revolución comunista en dos fases; esta teoría, dirigida en parte contra Blanqui y en parte contra Bakunin, escamotea del movimiento presente la emancipación real de la clase obrera y la difiere a un futuro indeterminado.
  • 8. Aquí se inserta el desarrollo leninista o bolchevique; y en esa forma nueva es como el marxismo fue transferido a Rusia y a Asia. Así el socialismo marxista se transformó de teoría revolucionaria en pura ideología que puede subordinarse y de hecho estuvo subordinada a objetivos diversos.
  • 9. Desde este punto de vista conviene juzgar con espíritu crítico las dos revoluciones rusas de 1917 y de 1928. Y desde este punto de vista hay que determinar las funciones diversas que el marxismo cumple actualmente en Asia y a escala mundial.
  • 10. El control de la producción por los trabajadores de sus propias vidas no podrá ser fruto de la ocupación de las posiciones abandonadas en el mercado internacional y en el mercado mundial por la competencia autodestructiva y supuestamente libre de los propietarios monopolistas de los medios de producción. Ese control no podrá resultar más que de la intervención concertada de todas las clases actualmente excluidas en una producción que, ya hoy, tiende en todos los sentidos a la regulación monopolista y planificada.


La obra de Korsch forma parte de una época de duras polémicas dentro del campo marxista por tratar de definir la "verdadera" teoría; este autor consideró que la teoría marxista se estaba "vulgarizando", su validez y precisión había que ponerlas ya en cuestión. Desde sus primeros escritos, obviamente alejándose ya de lo que era la praxis marxista, Korsch fundamenta su concepción del socialismo en el pleno control del objeto y proceso del trabajo por los propios trabajadores. Si en un primer momento, él mismo forma parte de ese intento junto a otros autores de "volver a Marx" para tratar de clarificar lo auténtico de sus tesis, al final de su vida considerará esa labor algo reaccionario. En su obra Marxismo y filosofía, a pesar de que existe todavía ese intento de encontrar el aspecto científico de la obra de Marx, hay ya un ataque frontal al leninismo y a la función del Partido Comunista como único portador de la "verdad". Korsch sitúa al marxismo en su contexto histórico, sería en primer lugar la expresión de una práctica histórica, por lo que le arrebata la pretensión de ser una "teoría acabada" de la que puede desprenderse una "verdad"; como vemos, es un ataque frontal contra esa pretensión absolutista de la praxis leninista, según la cual el partido es el portador de la conciencia de clase y de la teoría revolucionaria.

Resultan muy interesante las concepciones y críticas de Korsch, que al contrario que otros no acabó reculando ante los ataques ortodoxos y, como hemos dicho, caminó hacia una visión totalmente contraria a toda rigidez marxista. Korsch criticará el desarrollo centralista y estatista de la praxis marxista, recordando incluso que esa concepción es una herencia directa de la clase burguesa; del mismo modo, y recordando la gran influencia de Hegel en Marx, que luego recogerá Lenin, criticará la falta de fundamento de una verdadera revolución proletaria y el dejar el campo abonado para el jacobinismo y la burocracia. Puede hablarse de una denuncia de un dualismo en Marx: por un lado, existe la pretensión de tener una validez científica para cualquier tiempo y lugar, y por otro no deja de mostrarse como una concepción teórica dependiente del contexto histórico en que se elaboró. No obstante, hablamos de Kosch como un teórico marxista que trató de recuperar lo válido de la obra de Marx buscando una alternativa a la legitimación que se hizo a través de él del centralismo y la burocracia.

Korsch, en su visión heterodoxa, rechaza cualquier interpretación de Marx que redunde en cualquier forma de "determinismo económico" (como sí hace, por ejemplo, el socialdemócrata Karl Kautsky), en la subordinación de la acción revolucionaria a factores objetivos; así, apostará por un mayor protagonismo de la lucha de clases. De ese modo, se elude cualquier forma teleológica o "finalista" en la historia y en la sociedad, que evolucionaría según los cambios motivados por el desarrollo de la fuerzas productivas. Aquí también Korsch denuncia que se trata de una idea de progreso similar a la defendida por la burguesía para afirmarse en el capitalismo (y que recogerán Kautsky, Lenin y otros). Otro punto donde Korsch se muestra crítico es en la relación entre la teoría y la práctica, invirtiendo incluso la relación al considerar que ninguna teoría es una verdad acabada.

Insistiremos en que Korsch no parece en algunos momentos romper con el marxismo del todo, mostrando cierta ambigüedad en sus concepciones positivas extraídas del mismo; la parte más interesante de su obra, que considera al marxismo como una ideología más producto de una experiencia histórica, no parece llevarse hasta las últimas consecuencias y puede desprenderse de alguna de sus obras (es el caso de Karl Marx) una aceptación de la interpretación histórico-filosófica del marxismo, y con ello de cierta esencia positiva en el mismo. No obstante, con sus Diez tesis mencionadas antes, parece romper con esa visión: " El primer paso que hay que dar para reiniciar una teoría y una práctica revolucionaria es romper con la pretensión del marxismo de monopolizar la iniciativa revolucionaria y la dirección teórica y práctica". Tampoco puede comprenderse la obra de Korsch sin conocer su práctica militante comunista, con el feroz burocratismo emergente y con el desarrollo de una nueva e intolerable aristocracia obrera. Quedémonos con que, para entender la obra de Marx, hay que observar la teoría como resultado de una determinada práctica histórica, arrebatando así a los partidos comunistas la legitimación del centralismo y la burocracia que acabaron realizando.

La Escuela de Fráncfort

Dentro de estos textos dedicados al marxismo heterodoxo, merece una especial atención la Escuela de Fráncfort. Después de la Primera Guerra Mundial, y visto el gran interés en Alemania por el marxismo, se creó un instituto permanente de estudios llamado Institut für Sozialforschung, en 1922, con una base económica autónoma y ligazón con la Universidad de Fráncfort. En 1923, el primer director oficial fue Carl Gründbert, al que sucedería Max Horkheimer; los colaboradores serían Theodor W. Adorno, Erich Fromm, Walter Benjamin y Herbert Marcuse, entre otros. Tras la toma del poder por los nacionalsocialistas, el Instituto se cerró en 1933; muchos miembros y colaboradores se exiliaron y se establecieron ramas, primero en Ginebra, después en París y Londres, lo que permitió continuar algunos de los trabajos de investigación. Después de la Segunda Guerra Mundial, el Instituto se reabrió oficialmente en Alemania y los más destacados miembros regresaron a su país.

Se ha distinguido entre el Institut für Sozialforschung y la, propiamente dicha, Escuela de Fráncfort; esto se explica por las diversas vicisitudes por las que pasó el Instituto, las cuales han sido contadas en la obra del historiador Martin Jay. Además, hubo miembros y colaboradores del Instituto que no pueden adscribirse fácilmente a la Escuela de Fráncfort. Para especificar, hay que hablar de la Escuela de Fráncfort de Investigación Social (mejor, simplemente "Escuela de Fráncfort") y sus miembros son conocidos como los "francfortianos". No obstante, tampoco resulta tan sencillo identificar quiénes son miembros de la Escuela. Parece indudable que lo sean Horkheimer y Adorno, que además son miembros fundadores; también se ha etiquetado como francfortianos a Herbert Marcuse y Walter Benjamin, aunque no sea tampoco fácil identificar elementos ideológicos comunes entre todos ellos. Otro objeto de polémica es considerar francfortianos a autores pertenecientes a generaciones posteriores; por ejemplo, y utilizando un criterio muy amplio, Jürgen Habermas lo sería. Si buscamos un punto de partida y una orientación común, podemos considerar francfortianos a ciertos autores; concretando más, puede decirse que Habermas representa cierta "desviación" respecto a los postulados iniciales.
En cualquier caso, las diferencias entre los francfortianos se establece, en gran medida, por sus interpretaciones del marxismo; si Horkheimer y Adorno han sido calificado como "neomarxistas", algunos niegan que Habermas pertenezca a tradición alguna fundada en Marx. Otros factores para buscar diferencias entre los miembros de la Escuela está en la intensidad de sus preocupaciones filosóficas, en el menor o mayor acercamiento al psicoanálisis o en la escuela de pensamiento que hayan tenido en cuenta para llevar a cabo sus estudios. No obstante, pueden encontrarse ciertos aires "familiares" en los francfortianos, siendo el más evidente la adopción de la llamada teoría crítica (enfrentada a la teoría tradicional). Decir Escuela de Fráncfort y mencionar la teoría crítica es hablar prácticamente de la misma cosa.

La teoría tradicional, iniciada en Descartes y llegando hasta los positivistas lógicos, aspira a la objetividad y ha ido ligada en la modernidad a una sociedad dominada por las técnicas de producción industrial. El paso a otro tipo de teoría como la crítica no se produce solo en el terreno intelectual, sino que implica un cambio histórico y social. Si la teoría tradicional tiende a la abstracción, la nueva teoría es una manifestación del espíritu crítico; se insiste en un sujeto que es un individuo real relacionado con otros individuos, integrante de una clase y en conflicto con otras. La teoría critica representa una racionalidad con mayor horizonte que la tradicional, se fomenta el pensamiento constructivo frente a la mera verificación empírica. Tal y como la entiende los francfortianos, especialmente Horkheimer, la teoría crítica se establece en relación dialéctica con la teoría tradicional. Lo más importante es entender que la nueva teoría supone la no aceptación del statu quo y la expresión de un pensamiento y una actitud proyectados hacia la sociedad del porvenir; tal y como dice Horkheimer: "El futuro de la humanidad depende de la existencia actual de la actitud crítica, que por descontado contiene en ella elementos de teorías tradicionales y de nuestra cultura decadente en general".
Por lo tanto, la Escuela de Fráncfort huye de la simple especulación filosófica o sociológica, así como del empirismo positivista, e insiste en afrontar problemas concretos; es una apuesta por una crítica concreta, dominada por la teoría, pero un tipo de teoría que aspira a comprender sus propias limitaciones y a identificar las raíces históricas que la mueven. Los francfortianos se esforzaron en denunciar los procesos falsamente emancipadores, entre los que se encuentran el totalitarismo y el liberalismo, pero también algunas de las tendencias naturalistas del marxismo. El experto Martin Jay, incluso, acepta que los francfortianos suponen una revisión del marxismo, pero con un carácter tan sustancial, que resulta cuestionable catalogarlos como una de las diversa manifestaciones de la tradición marxista; la Escuela de Fráncfort, no pocas veces, se ha querido ver como influenciada por el anarquismo. En cualquier caso, si hablamos de dos generaciones de francfortianos, una primera (Horkheimer, Adorno, Marcuse) tendría en cuenta más la ortodoxia marxista en sus críticas; una segunda (Habermas y otros) tendría en cuenta igualmente la ortodoxia marxista, pero iría un paso más al añadir en sus crítica a la primera generación francfortiana.

Esa primera generación de francfortianos, recapitulando, confió durante un tiempo en que la crisis de valores producida por el capitalismo sería solventada, a un nivel histórico más avanzado, por una revolución proletaria. Se llegaría así al socialismo, donde las promesas hechas a la humanidad por el liberalismo se cumplirían definitivamente; se observa así, en plena línea con el marxismo, la revolución proletaria como una continuación y perfección de la revolución burguesa. De hecho, en los años 20, cuando se funda el Institut für Sozialforschung se cree firmemente en la transición del capitalismo al socialismo y se confía en el proletariado como sujeto y objeto de la historia; del mismo modo, el materialismo dialéctico sería la única teoría adecuada a la realidad social. Si estas ideas prevalecen, bajo distintas formas, en la teoría crítica, después de la victoria del nazismo, y con el exilio de los francfortianos, el escepticismo empezaría a influir inevitablemente. Después de la barbarie fascista, y en una sociedad capitalista dominada por el monopolio, por la publicidad embrutecedora y con total ausencia de pensamiento crítico, se produce cierto retorno en los francfortianos hacia el liberalismo de la Ilustración; se trata de recuperar una tradición que aspira verdaderamente a la libertad, la igualdad y la organización racional de la sociedad.

No es extraño que los francfortianos fueran especialmente sensibles a dos alternativas sociales: por un lado, a la integración del proletariado, que sería el encargado de llevar a cabo los valores humanistas que la burguesía ha traicionado; por otro, como individuos pertenecientes a la tradición liberal, son conscientes de la degradación del individuo y de su ética por parte de la economía monopolista de entreguerras (tanto por el fascismo como por el capitalismo final triunfante).

Las posibilidades de la liberación

Herbert Marcuse (1898-1979), al que ya hemos mencionado como perteneciente a la primera generación de la Escuela de Fráncfort, fue un autor con un temprano interés por el socialismo y, por ello, conducido a profundizar en el marxismo. No obstante, y como también se ha dicho, no es posible unificar el pensamiento de todos los francfortianos y Marcuse elaboró su propia y original teoría crítica. A partir del 1967, y especialmente después de los hechos de Mayo del 68, colocaron el nombre de Marcuse en primer plano y en los años siguientes abundaron los estudios sobre su obra y los debates en torno a ella. Uno de los aspecto a destacar del pensamiento de Marcuse es el vínculo que estableció entre Marx y Freud; los elementos que podían faltar en Marx de psicología social quiso encontrarlos en Freud. El objetivo es la liberación de las represiones de cualquier tipo, ya que la represión sexual es concomitante con la social; el dominio social, algo que no supo ver Freud, supone una serie de represiones suplementarias a tener en cuenta en la sociedad burguesa.

Marcuse criticará tanto la praxis marxista soviética, como la llamada "concepción unidimensional" del hombre en las sociedades industriales avanzadas. Estas son falaces, ya que por debajo de la faz de la abundancia, la libertad y la tolerancia esconden la verdadera realidad de una sociedad unidimensional. Es esta la vía más conocida del pensamiento de Marcuse; donde el marxismo ortodoxo falla estrepitosamente es en considerar que las clases oprimidas y explotadas combaten de forma necesaria por su liberación; muy al contrario, y como se ha demostrado con el paso de los años, esas masas son incorporadas de alguna forma al sistema. Si entendemos la naturaleza humana como "libertad" y "autorrealización del sujeto histórico", la misma se encuentra alienada por la dominación desplegada por la llamada "racionalidad tecnológica o instrumental". La conciencia revolucionaria sí puede surgir en algunos grupos, incluso en aquellos que no son objetivamente explotados, pero si comprenden que la tolerancia puede ser represiva. Por lo tanto, la "sociedad de consumo", el "Estado del bienestar" o la llamada "sociedad de la abundancia", son nuevas formas de producción de alienación y en una forma que se ignora a sí misma. Esa crítica a la abundancia, que es en realidad al despilfarro y a la sociedad tecnológica, en Marcuse no esconde ningún deseo regresivo hacia un pasado puro; lo que se preconiza es una liberación en la tecnología de la irracionalidad. La emancipación, para Marcuse, se produce difícilmente dentro del sistema, ya que es necesario situarse fuera de la llamada "sociedad de la tolerancia represiva"; no obstante, ello no le hizo caer en derrotismo alguno.

Marcuse, como ya se ha dicho, fue un severo crítico del llamado "socialismo real", así puede verse en su obra El marxismo soviético; ese sistema, con su feroz estajanovismo y con el llamado "realismo soviético", supuso una subordinación del ser humano al trabajo y a la máquina, un nuevo tipo de servidumbre y de dominación. Unos años después de la muerte de Marcuse, acaecida en 1979, todo el sistema soviético se vendría abajo y se integraría en la economía mundial del capitalismo; en las islas donde se pretende que pervive el comunismo, China, Cuba, Corea del Norte y Vietnam, se han integrado cultural y productivamente a la globalización neoliberal y para nada cuestionan el sistema de dominación industrial; finalmente, en los diversos partidos socialistas y comunistas puede decirse que nada queda de la teoría crítica de Marcuse y de la Escuela de Fráncfort. El pensamiento de Marcuse entra también en contradicción con las pretensiones científicas de Marx y Engels; es más, hablando de la posibilidad de un sistema socialista y de la transformación social, Marcuse contradice directamente a esos autores: el camino no va de la utopía a lo científico, sino a la inversa, se trata de un proyecto que es verdaderamente utópico cuando entra en contradicción con leyes científicas comprobadas y comprobables. Desde ese punto de vista, hay que poner en cuestión lo calificado como "irrealizable" en la historia, ya que un proceso revolucionario supone la superación de fuerzas y movimientos antitéticos.

La posibilidad de eliminar la pobreza y la miseria, así como del trabajo alienado, no debería discutirse desde hace ya décadas; si a día de hoy continúan existiendo se debe enteramente al sistema sociopolítico. Marcuse, contradiciendo también a Marx, considera que esa posibilidad de erradicar lo injusto supone más una ruptura que una continuidad con el sistema anterior. Las necesidades humanas se encuentran determinadas históricamente, por lo que también son modificadas del mismo modo; así, se reivindica una ruptura con la continuidad de las necesidades que llevan en su seno la represión. Marcuse pretende que las necesidades vitales humanas, consideradas como fuerza productiva social, supongan una transformación técnica total del mundo; en un mundo así transformado se hacen posibles nuevas situaciones humanas y nuevas relaciones entre los hombres. Es necesario eliminar los horrores de la industrialización y de las técnicas capitalistas, pero no para regresar a ninguna estadio romántico anterior al desarrollo tecnológico, sino precisamente para descubrir todo lo bueno que existe en la industrialización y en la técnica. Por lo tanto, el pensamiento de Marcuse supone una ruptura con la visión marxista del socialismo entendido como desarrollo de las fuerzas productivas, idea sobre la cual nació la falacia del "socialismo científico". De nuevo nos encontramos ante una visión que puede reivindicar rasgos de otros socialistas, etiquetados de forma despreciativa como "utópicos"; es el caso de Fourier y su visión del trabajo como un juego, algo que al parecer asustó al propio Marx. En un sistema libre y socialista el trabajo, incluso el trabajo socialmente necesario, puede estar organizado en armonía con las necesidades e inclinaciones instintivas de los hombres. La posibilidad de conquistar la utopía, según Marcuse, no es en absoluto utópica, sino negación histórico-social determinada de lo existente; ser consciente de las posibilidades de transformación y serlo al mismo tiempo de las fuerzas que la impiden.

Socialismo y humanismo

Fromm es un peculiar sintetizador de la obra de Freud y de Marx, sus análisis son a la vez existenciales, psicológicos y sociales. Una de los factores más presentes en sus obsesiones fue el autoritarismo; recordemos que en su influyente obra, demostró que existen varios mecanismos que inducen al hombre a huir de la libertad. Fromm considera que esa huída, en el ser humano, es una huída de sí mismo y una de las formas que adopta el "instinto de muerte" freudiano. En sus trabajos, en los que se ha querido ver una especie "psicoanálisis humanístico", se subrayan los aspectos sociales y morales de la práctica del psicoanálisis, en gran medida por considerar que la enfermedad mental presenta características sociales y morales. Dediquemos este texto a recordar la visión de Fromm sobre Marx y sobre la praxis marxista.

Hay que decir que el análisis de Fromm es antiautoritario, a pesar de que no insiste demasiado en la gran bifurcación del socialismo iniciado en el seno de la Primera Internacional y sí en los objetivos similares de todas las escuelas socialistas: emancipar al hombre del dominio y la explotación por parte de otros hombres, liberarlo del predomino de la esfera económica e instaurar una nueva relación del hombre en la sociedad y con la naturaleza. Considera que Marx y Engels, en un optimismo ingenuo, sobreestimaron los factores políticos y jurídicos y considera su tendencia a la centralización como una influencia de la clase media arraigada en el siglo XVIII. Otros autores consiguieron liberarse de esa influencia, como los socialistas utópicos Fourier y Owen, o como los anarquistas Proudhon y Kropotkin. Desgraciadamente, los errores del pensamiento de Marx adquirieron mayor revelancia en la praxis posterior, con mayor motivo por haber sido aceptados acríticamente, repetidos hasta la saciedad e incluso potenciados por gran parte del movimiento obrero europeo.

No obstante, hay que observar aspectos interesantes en el pensamiento de Marx y para ello utilizamos el original filtro de Fromm. En El capital, Marx considera el socialismo como una asociación en la que el libre desenvolvimiento de cada individuo será la condición básica para el desenvolvimiento de todos, el principio directivo de la sociedad será el pleno y libre desarrollo de cada uno. Ese objetivo lo denomina Marx la realización del naturalismo y del humanismo; sin ser ni un idealismo ni un materialismo, tiene lo auténtico de cada una de las dos escuelas. El pensador alemán consideró que se había producido una cosificación del hombre en el seno del capitalismo, sus energías físicas se habían convertido en mercancía. Es por eso que la clase trabajadora, la que más sufre la alienación inherente al modo capitalista de producción, debería ser la protagonista de la definitiva emancipación. Para que el hombre se convierta en un participante activo y responsable dentro del proceso social y económico, es condición necesaria la socialización de los medios de producción. Si Rousseau pensaba que había que cambiar la naturaleza del hombre, quitarle sus fuerzas para otorgarle otras nuevas de carácter social, Marx consideró que cuando el hombre haya reconocido y organizado sus propias fuerzas como fuerzas sociales logrará la emancipación sin fundar el poder político. Vemos que se trata de una visión que firmaría cualquier anarquista, aunque las polémicas con Proudhon y Bakunin ya anunciaban que las formas para conseguir ese fin emancipatorio eran muy diferentes. El tiempo daría la razón a los anarquistas y la praxis marxista se bloquearía en sistemas totalitarios sin que se produje ninguna evolución hacia nuevas formas sociales.

El objetivo es que no existan "empleados" en la sociedad; cuando ello se consiga, se transformarán la naturaleza y el carácter del proceso de trabajo del individuo. El trabajo pasará de ser una tarea sin sentido a una expresión significativa de las potencialidades humanas. Marx, junto a todos los socialistas, desea que el trabajo se convierta en algo atractivo para el hombre y se ajuste a sus necesidades y deseos. Es por ello que sugiere que se combata la excesiva especialización, el hombre podrá ocuparse de dispares tareas según su capacidad e interés. Aunque Marx insistió en sus escritos en la transformación económica de la sociedad, para la consecución de la emancipación de los hombres, Fromm quiere subrayar que la actividad económica es solo un medio y no un fin en sí misma. El autor de El capital denominó como "comunismo vulgar" aquel que concede importancia exclusiva a la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, ya que ello no supondría cambiar la cualidad del trabajo, sino extenderlo a todos los seres humanos. Se critica aquí una sociedad comunista que niegue la personalidad del hombre, se pide una extensión de la emancipación a terrenos más allá de la mera propiedad material, una vez conseguida ésta. Es algo en lo que el socialismo anarquista insistirá, ocupándose siempre de raíz de la liberación en los diversos ámbitos humanos. Más ambigüedad y contradicción se puede encontrar en los escritos de Marx y Engels sobre el Estado, aunque afirmaran que la finalidad no era solo una sociedad sin clases, también sin poder político. Lo que sí parece claro es que Marx era partidario de la descentralización y del fin del Estado después, y solo después, de que la clase obrera hubiera tomado el poder político para transformar el Estado. Aunque alguna postura a favor de la descentralización parece formar parte de sus opiniones y teorías, el dogmatismo e intolerancia de Marx en la Primera Internacional contra todo el que discrepara de su teoría central, fue casi con seguridad el germen para las interpretaciones leninistas y el trágico desarrollo del socialismo en Rusia.

Resulta interesantísimo, y primordial para la teoría política moderna, la lectura que realiza Fromm de esas contradicciones de Marx. Por una parte Marx, en consonancia con el resto de los socialistas, está convencido de que la emancipación del hombre no es una mera cuestión política, sino también económica y social. No había que buscar la libertad en un simple cambio de Estado, sino en la transformación económica y social de toda la sociedad. Por otra parte, a pesar de sus teorías, Marx y Engels no dejaban de estar condicionados por la visión tradicional del predominio de la esfera política sobre la socioeconómica, por lo que no pudieron liberarse de esa idea antigua que da importancia al Estado y al poder político. Esa primordial importancia del mero cambio político es característica de la clase media y propulsó las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII. Es por eso que Fromm señala que Marx y Engels tenían una visión mucho más burguesa que hombres como Proudhon, Bakunin o Kropotkin y que resulta paradójico que el desenvolvimiento leninista del socialismo supusiera una regresión a los conceptos burgueses del Estado y del poder político. De igual manera, considera Fromm que la idea de la revolución política no es específicamente marxista ni socialista, es también la idea tradicional de la burguesía para alcanzar la libertad derrocando a la monarquía. Por lo tanto, la supervaloración del poder político y de la fuerza era una herencia del pasado, y Marx no supo librarse de ellas en la nueva concepción socialista.

El materialismo histórico es, probablemente, la mayor contribución de Marx a la historia de las ideas. La premisa fundamental es que el hombre, antes de poder dedicarse a cualquier otra actividad cultural, debe primero asegurarse los medios para su subsistencia física. Las condiciones materiales del hombre determinan su modo de producción y consumo, y éste, a su vez, determina la organización socio-política, su modo de vivir, de pensar y de sentir. La importancia que Marx da a la cuestión económica no tiene una base subjetiva ni psicológica (el deseo de lucro, propio del capitalismo), sino que es un concepto sociológico en el cual el desenvolvimiento económico es la condición objetiva para el desenvolvimiento cultural. La gran crítica al capitalismo es que había mutilado al hombre por intereses económicos y la nueva sociedad supondría una liberación gracias a una organización económica más racional y productiva. Considera Fromm que el materialismo histórico hubiera sido una teoría aún más fecunda, si los herederos de Marx no la hubieran bloqueado con su dogmatismo. El primer punto sería reconocer que Marx y Engels solo establecieron el punto de partida al descubrir la correlación entre el desenvolvimiento de la economía y de la cultura. Fromm considera que subestimaron la complejidad de las pasiones humanas, ya que la naturaleza del hombre tiene sus necesidades y leyes propias, en constante interacción con las condiciones económicas que determinan el desarrollo histórico. Si el hombre es influido por la organización social y económica, él a su vez influye sobre ella. Es un margen para la subjetividad y la acción transformadora, con la que simpatizan plenamente los libertarios. Fromm rechaza una visión excesivamente ingenua sobre la naturaleza bondadosa del ser humano, considera que ha desarrollado una serie de necesidades y satisfacciones irracionales desarrolladas durante demasiado tiempo. Junto a la simple liberación de cadenas, debe también desembarazarse de esas fuerzas irracionales, de todo ansia de poder y destructividad, de ese "miedo a la libertad" al que aludíamos al comienzo de este texto.

La subestimación de Marx a las pasiones humanas se resume en tres aspectos erróneos: el olvido del factor moral en el hombre, la revolución no puede ser meramente económica, también requiere una orientación moral nueva; el segundo error fue su excesivo optimismo sobre el advenimiento del socialismo, su inmediatez, olvidando las advertencias de Proudhon y Bakunin sobre el peligro de monstruosas guerras y nuevas formas de autoritarismo; el tercer error, según Fromm, es el considerar que solo era necesaria la socialización de los medios de producción para transformar la sociedad, en esa línea demasiado simplista y optimista. Freud, después de la Primera Guerra Mundial, se percató de esas fuerzas destructoras e irracionales tan fuertes como sus contrarias, algo que Marx no pudo comprender. Otra gran crítica a Marx es no haber tampoco comprendido que lo verdaderamente revolucionario es cambiar las condiciones del trabajo, ya que para el ser humano resulta igual si la empresa es propiedad del Estado (por mucho que se presente con el subterfugio de la socialización), de una burocracia gubernamental o de una burocracia privada. La Rusia soviética tal vez demostró durante algún tiempo que una economía "socialista" puede ser eficaz, pero de ningún modo creó un espíritu de igualdad y cooperación, ya que la supuesta propiedad de los medios de producción "por el pueblo" enmascaraba una burocracia industrial, militar y política.

La conquista de la autonomía

Cornelius Castoriadis (1922-1997), que desempeñó en la Segunda Guerra Mundial un papel activo en la resistencia griega contra el Ejército alemán, quedará marcado por los acontecimientos posteriores al conflicto bélico: la Guerra Fría, el estalinismo, las guerras coloniales en Francia (Indochina, primero, y después Argelia), la desobediencia civil, las revueltas del 68… Si Castoriadis fue en sus inicios un marxista de pro, evolucionará hacia una crítica furibunda del mismo. Puede afirmarse sin duda que Castoriadis tenía un conocimiento exhaustivo, tanto de la filosofía antigua, como del desarrollo del pensamiento en Occidente; era también un sociólogo con un profundo análisis de las sociedades capitalistas y burocráticas, que elaboró una nueva comprensión del hecho social, además de economista, psicoanalista, historiador, científico y politólogo. No se trata de un autor fácilmente encasillable a nivel académico, y lo explica en parte que tenía una edad madura cuando se adentra en los círculos intelectuales de carácter oficial. El pensamiento de Castoriadis, tal como dice Tomás Ibáñez en Contra la dominación, es complejo; Edgar Morin llegó a definirlo como un auténtico "titán del pensamiento".

La trayectoria y compromiso político de Castoriadis, en cualquier caso, resulta desligable de su forma de pensar; sería un militante revolucionario convencido, profundamente crítico con la sociedad capitalista y deseoso de una transformación radical del mundo contemporáneo. A partir de ese compromiso político, desarrolla su concepto de autonomía y acabará rompiendo, de manera radical (aunque existe controversia con eso), con el marxismo. Si militó primero en el Partido Comunista Griego, y después en el Partido Comunista Internacionalista (trotskista), en 1948 llega ya a la conclusión de que la Unión Soviética no es "un Estado obrero degenerado" (tal y como dijo Trotski), sino una nueva variedad de capitalismo de Estado, burocrático y totalitario. En 1949, definiéndose aún como marxista revolucionario (antiestalinista), funda un nuevo grupo político en torno a la revista Socialismo o Barbarie. Sus intenciones serán fomentar una organización revolucionaria y el desarrollo de un movimiento obrero, con especial atención a las experiencias consejistas, profundizar en el análisis marxista de las sociedades contemporáneas (tanto del capitalismo occidental, como del capitalista-burocrático del Este) y ahondar igualmente en la propia teoría proveniente de Marx. Socialismo o Barbarie está considerada como una revista mítica, a pesar de su escasa difusión y poca incidencia en el momento, con lúcidos análisis vistos posteriormente como acertados, que se publicará hasta 1965; el grupo político se romperá un año después; quedaba muy poco para los hechos del Mayo del 68.

En el marco y los análisis promovidos por Socialismo o Barbarie es donde desarrollará Castoriadis su concepto de autonomía y su ruptura, radical o no, con el marxismo. Naturalmente, su abandono del marxismo no hace que su pensamiento haga un giro hacia lo reaccionario; muy al contrario, se trata de una profundización en su condición de revolucionario, en el compromiso indudable con la transformación de la sociedad. Parece obvio que la crítica de Castoriadis coincide con la realizada siempre por los anarquistas: los movimientos revolucionarios pierden su condición cuando delegan en la burocracia y en los dirigentes de los partidos, y la autogestión de la economía en manos de los obreros desaparece al confiar en una élite de especialistas. Naturalmente, autoorganización, autogestión, y de forma más general la autonomía, son inherentes a cualquier proyecto revolucionario. La autonomía consiste en la capacidad a decidir por sí mismos, por otorgarse sus propias normas; el cómo llevarla a cabo será la cuestión sobre la que pivote todo el pensamiento de Castoriadis.

La conclusión a la que llega el filósofo griego es que heteronomía es la regla a nivel sociológico e histórico. La eficacia y cohesión de las sociedades se sustentan en el supuesto de que las normas tienen un origen externo, ya sea la naturaleza, los dioses, los mitos, la tradición o, de manera contemporánea, las leyes históricas o economicistas. No obstante, Castoriadis considera que las sociedades son, obviamente, autónomas, aunque algo hace que no se perciban como tales. No existe instancia exterior que le dicte sus normas ni nivel tracendente que regule su funcionamiento. Sin embargo, la sociedad oculta a sus miembros su naturaleza histórica y autoinstituyente, aparece como algo ya dado y determinado, sin que los integrantes puedan decidir ni cuestionar unas normas que, aparentemente, no tienen su origen en la propia sociedad.

Castoriadis considera que hay dos rupturas históricas de esta apariencia: en la Antigua Grecia, donde se neutraliza ese periodo de ocultación y se crea un nuevo modo de ser de la sociedad (se cuestiona la tradición y se debate sobre la conveniencia o no de las normas, se inventa en suma la política), y siglos más tarde en la Europa Occidental. Si se considera lo político como originado e instituido en la propia sociedad, existe la posibilidad de enjuiciarlo y de transformarlo. No existe ningún tipo de trascendencia en lo social, es el propio ser humano el que instituye la sociedad, por lo que él mismo puede activar un nuevo proceso instituyente. Castoriadis caracteriza su pensamiento por un antitrascendentalismo, un antiesencialismo y un antideterminismo, como la única posibilidad de asegurar la autonomía. Por otra parte, la autonomía es un hecho, histórica y sociológicamente comprobable, por lo que no puede existir duda de la validez de esos principios. En el campo filosófico (ontológico), Castoriadis también insistirá en la autonomía, lo cual supone una ruptura con la concepción clásica del ser (la cual supone la predeterminación), ya que en ella no cabía un tipo de ser capaz de decidir sobre su modo de ser y tampoco el acto creativo (en sentido fuerte).

Como hemos dicho, Castoriadis fue en principio un convencido marxista y militante revolucionario, seguro de que si era lo segundo debía ser lo primero. Pero su ruptura con el marxismo se producirá precisamente al considerar que las ideas de Marx eran contraproducentes para la revolución. Será a partir de esa crítica del marxismo como se desarrollará su reflexión sobre la autonomía. En un principio, el grupo político Socialismo o Barbarie hizo una crítica del sistema soviético considerándolo una práctica desvirtuada del marxismo, un mal uso no revolucionario de una doctrina que sí lo era. Más tarde, las críticas se extenderán a los aspectos cuestionables dentro del propio marxismo. En una tercera y última etapa, momento no compartido por todo el grupo (lo que supondrá su disolución final), puede decirse que hay ya una crítica radical del marxismo, tanto en la práctica como en sus puntos de vista teóricos. Es éste el momento en el que se considera que Castoriadis abandona su actividad militante para entregarse a "repensar en profundidad el proyecto revolucionario". No obstante, esta intensa actividad intelectual no supondrá que no colabore con diversos movimientos revolucionarios; por ejemplo, fue invitado por la CNT en la Transición a impartir una conferencia en Barcelona.

La crítica de Castoriadis al marxismo será articulada en tres puntos. Desde el punto de vista económico, se considerará que la teoría de Marx puede ser falsa al no haberse cumplido sus predicciones en cuanto al desarrollo del capitalismo; el supuesto cientificismo de la teoría de Marx desemboca en un modelo mecanicista solo válido si se elimina la incidencia de la mano humana (obviamente, no predecible). Desde un punto de vista histórico y político, el marxismo ya no será válido para comprender ni transformar la historia en el presente; ello es porque se ha transformado en una ideología, precisamente en el sentido que le daba Marx, "un conjunto de ideas que se aplica a la realidad no para dilucidarla y transformarla, sino para oscurecerla y justificarla en el imaginario" (para mantener y reforzar el statu quo). Finalmente, desde el punto de vista filosófico, se criticará en la teoría marxista el peso desmesurado de la economía, y del desarrollo de la fuerzas productivas, en detrimento del resto de las relaciones sociales. En este campo último, se hará la crítica más furibunda, al basarse Marx en una supuesta naturaleza humana esencialista e inalterable y en un credo de base determinista (que tiene su origen en Hegel). Resulta inaceptable una doctrina que niega la posibilidad del ejercicio de autonomía e impide pensar la historia como campo de creación.

La preocupación política motiva y activa el pensamiento de Castoriadis. Su intención revolucionaria le llevará a considerar el concepto de autonomía como deseable, tanto a nivel individual como social. El ser autónomo será capaz de darse a sí mismo, reflexivamente, sus propias leyes de existencia y de decidir su modo de ser, capaz de modificar las leyes que determinan su propia existencia si ello es preciso. La autonomía solo podrá constituirse mediante la práctica, y Castoriadis se volcará en preservar los gérmenes que se han ido fraguando en determinadas sociedades durante la historia y en provocar el deseo de autonomía en el mayor número de personas. Trabajará fundamentalmente en el campo de la filosofía occidental, así como en la sociología y en la psicología, para elaborar una historia crítica del pensamiento que sea capaz de otorgar a nuestro propio pensamiento la posibilidad de pensar de otra forma.

Para sostener el concepto de autonomía en el plano del pensamiento, aparecen varios obstáculos. El mismo concepto de autonomía implica dos operaciones aparentemente antitéticas según los dictados del pensamiento heredado: la creación y la autodeterminación. La autonomía supone la creación de algo que no es deducible a partir de las condiciones antecedentes (algo que no existe previamente, lo cual no consiste en crear "con nada" ni "desde nada"). La autodeterminación, por otra parte, parece consistir en la posibilidad de una operación a partir de una determinación previa (ya establecida "desde siempre"). El pensamiento instituido considerará inaceptable tanto la creación de algo sin existencia previa, como el presupuesto de no determinación, por lo que tampoco tendrá cabida el concepto mismo de autonomía. En definitiva, Castoriadis combatirá el pensamiento instituido y para ello se verá obligado a repensarlo.

Parecería casi innecesario hablar, a estas alturas de la película, del pensamiento de Karl Marx.

Sin embargo, su tremenda importancia en la sociedad contemporánea, al menos en Occidente, obliga a recordar sin simplezas ni distorsiones, para bien y para mal, el legado de un autor (ahora que se cumplen 130 años de su muerte) y las vinculaciones, reales o no, de su obra con ciertos regímenes políticos. Precisamente, la realidad totalitaria, la falta de libertad y el fracaso económico que supuso esa (supuesta) praxis marxista nos ayuda a encontrar alternativas a un capitalismo mutable en sus numerosos daños desde un socialismo en el que predomine la libertad, la ética y la voluntad humana. Estos rasgos deseables para un socialismo parecen para muchas personas incompatibles con un sistema superador del liberalismo capitalista; la respuesta pasa con seguridad porque gran parte del imaginario colectivo, consciente de que la respuesta no está ni en el fortalecimiento del estatismo ni en la negación de libertades primordiales para la acción y el pensamiento del ser humano, vincula cualquier forma socialista con esa práctica totalitaria. Trataremos de apuntar que, no solo es así, sino que la evolución del anarquismo, desde aquellos primeros enfrentamientos entre centralistas y federalistas, ha evolucionado aún más hacia posiciones de superación del liberalismo y del socialismo estatista.

Apuntes biográficos e intelectuales de Marx

Karl Marx, que nació en 1818 en Tréveris, antigua provincia del Rin, fue tempranamente influido por algún profesor discípulo de Hegel. Precisamente, conoció a fondo el sistema hegeliano y frecuentó en su juventud el llamado círculo de "hegelianos de izquierda"; no obstante, su relación con la filosofía de Hegel puede calificarse de ambigua a pesar de la notable influencia que ejercería sobre sus concepciones posteriores. También tempranamente, se empapó de diversos autores socialistas, la mayoría de nacionalidad francesa, como Fourier, Leroux o el propio Proudhon; estos pensadores, más tarde, serían calificados como "utópicos" para tratar de confirmar que el verdadero socialismo "científico" era el propugnado por Marx y Engels. También conoció Marx el pensamiento de Feuerbach, por el que se entusiasmó en un primer momento. Trasladado a París, en 1844 conocería a Engels, con el que le uniría una estrecha amistad durante toda su vida, y a revolucionarios como Blanqui y Bakunin. Es en este contexto parisino donde comienzan sus agrias polémicas con Proudhon y con sus antiguos amigos de la "izquierda hegeliana". Será expulsado de París, a petición del gobierno prusiano, debido a sus colaboraciones en el diario Vorwärts y en 1845 se marcharía a Bruselas.
En 1847, fundó con Engels la Liga (Bund) de los comunistas, cuyo programa quedaría plasmado en el Manifiesto del Partido Comunista en 1848. Será en Londres, donde permanecería el resto de su vida desde 1849 y allí escribiría sus más importantes obras teóricas al mismo tiempo que luchaba contra la miseria, mantenía vínculos con las organizaciones revolucionarias y daba impulso a la constitución de la Primera Internacional.

Como hemos dicho, la influencia de Hegel en Marx es notable, aunque hay que tener presente también la de otros autores, como Feuerbach o Saint-Simon, y la de economistas como Ricardo, Adam Smith o Quesnay. De forma general, se suelen mencionar tres principales fuentes para el pensamiento de Marx: Hegel, los socialistas "utópicos", al mismo tiempo que los economistas mencionados y, particularmente, el desarrollo de la economía inglesa; no obstante, hay que hablar de diversas influencias y experiencias en Marx para dar lugar a un sistema positivo propio. Diversos autores han defendido la tesis de que hubo "dos Marx"; así, su pensamiento se dividiría en dos periodos, que estarían caracterizados principalmente por los Manuscritos económico-filosóficos (1844) y por El capital (1876). La primera etapa mostraría a un Marx filósofo, según algunos intérpretes incluido en una especie de tradición hegeliano-existencial; el Marx posterior, dejando al margen toda moral e ideología, se afanaría en consagrar su obra a la edificación de una ciencia. Para otros autores, contemplando el conjunto de la obra de Marx, sí existe una continuidad en su pensamiento; la dificultad para interpretar tal cosa, así como la contraria o incluso la posibilidad de un proceso de maduración en el autor que culmine en el "Marx científico", es notable.

¿Qué es el marxismo?

Puede hablarse de tres forma de entender el marxismo: 1) el propio pensamiento de Marx, tomado en su conjunto, bajo el aspecto de una evolución total o atendiendo principalmente a alguna de sus etapas; así, ese pensamiento incluiría un método, una serie de supuestos, un conjunto de ideas de distinta índole y multitud de reglas de aplicación, tanto teóricas como prácticas; 2) un grupo de doctrinas, filosóficas, sociales, económicas y políticas, fundadas en una forma de interpretación del marxismo y tendiendo a sus sistematización; Engels dio forma definida a este grupo de doctrinas, para luego ser transformado por Lenin y dar lugar al llamado "marxismo ortodoxo"; 3) por último, existen una muy variada serie de interpretaciones originadas en diversas épocas y formadas según distintas tradiciones, temperamentos o circunstancias históricas (ejemplos pueden ser las interpretaciones alejadas del "marxismo ortodoxo", el llamado "marxismo occidental", el maoísmo, algunos intentos de reavivar el marxismo retornando a las fuentes…). De un modo más general, se ha llamado marxismo también a los métodos, doctrinas e ideales políticos adoptados en diversos países en el momento de la lucha contra el imperialismo y el colonialismo. Como ya se ha insistido en muchas ocasiones, la apelación al marxismo se produjo de manera tan indiscriminada, que a menudo parecía perder su significado. En cualquier caso, puede hablarse de elementos comunes a toda interpretación de Marx, como es el caso de las doctrinas del materialismo histórico y del materialismo dialéctico.

Materialismo dialéctico, materialismo histórico

Parece ser que la expresión "materialismo dialéctico" fue acuñada por Plejanov (abreviada con el termino Diamat); aunque este concepto es habitual relacionarlo con el marxismo, algunos expertos aseguran que las diferentes variedades del marxismo hacen esa identificación poco afortunada. A pesar de ello, hay que recordar varias cosas de Marx: que fue un materialista opuesto al materialismo mecanicista; que en su pensamiento hay una fuerte impronta dialéctica, y que acabó confirmando una de las leyes dialécticas, el paso de la cantidad a la cualidad, según el modelo de la Lógica de Hegel. Según Ferrater Mora, en su Diccionario de filosofía, Marx es identificable con el "materialismo histórico", noción que veremos más adelante.

La formulación del materialismo dialéctico se encuentra en Engels, siempre en la línea de Marx y tratando de aportar y completar su pensamiento, la cual se incorporó al "marxismo ortodoxo" y a la denominada "filosofía soviética". No obstante, hay que aclarar que es posible sostener el materialismo dialéctico fuera de la ortodoxía marxista, bien para apartarse del marxismo-leninismo o para hacerlo de la razón analítica y positiva (en otras palabras, dejando a un lado la causalidad y primando la dialéctica). Las intenciones de Engels fueron apoyarse en Hegel para dar lugar a una "filosofía de la naturaleza" que superara el materialismo mecanicista, tan propio de las interpretaciones filosóficas de la ciencia en el siglo XIX. El modelo mecánico sería demasiado superficial para Engels, no tiene en cuenta el nuevo desarrollo científico (como el de la evolución de las especies), y tampoco el carácter práctico del conocimiento y la cuestión de que las ciencias están vinculadas a las condiciones sociales y al hecho posible de revolucionar la sociedad. Si el materialismo mecanicista se basa en la idea de que el mundo está compuesto de cosas, de partículas materiales combinadas entre sí de un modo inerte, el materialismo dialéctico dice que los fenómenos materiales son procesos. Hegel diría que esos procesos naturales son manifestaciones del "Espíritu", pero lo que se coloca ahora en la misma base de esos procesos es la materia en cuanto que se desarrolla dialécticamente. Son tres las grandes leyes dialécticas de la naturaleza: ley del paso de la cantidad a la cualidad, ley de la interpenetración de los contrarios (u opuestos) y ley de la negación de la negación (según la cual, un germen da lugar a una flor, la cual acaba muriendo y produciendo otro germen que florecerá). Para Engels, negar que existen contradicciones en la naturaleza es caer en la "metafísica", el movimiento mismo supone estar lleno de contradicciones y los cambios no pueden explicarse sin esa lucha entre opuestos. El carácter de lucha y oposición de contrarios es universal, se manifiesta tanto en la sociedad y en la naturaleza como en la matemática.

Después de Engels, otros autores sostuvieron el materialismo dialéctico modificándolo de alguna manera. Lenin, iniciador del marxismo-leninismo, insistirá menos en el concepto de "materia" como realidad sometida a cambios según los procesos dialécticos. La posición del ruso supone huir del idealismo y del fenomenismo, defendiendo para ello un realismo materialista, aunque insistiendo en el aspecto dialéctico. Lenin equiparará la realidad material con el mundo real "externo" reflejado por la conciencia, la cual copia este mundo mediante las percepciones; éstas, serán una especie de "reflejos" de la realidad material misma, lo cual no quiere decir que las percepciones describan el mundo físico tal como es. El verdadero conocimiento es el conocimiento científico, y la percepción no es incompatible con ese conocimiento. Según el ruso, el materialismo dialéctico, así como la epistemología realista y científica propia de él, constituye la doctrina para la lucha a favor del comunismo; si se puede equiparar con una ideología el materialismo dialéctico, será la "teoría verdadera" que dará lugar a una sociedad sin clases.

En cuanto al materialismo histórico (Hismat, de nuevo según Plejanov), sí puede considerarse característico del pensamiento de Marx. Según no poco autores, es posible sostener el materialismo histórico sin apoyarse en el dialéctico. En cambio, a la inversa resulta francamente difícil. Tampoco parece fácil dejar al margen a Engels de la elaboración del materialismo histórico, aunque habitualmente se vincule con Marx y con el marxismo. Una de las ideas principales es la de transformar el mundo material por medio del trabajo. En la sociedad capitalista, el trabajador enajena su trabajo al convertirse en un producto de compra y venta. La causa de ello está en los modos y relaciones de producción, y entender esto supone hacerlo también de la formación de las sociedades. La historia de los hombres, como historia de las sociedades, se entiende entonces tomando como base el mundo material y lo que realizan los seres humanos con él; los cambios en las condiciones materiales de existencia son, así, el fundamento de los cambios sociales e históricos. El resto de actividades humanas y sus consecuencias (Estados, leyes, cultura...) se hallan subordinados a los modos de producción. La verdadera preocupación de Marx está, no tanto en la naturaleza humana (que sería una abstracción), sino en lo que ésta hace con el mundo (realidad concreta, que cambia y evoluciona). Se trata de comprender los mecanismos de la formación de las sociedades y los cambios que se operan en ellas, los cuales son de naturaleza dialéctica al producirse en las sociedades conflictos que se resuelven gracias a transformaciones en la estructura. Se trata de una dialéctica "real" que permite comprender que en la historia, al producirse la "lucha de clases", existen negaciones de una clase por otra. Una clase dominante, impulsora de los modos de producción, cae víctima de una serie de tensiones y contradicciones intrínsecas, cediendo su lugar a una clase desposeída que asume el mando de los modos de producción.

En cualquier caso, puede decirse que esta situación no se produce de manera mecánica ni, totalmente, gracias a unas condiciones objetivas. Es necesaria la voluntad humana, la actividad revolucionaria de la clase desposeída para acabar con los privilegios de clase; en caso contrario, la historia parece estancarse. Una de las cosas criticables en Marx, es la subordinación que realiza de la acción humana a unas determinadas condiciones objetivas, para él las relaciones de producción se definen de manera independiente a la voluntad del hombre. Para el marxismo, "el modo de producción en la vida material determina el carácter general de los procesos sociales, políticos y espirituales de la vida". Ello ha supuesto que numerosos autores afirmen que, según el materialismo histórico, la economía constituya la base de la historia y de todas sus estructuras.

No obstante, no hay una subordinación de todos los sectores sociales a uno solo, lo que ocurre es que en todas la actividades humanas están presentes los modos y relaciones de producción material. El materialismo histórico trata de proporcionar una explicación concreta de la formas básicas de las estructuras sociales humanas, y de las condiciones y leyes que rigen sus cambios en el curso de la historia. A pesar de que Bakunin (padre del anarquismo moderno, con permiso de Proudhon) adoptó, en gran medida, la concepción materialista de la historia y aunque el objetivo para el anarquismo es también una sociedad sin clases (una de las características obvias de una sociedad antiautoritaria), la visión ácrata se aparta inevitablemente, casi desde su origen, de Marx y sus herederos. No hablamos esta vez de diferentes medios sociales y políticos para lograr un fin, la simple idea de una voluntad subordinada y víctima de unas leyes de la historia resulta, o debería resultar, odiosa a un espíritu libertario. La lucha de clases está en gran medida asumida, no solo por las ideas anarquistas, pero el enriquecimiento de éstas se produce con factores que corresponden al plano de la actividad humana: el apoyo mutuo como importante factor evolutivo, la solidaridad como indispensable presencia social, la libertad como muestra de dignidad humana... El deseo de acabar con toda institución coercitiva, que obstaculice el desenvolvimiento de una sociedad libre, hace que no puedan verse unas simples condiciones objetivas (aunque la idea antiautoritaria constituye, en sí misma, un atractivo motor de evolución social), se entiende que la libre experimentación en las relaciones económicas es uno de los factores importantes para los objetivos. Para el anarquismo, en nuestra opinión, es la acción humana frente a toda resistencia autoritaria un elemento indispensable para el cambio social.

Marx y los anarquistas

El anarquismo, aunque tenga una extensa prehistoria, nace en la primera mitad del siglo XIX; por lo tanto, al igual que el marxismo, es consecuencia de la Revolución francesa, del triunfo de la burguesía, de la formación de la clase obrera y del desarrollo del capitalismo industrial. Por muchos precedentes que podamos señalar, no podemos hablar de anarquismo explícito antes de Proudhon; dejaremos para más adelante, la primera y significativa controversia que tuvo este autor con Marx. Como primer hecho diferencial, evidente, con las ideas de Marx, hay que hablar de una concepción materialista y evolucionista de la historia y del universo mucho menos rígidas en el caso del anarquismo. Aunque los primeros anarquistas, como Bakunin y Kropotkin, sí poseen esa visión materialista y la vinculan con las ideas ácratas, importantes figuras posteriores vendrán a matizar la cuestión y negarán especialmente cualquier forma de determinismo en la historia y en la posible construcción de una sociedad libertaria. Es más, el acusado cientifismo que se da en las ideas marxistas, como fuente de conocimientos incontrovertibles, un paradigma que puede extenderse a la civilización occidental en el siglo XIX, es también objeto de crítica, especialmente en el anarquismo desarrollado en el siglo XX; podemos mencionar a dos figuras importantes, como ejemplo de dicha crítica, como son Malatesta y Landauer.

El sujeto revolucionario dentro del marxismo es el obrero industrial, aquellos que han abrazado las ideas de Marx se encontraron entre las capas medias y altas de la clase trabajadora. Marx y sus seguidores se esforzaron a menudo en presentar al anarquismo como una ideología pequeño-burguesa; otros marxistas más lúcidos, y con miras más amplias, acabaron reconociendo que el anarquismo es una poderosa alternativa para las ideologías obreristas. Por mucho que se trate de desvirtuar la historia, allá donde se ha desarrollado el anarquismo ha encontrado simpatías, especialmente, entre los obreros y los campesinos. Es más, como es sabido, es en Barcelona donde mayor arraigo encontraron la ideas anarquistas y la clase obrera industrial las adopta firmemente como una gran alternativa revolucionaria. En otras ocasiones, han sido los campesinos los que han utilizado el anarquismo como arma socialmente transformadora, mientras que en  algunas circunstancias también lo han hecho los desclasados; los que en la terminología marxista se denominan peyorativamente como lumpemproletariado, aquellos que se encuentran por debajo o al margen del proletariado. Con esto se quiere evidenciar el carácter no dogmático del anarquismo, su falta de rigidez en la visión social e histórica; el sujeto revolucionario puede ser en la visión ácrata cualquier clase oprimida, tal y como han reconocido algunos marxistas como Marcuse.

La gran diferencia política entre marxistas y anarquistas se encuentra en la concepción de la sociedad, del Estado y de la revolución. Todos los pensadores anarquistas, como ya hemos insistido muy a menudo, distinguieron entre Estado y sociedad; la sociedad es una realidad natural, mientras que el Estado vendría a ser una degradación de aquella; el Estado, para el anarquismo, es una realidad jerárquica y coercitiva, una permanente división entre gobernantes y gobernados, que se ha relacionado con la propia separación de clases y con el nacimiento de la propiedad privada. Aunque los marxistas pueden estar en gran medida de acuerdo con esto último, ellos consideran que es la propiedad privada y la división de clases la que da lugar al poder político y al Estado; por lo tanto, para los marxistas, el Estado es un instrumento con el que la clase dominante asegura sus privilegios y sus propiedades. Desde este punto de vista, existe una relación lineal y unidireccional entre el poder político y su consecuencia, el poder económico. Los anarquistas poseen en cambio una visión circular y, podemos decir, dialéctica; pueden estar de acuerdo, en algunos momentos originarios, en que el poder político genera el económico, lo mismo que puede considerarse lo contrario en muchos otros. Estamos en la raíz de las grandes diferencias entre el marxismo y el anarquismo.

Los anarquistas han considerado desde sus orígenes que cualquier revolución que no acabe con el poder político, al mismo tiempo que con el poder económico, se encuentra condenada a fortalecer el Estado, atribuyéndole consecuentemente todos los derechos, y a generar una nueva clase dominante. Esta polémica, presente ya en Marx y en Bakunin, resultó tristemente profética; la praxis marxista demostró que los anarquistas tenían razón y algunos marxistas, lúcidos y heterodoxos, acabaron reconociendo que los llamados países socialistas cambiaron el capitalismo liberal por capitalismo de Estado, que una nueva clase técnica y burocrática sustituyó a la burguesía, y que las llamadas "democracias populares", no solo no superaron a la democracia representativa, sino que agravaron al máximo sus defectos y limitaciones; la gran ironía es que de los soviets, auténticos órganos de autogestión obrera en 1918, solo quedaría el nombre en el monstruo totalitario conocido como Estado "socialista". Un heredero de Marx, como Cornelius Castoriadis, del que hablaremos más adelante, de posiciones heterodoxas y que luego se acercaría al socialismo libertario, reconoció la deriva burocrática de la praxis marxista y la necesidad de la autonomía de la clase trabajadora.

Proudhon frente a Marx

El primer encuentro entre los dos autores se produjo en París en 1844, el alemán tenía 25 años y el francés 35 y, a partir de entonces, parece ser que las reuniones entre ambos fueron frecuentes durante al menos un año. Marx declararía en alguna ocasión, con cierta suficiencia, que si Proudhon conoció el hegelianismo fue gracias a él y, aunque ello sea cierto, poco importa para conocer lo valioso del pensamiento de uno o de otro. Tanto Marx, como posteriores intérpretes de su doctrina, tal vez algo adoradores ciegos de la fortaleza teórica del alemán, hablarán con desdén de los intentos de Proudhon por partir de la dialéctica para elaborar un discurso filosófico propio; a nuestro modo de ver las cosas, lo consiguió más que de sobra. No hay que hacer, en primer lugar y para recuperar de manera limpia y honesta el pensamiento de determinados autores, excesivo caso a unas críticas marxistas que parecen muy parciales, reiterativas y, además, a las que la historia parece ir colocando en su sitio. Parece ser que Proudhon, en la línea de la labor que haría posteriormente Bakunin, había advertido a Marx sobre la intolerancia de sus postulados. Además, Proudhon elaboraría una obra, Filosofía de la miseria (1846), en la que tal vez se puede notar la influencia de Hegel y de Marx, pero con una asimilación libre de su pensamiento y estableciendo un discurso propio.

Era tal vez demasiada independencia para el alemán, que no tardaría en escribir su respuesta, La miseria de la filosofía (1847), a la que también puede denominarse sin ambages el antiproudhon, en la que trata de demostrar que poco había entendido o quedado de la dialéctica en el pensamiento del francés. Insistiremos, las críticas de Marx, por muy brillante que fuera este autor, pierden fuelle ante su partidismo y dogmatismo; así lo dejan ver calificaciones totalmente inapropiadas a Proudhon de "utopista" o de "pequeño burgués", algo por otra parte habitual en Marx y en algunos marxistas, etiquetar a todo el que ose contradecirles. Cuando Proudhon se encuentra con Marx, no es ya un joven, habrá tenido múltiples influencias, como la del socialista utópico Fourier (es una pena, es cierto, que no le influyera más en cuestiones de moral sexual), gran amante de la dialéctica; es posible asegurar que poseía el autor de ¿Qué es la propiedad? ya sus propias ideas, su propia concepción de la dialéctica. Partiendo de la lógica de Hegel, al que puede decirse que se opondrá posteriormente, elabora lo que se atreverá a denominar, como un filósofo con personalidad propia, teoría o dialéctica serial; esta visión dialéctica, que observa el pluralismo en la naturaleza y en la sociedad, se extiende al ámbito económico y político, y por supuesto al principio federativo proudhoniano, parte primordial de la propuesta política y filosófica ácrata. Proudhon apuesta por un equilibrio de fuerzas antagónicas, sin que haya ningún principio superior que las sintetice, y se niega a aceptar el "absolutismo" de ningún elemento, insistimos, también en el terreno social. El acercamiento a la verdad se produciría gracias al equilibrio, a una permanente tensión y contradicción.

Para Marx, igual que para Hegel, el movimiento dialéctico se caracteriza por el enfrentamiento de dos elementos contradictorios (tesis y antítesis) hasta su fusión en una categoría nueva (síntesis). En la propuesta de Proudhon, no existen tres elementos, sino únicamente dos, que se mantienen uno junto a otro de principio a fin. No hay un final sintetizador, sino equilibrio, una especie de antinomia persistente. Numerosos marxistas acusarán a Proudhon de renuncia o impotencia para resolver los antagonismos sociales. Nada más lejos de la realidad. El autor de Sistema de contradicciones económicas desconfía de la perfección, pero no renuncia en absoluto al progreso, su dialéctica no es estéril ni inmovilista. Es más, el auténtico progreso (o ascenso) se encontraría en un constante flujo y reflujo. La guerra o polémica sería una de las principales categorías de la razón humana, tanto especulativa como práctica, y de la dinámica social. La paz se establece en la permanencia del antagonismo, no en la destrucción recíproca, sino en la conciliación ordenadora y en el perfeccionamiento sin fin. Los términos derivados de esta conciliación son justicia, igualdad, equilibrio o armonía y en todos ellos están unidos lo real y lo ideal. Proudhon propone un equilibrio en la diversidad, continuamente inestable, susceptible de ser perfeccionado.

En lo social, los elementos que en estado puro serían nocivos, gracias a la unión con su contrario, y a la corrección consecuente, mantienen el movimiento de la vida; el equilibrio recibirá el nombre de justicia. Sin embargo, la justicia no será solo el resultado del equilibrio, sino también el principio que asegura su realización (algo, tal vez, oscuro en la obra de Proudhon y que remite de alguna manera a cierto principio trascendente). Donde se aparta también de Hegel y de Marx es en la elaboración de toda una teoría de la libertad, como fuerza de la colectividad soberana, y de la justicia, como ley; se niega a aceptar, en definitiva, un pseudoprogreso que no es más que un proceso determinista y apuesta firmemente por la libertad humana. Frente a una síntesis que mecaniza el proceso y que inhibe la iniciativa humana, Proudhon apuesta por el acto creador. Diego Abad de Santillán escribiría que el filósofo francés deseaba la "revolución permanente" (concepto que irá más allá de su significado marxista y trotskista), en ese afán por un progreso constante y por una justicia siempre presente. Por supuesto, no todo está diáfano en la teoría de Proudhon, su propuesta conciliadora parece tender a la síntesis en algunas lecturas y hacia la dificultad en otras, no resulta fácil resolver los conflictos sin suprimir la tensión entre opuestos, y su negación de toda trascendencia en su movimiento dialéctico no casa del todo bien con la asignación al proceso de una norma y de un fin. No obstante, las fisuras que puede haber en todo gran pensador no debe conducirnos al desdén, máxime cuando se trata en el caso de Proudhon de alguien que apostó por el progreso sin caer en la ilusión del devenir ni en ningún tipo de determinismo.

En el ámbito económico, donde coinciden Marx y Proudhon es en considerar que es únicamente el trabajo lo que crea valor. Sin embargo, en la concepción de la sociedad socialista, encontramos ya la gran divergencia entre anarquistas y marxistas; si Marx parece conformarse con considerar que en una sociedad sin alienación las decisiones colectivas solo pueden ser correctas, Proudhon teme que un poder central destruya la libertad individual y la espontaneidad de los trabajadores. Es en La capacidad política de la clase obrera donde Proudhon insta a la clase obrera a sacudirse toda tutela y a que se conduzcan hacia la autogestión. En algunos momentos de su obra, Proudhon predica a favor de la cooperación entre clases, pero su pensamiento evoluciona hacia una mayor confianza en las posibilidades revolucionarias de los trabajadores; a partir de 1852, si hablamos de una concepto marxista como es la lucha de clases, Proudhon adopta ya un camino recto hacia la sociedad autogestionada con una clase obrera emancipada. En el pensamiento anarquista posterior, resultará inadmisible la sociedad de clases; tal y como Rocker deja bien claro en Anarcosindicalismo. Teoría y práctica; si se renuncia a acabar con la división entre clases, solo puede aceptarse la génesis de una nueva clase dominante. No obstante, la complejidad proudhoniana no reduce la revolución a un simple antagonismo entre clases; Proudhon considera que una conciencia superior debe ser el resultado de la fusión entre clases, por lo que conminó no pocas veces a las capas medias a acercarse a la causa de los trabajadores. No obstante, quedémonos también con su firme apuesta por la capacidad plenamente revolucionaria de de la clase obrera. Algo que se confirmará posteriormente con Bakunin, la Primera Internacional y la apuesta decididas para que la emancipación de los trabajadores sea realizada por ellos mismos (parafraseando la frase, paradójicamente, atribuida al propio Marx).

Bakunin frente a Marx

Un segundo momento del enfrentamiento entre la concepción marxista y la ácrata se vive con la disputa entre estos dos titanes: Marx y Bakunin. No sería conveniente aludir únicamente al terreno personal, aunque va a ser inevitable hablar de algunas tácticas inadmisibles para desprestigiar y defenestrar al contrario (acusaciones a Bakunin de ser agente del zar y de Prusia, o de ser un estafador; algo infundado por supuesto, pero que algunos herederos de Marx se han esforzado en mantener, por no hablar de un desprecio intelectual fundado en el doctrinarismo más papanatas). Isaiah Berlin, alguien nada sospechoso de simpatías hacia el ruso o el anarquismo, cuenta en su biografía de Marx la afiliación de la mayor parte de los militantes ácratas a la Internacional (eso sí, hace gala de poco conocimiento de las ideas libertarias cuando matiza que "desafiando sus propios principios", ya que esa organización se dedicaba a la "acción política"). Marx deseaba llevar a cabo una política internacional muy concreta, con una disciplina rigurosa que garantizara una adhesión inquebrantable; el descontento ante semejante empresa dictatorial solo podía sembrar el descontento y, en torno a Bakunin y su propuesta de una federación de organizaciones con un alto grado de autonomía, se acabó creando la Alianza para la Democracia Socialista (afiliada a la Internacional, pero opuesta al centralismo y al autoritarismo). Se trata de la imposible conciliación entre dos visiones opuestas, ya que Marx deseaba firmemente un organismo central de autoridad indiscutida, el cual condujera a una revolución adecuadamente concertada y organizada para empezar en un determinado momento en la situación histórica precisa. No hay ninguna duda sobre su desprecio hacia la concepción revolucionaria de Bakunin, tal vez enérgico, noble y romántico, pero inútil según la concepción marxista; así, se lanza abiertamente al ataque contra Bakunin y sus seguidores.

E. H. Carr, en su biografía de Bakunin (y vuelvo a citar a alguien que parece profesar pocas simpatías hacia el anarquismo), cuenta que el ruso tenía razón en observar que la abolición del Estado no constituía un punto fundamental de la doctrina marxista. La política de Marx confiaba en hacer la revolución desde arriba, desde el Estado se lograría la liberación según este punto de vista; muy al contrario, Bakunin sostenía que la verdadera emancipación solo podía realizarse "desde abajo", a través del individuo (lo cual no puede hacer caer, como se ha querido ver a veces por parte de sus enemigos, a las ideas de Bakunin en un extremismo individualista; estamos ante una visión netamente socialista). La ruptura final en el seno de la Internacional no puede verse, de manera simplista, como el enfrentamiento entre dos teorías revolucionarias diferentes; con seguridad, hay que ir más allá y apreciar dos visiones sobre el ser humano abiertamente contrarias: una, la de Marx, observaba a la humanidad (tal vez, deberíamos decir "la masa") desde el punto de vista del estadista y del administrador (orden, método y autoridad), mientras que Bakunin contempla al individuo concreto y su máxima preocupación es la ética. Se tengan las simpatías que se tengan, creo que no puede negarse la brillantez teórica de Marx, por supuesto, pero tampoco que Bakunin representa en la historia una de las máximas concepciones del ideal de la libertad (y, tal vez, irrealizable en algunos aspectos, pero una permanente aspiración).

La concepción anarquista considera que los medios deben adecuarse a las finalidades, un punto fundamental donde hay que situar las grandes divergencias con Marx y sus seguidores. Por lo tanto, la gran disputa que nos ocupa no se sitúa solo en la diferencia de teorías, una de las cuales se lanzaría a toda clase de medios para lograr la victoria; la excesiva abstracción en las ideas y la adopción de cualquier clase de método hace olvidar quién debe ser el punto de partida y la finalidad de toda acción revolucionaria: el individuo concreto. Bakunin realiza una crítica visceral a todo defensor del Estado, incluidos los socialistas que él llama "doctrinarios", ya que si se enfrentan a regímenes autoritarios es para tomar el poder y construir su propio sistema despótico. Incluso, aunque adoptemos un punto de vista no necesariamente anarquista, sino simplemente partidario del progreso social, ¿se la puede quitar la razón al ruso visto el desarrollo de todo socialismo de Estado? Cada paso dado en cualquiera de esos regímenes ha sido para reforzar la burocracia y el privilegio de Estado y, por lo tanto, bloquear, tanto el control de la industria por parte de los trabajadores, como la libre asociación política y económica. La creencia ciega en el dogma, basado en el poder centralizado y en el control de unos pocos sobre la mayoría, ha anulado la posibilidad de toda revolución socialista.

Bakunin critica a los socialistas doctrinarios, con Marx a la cabeza, que son capaces de defender al Estado por encima de la propia revolución social. El Estado burgués era el enemigo para todos los socialistas, autoritarios y antiautoritarios, pero la creencia en la conquista del Estado por parte del "proletariado", por medios violentos o pacíficos, para asegurar una igualdad real, ha demostrado ser una triste falacia en la praxis. Una falacia, totalitaria por un lado, sucumbida ante el sistema capitalista por otro, que ha condicionado toda visión progresista en el último siglo. Bakunin quería ver en el concepto de Estado popular, propio de los partidarios de Marx, una contradicción en los términos, ya que el participio convertido en sustantivo solo implica dominación y explotación. Se reclama una nueva concepción de la política, que no la identifique exclusivamente con la forma de Estado. La visión del ruso es radical, solo observa aspectos negativos en el Estado, consecuencia seguramente de que él fue testigo de la evolución del Antiguo Régimen en las supuestas revoluciones burguesas. Se negaba a aceptar un nuevo poder político que, simplemente, privilegiaba a una nueva clase y mantenía a la mayoría en la ignorancia y en la ilusión, incluso, de progreso social.

Los marxistas aseguraban que su concepto de "dictadura del proletariado" suponía únicamente la dominación de la inmensa mayoría sobre una pequeña minoría burguesa. Desgraciadamente, y como es lógico, la realidad no ha sido así, ninguna forma de Estado ha asegurado ninguna igualdad ni ha acabado con la división de clases; todo lo contrario, se han creado nuevas clases dirigentes, con la dominación garantizada, en gran parte, por la creencia popular en un "ideal" inalcanzable. Bakunin pensaba lúcidamente que cualquier trabajador en el poder, iba a dejar de serlo inmediatamente, y convertirse en un privilegiado. Esta crítica se convirtió desde el principio en una seña de identidad de todo movimiento libertario, que ha tratado de reproducir en sus formas organizativas la futura sociedad. Esta lucha contra el privilegio en beneficio de la cooperación y de la solidaridad, no solo en el aspecto político y económico, también en cualquier ámbito de la vida, convirtió al anarquismo tal vez en la filosofía sociopolítica con un concepto de la lucha de clases más rico. La lucha de clases es un concepto general casi asumido por la humanidad (en la práctica, las fuerzas reaccionarias impiden el progreso), pero solo en un contexto de auténtica libertad se puede asegurar esa igualdad de raíz. La idolatría hacia el Estado, y los ulteriores horrores en la praxis marxista, es algo que supieron observar Bakunin y los anarquistas, y agrada mucho ver que lo reconocen autores influidos por Marx. A este gran autor, por otra parte, no hay que leerlo condicionado únicamente por las revoluciones llevadas a cabo en su nombre. En muchos textos políticos de Marx, estaba seguramente el germen del totalitarismo, pero la crítica antiautoritaria puede ser la premisa fundamental para encontrar ideas valiosas en el pensamiento de cualquier autor.

El socialismo autoritario

Ya Rudolf Rocker, en 1925, denunciaba esa distinción entre socialismo utópico, supuestamente todo el anterior a Marx, y socialismo científico, resultado de las ideas de Marx y Engels. Después de la consolidación del totalitarismo, fascista y comunista, Rocker no podía por menos de realizar una enorme crítica al socialismo autoritario con el título de "La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo". La supuesta "misión histórica del proletariado" solo podía ser ya puesta en entredicho; a una clase social, además de ser imposible establecer los límites para dicho concepto, no pueden atribuírsele ciertas tareas históricas ni convertirla en representante de determinadas corrientes ideológicas. Como es lógico, pertenecer a un determinado estrato social no garantiza el pensamiento y la acción de los individuos. Se insiste así desde el anarquismo en la crítica al determinismo económico e histórico, cualquier tipo de proceso natural que se desarrolle al margen de la voluntad humana. Rocker se atreve incluso a acusar al marxismo de absolutista y de hacer un daño irreparable al socialismo al confiar en un desarrollo mecánico y prescindir de las premisas éticas.

No puede más que reivindicar a Proudhon, entre los antiguos socialistas, ya que fue el que más insistió en negar una panacea universal que solucionara todos los problemas sociales; encontramos en el francés, aunque existan como es lógico aspectos de sus propuestas que hayan sido superados con el tiempo, una crítica feroz a cualquier tendencia absolutista y a todo sistema cerrado. Es un legado incuestionable para el anarquismo, la negación de todo dogmatismo y sectarismo, y la confianza plena en la pluralidad social.

Como no podía ser de otra manera, y como ya hemos apuntado anteriormente, Marx y sus partidarios calificaron a Proudhon también de "utópico". El desarrollo del capitalismo, con sus poderosos monopolios, junto al fortalecimiento del Estado quería verse como una negación de las propuestas de Proudhon. Precisamente, el llamado primer anarquista supo prever ese desarrollo y advertir en consecuencia. La llegada del fascismo en el siglo XX, junto a los graves problemas de burocratización y negación del derecho y la libertad personal en el socialismo de Estado, no pueden sino dar la razón moral a las advertencias anarquistas. Proudhon fue tal vez el primero, tal como señala Rocker, en predecir que la unión entre el socialismo y el absolutismo supondría una tiranía sin precedentes. La influencia del autoritarismo en el movimiento socialista se remonta a su primera fase, con la Gran Revolución y el largo periodo de las guerra napoleónicas. Después de aquella convulsa época, se produjo una etapa de resignación y desesperanza, caldo de cultivo para la reacción y el autoritarismo.

Los llamados "socialistas utópicos", Saint-Simon, Fourier y Owen, fueron testigos de aquel agitado tiempo; así, Rocker reivindica juzgar sus ideas y actos en relación con la época que vivieron, sin recurrir a esa clasificación arbitraria e insignificante de "socialismo utópico" para después llegar al "socialismo científico". Por supuesto, incluso estos precursores del socialismo, por muy adelantados que estuvieran, no pudieron sustraerse a las influencias autoritarias de la época. Rocker recuerda que el absolutismo napoleónico había relegado la tradición liberal a un segundo plano; se produjo una nueva fe en la omnipotencia de la autoridad. En los socialistas de la vieja escuela se produce, por tanto, cierto coqueteo con las concepciones absolutistas y una hostilidad hacia las aspiraciones liberales. Rocker denuncia esta influencia nefasta, la de la tradición jacobina y autoritaria; sin embargo, se produjo un contrapeso notable con el pensamiento de Saint-Simon, con el asociacionismo federalista de Fourier y, especialmente, con la filosofía ya anarquista de Proudhon. No obstante, la situación en Alemania sería muy diferente, ya no existía tradición revolucionaria y el liberalismo era una débil copia del inglés; hasta el final de la Primera Guerra Mundial, el alemán era un Estado semiabsolutista. El socialismo de un Ferdinand Lassalle, más que el de Marx y Engels, y su confianza férrea en un Estado todopoderoso, ejercieron una gran influencia en el movimiento obrero alemán.

Para Rocker, la influencia de Marx en la clase trabajadora alemana fue de naturaleza muy diferente. Marx también recogió influencias absolutistas, ya que subordinaba todo desarrollo social a necesidades forzosas fundadas en las condiciones económicas; su supuesto descubrimiento de las leyes del movimiento social eran para él "puras y absolutas". Se trata de una concepción mecanicista y fatalista de los hechos históricos que se presenta, no pocas veces en la obra de Marx, como una verdad absoluta. No obstante, Rocker considera que Marx tuvo también la influencia de Proudhon, por lo que su objetivo último era también la eliminación del Estado en la vida social. No obstante, como ya hemos insistido muy a menudo, donde se difiere es en la forma de alcanzar esa meta; Bakunin y los anarquistas insistirán en el fin previo del Estado, junto a las instituciones de explotación económica, para posibilitar el libre desarrollo de la vida social. Las concepciones centralistas y autoritarias de Lasalle y Marx predominarán finalmente sobre el socialismo libertario, lo que llevó en las décadas siguientes a una concepción socialista rígida y dogmática, con la pretensión inclusive de tener una base científica. Se trata de una tradición fatalista, y con una fe ciega en el Estado, que se convertiría en el poderoso guía del movimiento socialista internacional; Rocker, con triste ironía y recogiendo las palabras de su amigo Erich Mühsam, recordaba que esa influencia sería tan nefasta como la política de Bismark y solo podía tener un nombre: bismarxismo. Era el campo abonado para las dictaduras: el socialismo solo puede ser libre o no existirá.

El sujeto revolucionario y la transformación social

Dos de las grandes diferencias ente marxismo y anarquismo las establecen las diferencias en torno al sujeto revolucionario y a la vía de transformación social. Un interesante analista, Rudolf de Jong, desgraciadamente con escasa obra traducida al castellano, nos introduce en esas divergencias en función de las relaciones centro-periferia. Las calumnias, equívocos y distorsiones en torno al anarquismo, como ya hemos contado, se remontan a los propios orígenes de la Primera Internacional; todavía hoy, por parte de personas con una (supuesta) cultura política, puede escucharse que el anarquismo es antiorganizativo, demasiado individualista y, en el mejor de los casos (y de manera significativa), demasiado amante de la libertad. Por más que haya transcurrido siglo y medio, con multitud de experiencias libertarias organizativas y de todo tipo, desde aquellas primeras injurias, es necesario aclarar una y otra vez lo lamentable de ciertas visiones sobre el anarquismo.

Como es obvio, la cuestión no es estar a favor o en contra de la organización, sino saber el para qué de la misma, qué forma ha de tener y cuál es su base y fundamento. Los anarquistas no solo han propiciado, por lo general, sus propias organizaciones específicas, sino que procuran que las personas se organicen para gestionar sus propios asuntos en todos los ámbitos de su vida. En un contexto estatal y capitalista, la organización se hace de arriba abajo, dirigidas las personas por propietarios, jefes, burócratas o políticos. Lo que se propicia desde el anarquismo, lo diremos una y mil veces, es que las personas se organicen por sí mismas; por ejemplo, en el ámbito laboral, que los trabajadores gestionen ellos mismos la producción, eso es lo que podemos denominar la conquista de la libertad y del socialismo. El anarquismo, por mucho que esté pleno de ideas y convicciones, recuerda siempre que la base organizativa es la realidad social; frente a otras concepciones, que priman la idea y los principios en el modelo organizativo, y que acaban por no ver más allá de la conquista del poder para poder realizar sus propuestas.

En cualquier caso, el anarquismo da por supuesto importancia a la forma organizativa, pero estableciendo siempre una estrecha relación con la base. Lo que se procura, algo que dota de una innegable actualidad a las propuestas libertarias, es que las formas organizativas no actúen de manera alienante con el individuo, que no afecte a la persona ni a circunstancias concretas: es por eso que se insiste en el pensamiento y la acción individuales, en la acción desde la base, en la autonomía, en la descentralización, el federalismo… Para obtener una coordinación óptima, y conseguir acuerdos y afinidad, no se logra con mejores resultados desde la dirección y la coerción, sino desde la cooperación y la solidaridad práctica. Llegamos así a otro concepto anarquista, la acción directa, que no es más que aceptar la responsabilidad con todas sus consecuencias sin cargársela a un tercero; frente al infantilismo que supone en el ser humano la dejación de la responsabilidades, delegándolas en otros, se pide la madurez que supone el hacer y pensar por cuenta y riesgo propios. Acción directa es actuar por un mismo, pero no de manera aislada, sino como participante consciente en la comunidad.

Por lo tanto, frente a las inacabables calumnias al respecto, ya hemos apuntado algunas propuestas organizativas anarquistas. Ejemplos existen a lo largo de la historia, organizaciones sin aparatos centrales ni burocracia. Otro asunto es que el marxismo, y creo que puede generalizarse, haya propiciado todo lo contrario; la toma del poder en base a una dirección, con la necesidad de la centralización y de la disciplina desde arriba, así como de una jerarquización organizativa. Lenin fue el que llevó esta fórmula organizativa hasta sus extremos y consecuencias, de tal manera que solo sobrevive finalmente la dirección suprema. Cierto folleto comunista de hace tiempo ilustra muy bien, no solo las diferentes concepciones organizativas entre anarquismo y marxismo, sino la imposibilidad de aceptar una tesis contraria a las propias por parte de ciertas visiones rígidas; el texto del folleto rezaba así: "Centralización: dirigir desde un punto (…); Descentralización: lo contrario de centralización, luego dirigir desde varios puntos". Vemos que algunos son incapaces de pensar, siquiera, en la posibilidad de que la descentralización suponga la gestión propia, la autoorganización.

No es difícil de entender que a los partidarios de la jerarquización organizativa les cueste comprender y aceptar las propuestas anarquistas; lo que es inaceptable es que se siga vinculando anarquismo con desorden e indisciplina. Los anarquistas poseen sus propios principios organizativos y luego es la realidad la que aparece cargada de matices, de confusión o de abandono a la improvisación y espontaneidad de las personas. Recordemos esos principios y convicciones anarquistas, ya que hablamos también de una ideología, aunque recordando la importancia de la realidad y de los hechos (de ahí que tantos hayan hablado del anarquismo como "algo más" que una ideología).

En general, la forma libertaria contempla las relaciones de dominio desde el centro a la periferia. La teoría y la práctica anarquistas concibe la transformación social como la búsqueda del fin de las relaciones centro-periferia; así, se produce una reflexión crítica sobre el Estado, el partido, el ejército y sobre cualquier posición de dirección o de vanguardia. Es esta concepción lo que hace diverger a anarquistas y marxistas, al menos a la gran mayoría de estos últimos.

Veamos las palabras de Rudolf de Jong: "Los revolucionarios marxistas, los reformistas sociales y, en general, la mayoría de los militantes de izquierda quieren siempre utilizar el centro como un instrumento -y en la práctica como el instrumento- para la emancipación de la humanidad. Su modelo es siempre un centro: Estado, partido o ejército. Para ellos la revolución significa, en primer lugar, la toma del centro y de su estructura de poder, o la creación de un nuevo centro, para utilizarlo como un instrumento para la construcción de una nueva sociedad. Los anarquistas no desean tomar el centro; desean su destrucción inmediata. Es su opinión que, después de la revolución, difícilmente habrá lugar para un centro en la nueva sociedad. La lucha contra el centro es su modelo revolucionario y, en su estrategia, los anarquistas intentan evitar la creación de un nuevo centro".

Otra gran diferencia estriba en la discusión, que se remonta también a los tiempos de la Primera Internacional, sobre quién sería el sujeto revolucionario, aquel sector de la población encargada de llevar a cabo la transformación social. Marx, como es sabido, según su análisis histórico e identificación de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, colocaba su confianza en este último, una clase trabajadora industrial y urbana que proliferaba en las regiones más desarrolladas económicamente. El autor de El capital consideraba que, antes de la dictadura del proletariado y del socialismo, debía producirse la revolución burguesa; ésta, consolidaría el capitalismo de manera plena, desarrollaría las fuerzas productivas y daría lugar al proletariado industrial: sería el sujeto revolucionario, en la visión marxista, que llevaría a la clase trabajadora a su emancipación. Burguesía y proletariado, según esta concepción, serían elementos de progreso, mientras que otras clases son desechadas en el papel revolucionario e incluso tildadas de fuerzas conservadoras. Bakunin tenía una visión más amplia y generosa del llamado sujeto revolucionario; la revolución podían llevarla a cabo también los campesinos e incluso su papel resulta fundamental junto al del proletariado. Esta concepción revolucionaria de Bakunin es incluso ampliada por otros autores anarquistas, como es el caso de Rudolf de Jong, en base a esas relaciones entre el centro y la periferia; eso nos ayuda a entender unas relaciones de domino más amplias. Así, puede decirse que para el anarquismo el sujeto revolucionario son todas las víctimas de esas relaciones de domino sin olvidar el análisis de clase ni renunciar a tratar de comprender las diferentes categorías sociales.

Recapitulando, recordaremos que el modelo de transformación social anarquista renuncia a toda organización del centro a la periferia y promueve la movilización de amplios sectores de la población para, de abajo arriba, conducir a la revolución social y tratar de crear una sociedad socialista libertaria. El Estado es sustituido por estructuras autogestionadas y federadas; la vía para lograrlo pasa por la potenciación de los movimientos sociales, además de las organizaciones anarquistas específicas, según el modelo libertario (que, insistiremos, pasa porque sean las personas las que gestionen sus propios asuntos sin centro directivo potenciando la autonomía y la individualidad consciente en la unidad social).

Por último, insistiremos en otra gran diferencia entre marxistas, especialmente los leninistas, y anarquistas; aquellos, insisten en la separación entre lo político y lo social, de tal manera que justifican las relaciones jerarquizadas y de dominio, esto es, la vanguardia del proletariado, el partido, que acaba en lo alto de la pirámide y se convierte en una centro cuya base o periferia son los movimientos sociales. Los anarquistas, aunque tengan sus organizaciones específicas y constituyan una minoría activa, están de acuerdo en el desarrollo de los movimientos sociales por la base y desean establecer una relación ética entre lo político y lo social; la transformación revolucionaria es realizada desde la periferia hacia el centro.

Los anarquistas en la Revolución rusa

Es ya un lugar común decir que la historia la escriben los vencedores. En el caso de la Revolución rusa, durante mucho tiempo se nos contó de manera simplista que un grupo de revolucionarios, comandados por Lenin, tomó el Palacio de Invierno para dar lugar al primer gran régimen socialista. Ahora, con otro tipo de historiografía oficial dominante, difícilmente se va a dar protagonismo en la historia a las masas y la defensa de sus organizaciones autónomas frente al poder. Mencionamos tres libros impagables que nos introducen en la Revolución rusa, el gran paradigma de la praxis marxista, desde el punto de vista de la autonomía del pueblo, no de ninguna élite, y aportando un análisis antiautoritario: Historia del movimiento Majnovista, de Piotr Archinov, La revolución desconocida, de Volin, y El mito bolchevique, de Alexander Berkman.

En el caso de la obra de Volin, se repasa de manera sucinta la historia de Rusia a partir de 1825, año del fracasado motín de los decembristas (en donde el poeta Pushkin fue un simpatizante), para detenerse luego en 1905 y, por supuesto, en la revolución de 1917; finalmente, el aplastamiento de todo intento verdaderamente revolucionario por parte de los bolcheviques en 1921. Volin narra los acontecimientos utilizando como fuente testigos directos y se arroja así luz sobre hechos oscuros o interesadamente tergiversados por historiadores afines al régimen bolchevique. La revolución desconocida echa por tierra las mentiras históricas de defensa de un régimen inaceptable y finalmente contrarrevolucionario; frente a la simpleza tan manida de que fue Stalin quien pervertió la Revolución, tal y como sostuvo Trotski, podemos leer las siguientes palababras: "¡Qué simple! Aun demasiado simple para dar explicación de nada. La explicación está, sin embargo, bien señalada: el estalinismo fue la consecuencia natural del fracaso de la verdadera Revolución, y no inversamente; y tal fracaso fue el fin natural de la ruta falsa en que el bolchevismo la empeñó. Dicho de otro modo: la degeneración de la Revolución extraviada y perdida trajo a Stalin, no Stalin quien hizo degenerar la Revolución".

En la segunda parte de su obra, Volin pone en evidencia los rasgos del nuevo régimen burocrático y totalitario: la situación de los obreros y campesinos, el poder y los privilegios de los nuevos amos y clase explotadora (los funcionarios del Estado), en definitiva, la estructura política y económica de la nueva sociedad con su autoritarismo y negligencia. También se detalla la anulación de la lucha autónoma y de la resistencia de los trabajadores contra el nuevo poder marxista en su focos más evidentes: el movimiento huelguístico de los obreros de Petrogrado, la Comuna de Kronstadt y la revolución de Ucrania. La realidad es que los bolcheviques tomaron el poder gracias a que gran parte del pueblo confió el destino de la revolución a un Partido; éste, a medida que se consolidaba en el poder fue anulando las conquistas revolucionarias. Gran parte de las masas comprendieron el error y trataron de enmendarlo, actuaron por su cuenta y tomaron la iniciativa para recuperar su autonomía.

Las ideas anarquistas, al mismo tiempo, se fueron extendiendo; a los libertarios de Ucrania, se unieron los sublevados de Kronstand, que reclamaban un soviet libre bajo la autogestión obrera. La realidad es que el nuevo Estado socialista, consciente del peligro para su existencia, aplastó de manera implacable cada uno de esos focos: a los anarquistas y a cualquier forma de disidencia y descontento.

Los anarquistas fueron los primeros en denunciar el sistema burocrático y totalitario en Rusia, ellos mismos sufrieron la represión. A pesar de todo los mitos que se produjeron en los años posteriores, la verdad estaba accesible para quien quisiera conocerla; precisamente, para una auténtica sociedad libre de explotación, es necesario insistir en esos hechos históricos. Otro libro fundamental es Los anarquistas rusos, de Paul Avrich. Según este historiador, el anarquismo en Rusia poseía raíces profundas, con ideas provenientes de los pensadores occidentales, pero también con elementos indígenas. En 1905, en ese primer momento revolucionario, los anarquistas saludaron con entusiasmo el levantamiento espontáneo de las masas, en el que creyeron ver una plasmación de las ideas de Bakunin; no se produjo un movimiento libertario cohesionado y, después del fracaso revolucionario y de la consecuente represión, entrarían los anarquistas en un letargo hasta 1917. El fin de la monarquía, y el posterior derrumbamiento de la autoridad política y económica, hizo confiar a los ácratas en que el momento definitivo ya había llegado: se emprendió la tarea de acabar con el Estado y de dejar los medios de producción, campos, fábricas y talleres, en manos del pueblo. En la etapa de la insurrección y de la guerra civil, los anarquistas intentaron con todo su empeño llevar a cabo su programa de "acción directa": control obrero de la producción, creación de comunas libres en el campo y en la ciudad, combate sin cuartel contra los enemigos de la sociedad libertaria… Desgraciadamente, frente a los intentos de construir una sociedad de libertad e igualdad plenas, un nuevo despotismo se levantó sobre las ruinas del viejo.

Alexander Berkman, en 1925, al final de El mito bolchevique y después de ser testigo de infinidad de hechos intolerables en los que trató de vislumbrar la intención revolucionaria del nuevo poder, lo expresa de la siguiente manera: "El bolchevismo es el pasado. El ser humano pertenece al ser humano y su libertad". Hay que decir que Berkman consideraba tiempo atrás que Lenin y los bolcheviques eran la auténtica vanguardia de la emancipación social de los trabajadores. Hasta que no observó él mismo la realidad, creyó de alguna manera eso de que los marxistas, en última instancia, son anarquistas y solo confían temporalmente en la toma del poder revolucionario para acabar convirtiendo en innecesario el Estado; Marx y Engels aseguraron que el poder político era solo un medio temporal, el Estado iría gradualmente desapareciendo, ya que sus funciones se convertirían en innecesarias y obsoletas. Incluso, confiando en ello, Berkman atenuó durante cierto tiempo las críticas a los bolcheviques, a los que consideraba acosados por los más implacables enemigos, procurando la cooperación de todas las facciones revolucionarias. La acumulación continua de evidencias hizo que Berkman comprobara que los bolcheviques habían convertido la revolución en un monstruo grotesco basado en la brutalidad organizada; la lucha de clases, ese fundamental concepto socialista, se había convertido en una guerra de venganza y exterminación.

Y, como es sabido, la Revolución rusa no fue una consecuencia legítima de los postulados de Marx, ya que el desarrollo de las fuerzas productivas no habían tenido el debido desarrollo dentro del capitalismo, fundamental según Marx para que se produzca el aumento y organización del proletariado; nada de eso había ocurrido en Rusia, país eminentemente rural en el que no existía antagonismo entre el desarrollo del capitalismo (inexistente) y la clase obrera industrial (débil). A pesar de ello, Lenin creyó ver una serie de condiciones favorables para llevar a cabo una revolución supuestamente socialista que, si bien pudo tener en un principio unos rasgos libertarios basados en las justas aspiraciones del pueblo, enseguida derivó haca una actitud de desconfianza hacia las masas, utilizó el terror como medio y adoptó una fuente indiscutible de verdad, el Estado, destruyendo toda iniciativa individual o colectiva. Si la teoría de Marx y Engels consideraba el Estado como un medio temporal para que el proletariado acabara con sus adversarios, los bolcheviques otorgaron a ese axioma sociopolítico un carácter universal. Tal y como consideraban los anarquistas desde el principio, el Estado, da igual la forma que adopte, y el esfuerzo constructivo revolucionario se convierten en incompatibles.

La obra de Berkman cubre el periodo del comunismo militar y de la denominada NEP (nueva política económica, que no es sino la introducción del capitalismo en Rusia, una mezcla entre monopolio estatal y negocios privados). Entre 1919 y 1921, momento de la invasión extranjera, de la guerra civil y del bloqueo, los bolcheviques mantenían la promesa de que la política de terror y persecuciones cesaría después de ese periodo; eso explica el apoyo y la esperanza de gran parte del pueblo ruso y la cooperación por parte de la mayoría de los elementos revolucionarios. Después de aquellas amenazas, el régimen de terror se mantuvo y aumentó la insatisfacción en varias zonas del país; de ahí, por ejemplo, el levantamiento de los marineros, soldados y obreros de Kronstadt, finalmente aniquilado de manera cruenta por orden de Trotski. La dictadura comunista se mantuvo siempre con una represión extendida incluso a la propia cúspide del Partido, y, además, se acabó introduciendo el capitalismo; nunca pudo calificarse aquello de dictadura del proletariado, ya que los obreros estaban más esclavizados políticamente y explotados económicamente, según relata Berkman, que en cualquier otro país.

La represión de la vida cultural y social de un país produce depresión y estancamiento; el ser humano y la sociedad necesitan, al menos, cierto grado de libertad, de seguridad, de derecho a llevar a cabo iniciativas personales y de liberar sus energías creativas para el progreso económico y en todos los ámbitos de la vida. Berkman consideró que era imperativo denunciar el engaño, ya que los obreros occidentales podían caer en el mismo engaño que sus hermanos en Rusia.

El marxismo heterodoxo

Leyendo los textos de una figura marxista como Rosa Luxemburgo (1871-1919) se puede apreciar en qué medida se oponen al espíritu totalitario que caracterizó el comunismo nacido en la Revolución rusa de 1917. Una crítica lúcida al desarrollo del socialismo de Estado no puede limitarse a Stalin, como tantas veces se hace, sino comenzar con Lenin y Trotski. El militarismo prusiano asesinó de forma canalla, en la noche del 15 de enero de 1919, tanto a Luxemburgo como a su compañero Karl Liebknecht, dos destacadas figuras del movimiento socialista alemán de comienzos del siglo XX. Rosa Luxemburgo nació en 1871 en la región de Galitzia (entonces Imperio ruso), en el seno de una rica familia judía, y a los 18 años ya tiene que abandonar el país por su actividad revolucionaria. A partir de 1896, Alemania se convierte en el centro de su militancia; en 1905, participará en el intento revolucionario ruso de aquel año, por lo que estuvo cautiva en una fortaleza en Varsovia. Si militó durante cierto tiempo en el Partido Socialdemócrata Alemán, en 1914 se desengañaría por la traición cometida a la causa obrera y fundó el "Grupo Internacional", que se transformaría luego en la Liga Espartaquista y más tarde, a finales de 1918, en el Partido Comunista de Alemania.

Muchos han visto en Rosa Luxemburgo una figura, además de muy importante para el socialismo revolucionario, íntegra y exenta del autoritarismo de Lenin y otros marxistas. Tal y como se ha expresado, el comunismo deseado por esta mujer es la antítesis del desarrollado a nivel internacional a lo largo del siglo XX. Por un lado, Luxemburgo vivió en una época en que la socialdemocracia alemana estaba empezando a convertir la doctrina de Marx en un foco de revisionismo y reformismo; esta autora se distanció de esas corrientes oportunistas en infinidad de artículos, plasmados luego en la obra Reforma social o revolución. No obstante, en esos textos Luxemburgo hace gala de cierta ortodoxia marxista que redundaba en el sectarismo, lo cual le conducía a no reconocer otro socialismo que no fuera el de su maestro.

En ese momento, todavía se quiere ver la revolución proletaria como una necesidad dependiente de las condiciones económicas, tal y como formuló Marx en El capital; si más tarde reivindicará, de forma más lúcida, la lucha sindical y la espontaneidad obrera, en ese momento para ella son asuntos menores. Según esta visión, se subordinaba la clase trabajadora al partido, algo que Lenin luego llevaría hasta las últimas consecuencias; insistimos en que más tarde Luxemburgo se apartará de esta postura elitista.

La experiencia revolucionaria de 1905 le hará cambiar de opinión y redacta un año más tarde el folleto Huelga de masas, partido y sindicatos; ella misma reconocerá que su opinión sobre la huelga general se había convertido en obsoleta (recordemos que Engels ya trató de ridiculizar, en un panfleto contra Bakunin de 1873, la huelga general como método revolucionario). Luxemburgo reivindica ahora lo que ya estaba haciendo el sindicalismo revolucionario de influencia anarquista, en Francia y en general en los países latinos, desde finales del siglo XIX. No obstante, la autora sigue depositando en última instancia en el Partido Socialdemócrata los intereses del proletariado; a pesar de ello, existe una fuerte reivindicación del carácter popular y espontáneo de toda situación revolucionaria y una crítica a toda organización "desde arriba". En definitiva, Luxemburgo, en una fase de maduración de su pensamiento, concede a la masa trabajadora una gran capacidad creadora y revolucionaria, y de manera implícita se niegan algunas concepciones de Marx y Engels en cuestiones de estrategia y se realiza una crítica anticipada a la visión leninista de la revolución como una férrea disciplina organizada en el partido.

Ya en 1904, Luxemburgo criticaría el ultrancentrismo de Lenin, que consideraba animado por un espíritu policial, y le acusaba de introducir los esquemas conspirativos heredados de Blanqui en la socialdemocracia rusa; la autora hace ver aquí, ya de manera inequívoca, su repugnancia por la excesiva centralización y por la hegemonía de una élite profesional de revolucionarios. Con la revolución bolchequive, denunciará con fuerza el cesarismo impuesto por Lenin y Trotski a las masas rusas; los tres puntos básicos que criticó fueron la supresión de la democracia, la reforma agraria y el problema de las nacionalidades, por supuesto desde una óptica revolucionaria.

El programa de la Liga Espartaquista dirá lo siguiente: "El carácter de la sociedad socialista consiste en el hecho de que la masa obrera deja de ser un masa dirigida y se convierte en el propio protagonista de la vida político-económica, que pasa a dirigir ella misma en consciente y libre autodeterminación"; según este programa, el Estado en todos sus niveles es sustituido por los órganos de los trabajadores. Frente al centralismo y jerarquización bolcheviques, Luxemburgo aboga por una socialismo descentralizado, proletario y radicalmente horizontal; los puntos en común con el anarquismo son innegables, a pesar de que se manejan todavía ciertos conceptos marxistas discutibles. Otro aspecto loable de Luxemburgo es su rechazo del terror revolucionario, su desprecio absoluto del crimen como medio para alcanzar objetivos revolucionarios.

Rosa Luxemburgo es tal vez la primera figura revolucionaria, dentro del campo marxista, que puso en cuestión las tesis del maestro desde posiciones netamente socialistas y con intenciones científicas; así ocurre en la obra La acumulación del capital, escrita en 1912. La ortodoxia marxista recibió con hostilidad un libro que refutaba algunas de las tesis expuestas en El Capital; así, si Marx creía que el capitalismo estaba abocado una catástrofe final, por la imposibilidad del proletariado de absorber la producción, Luxemburgo piensa que la crisis se producirá porque las posibilidades de expansión y de explotación de las zonas subdesarrolladas serán cada vez menores y la lucha entre los países capitalistas irá a peor. Aunque las tesis de Luxemburgo, como es lógico, tengan que ser puestas al día, suponen un avance respecto a lo predicho por Marx y anticipan lúcidamente la expansión imperialista del capitalismo moderno. Dos años después de haberse escrito la obra de Luxemburgo, estallaba la Primera Guerra Mundial y se confirmaban algunas de sus tesis, la lucha de intereses de las grandes potencias europeas por las colonias y por los mercados.

La renuncia a la ortodoxia

Karl Korsch (1886-1961) fue un teórico del marxismo, que en sus últimos años abandonó toda ortodoxia y se mostró especialmente crítico en sus Diez tesis de 1950:
1. Actualmente no tiene sentido preguntarse hasta qué punto las enseñanzas de Marx y Engels son teóricamente asumibles y prácticamente aplicables a nuestra época.
2. Todos los intentos de restablecer íntegramente la doctrina marxista en su función original de teoría de la revolución social de la clase obrera son hoy utopías reaccionarias.
3. A pesar de ser básicamente ambiguos, existen, sin embargo, importantes aspectos de la enseñanza marxista que, en su función cambiante y en su aplicación a diferentes situaciones, siguen teniendo hasta la fecha su eficacia.
4. El primer paso que hay que dar para reiniciar una teoría y una práctica revolucionaria es romper con la pretensión del marxismo de monopolizar la iniciativa revolucionaria y la dirección teórica y práctica.
5. Marx es hoy simplemente uno de los muchos precursores, fundadores y continuadores del movimiento socialista de la clase obrera. No menos importantes son los socialistas llamados utópicos, desde Tomás Moro a los actuales. No menos importantes son los grandes rivales de Marx, como Blanqui, y sus enemigos irreconciliables, como Proudhon y Bakunin. No menos importantes, en cuanto al resultado final, los desarrollos más recientes tales como el revisionismo alemán, el sindicalismo francés y el bolchevismo ruso.
6. En el marxismo son particularmente críticos los puntos siguientes: a) haber estado prácticamente subordinado a las condiciones económicas y políticas poco desarrolladas de Alemania y de los demás países de la Europa central y oriental donde llegó a adquirir una importancia política; b) su adhesión incondicional a las formas políticas de la revolución burguesa; c) su aceptación incondicional de la situación económica avanzada de Inglaterra como modelo para el desarrollo futuro de todos los países y como condición objetiva preliminar de la transición al socialismo. A los que se añaden: d) las consecuencias de los intentos repetidos, desesperados y contradictorios del marxismo por escaparse de esos condicionantes.
7. Resultado de esas circunstancias es lo siguiente: a) la sobrestimación de la importancia del Estado como instrumento decisivo de la revolución social; b) la identificación mística del desarrollo de la economía capitalista con la revolución social de la clase obrera; c) el ulterior desarrollo ambiguo de esta primera forma de la teoría marxiana de la revolución mediante el injerto artificial de una teoría de la revolución comunista en dos fases; esta teoría, dirigida en parte contra Blanqui y en parte contra Bakunin, escamotea del movimiento presente la emancipación real de la clase obrera y la difiere a un futuro indeterminado.
8. Aquí se inserta el desarrollo leninista o bolchevique; y en esa forma nueva es como el marxismo fue transferido a Rusia y a Asia. Así el socialismo marxista se transformó de teoría revolucionaria en pura ideología que puede subordinarse y de hecho estuvo subordinada a objetivos diversos.
9. Desde este punto de vista conviene juzgar con espíritu crítico las dos revoluciones rusas de 1917 y de 1928. Y desde este punto de vista hay que determinar las funciones diversas que el marxismo cumple actualmente en Asia y a escala mundial.
10. El control de la producción por los trabajadores de sus propias vidas no podrá ser fruto de la ocupación de las posiciones abandonadas en el mercado internacional y en el mercado mundial por la competencia autodestructiva y supuestamente libre de los propietarios monopolistas de los medios de producción. Ese control no podrá resultar más que de la intervención concertada de todas las clases actualmente excluidas en una producción que, ya hoy, tiende en todos los sentidos a la regulación monopolista y planificada.
La obra de Korsch forma parte de una época de duras polémicas dentro del campo marxista por tratar de definir la "verdadera" teoría; este autor consideró que la teoría marxista se estaba "vulgarizando", su validez y precisión había que ponerlas ya en cuestión. Desde sus primeros escritos, obviamente alejándose ya de lo que era la praxis marxista, Korsch fundamenta su concepción del socialismo en el pleno control del objeto y proceso del trabajo por los propios trabajadores. Si en un primer momento, él mismo forma parte de ese intento junto a otros autores de "volver a Marx" para tratar de clarificar lo auténtico de sus tesis, al final de su vida considerará esa labor algo reaccionario. En su obra Marxismo y filosofía, a pesar de que existe todavía ese intento de encontrar el aspecto científico de la obra de Marx, hay ya un ataque frontal al leninismo y a la función del Partido Comunista como único portador de la "verdad". Korsch sitúa al marxismo en su contexto histórico, sería en primer lugar la expresión de una práctica histórica, por lo que le arrebata la pretensión de ser una "teoría acabada" de la que puede desprenderse una "verdad"; como vemos, es un ataque frontal contra esa pretensión absolutista de la praxis leninista, según la cual el partido es el portador de la conciencia de clase y de la teoría revolucionaria.

Resultan muy interesante las concepciones y críticas de Korsch, que al contrario que otros no acabó reculando ante los ataques ortodoxos y, como hemos dicho, caminó hacia una visión totalmente contraria a toda rigidez marxista. Korsch criticará el desarrollo centralista y estatista de la praxis marxista, recordando incluso que esa concepción es una herencia directa de la clase burguesa; del mismo modo, y recordando la gran influencia de Hegel en Marx, que luego recogerá Lenin, criticará la falta de fundamento de una verdadera revolución proletaria y el dejar el campo abonado para el jacobinismo y la burocracia. Puede hablarse de una denuncia de un dualismo en Marx: por un lado, existe la pretensión de tener una validez científica para cualquier tiempo y lugar, y por otro no deja de mostrarse como una concepción teórica dependiente del contexto histórico en que se elaboró. No obstante, hablamos de Kosch como un teórico marxista que trató de recuperar lo válido de la obra de Marx buscando una alternativa a la legitimación que se hizo a través de él del centralismo y la burocracia.

Korsch, en su visión heterodoxa, rechaza cualquier interpretación de Marx que redunde en cualquier forma de "determinismo económico" (como sí hace, por ejemplo, el socialdemócrata Karl Kautsky), en la subordinación de la acción revolucionaria a factores objetivos; así, apostará por un mayor protagonismo de la lucha de clases. De ese modo, se elude cualquier forma teleológica o "finalista" en la historia y en la sociedad, que evolucionaría según los cambios motivados por el desarrollo de la fuerzas productivas. Aquí también Korsch denuncia que se trata de una idea de progreso similar a la defendida por la burguesía para afirmarse en el capitalismo (y que recogerán Kautsky, Lenin y otros). Otro punto donde Korsch se muestra crítico es en la relación entre la teoría y la práctica, invirtiendo incluso la relación al considerar que ninguna teoría es una verdad acabada.

Insistiremos en que Korsch no parece en algunos momentos romper con el marxismo del todo, mostrando cierta ambigüedad en sus concepciones positivas extraídas del mismo; la parte más interesante de su obra, que considera al marxismo como una ideología más producto de una experiencia histórica, no parece llevarse hasta las últimas consecuencias y puede desprenderse de alguna de sus obras (es el caso de Karl Marx) una aceptación de la interpretación histórico-filosófica del marxismo, y con ello de cierta esencia positiva en el mismo. No obstante, con sus Diez tesis mencionadas antes, parece romper con esa visión: " El primer paso que hay que dar para reiniciar una teoría y una práctica revolucionaria es romper con la pretensión del marxismo de monopolizar la iniciativa revolucionaria y la dirección teórica y práctica". Tampoco puede comprenderse la obra de Korsch sin conocer su práctica militante comunista, con el feroz burocratismo emergente y con el desarrollo de una nueva e intolerable aristocracia obrera. Quedémonos con que, para entender la obra de Marx, hay que observar la teoría como resultado de una determinada práctica histórica, arrebatando así a los partidos comunistas la legitimación del centralismo y la burocracia que acabaron realizando.

La Escuela de Fráncfort

Dentro de estos textos dedicados al marxismo heterodoxo, merece una especial atención la Escuela de Fráncfort. Después de la Primera Guerra Mundial, y visto el gran interés en Alemania por el marxismo, se creó un instituto permanente de estudios llamado Institut für Sozialforschung, en 1922, con una base económica autónoma y ligazón con la Universidad de Fráncfort. En 1923, el primer director oficial fue Carl Gründbert, al que sucedería Max Horkheimer; los colaboradores serían Theodor W. Adorno, Erich Fromm, Walter Benjamin y Herbert Marcuse, entre otros. Tras la toma del poder por los nacionalsocialistas, el Instituto se cerró en 1933; muchos miembros y colaboradores se exiliaron y se establecieron ramas, primero en Ginebra, después en París y Londres, lo que permitió continuar algunos de los trabajos de investigación. Después de la Segunda Guerra Mundial, el Instituto se reabrió oficialmente en Alemania y los más destacados miembros regresaron a su país.
Se ha distinguido entre el Institut für Sozialforschung y la, propiamente dicha, Escuela de Fráncfort; esto se explica por las diversas vicisitudes por las que pasó el Instituto, las cuales han sido contadas en la obra del historiador Martin Jay. Además, hubo miembros y colaboradores del Instituto que no pueden adscribirse fácilmente a la Escuela de Fráncfort. Para especificar, hay que hablar de la Escuela de Fráncfort de Investigación Social (mejor, simplemente "Escuela de Fráncfort") y sus miembros son conocidos como los "francfortianos". No obstante, tampoco resulta tan sencillo identificar quiénes son miembros de la Escuela. Parece indudable que lo sean Horkheimer y Adorno, que además son miembros fundadores; también se ha etiquetado como francfortianos a Herbert Marcuse y Walter Benjamin, aunque no sea tampoco fácil identificar elementos ideológicos comunes entre todos ellos. Otro objeto de polémica es considerar francfortianos a autores pertenecientes a generaciones posteriores; por ejemplo, y utilizando un criterio muy amplio, Jürgen Habermas lo sería. Si buscamos un punto de partida y una orientación común, podemos considerar francfortianos a ciertos autores; concretando más, puede decirse que Habermas representa cierta "desviación" respecto a los postulados iniciales.
En cualquier caso, las diferencias entre los francfortianos se establece, en gran medida, por sus interpretaciones del marxismo; si Horkheimer y Adorno han sido calificado como "neomarxistas", algunos niegan que Habermas pertenezca a tradición alguna fundada en Marx. Otros factores para buscar diferencias entre los miembros de la Escuela está en la intensidad de sus preocupaciones filosóficas, en el menor o mayor acercamiento al psicoanálisis o en la escuela de pensamiento que hayan tenido en cuenta para llevar a cabo sus estudios. No obstante, pueden encontrarse ciertos aires "familiares" en los francfortianos, siendo el más evidente la adopción de la llamada teoría crítica (enfrentada a la teoría tradicional). Decir Escuela de Fráncfort y mencionar la teoría crítica es hablar prácticamente de la misma cosa.

La teoría tradicional, iniciada en Descartes y llegando hasta los positivistas lógicos, aspira a la objetividad y ha ido ligada en la modernidad a una sociedad dominada por las técnicas de producción industrial. El paso a otro tipo de teoría como la crítica no se produce solo en el terreno intelectual, sino que implica un cambio histórico y social. Si la teoría tradicional tiende a la abstracción, la nueva teoría es una manifestación del espíritu crítico; se insiste en un sujeto que es un individuo real relacionado con otros individuos, integrante de una clase y en conflicto con otras. La teoría crítica representa una racionalidad con mayor horizonte que la tradicional, se fomenta el pensamiento constructivo frente a la mera verificación empírica. Tal y como la entiende los francfortianos, especialmente Horkheimer, la teoría crítica se establece en relación dialéctica con la teoría tradicional. Lo más importante es entender que la nueva teoría supone la no aceptación del statu quo y la expresión de un pensamiento y una actitud proyectados hacia la sociedad del porvenir; tal y como dice Horkheimer: "El futuro de la humanidad depende de la existencia actual de la actitud crítica, que por descontado contiene en ella elementos de teorías tradicionales y de nuestra cultura decadente en general".

Por lo tanto, la Escuela de Fráncfort huye de la simple especulación filosófica o sociológica, así como del empirismo positivista, e insiste en afrontar problemas concretos; es una apuesta por una crítica concreta, dominada por la teoría, pero un tipo de teoría que aspira a comprender sus propias limitaciones y a identificar las raíces históricas que la mueven. Los francfortianos se esforzaron en denunciar los procesos falsamente emancipadores, entre los que se encuentran el totalitarismo y el liberalismo, pero también algunas de las tendencias naturalistas del marxismo. El experto Martin Jay, incluso, acepta que los francfortianos suponen una revisión del marxismo, pero con un carácter tan sustancial, que resulta cuestionable catalogarlos como una de las diversa manifestaciones de la tradición marxista; la Escuela de Fráncfort, no pocas veces, se ha querido ver como influenciada por el anarquismo. En cualquier caso, si hablamos de dos generaciones de francfortianos, una primera (Horkheimer, Adorno, Marcuse) tendría en cuenta más la ortodoxia marxista en sus críticas; una segunda (Habermas y otros) tendría en cuenta igualmente la ortodoxia marxista, pero iría un paso más al añadir en sus crítica a la primera generación francfortiana.

Esa primera generación de francfortianos, recapitulando, confió durante un tiempo en que la crisis de valores producida por el capitalismo sería solventada, a un nivel histórico más avanzado, por una revolución proletaria. Se llegaría así al socialismo, donde las promesas hechas a la humanidad por el liberalismo se cumplirían definitivamente; se observa así, en plena línea con el marxismo, la revolución proletaria como una continuación y perfección de la revolución burguesa. De hecho, en los años 20, cuando se funda el Institut für Sozialforschung se cree firmemente en la transición del capitalismo al socialismo y se confía en el proletariado como sujeto y objeto de la historia; del mismo modo, el materialismo dialéctico sería la única teoría adecuada a la realidad social. Si estas ideas prevalecen, bajo distintas formas, en la teoría crítica, después de la victoria del nazismo, y con el exilio de los francfortianos, el escepticismo empezaría a influir inevitablemente. Después de la barbarie fascista, y en una sociedad capitalista dominada por el monopolio, por la publicidad embrutecedora y con total ausencia de pensamiento crítico, se produce cierto retorno en los francfortianos hacia el liberalismo de la Ilustración; se trata de recuperar una tradición que aspira verdaderamente a la libertad, la igualdad y la organización racional de la sociedad.

No es extraño que los francfortianos fueran especialmente sensibles a dos alternativas sociales: por un lado, a la integración del proletariado, que sería el encargado de llevar a cabo los valores humanistas que la burguesía ha traicionado; por otro, como individuos pertenecientes a la tradición liberal, son conscientes de la degradación del individuo y de su ética por parte de la economía monopolista de entreguerras (tanto por el fascismo como por el capitalismo final triunfante).

Las posibilidades de la liberación

Herbert Marcuse (1898-1979), al que ya hemos mencionado como perteneciente a la primera generación de la Escuela de Fráncfort, fue un autor con un temprano interés por el socialismo y, por ello, conducido a profundizar en el marxismo. No obstante, y como también se ha dicho, no es posible unificar el pensamiento de todos los francfortianos y Marcuse elaboró su propia y original teoría crítica. A partir del 1967, y especialmente después de los hechos de Mayo del 68, colocaron el nombre de Marcuse en primer plano y en los años siguientes abundaron los estudios sobre su obra y los debates en torno a ella. Uno de los aspecto a destacar del pensamiento de Marcuse es el vínculo que estableció entre Marx y Freud; los elementos que podían faltar en Marx de psicología social quiso encontrarlos en Freud. El objetivo es la liberación de las represiones de cualquier tipo, ya que la represión sexual es concomitante con la social; el dominio social, algo que no supo ver Freud, supone una serie de represiones suplementarias a tener en cuenta en la sociedad burguesa.

Marcuse criticará tanto la praxis marxista soviética, como la llamada "concepción unidimensional" del hombre en las sociedades industriales avanzadas. Estas son falaces, ya que por debajo de la faz de la abundancia, la libertad y la tolerancia esconden la verdadera realidad de una sociedad unidimensional. Es esta la vía más conocida del pensamiento de Marcuse; donde el marxismo ortodoxo falla estrepitosamente es en considerar que las clases oprimidas y explotadas combaten de forma necesaria por su liberación; muy al contrario, y como se ha demostrado con el paso de los años, esas masas son incorporadas de alguna forma al sistema. Si entendemos la naturaleza humana como "libertad" y "autorrealización del sujeto histórico", la misma se encuentra alienada por la dominación desplegada por la llamada "racionalidad tecnológica o instrumental". La conciencia revolucionaria sí puede surgir en algunos grupos, incluso en aquellos que no son objetivamente explotados, pero si comprenden que la tolerancia puede ser represiva. Por lo tanto, la "sociedad de consumo", el "Estado del bienestar" o la llamada "sociedad de la abundancia", son nuevas formas de producción de alienación y en una forma que se ignora a sí misma. Esa crítica a la abundancia, que es en realidad al despilfarro y a la sociedad tecnológica, en Marcuse no esconde ningún deseo regresivo hacia un pasado puro; lo que se preconiza es una liberación en la tecnología de la irracionalidad. La emancipación, para Marcuse, se produce difícilmente dentro del sistema, ya que es necesario situarse fuera de la llamada "sociedad de la tolerancia represiva"; no obstante, ello no le hizo caer en derrotismo alguno.

Marcuse, como ya se ha dicho, fue un severo crítico del llamado "socialismo real", así puede verse en su obra El marxismo soviético; ese sistema, con su feroz estajanovismo y con el llamado "realismo soviético", supuso una subordinación del ser humano al trabajo y a la máquina, un nuevo tipo de servidumbre y de dominación. Unos años después de la muerte de Marcuse, acaecida en 1979, todo el sistema soviético se vendría abajo y se integraría en la economía mundial del capitalismo; en las islas donde se pretende que pervive el comunismo, China, Cuba, Corea del Norte y Vietnam, se han integrado cultural y productivamente a la globalización neoliberal y para nada cuestionan el sistema de dominación industrial; finalmente, en los diversos partidos socialistas y comunistas puede decirse que nada queda de la teoría crítica de Marcuse y de la Escuela de Fráncfort. El pensamiento de Marcuse entra también en contradicción con las pretensiones científicas de Marx y Engels; es más, hablando de la posibilidad de un sistema socialista y de la transformación social, Marcuse contradice directamente a esos autores: el camino no va de la utopía a lo científico, sino a la inversa, se trata de un proyecto que es verdaderamente utópico cuando entra en contradicción con leyes científicas comprobadas y comprobables. Desde ese punto de vista, hay que poner en cuestión lo calificado como "irrealizable" en la historia, ya que un proceso revolucionario supone la superación de fuerzas y movimientos antitéticos.

La posibilidad de eliminar la pobreza y la miseria, así como del trabajo alienado, no debería discutirse desde hace ya décadas; si a día de hoy continúan existiendo se debe enteramente al sistema sociopolítico. Marcuse, contradiciendo también a Marx, considera que esa posibilidad de erradicar lo injusto supone más una ruptura que una continuidad con el sistema anterior. Las necesidades humanas se encuentran determinadas históricamente, por lo que también son modificadas del mismo modo; así, se reivindica una ruptura con la continuidad de las necesidades que llevan en su seno la represión. Marcuse pretende que las necesidades vitales humanas, consideradas como fuerza productiva social, supongan una transformación técnica total del mundo; en un mundo así transformado se hacen posibles nuevas situaciones humanas y nuevas relaciones entre los hombres. Es necesario eliminar los horrores de la industrialización y de las técnicas capitalistas, pero no para regresar a ninguna estadio romántico anterior al desarrollo tecnológico, sino precisamente para descubrir todo lo bueno que existe en la industrialización y en la técnica. Por lo tanto, el pensamiento de Marcuse supone una ruptura con la visión marxista del socialismo entendido como desarrollo de las fuerzas productivas, idea sobre la cual nació la falacia del "socialismo científico". De nuevo nos encontramos ante una visión que puede reivindicar rasgos de otros socialistas, etiquetados de forma despreciativa como "utópicos"; es el caso de Fourier y su visión del trabajo como un juego, algo que al parecer asustó al propio Marx. En un sistema libre y socialista el trabajo, incluso el trabajo socialmente necesario, puede estar organizado en armonía con las necesidades e inclinaciones instintivas de los hombres. La posibilidad de conquistar la utopía, según Marcuse, no es en absoluto utópica, sino negación histórico-social determinada de lo existente; ser consciente de las posibilidades de transformación y serlo al mismo tiempo de las fuerzas que la impiden.

Socialismo y humanismo

Fromm es un peculiar sintetizador de la obra de Freud y de Marx, sus análisis son a la vez existenciales, psicológicos y sociales. Una de los factores más presentes en sus obsesiones fue el autoritarismo; recordemos que en su influyente obra, demostró que existen varios mecanismos que inducen al hombre a huir de la libertad. Fromm considera que esa huída, en el ser humano, es una huída de sí mismo y una de las formas que adopta el "instinto de muerte" freudiano. En sus trabajos, en los que se ha querido ver una especie "psicoanálisis humanístico", se subrayan los aspectos sociales y morales de la práctica del psicoanálisis, en gran medida por considerar que la enfermedad mental presenta características sociales y morales. Dediquemos este texto a recordar la visión de Fromm sobre Marx y sobre la praxis marxista.

Hay que decir que el análisis de Fromm es antiautoritario, a pesar de que no insiste demasiado en la gran bifurcación del socialismo iniciado en el seno de la Primera Internacional y sí en los objetivos similares de todas las escuelas socialistas: emancipar al hombre del dominio y la explotación por parte de otros hombres, liberarlo del predomino de la esfera económica e instaurar una nueva relación del hombre en la sociedad y con la naturaleza. Considera que Marx y Engels, en un optimismo ingenuo, sobreestimaron los factores políticos y jurídicos y considera su tendencia a la centralización como una influencia de la clase media arraigada en el siglo XVIII. Otros autores consiguieron liberarse de esa influencia, como los socialistas utópicos Fourier y Owen, o como los anarquistas Proudhon y Kropotkin. Desgraciadamente, los errores del pensamiento de Marx adquirieron mayor revelancia en la praxis posterior, con mayor motivo por haber sido aceptados acríticamente, repetidos hasta la saciedad e incluso potenciados por gran parte del movimiento obrero europeo.

No obstante, hay que observar aspectos interesantes en el pensamiento de Marx y para ello utilizamos el original filtro de Fromm. En El capital, Marx considera el socialismo como una asociación en la que el libre desenvolvimiento de cada individuo será la condición básica para el desenvolvimiento de todos, el principio directivo de la sociedad será el pleno y libre desarrollo de cada uno. Ese objetivo lo denomina Marx la realización del naturalismo y del humanismo; sin ser ni un idealismo ni un materialismo, tiene lo auténtico de cada una de las dos escuelas. El pensador alemán consideró que se había producido una cosificación del hombre en el seno del capitalismo, sus energías físicas se habían convertido en mercancía. Es por eso que la clase trabajadora, la que más sufre la alienación inherente al modo capitalista de producción, debería ser la protagonista de la definitiva emancipación. Para que el hombre se convierta en un participante activo y responsable dentro del proceso social y económico, es condición necesaria la socialización de los medios de producción. Si Rousseau pensaba que había que cambiar la naturaleza del hombre, quitarle sus fuerzas para otorgarle otras nuevas de carácter social, Marx consideró que cuando el hombre haya reconocido y organizado sus propias fuerzas como fuerzas sociales logrará la emancipación sin fundar el poder político. Vemos que se trata de una visión que firmaría cualquier anarquista, aunque las polémicas con Proudhon y Bakunin ya anunciaban que las formas para conseguir ese fin emancipatorio eran muy diferentes. El tiempo daría la razón a los anarquistas y la praxis marxista se bloquearía en sistemas totalitarios sin que se produje ninguna evolución hacia nuevas formas sociales.

El objetivo es que no existan "empleados" en la sociedad; cuando ello se consiga, se transformarán la naturaleza y el carácter del proceso de trabajo del individuo. El trabajo pasará de ser una tarea sin sentido a una expresión significativa de las potencialidades humanas. Marx, junto a todos los socialistas, desea que el trabajo se convierta en algo atractivo para el hombre y se ajuste a sus necesidades y deseos. Es por ello que sugiere que se combata la excesiva especialización, el hombre podrá ocuparse de dispares tareas según su capacidad e interés. Aunque Marx insistió en sus escritos en la transformación económica de la sociedad, para la consecución de la emancipación de los hombres, Fromm quiere subrayar que la actividad económica es solo un medio y no un fin en sí misma. El autor de El capital denominó como "comunismo vulgar" aquel que concede importancia exclusiva a la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, ya que ello no supondría cambiar la cualidad del trabajo, sino extenderlo a todos los seres humanos. Se critica aquí una sociedad comunista que niegue la personalidad del hombre, se pide una extensión de la emancipación a terrenos más allá de la mera propiedad material, una vez conseguida ésta. Es algo en lo que el socialismo anarquista insistirá, ocupándose siempre de raíz de la liberación en los diversos ámbitos humanos. Más ambigüedad y contradicción se puede encontrar en los escritos de Marx y Engels sobre el Estado, aunque afirmaran que la finalidad no era solo una sociedad sin clases, también sin poder político. Lo que sí parece claro es que Marx era partidario de la descentralización y del fin del Estado después, y solo después, de que la clase obrera hubiera tomado el poder político para transformar el Estado. Aunque alguna postura a favor de la descentralización parece formar parte de sus opiniones y teorías, el dogmatismo e intolerancia de Marx en la Primera Internacional contra todo el que discrepara de su teoría central, fue casi con seguridad el germen para las interpretaciones leninistas y el trágico desarrollo del socialismo en Rusia.

Resulta interesantísimo, y primordial para la teoría política moderna, la lectura que realiza Fromm de esas contradicciones de Marx. Por una parte Marx, en consonancia con el resto de los socialistas, está convencido de que la emancipación del hombre no es una mera cuestión política, sino también económica y social. No había que buscar la libertad en un simple cambio de Estado, sino en la transformación económica y social de toda la sociedad. Por otra parte, a pesar de sus teorías, Marx y Engels no dejaban de estar condicionados por la visión tradicional del predominio de la esfera política sobre la socioeconómica, por lo que no pudieron liberarse de esa idea antigua que da importancia al Estado y al poder político. Esa primordial importancia del mero cambio político es característica de la clase media y propulsó las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII. Es por eso que Fromm señala que Marx y Engels tenían una visión mucho más burguesa que hombres como Proudhon, Bakunin o Kropotkin y que resulta paradójico que el desenvolvimiento leninista del socialismo supusiera una regresión a los conceptos burgueses del Estado y del poder político. De igual manera, considera Fromm que la idea de la revolución política no es específicamente marxista ni socialista, es también la idea tradicional de la burguesía para alcanzar la libertad derrocando a la monarquía. Por lo tanto, la supervaloración del poder político y de la fuerza era una herencia del pasado, y Marx no supo librarse de ellas en la nueva concepción socialista.
El materialismo histórico es, probablemente, la mayor contribución de Marx a la historia de las ideas. La premisa fundamental es que el hombre, antes de poder dedicarse a cualquier otra actividad cultural, debe primero asegurarse los medios para su subsistencia física. Las condiciones materiales del hombre determinan su modo de producción y consumo, y éste, a su vez, determina la organización socio-política, su modo de vivir, de pensar y de sentir. La importancia que Marx da a la cuestión económica no tiene una base subjetiva ni psicológica (el deseo de lucro, propio del capitalismo), sino que es un concepto sociológico en el cual el desenvolvimiento económico es la condición objetiva para el desenvolvimiento cultural. La gran crítica al capitalismo es que había mutilado al hombre por intereses económicos y la nueva sociedad supondría una liberación gracias a una organización económica más racional y productiva. Considera Fromm que el materialismo histórico hubiera sido una teoría aún más fecunda, si los herederos de Marx no la hubieran bloqueado con su dogmatismo. El primer punto sería reconocer que Marx y Engels solo establecieron el punto de partida al descubrir la correlación entre el desenvolvimiento de la economía y de la cultura. Fromm considera que subestimaron la complejidad de las pasiones humanas, ya que la naturaleza del hombre tiene sus necesidades y leyes propias, en constante interacción con las condiciones económicas que determinan el desarrollo histórico. Si el hombre es influido por la organización social y económica, él a su vez influye sobre ella. Es un margen para la subjetividad y la acción transformadora, con la que simpatizan plenamente los libertarios. Fromm rechaza una visión excesivamente ingenua sobre la naturaleza bondadosa del ser humano, considera que ha desarrollado una serie de necesidades y satisfacciones irracionales desarrolladas durante demasiado tiempo. Junto a la simple liberación de cadenas, debe también desembarazarse de esas fuerzas irracionales, de todo ansia de poder y destructividad, de ese "miedo a la libertad" al que aludíamos al comienzo de este texto.

La subestimación de Marx a las pasiones humanas se resume en tres aspectos erróneos: el olvido del factor moral en el hombre, la revolución no puede ser meramente económica, también requiere una orientación moral nueva; el segundo error fue su excesivo optimismo sobre el advenimiento del socialismo, su inmediatez, olvidando las advertencias de Proudhon y Bakunin sobre el peligro de monstruosas guerras y nuevas formas de autoritarismo; el tercer error, según Fromm, es el considerar que solo era necesaria la socialización de los medios de producción para transformar la sociedad, en esa línea demasiado simplista y optimista. Freud, después de la Primera Guerra Mundial, se percató de esas fuerzas destructoras e irracionales tan fuertes como sus contrarias, algo que Marx no pudo comprender. Otra gran crítica a Marx es no haber tampoco comprendido que lo verdaderamente revolucionario es cambiar las condiciones del trabajo, ya que para el ser humano resulta igual si la empresa es propiedad del Estado (por mucho que se presente con el subterfugio de la socialización), de una burocracia gubernamental o de una burocracia privada. La Rusia soviética tal vez demostró durante algún tiempo que una economía "socialista" puede ser eficaz, pero de ningún modo creó un espíritu de igualdad y cooperación, ya que la supuesta propiedad de los medios de producción "por el pueblo" enmascaraba una burocracia industrial, militar y política.

La conquista de la autonomía

Cornelius Castoriadis (1922-1997), que desempeñó en la Segunda Guerra Mundial un papel activo en la resistencia griega contra el Ejército alemán, quedará marcado por los acontecimientos posteriores al conflicto bélico: la Guerra Fría, el estalinismo, las guerras coloniales en Francia (Indochina, primero, y después Argelia), la desobediencia civil, las revueltas del 68… Si Castoriadis fue en sus inicios un marxista de pro, evolucionará hacia una crítica furibunda del mismo. Puede afirmarse sin duda que Castoriadis tenía un conocimiento exhaustivo, tanto de la filosofía antigua, como del desarrollo del pensamiento en Occidente; era también un sociólogo con un profundo análisis de las sociedades capitalistas y burocráticas, que elaboró una nueva comprensión del hecho social, además de economista, psicoanalista, historiador, científico y politólogo. No se trata de un autor fácilmente encasillable a nivel académico, y lo explica en parte que tenía una edad madura cuando se adentra en los círculos intelectuales de carácter oficial. El pensamiento de Castoriadis, tal como dice Tomás Ibáñez en Contra la dominación, es complejo; Edgar Morin llegó a definirlo como un auténtico "titán del pensamiento".

La trayectoria y compromiso político de Castoriadis, en cualquier caso, resulta desligable de su forma de pensar; sería un militante revolucionario convencido, profundamente crítico con la sociedad capitalista y deseoso de una transformación radical del mundo contemporáneo. A partir de ese compromiso político, desarrolla su concepto de autonomía y acabará rompiendo, de manera radical (aunque existe controversia con eso), con el marxismo. Si militó primero en el Partido Comunista Griego, y después en el Partido Comunista Internacionalista (trotskista), en 1948 llega ya a la conclusión de que la Unión Soviética no es "un Estado obrero degenerado" (tal y como dijo Trotski), sino una nueva variedad de capitalismo de Estado, burocrático y totalitario. En 1949, definiéndose aún como marxista revolucionario (antiestalinista), funda un nuevo grupo político en torno a la revista Socialismo o Barbarie. Sus intenciones serán fomentar una organización revolucionaria y el desarrollo de un movimiento obrero, con especial atención a las experiencias consejistas, profundizar en el análisis marxista de las sociedades contemporáneas (tanto del capitalismo occidental, como del capitalista-burocrático del Este) y ahondar igualmente en la propia teoría proveniente de Marx. Socialismo o Barbarie está considerada como una revista mítica, a pesar de su escasa difusión y poca incidencia en el momento, con lúcidos análisis vistos posteriormente como acertados, que se publicará hasta 1965; el grupo político se romperá un año después; quedaba muy poco para los hechos del Mayo del 68.

En el marco y los análisis promovidos por Socialismo o Barbarie es donde desarrollará Castoriadis su concepto de autonomía y su ruptura, radical o no, con el marxismo. Naturalmente, su abandono del marxismo no hace que su pensamiento haga un giro hacia lo reaccionario; muy al contrario, se trata de una profundización en su condición de revolucionario, en el compromiso indudable con la transformación de la sociedad. Parece obvio que la crítica de Castoriadis coincide con la realizada siempre por los anarquistas: los movimientos revolucionarios pierden su condición cuando delegan en la burocracia y en los dirigentes de los partidos, y la autogestión de la economía en manos de los obreros desaparece al confiar en una élite de especialistas. Naturalmente, autoorganización, autogestión, y de forma más general la autonomía, son inherentes a cualquier proyecto revolucionario. La autonomía consiste en la capacidad a decidir por sí mismos, por otorgarse sus propias normas; el cómo llevarla a cabo será la cuestión sobre la que pivote todo el pensamiento de Castoriadis.

La conclusión a la que llega el filósofo griego es que heteronomía es la regla a nivel sociológico e histórico. La eficacia y cohesión de las sociedades se sustentan en el supuesto de que las normas tienen un origen externo, ya sea la naturaleza, los dioses, los mitos, la tradición o, de manera contemporánea, las leyes históricas o economicistas. No obstante, Castoriadis considera que las sociedades son, obviamente, autónomas, aunque algo hace que no se perciban como tales. No existe instancia exterior que le dicte sus normas ni nivel tracendente que regule su funcionamiento. Sin embargo, la sociedad oculta a sus miembros su naturaleza histórica y autoinstituyente, aparece como algo ya dado y determinado, sin que los integrantes puedan decidir ni cuestionar unas normas que, aparentemente, no tienen su origen en la propia sociedad.

Castoriadis considera que hay dos rupturas históricas de esta apariencia: en la Antigua Grecia, donde se neutraliza ese periodo de ocultación y se crea un nuevo modo de ser de la sociedad (se cuestiona la tradición y se debate sobre la conveniencia o no de las normas, se inventa en suma la política), y siglos más tarde en la Europa Occidental. Si se considera lo político como originado e instituido en la propia sociedad, existe la posibilidad de enjuiciarlo y de transformarlo. No existe ningún tipo de trascendencia en lo social, es el propio ser humano el que instituye la sociedad, por lo que él mismo puede activar un nuevo proceso instituyente. Castoriadis caracteriza su pensamiento por un antitrascendentalismo, un antiesencialismo y un antideterminismo, como la única posibilidad de asegurar la autonomía. Por otra parte, la autonomía es un hecho, histórica y sociológicamente comprobable, por lo que no puede existir duda de la validez de esos principios. En el campo filosófico (ontológico), Castoriadis también insistirá en la autonomía, lo cual supone una ruptura con la concepción clásica del ser (la cual supone la predeterminación), ya que en ella no cabía un tipo de ser capaz de decidir sobre su modo de ser y tampoco el acto creativo (en sentido fuerte).

Como hemos dicho, Castoriadis fue en principio un convencido marxista y militante revolucionario, seguro de que si era lo segundo debía ser lo primero. Pero su ruptura con el marxismo se producirá precisamente al considerar que las ideas de Marx eran contraproducentes para la revolución. Será a partir de esa crítica del marxismo como se desarrollará su reflexión sobre la autonomía. En un principio, el grupo político Socialismo o Barbarie hizo una crítica del sistema soviético considerándolo una práctica desvirtuada del marxismo, un mal uso no revolucionario de una doctrina que sí lo era. Más tarde, las críticas se extenderán a los aspectos cuestionables dentro del propio marxismo. En una tercera y última etapa, momento no compartido por todo el grupo (lo que supondrá su disolución final), puede decirse que hay ya una crítica radical del marxismo, tanto en la práctica como en sus puntos de vista teóricos. Es éste el momento en el que se considera que Castoriadis abandona su actividad militante para entregarse a "repensar en profundidad el proyecto revolucionario". No obstante, esta intensa actividad intelectual no supondrá que no colabore con diversos movimientos revolucionarios; por ejemplo, fue invitado por la CNT en la Transición a impartir una conferencia en Barcelona.

La crítica de Castoriadis al marxismo será articulada en tres puntos. Desde el punto de vista económico, se considerará que la teoría de Marx puede ser falsa al no haberse cumplido sus predicciones en cuanto al desarrollo del capitalismo; el supuesto cientificismo de la teoría de Marx desemboca en un modelo mecanicista solo válido si se elimina la incidencia de la mano humana (obviamente, no predecible). Desde un punto de vista histórico y político, el marxismo ya no será válido para comprender ni transformar la historia en el presente; ello es porque se ha transformado en una ideología, precisamente en el sentido que le daba Marx, "un conjunto de ideas que se aplica a la realidad no para dilucidarla y transformarla, sino para oscurecerla y justificarla en el imaginario" (para mantener y reforzar el statu quo). Finalmente, desde el punto de vista filosófico, se criticará en la teoría marxista el peso desmesurado de la economía, y del desarrollo de la fuerzas productivas, en detrimento del resto de las relaciones sociales. En este campo último, se hará la crítica más furibunda, al basarse Marx en una supuesta naturaleza humana esencialista e inalterable y en un credo de base determinista (que tiene su origen en Hegel). Resulta inaceptable una doctrina que niega la posibilidad del ejercicio de autonomía e impide pensar la historia como campo de creación.

La preocupación política motiva y activa el pensamiento de Castoriadis. Su intención revolucionaria le llevará a considerar el concepto de autonomía como deseable, tanto a nivel individual como social. El ser autónomo será capaz de darse a sí mismo, reflexivamente, sus propias leyes de existencia y de decidir su modo de ser, capaz de modificar las leyes que determinan su propia existencia si ello es preciso. La autonomía solo podrá constituirse mediante la práctica, y Castoriadis se volcará en preservar los gérmenes que se han ido fraguando en determinadas sociedades durante la historia y en provocar el deseo de autonomía en el mayor número de personas. Trabajará fundamentalmente en el campo de la filosofía occidental, así como en la sociología y en la psicología, para elaborar una historia crítica del pensamiento que sea capaz de otorgar a nuestro propio pensamiento la posibilidad de pensar de otra forma.

Para sostener el concepto de autonomía en el plano del pensamiento, aparecen varios obstáculos. El mismo concepto de autonomía implica dos operaciones aparentemente antitéticas según los dictados del pensamiento heredado: la creación y la autodeterminación. La autonomía supone la creación de algo que no es deducible a partir de las condiciones antecedentes (algo que no existe previamente, lo cual no consiste en crear "con nada" ni "desde nada"). La autodeterminación, por otra parte, parece consistir en la posibilidad de una operación a partir de una determinación previa (ya establecida "desde siempre"). El pensamiento instituido considerará inaceptable tanto la creación de algo sin existencia previa, como el presupuesto de no determinación, por lo que tampoco tendrá cabida el concepto mismo de autonomía. En definitiva, Castoriadis combatirá el pensamiento instituido y para ello se verá obligado a repensarlo.