- Presentamos más abajo como anexo, un fragmento de ‘Karl Marx: ensayo de biografía intelectual’, de Maximilien Rubel
- Una visión particular (y polémica) del método de uno de los padres del socialismo científico. “El verdadero problema no consiste en la disyuntiva Utopía-Marxismo, Marxismo-Reformismo, Marxismo-Revisionismo, sino en la disyuntiva Jacobinismo-Autoemancipación. El problema consiste en averiguar si cuando las clases sociales y los hombres como tales confían a cuerpos escogidos y/o elegidos la representación y defensa de sus intereses, pueden retener la autonomía de su conciencia y sus acciones.” | Maximilien Rubel [1]
Eduardo Sartelli | ¿Era Marx
un anarquista? Así lo creía uno de sus mejores biógrafos: Maximilien Rubel.
Ediciones ryr acaba de publicar la obra de este intelectual. Controvertido y
original, el gran aporte de Rubel se destaca por su erudición y conocimiento de
la vida y la obra del fundador del materialismo histórico. A continuación, una
introducción al problema.
Con la frase del acápite, Maximilien Rubel dividió aguas en
el seno de las corrientes revolucionarias, apartando a un lado las que,
repitiendo un adjetivo bakuninista, resultan en tendencias “autoritarias”, y
las que, apelando a la auto-emancipación de la clase obrera, constituyen lo más
genuino de la tradición contestataria. En la primera caen desde el stalinismo
hasta los bolcheviques como Lenin y Trotsky. En la segunda, los consejistas, el
anarquismo y hasta el sindicalismo revolucionario soreliano. En este combate contra aquellas tendencias “autoritarias”,
Rubel quiere rescatar para su bando a un personaje que sería el último al que
Bakunin apelaría para ello, el mismísimo Marx, a quien hay que rescatar de… los
marxistas. En particular, de Engels. Con este objetivo en mente, nuestro autor
se plantea nada más ni nada menos, que la única reedición independiente de
algún partido que se
reclama marxista, de toda la obra de Marx, de quien va a decir, finalmente que, no sólo (y como el señalara) no es “marxista”, sino que es anarquista. Así de interesante es, más allá de acuerdos y desacuerdos, la aventura que Maximilien Rubel se lanza a protagonizar en los últimos cincuenta años de su vida. Empecemos, entonces, por el comienzo: el autor y su obra.
reclama marxista, de toda la obra de Marx, de quien va a decir, finalmente que, no sólo (y como el señalara) no es “marxista”, sino que es anarquista. Así de interesante es, más allá de acuerdos y desacuerdos, la aventura que Maximilien Rubel se lanza a protagonizar en los últimos cincuenta años de su vida. Empecemos, entonces, por el comienzo: el autor y su obra.
La “marxología”
Si algo podría caracterizar a Rubel correctamente es el
colocarlo en compañía con aquellos que dedicaron buena parte de su vida
intelectual a “producir” la “mercancía” Marx. Al igual que Engels, Kautsky o
Riazanov, Maximilien Rubel tipifica al marxólogo, es decir, a aquel que no sólo
conoce, comenta y traduce la obra del filósofo alemán, sino que la descubre,
ordena y reordena, “produciendo” (en el modo más enérgico posible de esta
expresión) una nueva lectura e, incluso, un nuevo texto.
Rubel se consagró a construir un Marx anti-stalinista desde
sus bases mismas, es decir, desde la traducción y la reedición de los textos
fundamentales, desafiando el monopolio del PCUS y del stalinismo de la RDA. El
criticismo de Rubel no alcanza sólo al stalinismo, sino al bolchevismo in toto,
a partir del criterio según el cual los hijos han traicionado al padre. Padre
que supo precaverse de tal giro de la fortuna negándose a ser considerado
“marxista”, fundador de una escuela o algo así. Rubel puede ser definido como
un “marxista anti-bolchevique”, a la par de Pannekoek y Paul Mattick. Además,
su pretensión de que el impulso de Marx hacia las ideas que adoptó no surgió,
precisamente, de algún descubrimiento científico, sino ético, le da a su
interpretación un sesgo no anti-científico pero sí anti-cientificista.
Hipótesis que Rubel intenta probar negando toda cesura entre el autor de El
Capital y el de los Manuscritos de París, enfrentamiento necesario con un
Althusser al que, sin embargo, se apoya implícitamente al rechazar la filiación
hegeliana de su biografiado. Como colofón de todo el edificio, concluye que
Marx era, como ya dijimos, en realidad, anarquista. Podrá decirse cualquier
cosa sobre esta lectura del fundador del socialismo científico, menos que no es
original…
Veamos con un poco de detalle esa pretensión “ética”
fundacional. En las Páginas escogidas de Marx para una ética socialista, Rubel
explicita el punto de partida de su lectura, que pretende ser, sin embargo, la
lectura:
“A medida que se intensificaban las discusiones sobre la significación real del mensaje de Marx y proliferaban sus intérpretes, nuevas sombras oscurecían la figura del pensador que dio su nombre a una de las ideologías modernas más universalmente difundidas, transformado por último en una especie de oráculo cuyas sibilinas revelaciones era necesario desentrañar. Temido por sus enemigos, desfigurado por quienes lo explotan, el pensamiento de Marx sigue siendo objeto de las interpretaciones más contradictorias: su total fracaso o su completa validez son demostrados con igual fuerza y pasión.” [2]
El origen de la lectura “rubeliana” es, entonces, una
voluntad de “higiene conceptual”, de recuperación de un Marx “auténtico”,
escondido detrás de la plétora de interpretaciones interesadas, conjunto
abigarrado que dio en llamarse “marxismo”. Es decir, una ideología cuyo
fundador no sería otro que el mismo Engels, en el mismísimo acto en el que
despedía los restos de su amigo en aquella alocución justamente célebre:
“Cuando pronunció sobre la tumba de Marx el breve y conmovedor elogio fúnebre en que esbozaba el retrato espiritual de su amigo, Engels no sospechaba que sus palabras contenían en germen la nueva ideología social que luego se difundiría, con el nombre de marxismo, en una verdadera Babel de interpretaciones del pensamiento de Marx.” [3]
¿Cuál es la llave de esa caja de Pandora que abre Engels? La
confesión de una dualidad en el corazón del pensamiento marxista, dualidad que
expresa por un lado el determinismo de la ciencia, y por el otro, la libertad
que exige necesariamente todo aquel que pretende posible y deseable una
revolución. Rubel en modo alguno quiere negar la existencia de ese dualismo,
todo lo contrario. Sucede que el método elegido hasta ahora, dice, deja un problema
“insoluble, mientras nos limitemos a una mera interpretación de los textos de carácter teórico, pues entonces se puede ‘probar’ todo sin que nada resulte esclarecido. Es innegable la necesidad de apoyarse en textos, incluso para desentrañar los resortes íntimos de la personalidad de Marx. Pero entonces no se trata ya de interpretar tesis teóricas, con una labor especulativa, sino de aproximarse a un tipo de hombre.” [4]
Esta verdad, que yace más allá de los textos, es una demanda
ética. Marx, antes que nada, es revolucionario por convicciones morales, no por
resultados científicos. Esta conclusión está ya presente, según su peculiar
biógrafo, en su tesis doctoral sobre la filosofía de Demócrito y Epicuro.
Citando a Cornu, Rubel destaca que la física de Epicuro “no constituye un fin
en sí misma, como en Demócrito, sino el fundamento de una ética respecto de la
cual sirve como medio de corroboración.” [5] Esta relectura gigantesca del
conjunto de la obra marxiana estará presidida por esta premisa, la clave del
libro que el lector tiene entre manos.
Como su título lo indica, el libro de Rubel que publicamos
en nuestra Biblioteca Militante intenta ser algo más y algo menos que una
biografía. Algo menos: no se encontrará aquí un relato pormenorizado de cuanto
le sucede al biografiado, segundo a segundo, al estilo del monumental texto de
Cornu, aunque no le faltarán datos sobre los eventos más importantes (en ese
sentido, se puede complementar este trabajo con la Crónica de Marx, del mismo
Rubel). Algo más, porque se trata de una perspectiva global sobre la vida
intelectual de Marx, que se despliega etapa por etapa, dejándonos un
conocimiento cabal de lo principal de su producción.
Quizá lo más sustantivo de esta propuesta rubeliana se
juegue en la primera parte del libro, donde se despliega con audacia su tesis
central: antes de El Manifiesto, Marx ya ha madurado sus ideas básicas, en
particular, porque ha arribado a la conclusión lógica de su apuesta ética, el
socialismo. Esta primera parte, con un análisis muy rico de las obras
tempranas, aquellas que el althusserismo considera “pre-marxistas”, pero que
son para Rubel, las esencialmente marxianas, expone con rigor textual esa
trayectoria veloz, afiebrada, del adolescente liberal al hombre socialista.
La segunda parte nos lleva al corazón de la voluntad
rubeliana de crear al Marx anarquista. En efecto, aquí asistiremos al análisis
marxiano del Estado, puesto el énfasis en la crítica a la estadolatría que
Rubel observa en el corazón del bolchevismo y, por supuesto, en su continuidad
staliniana. Si la primera parte busca fundar la trayectoria marxiana en una
apuesta ética, la segunda parte intenta demostrar que esa apuesta guía toda la
trayectoria posterior: una ética de la libertad que, finalmente, se resuelve
como una ética sin Estado, es decir, sin opresión.
La tercera parte revela la erudición propia del editor más
eminente de El Capital después de Engels. Aunque no está exenta de problemas,
el lector disfrutará, en esta sección, de una exposición clara y sencilla de
temas intrincados. Es también, la invitación a una lectura abierta de la obra
máxima del biografiado, presentada como un edificio en construcción, más presto
al cuestionamiento que a la afirmación dogmática. No se nos escapa que su
lectura “politicista” dota a Rubel de indudables virtudes a la hora de
comprender El Capital como el sustrato realista de aquella apuesta “ética” del
comienzo. Pero también cercena una pintura más profunda de su dinámica, que se
manifiesta en su apoyo a la variante campesinista rusa que se defendería del
leninismo con la famosa carta de Marx a Vera Zasulicht. Allí, al igual que
autores como Shanin, so capa de criticar un evolucionismo determinista (todos
los países del mundo deben seguir la trayectoria inglesa), se hace decir a Marx
que tal cosa no tiene por qué suceder en Rusia. Lo cual es obvio (si se produce
la revolución en Alemania antes, por ejemplo), pero no menos erróneo si algún
trastorno similar no viene cambiar los carriles por los que iba desarrollándose
la comuna rural rusa. De este equívoco, que Rubel no resuelve, se han tomado
todas las variantes de “izquierda nacional” del mundo, desde los populistas
rusos hasta los filo-montoneros Aricó y Portantiero en la Argentina de los '70.
El final del texto nos devuelve al comienzo: la apuesta
ética se refrenda, finalmente, en la Comuna de París, la unidad del científico
y del revolucionario que Engels, inconscientemente quiere creer Rubel, separara
en aquel famoso discurso ante la tumba de su camarada. El libro cierra,
entonces, con una notable coherencia de ideas, coherencia que se extiende a
toda la obra de Rubel, coherencia que hace posible apreciar, detrás de una
interpretación particular, pletórica de los inconvenientes que hemos mencionado
y de otros que, por razones de espacio no marcamos, un Marx original. Nos
acerca una perspectiva fresca que, en confrontación con el autor, permite
limpiarnos de tanto dogma adocenado. Más allá de su valor intrínseco, es para
nosotros una lectura que nos confronta y nos obliga a una tarea conceptualmente
higiénica. Una urgencia propia de tiempos en que la confusión ambiente exige
volver a pensar viejos y nuevos problemas.
Notas
[1] “Reflexiones sobre utopía y revolución”, en Fromm,
Humanismo socialista, p. 238. Véase cita completa en bibliografía recomendada.
[2] Rubel, Maximilien: Páginas escogidas de Marx para una
ética socialista, Amorrortu, Buenos Aires, 1974, p. 19.
[3] Ibid., p. 16.
[4] Ibid, p. 20.
[5] Ibid., p. 22.
Fragmento de: ‘Karl Marx:
ensayo de biografía intelectual’
de Maximilien Rubel
Una visión particular (y polémica) del método de uno de los padres del
socialismo científico
Capítulo I: Época y
medio
Como toda obra del espíritu, también la de Marx hunde sus
raíces en la vida social e intelectual de su época y de su medio. Ella lleva su
sello indeleble, pero además contiene las grandes líneas de un futuro que puede
advertirse en la imagen que el genio anticipador de Marx le diera.
Su pensamiento se formó en los años cuarenta del siglo
pasado en una región que, de todas las regiones del imperio alemán, era la más
apta para convertirse en el crisol de las nuevas ideas sociales que se
expandían por entonces en Europa occidental y particularmente en Francia. En
efecto, la Renania, tierra natal de Marx, por su situación geográfica se
prestaba para ser el lugar de encuentro de las corrientes intelectuales
provenientes de Francia e Inglaterra; de ahí su ascendiente sobre el resto de
Alemania.
Si se quiere caracterizar el clima social de esta Europa y
en especial de las provincias renanas, es necesario evocar un fenómeno que los
autores franceses y alemanes de la época no titubearon en considerar como una
fatalidad de la civilización moderna: el pauperismo. Con este término
designaban la miseria colectiva que azotaba amplios sectores urbanos y rurales,
víctimas de la crisis de crecimiento del capitalismo industrial y de las
transformaciones estructurales que ésta hacía padecer a los países europeos
apenas repuestos de las guerras napoleónicas. ¿Qué tiene de sorprendente,
entonces, que la Revolución de Julio apareciera ante los espíritus hambrientos
de justicia social como el anuncio del Juicio Final?
Goethe, sin embargo, quien trabajaba en su segundo Fausto,
acogió con total indiferencia los acontecimientos de París. Absorbido por su
obra poética y no obstante haber tenido el presentimiento de los próximos
estallidos, se rehusaba a abrir el Temps y el Globe a los que estaba suscripto.
Cuando su amigo Eckermann corrió hasta la morada del poeta alarmado por las
noticias parisienses, fue recibido con estas palabras: “Y bien, ¿qué piensa
usted de este gran acontecimiento? ¡El volcán acaba de entrar en erupción, todo
está en llamas, y ya no es más un debate a puertas cerradas!” Para su sorpresa,
Eckermann supo que el suceso que Goethe exaltaba no era la revolución, sino el
debate que había enfrentado a Cuvier y a Geoffroy Saint-Hilaire en la Academia
de Ciencias durante la sesión del 19 de julio: a los ojos del poeta y
naturalista, el conocimiento sintético de la naturaleza triunfaba sobre el
método analítico.
Algunos meses después, Goethe anula su suscripción al Globe,
el cual, ya convertido en diario político, le resultaba chocante por su tono
revolucionario. En una conversación mantenida en esas circunstancias con
Eckermann, criticaba y rechazaba la doctrina saint-simoniana según la cual la
felicidad individual no puede alcanzarse sin la actividad y el esfuerzo en
favor de la felicidad de todos.
“Si cada uno hace individualmente su deber y actúa con honestidad y valentía en la esfera exclusiva de su ocupación, es indudable que el bien del conjunto quedará asegurado. En mi profesión de escritor jamás pregunté qué desea la gran masa y cómo podría hacerme útil al conjunto de los hombres. Por lo contrario, siempre me he esforzado por ser yo mismo más racional y mejor, por profundizar en mi personalidad, por no decir jamás otra cosa que aquello que yo mismo hubiera reconocido como bueno y verdadero.”
Estas palabras del octogenario Goethe dejan percibir, al
menos en Alemania, un clima espiritual que pronto habría de desaparecer. Las
nuevas generaciones, con diferentes aspiraciones intelectuales y morales, harán
suya una ética que también marcará la carrera literaria y política de Marx.
Goethe representaba el estado espiritual de una época en la
que el estudio de la sociedad cedía paso al conocimiento de la naturaleza. Sin
embargo, algunos de sus contemporáneos veían más lejos que él. Ignorados en
vida, apenas hoy comienzan a emerger de un olvido secular. Elijamos como
ejemplo al escritor Carl Gustav Jochmann, autor de una teoría poética inspirada
en Vico. En un estilo denso y puro, esboza una historia de la humanidad y de su
poesía que abarca los períodos más lejanos y se prolonga, a través del
presente, hacia un porvenir intensamente deseado. Ve nacer y desaparecer la
poesía, expresión natural de un mundo en el que la imaginación está llamada a
suplir una felicidad inasible y, dada su carencia, un conocimiento racional de
la realidad. Además, el florecimiento de la poesía, es decir de la imaginación
misma, aparece ante él como el síntoma de un deterioro fundamental en las
sociedades en las que se manifiesta. La decadencia de las aptitudes poéticas,
al contrario, podría ser considerada como un progreso de la razón y del
bienestar social. “Quién sabe -pregunta Jochmann- si a un cierto nivel de su
desarrollo, el hombre no tendrá más necesidad de bienes exteriores para
aumentar sus riquezas espirituales que de éstas para acrecentar su felicidad.”
No obstante, el pensamiento de Jochmann vacila en cuanto al porvenir de la
poesía en una sociedad “verdaderamente humana”, y hacia el final de su ensayo
anuncia de manera bastante inesperada una renovación poética. Ve al hombre
adueñarse de la naturaleza y ceder las tareas más duras de la existencia a las
diversas máquinas, abriéndose así el camino hacia un mundo nuevo y feliz, y
tender a un constante ennoblecimiento. “El ocio en una sociedad verdaderamente
humana producirá otros frutos diferentes de esta ociosidad pedante de nuestra
sociedad burguesa que llamamos erudición; los cantos triunfales de la radiante
felicidad resonarán de modo muy distinto de los suspiros de nuestra nostalgia
insatisfecha; el júbilo del Prometeo liberado resonará de otro modo que los
lamentos del Prometeo encadenado.”
Jochmann destaca que orientando la máquina hacia la
producción ilimitada de riquezas, ésta podría esparcir sobre todas las naciones
los goces hasta entonces reservados a ciertos individuos. Pero con el fin de
que esta abundancia no resulte una fuente de infortunios para la mayoría como
consecuencia de una distribución injusta, se hace necesaria la “reorganización
de las formas sociales.” Tal es, según Jochmann, la tarea del siglo. Se
advierte que Jochmann no eludía el problema planteado por Goethe respecto de la
ética saint-simoniana. Simplemente lo encaraba desde una nueva perspectiva:
rompe con la tradición romántica que al reconocer de valor solo a la personalidad
excepcional, rinde un culto narcisista a su propio genio, y sostiene que el
florecimiento de la personalidad -de toda personalidad- se halla ligado, en la
era de la técnica, a la creación de una “sociedad universal” en la que habrían
desaparecido las separaciones políticas, sociales y culturales.
A esta actitud filosófica iba a agregarse, en el caso de
algunos representantes de la nueva generación, el espíritu y la voluntad de
lucha revolucionarios. La trágica figura de Georg Büchner, poeta, naturalista y
conspirador muerto a los veinticuatro años, se aparta mucho de la trivialidad
del medio liberal alemán de los años treinta. Formado en la escuela de Babeuf,
de Saint-Simon y de Fourier, Büchner fue el primero en proclamar la lucha de
clases en Alemania: “Si algo puede salvarnos en esta época, es en verdad la
violencia. Nosotros sabemos qué debemos esperar de nuestros príncipes. Todo lo
que nos conceden les ha sido arrancado por la fuerza.” “Desde luego, yo actuaré
siempre según mis principios, pero he aprendido hace poco que solo la necesidad
imperiosa de las masas puede arrastrar al cambio; toda la agitación y todos los
clamores de los hombres aislados es trabajo vano y estúpido.”
Como ningún otro espíritu alemán, Büchner poseía la visión
de lo trágico en la historia. Bajo los efectos del estudio de la Revolución
Francesa, se siente desde luego aplastado, incapaz de todo esfuerzo de
transfiguración poética:
“Me he visto como aniquilado bajo la terrible fatalidad de la historia. He descubierto en la naturaleza humana una aterradora igualdad; en la condición humana, un inevitable poder, conferido a todos y a ninguno. El individuo no es más que espuma sobre la ola; la grandeza, un simple azar; la soberanía del genio, un juego de marioneta: un combate absurdo contra una ley implacable. Reconocer esta ley es el acto supremo; dominarla es lo imposible.”
Büchner escribe a Karl Gutzkow, quien había publicado en su
revista Phoenix escenas de La muerte de Dantón: “La relación entre pobres y
ricos es el único elemento revolucionario en el mundo, solo el hambre puede
llegar a ser la diosa de la libertad.” Sin ninguna afinidad con la Joven
Alemania, le reprocha querer reformar la sociedad mediante proezas literarias;
le disgusta la ironía superficial de Heine y siente horror por el culto de la
élite:
“Pienso que en lo que concierne a las cuestiones sociales, se debe partir de un principio absoluto de derecho, buscar la formación de una nueva vida espiritual en el pueblo y mandar al diablo la sociedad moderna cuyo tiempo se ha cumplido.”
En todo lo que Büchner ha escrito se percibe un fuerte tono
de presentimiento, una sensibilidad extrema frente a las amenazas que pesan
sobre la época. El manifiesto que redactó en 1834 contiene las estadísticas de
la explotación de los campesinos pobres por los gobiernos alemanes, los
burócratas y las castas militares, sin que se encuentre en él la menor
tentativa de análisis social o el esbozo de un plan de reformas. Büchner era la
voz de la rebelión pura, la protesta en acto de una clase infortunada y sin
fuerza heroica: el campesinado. El drama de la revolución que esperaba escribir
lo llevó consigo a la tumba: no ha dejado ninguna herencia política, y su obra,
apenas bosquejada, no tuvo continuadores. Sin embargo, hacia la misma época,
otra voz intenta hacerse oír en Alemania para denunciar el flagelo del
pauperismo y proponer soluciones no violentas a la miseria económica: Ludwig
Gall, precursor de las ideas de autoemancipación obrera.
De Francia había penetrado en Alemania la idea de la
asociación como instrumento de la lucha de clases y de la emancipación obrera.
Ella encuentra en Ludwig Gall a un activo protagonista, dotado de una
extraordinaria capacidad de invención. La lectura de los escritos de los
saint-simonianos, de Fourier y de Owen le había abierto los ojos con respecto a
la fuente del mal social. El contraste entre la indigencia de las clases
laboriosas y las posibilidades materiales ofrecidas por el progreso técnico
solo podía explicarse mediante un hecho, mediante un fenómeno de inmenso
alcance, esto es: “millones de individuos no poseen sino su capacidad de
trabajo, el valor de la cual se halla determinado por la fuerza de las
máquinas.” La causa fundamental de la miseria de las clases desheredadas, la
descubre en la “desvalorización del trabajo humano en relación con el dinero
que lo domina todo.”
Es la primera vez que una idea semejante hace su aparición
en Alemania, y ello en la ciudad natal de Karl Marx, quien tenía en aquel
entonces diecisiete años y abrazaba, en ocasión de su examen de madurez, el
credo ético saint-simoniano rechazado por Goethe cinco años atrás.
El adolescente frente
a su vocación
A partir de esta edad Marx, espíritu precoz, ya es
consciente de su vocación. En la disertación escrita de alemán que entrega a su
examinador, fija con toda claridad el objetivo supremo de su vida:
“La naturaleza misma ha delimitado para el animal el campo de su actividad en el cual éste se mueve tranquilo, sin intentar salir y sin sospechar que existan otros. También para el hombre la divinidad ha fijado un fin general: el ennoblecimiento de la humanidad y el de su propia persona. Pero lo ha dejado al cuidado de encontrar los medios; le ha confiado la tarea de elegir en la sociedad el lugar donde mejor podrá educarse y educar a la sociedad.”
Desde entonces, el adolescente concibe esta elección como un
privilegio del hombre en el seno de la creación, pero también como un riesgo y
una apuesta que puede acarrear la desgracia y la ruina de su vida. La ambición
podría extraviarlo, la imaginación engañarlo y los obstáculos impedirle
realizar su verdadera vocación, ya que: “En cierta medida, nuestras relaciones
con la sociedad han comenzado antes de que podamos modelarlas”. Si conocemos
nuestra naturaleza, podemos evitar que nuestra vida sea un doloroso combate
interior y si las condiciones que regulan nuestra existencia nos dan la
posibilidad, abrazaremos la profesión que “nos ofrece el más vasto terreno para
promover el bien de la humanidad y acercarnos a ese fin supremo del que toda
profesión no es más que un medio: la perfección”.
Puesto que quiere conservar intacto el bien que más estima
-la dignidad humana-, ¿hacia qué carrera se orientará el joven que define así
sus principios éticos? ¿Hacia la “jurisprudencia”, como nos lo indica el
certificado de aptitud entregado a Karl Marx cuanto abandona el liceo de
Tréveris, su ciudad natal? El futuro estudiante se guarda bien de confiarnos su
secreto; solo sabemos que su padre era abogado y que en Bonn seguirá cursos de
derecho, al menos durante dos semestres, no sin presentir la aridez de estos
estudios. En tal sentido se confiesa a su padre en una carta cuyo contenido
adivinamos por la respuesta que éste hace llegar a su hijo.
Como quiera que sea, el adolescente ya sabe que elegirá la
profesión que le permita trabajar para la causa de la humanidad, la única digna
de sus esfuerzos. Y sabe que debe evitar sobre todo las profesiones que alejan
de la acción directa sobre la vida, aquellas que solo se ocupan de verdades
abstractas. A guisa de conclusión, el joven Marx enuncia la profesión de fe de
la que ya no renegará, y que volveremos a encontrar formulada de modo implícito
al comienzo de su carrera de hombre de ciencia y de luchador político, de hombre
sin profesión determinada, de burgués viviendo la miseria del proletario
intelectual, de paria al que ningún gobierno querrá acordar la ciudadanía:
“La idea maestra que debe guiarnos en la elección de una profesión es el bien de la humanidad y nuestra propia realización. Sería erróneo creer que estos dos intereses son hostiles, que uno debe fatalmente excluir al otro. Muy por el contrario, la naturaleza del hombre es tal que éste no puede alcanzar su perfección si no es actuando por el bien y la perfección de la humanidad”.
En ninguna otra obra de Marx se hallará una sola página
escrita en este tono de exaltación idealista o con este estilo de credo ético.
No obstante, unos treinta años después, cuando acababa de terminar El capital,
en una carta a un amigo escribe algunas frases en las que se encuentra de nuevo
el mismo espíritu:
“[...] por qué no le he respondido: porque tenía, por así decir, un pie en la tumba. Mientras que era capaz de trabajar, debía consagrar cada instante a la terminación de mi obra, a la que he sacrificado la salud, la alegría de vivir y mi familia. Espero que esta afirmación no necesite comentarios. Me río de los hombres que se dicen ‘prácticos’ y de toda su sabiduría. Si uno quisiera ser un bruto, podría naturalmente dar la espalda a los sufrimientos de la humanidad y ocuparse de su propio pellejo. Pero yo habría malogrado todo si hubiera muerto sin acabar al menos el manuscrito de mi libro”.
Entre esta profesión de fe del hombre de cuarenta y nueve
años y la decisión ética del adolescente se extiende un largo período de luchas
y derrotas intelectuales, pero también de miseria material, física y moral;
período durante el cual Marx vio a menudo su dignidad expuesta a los ataques y
heridas que el combate político reserva a los hombres de partido. Aun con el
peso de su familia, pobre, enfermo y sin gloria, podía escribir a su mejor
amigo, quien lo hacía vivir a él y a los suyos, con ese cruel acento irónico
que le era propio:
“En algunos días tendré cincuenta años. Si ese lugarteniente prusiano te pudo decir: ¡Veinte años de servicio, y siempre lugarteniente! ya puedo afirmar: ¡Medio siglo sobre las espaldas, y siempre miserable!”
Una vez asegurada su existencia gracias a la generosidad de
Engels, Marx podrá retomar al fin su obra científica interrumpida, pero será un
ser físicamente quebrado, incapaz de un esfuerzo intelectual sostenido,
perdiendo lo mejor de su tiempo en tratamientos médicos y curas balnearias.
Pocos documentos nos informan sobre su vida íntima; algunos apenas dejan entrever
ciertos rasgos. Así, un pasaje de la Introducción a la crítica de la economía
política, escrita en 1857, impresiona por su acento goetheano de ensoñación y
de deseo meciéndose en la visión de la ciudad griega desaparecida para siempre:
“Un hombre no puede volverse niño sin recaer en la infancia. Pero, ¿acaso no se alegra él frente a la ingenuidad del niño y no debe aspirar, cuando ha alcanzado un nivel más elevado, a reencontrar la verdad de entonces? ¿Acaso no revive en la naturaleza infantil el carácter original de cada época y su autenticidad natural? ¿Por qué razón la infancia histórica de la humanidad, en lo mejor de su florecimiento, no ejercería una eterna atracción como una fase desaparecida para siempre? Hay niños deformes y niños precoces. Muchos pueblos antiguos pertenecen a estas categorías. Niños normales eran los griegos. El encanto que su arte ejerce sobre nosotros no está en contradicción con la situación social poco desarrollada de la sociedad en la que ese arte floreció. Es más bien su resultado. Está más bien indisolublemente ligado al hecho de que las condiciones sociales imperfectas en las que ese arte nació, y donde solo podía nacer, no podrán reproducirse jamás.”
Percibimos en estas líneas una secreta nostalgia de un
arquetipo social al que Marx hiciera objeto de sus preocupaciones cuando solo
le quedaban dos años de vida. Marx mismo parece haber sido ese niño normal de
sus evocaciones. En su existencia de paria, sus años de infancia fueron una
fuente de recuerdos felices que se materializaban en el retrato daguerrotipado
de su padre que siempre llevaba consigo.28 El adolescente en busca de su
vocación fue una naturaleza inquieta y atormentada. Confió sus desgarramientos
espirituales a su padre, como podemos juzgar por las cartas de este último a su
hijo.29 El temperamento bullicioso y ardiente del joven Marx que busca su
vocación y que pronto abandonaría la jurisprudencia por la poesía y la
filosofía, no dejaba de inquietar al hombre maduro que no escatimaba
advertencias y consejos afectuosos:
“Te ruego y te conjuro, puesto que posees el fondo necesario, mientras que la forma no está aún armonizada; cálmate, aplaca esas tormentas [...] Tus ideas sobre el derecho no carecen de verdad, pero convertidas en sistema pueden provocar tempestades y ya sabes qué violentas son las tormentas de la ciencia.”
Y algunos meses después:
“No digas que el culpable es tu carácter, no acuses a la naturaleza. Sin duda, ella ha sido bien maternal contigo, te ha dado fuerzas suficientes; la voluntad depende del hombre [...]. La primera de todas las virtudes humanas es la fuerza y la voluntad de sacrificarse, de relegar su yo a segundo plano, cuando el deber o el amor lo ordenan; y no pienso en esos sacrificios brillantes, románticos o heroicos, frutos de un instante de exaltación o de heroísmo.”
“Tú me conoces, querido Karl, no soy ni empecinado ni víctima de prejuicios. Que elijas tal carrera o tal otra, en el fondo me es igual. Lo que naturalmente me importa, por tu bien, es que la elección se conforme a los dones de tu espíritu [...]. Seducido por tus ideas precoces, yo te aplaudí, cuando te fijabas como objetivo la enseñanza de la jurisprudencia, o bien, de la filosofía. En última instancia es la filosofía, creo, aquello que más te conviene.”
El padre había adivinado bien: Marx se destinaba a la
enseñanza de la filosofía que era, por entonces, junto con la poesía, el único
dominio del espíritu en el que reinaba una cierta tolerancia de parte de las
autoridades prusianas. Solo allí la razón podía escapar a la estrecha esfera de
la teología y volverse hacia el ámbito hasta entonces prohibido de las ciencias
sociales y políticas. D. F. Strauss acababa de publicar su Vida de Jesús, obra
que hizo época por su audaz interpretación mitológica de los dogmas cristianos.
Bruno Bauer, en un primer momento adversario de Strauss, irá mucho más lejos
que éste y cuestionará la historicidad misma del Cristo.
En esta atmósfera de fermentación intelectual, Marx encontró
inmediatamente el clima propicio para el desarrollo de su genio.
Aun así, esta senda no estaba exenta de conflictos y luchas
interiores. La carta a su padre, la única que conocemos, proporciona un
testimonio fiel y conmovedor de su estado de espíritu tras un año de estudios
en Berlín. Lo que debe retener nuestra atención en este balance dramático es la
búsqueda de una armonía entre los diversos dominios del conocimiento, y entre
éstos y la realidad vivida. Esta búsqueda de un equilibrio total de la persona
y del mundo prefigura el drama de las futuras luchas políticas e intelectuales
que ocuparán su carrera.
Se comprende entonces que Marx haya encontrado en la
atrayente filosofía de Hegel el primer gran impulso, pero también el primer
choque espiritual que le abría el camino hacia el descubrimiento de su propia
vocación y lo orientaba hacia el socialismo revolucionario.
En efecto, a partir de la Revolución Industrial una vocación
ética, tal como el Marx adolescente la entendía y pretendía asumirla, no podía
florecer, al parecer, sino en el seno del movimiento obrero, en el interés de
la “clase más numerosa y más pobre” siguiendo la fórmula de Saint-Simon,
adoptada por el autor de El capital.
Tras algunos tanteos en el liberalismo militante, Marx
descubre en la causa obrera ese “objetivo general” al que se refiere su
disertación, y que se confunde con la causa de la humanidad. Pero él quería dar
a esta causa un apoyo total y nuevo: total, porque se afirmaba en el dominio
teórico tanto como en la esfera de la acción política; nuevo, porque ligaba la
causa obrera a una concepción científica de la sociedad en oposición a las
utopías sociales. Esta perspectiva de una lucha doblemente orientada,
científica y política, se abría al genio de Marx a partir de sus primeros contactos
con los jóvenes hegelianos del Doktorklub berlinés, círculo de universitarios
del que pronto llegaría a ser la figura central. También los ensayos poéticos
que fueron sus primeros trabajos literarios no fueron solo un esfuerzo de
evasión y compensación temporarias, sino la expresión de su sed de
universalidad.
Filosofía griega
En la Alemania prusiana, los síntomas de un verdadero
movimiento político se habían manifestado aun antes de que los jóvenes
hegelianos aparecieran en la escena literaria. Marx, asociándose con este grupo
de literatos, dozents y teólogos críticos debía por fuerza adherirse a su vaga
orientación política, que iba desde la veneración por la monarquía ilustrada
hasta el radicalismo republicano y el liberalismo revolucionario. Esta
evolución de los miembros del Doktorklub se refleja sobre todo en los escritos
de Karl Friedrich Koeppen, autor, en 1840, de un folleto que glorifica la
memoria de Federico el Grande y, dos años más tarde, de una apología de la
Revolución Francesa y del Terror.
La evolución política de Marx fue lenta, por cierto, pero
también más radical que la de sus amigos Koeppen y Bruno Bauer, este último de
espíritu vivaz aunque bastante superficial. Es que Marx, una y otra vez, volvía
a caer víctima de angustiosas incertidumbres respecto de una vocación que
ambicionaba segura y definitiva. Además, no satisfecho con dedicarse
febrilmente a la preparación y redacción de su tesis filosófica de doctorado
-trabajo mediante el cual esperaba un puesto de dozent en la Universidad de
Bonn, junto a B. Bauer-, ardía por comprometerse en trabajos de polémica contra
el espíritu teológico de una enseñanza universitaria que imponía su censura
draconiana a toda investigación libre.
Sin embargo, aun en un trabajo tan académico como es una
tesis universitaria, Marx no podía disimular sus íntimas preocupaciones
políticas. Su intención ético-política se afirma con vigor en la preferencia
otorgada, por sobre las enseñanzas de Demócrito, a una filosofía de la
naturaleza tan caprichosa como la del epicureísmo: “Nuestra vida no necesita
ideologías ni vanas hipótesis; lo que necesitamos, por el contrario, es vivir
sin preocupaciones”. Esta frase de Epicuro hubiera podido encabezar la tesis de
Marx, cuya sustancia expresa con fidelidad.
Una atenta lectura de la tesis y de las notas preparatorias
permite reconocer el sentimiento de desprecio que Marx experimenta hacia
Demócrito: el escepticismo y empirismo de este filósofo convierten al hombre en
esclavo de una fatalidad divina implacable, mientras que el “dogmatismo” y
sensualismo de Epicuro lo hacen independiente de los dioses y dan al azar tanta
o más importancia que a la necesidad. El hombre consciente de sí, que toma el
mundo por lo que es, puede intervenir libremente en el orden político y social,
forjando así su propia felicidad.
Mucho más que la tesis, los trabajos preparatorios revelan
las verdaderas intenciones intelectuales de Marx, sus preocupaciones íntimas
que traducen la ambición del joven pensador atrapado entre el deseo de reformar
la filosofía y la conciencia de que semejante reforma es insuficiente comparada
con las contradicciones y desgarramientos del mundo. Los temas esbozados
-deformación de la filosofía hegeliana por sus epígonos, relaciones del
platonismo y del cristianismo, función de la historiografía filosófica, ideal
estoico del sabio, mística y dialéctica- superan de lejos el estrecho marco de
la tesis y parecen orientarse todos hacia un único problema fundamental y
universal: la existencia espiritual en un mundo cambiante y angustiante. A
partir de ese momento la filosofía y la ciencia se oponen como fuentes de
entusiasmo permanente al éxtasis efímero que inspira la religión. La referencia
a la théoria de Aristóteles, al amor dei intellectualis de Spinoza y al
Espíritu Universal de Hegel hace vana toda tentativa por conferir un sentido
positivista o cientificista al entusiasmo filosófico, exaltado de esta manera
por Marx. ¿No explica más bien este trabajo de juventud la aversión manifestada
por Marx a propósito del positivismo comteano? Así, Marx no concibe sino un
único modo de superar el sistema de Hegel: desligar y realizar todas sus
implicaciones políticas, tarea que, en el estado en el que se encontraba
Alemania, solo un partido liberal podía cumplir. Este partido no existía más
que idealmente en el espíritu de una vanguardia literaria con ideas todavía
bastante vagas. Mientras Marx aún trabajaba en su tesis, Bruno Bauer lo instaba
a publicar un folleto radical: “Los tiempos son cada día más terribles y
hermosos. ¡Despiértate! Los intereses que tocan la vida entera no son en ningún
lugar tan ricos y diversos, tan absolutamente embrollados como en Prusia [...].
En todas partes surgen las más agudas contradicciones que un sistema policial
chino intenta en vano encubrir y solo logra reforzar [...]. Jamás hubo tanto
que hacer en un Estado.”
Un mes más tarde: “Esta gente [los profesores de Bönn] no
advierte por nada del mundo que el conflicto entre el Estado y la ciencia es
cada vez más violento”. Bauer siente que se aproxima la catástrofe, y piensa en
el acto en Francia donde la oposición es oficialmente reconocida.
Marx ya casi no tiene necesidad de estas admoniciones
amistosas para tener conciencia del carácter revolucionario de la época, y se
prepara febrilmente para desempeñar el papel que se ha asignado. Por lo demás,
¿no es esta la razón por la que había adoptado como objeto de estudio una fase
del pensamiento griego que anunciaba grandes desórdenes políticos y, en
particular, el surgimiento de Roma en la escena de la historia? Marx encuentra
allí una analogía con las catástrofes y luchas titánicas que se preparan en el
mundo moderno:
“El mundo está desgarrado puesto que sucede a una filosofía que contiene todo en sí misma. Es por esto por lo que también la acción de esta filosofía aparece desgarrada y contradictoria; su generalidad objetiva se manifiesta en las formas subjetivas de la conciencia individual que les da vida. Las arpas ordinarias suenan en cualquier mano; las arpas eólicas solo resuenan cuando la tempestad las golpea. Pero no hay que dejarse engañar por la tempestad que sigue a una gran filosofía, a una filosofía del mundo.”
No faltarían a Marx ocasiones concretas para intervenir en
la vida política de Prusia. En el momento de entregar su tesis a la Universidad
de Jena, ya había abandonado, al parecer, toda esperanza de una promoción
académica. Así lo indica una carta de Bruno Bauer a Marx: “Es absurdo que
quieras consagrarte a una carrera práctica. Solo la teoría es ahora la práctica
más eficaz, y llegará a ser práctica hasta un punto tal que ni siquiera
nosotros podemos prever.”
No obstante, toda la provincia renana en esos momentos
esperaba con impaciencia y curiosidad los debates de la Dieta, que debía
reunirse durante la primavera en Düsseldorf. Se esperaban sobre todo garantías
constitucionales, una disminución de la censura y el derecho de los campesinos
a disponer libremente de sus tierras.
Al igual que las Dietas de otras regiones alemanas, la de
renania no hizo más que decepcionar a casi todos los sectores de la población,
excepto a los ricos terratenientes. Cuando meses después el gobierno hace
publicar los procesos verbales, mutilados sin piedad, de las diversas sesiones
de la Dieta (conforme a un decreto real, los oradores no fueron nombrados)
Marx, quien ya había hecho su ingreso definitivo en la arena política como
colaborador del Rheinische Zeitung, toma esta publicación oficial como blanco
de sus ataques. Pero, con anterioridad, otro acontecimiento lo había arrancado
de la calma de sus estudios filosóficos: la promulgación, a fines de 1841, de
un edicto real que atenuaba la censura.
Este texto, que para un ojo advertido era el fiel reflejo
del espíritu tradicional de la Prusia feudal, incita a Marx a redactar, a fines
de enero de 1842, su primer escrito político. Destinado a los Anales alemanes
de Arnold Ruge, solo hace su aparición un año más tarde en Anekdota, revista
publicada por el mismo Ruge en Zurich.
Así pues, las circunstancias favorecieron y solicitaron la
vocación revolucionaria de Karl Marx y no le dejaron otro terreno de eclosión y
de realización que la literatura política.