Benjamín Palacios
Hernández | El autor escribió las siguientes trece tesis
sobre la vigencia del marxismo hace ya veinte años. Así como insiste en volver
a las fuentes de los fundadores del marxismo y desechar las vulgarizaciones y
entender por qué se llegó al estalinismo, también propone el esclarecimiento de
nociones como democracia y liberalismo. Un debate con plena vigencia.
I. Hoy más
que nunca tiene no sólo sentido,1 sino que es imprescindible, plantear y
plantearnos la pregunta acerca de cómo, “cuánto” y por qué es en la actualidad
teóricamente válido y prácticamente “aplicable” el corpus esencial
del marxismo, entendiendo por tal, fundamentalmente, el conjunto de tesis,
conceptos y generalizaciones filosóficas, éticas, económicas y políticas
elaborado por los fundadores, en primer lugar por el propio Marx.
II. Todas, o
al menos la gran mayoría de las respuestas negativas a la anterior
interrogante, es decir, de esas recientísimas posturas que en el vertiginoso
derrumbe de los “socialismos” este-europeos han querido ver la prueba
incontrastable del correspondiente derrumbe del marxismo, de su repentina
caducidad e impracticabilidad, y, en el extremo, el desvelo de su “carácter
real” de mera “ideología”, se basan en los siguientes asistemáticos y no-fundados
puntos de partida:
a) La sustancial ignorancia —representada no ya por una “insuficiente” o “inadecuada” comprensión de la concepción filosófica, de la conceptualización de la economía política, de la teoría político-sociológica del Estado, de las clases y de la
sociedad capitalista, sino por el llano desconocimiento de los textos— acerca de la teoría que se declara, justo con aquella arrogante y conmovedora ignorancia, periclitada o ideológica.
b) La reducción ad absurdum,tomando ingenua o interesadamente la palabra a los manuales “marxistas” en un caso, y a la apologética burguesa en el otro, tanto del marxismo como del liberalismo. La reducción aquí es doble, pero también de signos opuestos. En negativo, el marxismo es comprimido a unos cuantos dogmas, postulados, consignas y fórmulas ciertamente ideológicas, obteniendo como resultado un engendro a partir del cual es posible deducir cualquier cosa: desde su anacronismo histórico y su a-cientificidad orgánica hasta el carácter intrínsecamente autoritario y dictatorial (o “perverso”, como diría el sofisticado precursor teórico de esta laica y posmoderna asunción), ínsito en la concepción, en los términos y en el carácter mismo del comunismo.
En positivo, la complejidad de contenido y la estricta
determinación histórica de la idea liberal son también suprimidas, sometiendo
al liberalismo a aquella misma operación reduccionista pero con propósitos
inversos: comprimido a las bellas ideas representadas por la vieja tríada de la
libertad, la igualdad y la fraternidad, y despojado tanto de su sustento
histórico como de su realidad de facto y no meramente verbal, el
liberalismo (o más bien su caricatura) es “redescubierto” como el modelo ideal
de la convivencia humana.2 Es el triunfo —se dice— de la democracia “sin
adjetivos” sobre el totalitarismo “de todo signo”; es decir, en realidad, el
(imposible) triunfo de la forma sobre el contenido, de la “política” sobre la
economía, de la ideología sobre la historia.
III. Todas
las banalidades acerca del fracaso histórico del socialismo y la
concomitante y correspondiente “prueba” de la superioridad —en cuanto modo de
producción y forma política de convivencia— del capitalismo, o bien esas otras,
de signo opuesto, con las cuales la falsa conciencia de izquierda quiere ver en
el derrumbe del “socialismo” existente su reencauzamiento democrático, o bien,
finalmente, las de esa vieja óptica típicamente bernsteiniana, socialdemócrata,
que asume el fenómeno como la “corrección” democrática y moral del socialismo
concebido como inherentemente totalitario, tienen también por base, en mayor o
menor grado, la idea de que entre el planteamiento socialista original de los
fundadores y los institutos del socialismo históricamente formados no existe
diferencia alguna.
IV. Por el
contrario, es necesario sostener y probar que entre el planteamiento socialista
original (en primerísimo lugar, insisto, la concepción de Marx) y los
socialismos históricamente devenidos median un conjunto de procesos y
transformaciones que —algunos de ellos con la fuerza de la fatalidad histórica—
introdujeron a su vez una serie de cambios y mutaciones que establecen una
enorme diferencia entre el punto teórico-ideal de partida y el resultado
histórico-concreto y particular a que se llegó.
V. Básicamente
son tres los datos, fenómenos político-sociales y etapas históricas los que
deben tomarse en cuenta al buscar las causas de esta diferenciación entre la
concepción primigenia y el resultado real-concreto: a) las
vicisitudes del marxismo de Marx, b) las peculiares, difíciles y en
un sentido bien determinado anómalas condiciones históricas, políticas,
económicas y de contexto internacional en las cuales los bolcheviques debieron
tomar el poder, y c) sólo al final y sobre la base de las anteriores,
la larga y excesivamente costosa para el socialismo época de Stalin.
VI. El hecho
de que —a raíz incluso, si así quiere vérsele, de las vicisitudes “editoriales”
de la obra de Marx—3 se haya constituido y consolidado como “marxismo”
acabado y completo un cuerpo de doctrina basado en un conocimiento parcial,
mutilado de esa obra teórica y práctica; que, además, ese cuerpo doctrinal se
haya erigido casi inmediatamente —sin el concurso e indiscutiblemente contra
las intenciones del propio Marx— en un marxismo canonizado (a partes iguales
tanto por enemigos como por partidarios) que, por no conocerse los respectivos
textos, dejaba fuera del “marxismo” precisamente la crítica de la filosofía
especulativa y del Estado representativo (de todo Estado
representativo, como bien apunta Cerroni, tómese en cuenta, y por tantotambién del
estado de transición, es decir, del estado socialista), desarmó por un flanco
decisivo al propio marxismo, haciéndolo aparecer —o al menos sentando las bases
para que otros lo concibieran y construyeran así— como una teoría burdamente
positivista, “economicista” y esquemática.
VII. Hoy
también es de una extrema necesidad el examen profundo y pormenorizado de los
costos inevitables derivados del hecho de que el primer intento de plasmar el
socialismo en la realidad haya ocurrido justamente donde ocurrió. Las
dificultades de la propia revolución, sus vacilaciones, sus continuos pasos
atrás y reconsideraciones no son más que una prueba de ello. Los
acontecimientos del periodo demuestran —a menos que se los ignore y prefiera
creerse en causas, motivos y explicaciones que apunten a la Divina Providencia—
que se necesitó la energía y la agudeza de un hombre como Lenin y de un grupo
como el de la dirigencia bolchevique para, no sin graves dificultades, sortear
el peso de las “condiciones objetivas” que se les imponían a cada paso en su
propio terreno de acción. Pero, una vez desaparecido el primero y eliminados
los segundos, una vez esfumadas las esperanzas de revolución en los centros
europeos y el consiguiente aislamiento de la revolución soviética, el peso de
esta fatalidad histórica hasta entonces inédita y contenida se impuso, y bajo
Stalin la necesidad se convirtió en virtud.
VIII. A
primera vista lo que hoy aparece, incluso como “signo de la época”, es no sólo
el derrumbe de cierto socialismo (que algunos, y entre ellos con mayor
entusiasmo y apresuramiento los “ex marxistas”, conversos de última hora, han
querido apreciar como la caída del socialismo tout court), sino el
triunfo final del liberalismo sobre el comunismo o, para ser más precisos,
sobre el marxismo.
Y se trata, efectivamente, de un triunfo, pero de uno
ocurrido no en el terreno de las realidades sociales y económicas particulares
(es decir, no de la abundancia sobre la escasez, ni de la libertad sobre la dictadura,
ni de la propiedad privada sobre la economía planificada, ni del Welfare
State sobre el Estado totalitario ni, finalmente, de la sociedad abierta
sobre la sociedad regulada), sino en el campo más difuso, lleno de claroscuros
y distorsiones, de las ideologías.
Como tal, y dado que emana de (y se caracteriza por) la
ideologización-inversión de las interpretaciones y de los puntos de partida,
semejante triunfo demuestra algo muy diferente que la pretendida y transparente
superioridad política, económica y ética del “capitalismo civilizado”;
demuestra más bien que, al menos en ciertas cabezas, y sin ellos darse cuenta,
se ha impuesto el consenso sobre los principios fundamentales de la sociedad y
del ordenamiento económico-político capitalistas, consenso sin el cual la
democracia funcional a ellos no es posible.4
IX. Del
mismo modo en que es indispensable distinguir entre el socialismo como “fase”
del proyecto de emancipación —económica, social, cultural— humana, y los
disímbolos regímenes políticos y realidades económico-sociales que se han
amparado bajo él y han pretendido actuar en su nombre, es también
imprescindible —contra la tan estulta cuanto afortunada versión de la
“democracia sin adjetivos”— asumir a la propia democracia como una connotación
justamente no-unívoca.
Y no para volver a los términos —que rápidamente devinieron
doctrinarios— de la “democracia proletaria” versus “democracia
burguesa”, sino porque, de lo contrario, no es ni siquiera posible orientarse
ni entender los términos de la discusión —ni la discusión misma— que, de Kant y
Rousseau, pasando por Stuart Mill, Tocqueville y Kelsen, hasta Bobbio, Basso,
Colletti y Cerroni, ha dividido, enfrentado, confundido y exhibido a actores,
partidarios, epígonos y bufones.
X. Dejando a
un lado a los autores-actores, tanto los partidarios como los epígonos y por
supuesto los bufones (y ahora también, en el último peldaño, los conversos “ex
marxistas”), han vivido en un equívoco de dimensiones históricas: cuando decían
“democracia” querían decir “liberalismo”, y cuando decían “liberalismo” querían
decir “democracia”. Pero entre ambos términos jamás existió sinonimia alguna.5 Más
bien al contrario. La relación entre liberalismo y democracia es la misma que
existe entre “pluralidad” e igualdad, entre individuo y comunidad, entre la
parte y el todo, entre lo particular y lo público, entre división de poderes
más “representatividad” y unidad más soberanía popular. Para el liberalismo,
los primeros deben valer más que los segundos.
Si quebramos la sedicente univocidad del término, y por
“liberalismo” entendemos la democracia liberal (o formal, o representativa, o
parlamentaria), y por “democracia” asumimos otra democracia, la rousseauniana o
“directa”, veremos que una democracia se opone no sólo al socialismo,
sino incluso a otra democracia, la cual no se plantea aún, negativamente,
el problema de la propiedad privada de los medios de producción —aunque, por
sus implicaciones inevitables, hacia allá apunte. Y si la ignorancia no se
correspondiese con las pretensiones de superioridad, liberales y “ex marxistas”
verían también desarrollarse aquí los “nuevos” temas de la “nueva” polémica
antimarxista que hoy ellos repiten: la democracia liberal-formal se opone a la
democracia real (y teórica, aunque también sólo transitoriamente, posible
dentro de los marcos de la sociedad capitalista) porque, según aquella, ésta es
despótica, niveladora e igualitaria, porque viola y aplasta la libertad
individual, porque la igualdad jurídica y económica de los hombres presupone
uniformidad, igualación y “monotonía”, mientras que la libertad (la liberal, se
entiende) presupone por el contrario pluralidad, variedad, desigualdad de
situaciones y contraste de intereses.6
Efectivamente, para el liberal —y también ahora para el “ex
marxista”— no existe ninguna libertad sin libertad de empresa, sin competencia
y sin propiedad privada. O lo que es lo mismo: no hay capital sin trabajo
asalariado ni “democracia” sin la posibilidad de la ganancia.
XI. Para las
posibilidades de realización del socialismo (y, de toda evidencia, influyendo
decisivamente en la conformación de las características efectivas de los
socialismos históricamente constituidos), ha sido una tragedia que la aguda
crítica marxiana de las libertades y de la democracia formal o política haya
sido sobrentendida como un rechazo global y como una propuesta, por tanto, de
sustituirlas con la democracia social o real, dejando de lado, incluso, el
hecho históricamente verificable de que, en gran medida, la propia democracia
política ha sido no sólo una exigencia, sino además una conquista de las
tendencias obreras y socialistas.7 Es, en última instancia, la vieja e
insostenible versión del “contenido” contra la “forma”, como si fuera posible
un contenido sin las necesarias configuraciones formal-institucionales, y al
mismo tiempo pudiera existir una forma vacía de contenido.
Para expresarlo en términos llanos: el problema con la
democracia formal no es la forma misma, sino justamente el limitado y
específico contenido clasista (y no “universal”, como ella siempre ha
pretendido) que esa forma encierra, suscita y asegura.
XII. El
problema de la vigencia, actualidad o validación del marxismo, del comunismo,
no debe verse —como lo hicieron siempre los “marxistas” estalinistas de todo
tipo, y como lo hacen, no por casualidad, los liberales y los “ex marxistas”—
en los reduccionistas términos englobados en la antigua problemática del
“derrumbe del capitalismo”, de la “crisis mortal del capitalismo”, de la
pauperización absoluta, de la proletarización de las capas medias entendida
como un simple empobrecimiento cuantitativo; en fin, del “entre más peor, tanto
mejor”.8
XIII. Si el
marxismo no es concebido como idéntico a las configuraciones históricas
institucionales que han pretendido derivarse de él, sino como un enorme
proyecto de emancipación humana no sólo económica, sino también social,
cultural, espiritual; mientras él siga siendo el hasta ahora único cuerpo de
teoría y concepción del mundo, del hombre y de la naturaleza que se enfrenta y
pretende abolir los procesos ciegos —nacidos en el corazón mismo de la dinámica
económica capitalista— de hipostatización representados por la enajenación de
los productos respecto del productor, es decir, ese fenómeno económico-social
mediante el cual los productos no sólo no pertenecen a quien los produce, no
sólo se alejan de él y son apropiados por otro, sino que además se le enfrentan
y aparecen ante él como un poder extraño, enemigo, que lo somete y mantiene
justamente en una situación como ésta; mientras continúe existiendo el trabajo
asalariado frente al capital (sea éste privado o social); mientras, dicho en
términos simples, exista la explotación del trabajo; en tanto que, por más que
el salario real sea elevado y permita una vida de desahogo a los trabajadores,
siga existiendo la realidad representada por la categoría del salario relativo,
en cuanto expresión de “la parte del nuevo valor creado por el trabajo, que
percibe el trabajo directo, en proporción a la parte del valor que se incorpora
al trabajo acumulado, es decir, al capital” (Marx); mientras, en fin, siga
existiendo la división, en el plano político, entre gobernantes y gobernados, y
en el económico entre propietarios-poseedores-no trabajadores y trabajadores-no
propietarios-desposeídos, todas las monsergas —eruditas o estultas, “académicas”
o “políticas”— acerca del fin del marxismo y de la caducidad histórica del
comunismo no pasarán de ser —e independientemente de si están signadas por la
ingenuidad o por el interés— estridentes o elegantes flatus vocis. ®
Notas
1. Con una sofisticación intelectual y un conocimiento de la
materia infinitamente mayor que los de nuestros actuales “ex marxistas” (aunque
no por ello menos errado), y cuarenta años antes que ellos, el Korsch a punto
de cerrar su periplo intelectual planteaba ya en 1950 justamente lo contrario
que nosotros: “No tiene ya sentido”, escribía el viejo Korsch, “plantear la
pregunta acerca de en qué medida es en la actualidad teóricamente válida y
prácticamente aplicable la doctrina de Marx y Engels” (Karl Korsch, “Diez tesis
sobre el marxismo hoy”, en Teoría marxista y acción política, Cuadernos
de Pasado y Presente, México, No. 84, 1979).
En la medida en que Korsch, superándolos también en eso, va
bastante más lejos en sus juicios sobre el marxismo que los actuales conversos,
me permito recomendarles a éstos su lectura, aunque sólo sea para que
documenten su pobre “antimarxismo”. Pero es recomendable para ellos tan sólo el
último Korsch, pues el de la mejor época, el de 1923, escribía también que,
“desde que el movimiento proletario sigue siendo aún ‘dependiente’, parte del
movimiento burgués de emancipación, también la teoría socialista sigue
formalmente prisionera de los conceptos burgueses (del periodo iluminista):
exigencia de la razón y de la justicia…” (Karl Korsch, “l5 tesis sobre el
socialismo científico”, Teoría marxista…;y esto —no hace falta explicarlo—
apunta directo al viejo corazón del “nuevo” antimarxismo.
Por mera comodidad y para no repetir aquí cuestiones ya
dichas, me permito remitir al lector, para todo lo que sigue, a mi artículo
“Por una revaloración del socialismo”, en La Nueva Izquierdano. 7, pp.
5-22.
2. En El capital, en un pasaje que —entre otras
razones tal vez también por su sutil forma irónica— en mi opinión, que yo sepa,
no ha sido nunca apreciado en todas sus implicaciones críticas acerca del summum de
la democracia capitalista, de su (limitante) relación forma-contenido, es
decir, política-economía, y finalmente de la pregnante afirmación de la
reproducción, al nivel de las relaciones de producción, de los “principios” del
formalismo y el garantismo “jurídico-universales” —principios que, desde otra
óptica paralela y pertinente, más bien encontraría su sustento “material” en
aquella realidad aparente del mundo de las relaciones económicas capitalistas,
Marx afirma que “la órbita de la circulación o del cambio de mercancías”, dentro
de cuyas fronteras se desarrolla la compra y la venta de la fuerza de trabajo,
era, en realidad, el verdadero paraíso de los derechos del hombre. Dentro
de estos linderos, sólo reinan la libertad, la igualdad, la propiedad, y
Bentham. La libertad, pues el comprador y el vendedor de una
mercancía, v. gr. de la fuerza de trabajo, no obedecen a más ley que
la de su libre voluntad.Contratan como hombres libres e iguales
ante la ley. El contrato es el resultado final en que sus voluntades
cobran una expresión jurídica común. La igualdad pues como
compradores y vendedores sólo contratan como poseedores de mercancías, cambiando
equivalente por equivalente. La propiedad, pues cada cual dispone y
solamente puede disponer de lo que es suyo. Y Bentham, pues a cuantos
intervienen en estos actos sólo los mueve su interés. La única fuerza que los
une y los pone en relación es la fuerza de su egoísmo, de su provecho
personal, de su interés privado. Precisamente por eso, porque
cada cual cuida solamente de sí y ninguno vela por los demás, contribuyen todos
ellos, gracias a una armonía preestablecida de las cosas o bajo los
auspicios de una providencia omniastuta, a realizar la obra de su provecho
mutuo, de su conveniencia colectiva, de su interés social” (Karl Marx, El
capital, tomo 1, Fondo de Cultura Económica, México, pp. 128-129). Para
los efectos de una informada desmitificación del liberalismo es también
sumamente útil el excelente libro de Harold J. Laski El liberalismo
europeo,Fondo de Cultura Económica, México, 1981.
3. Véase para este tema, así como para el más amplio y decisivo
de la actualidad, vigencia y vitalidad del marxismo de Marx, Teoría
política y socialismo de Umberto Cerroni (Ediciones Era, México, 1980), en
particular el capítulo “La relación con Marx”. A través de una revaloración (y
casi del “descubrimiento”) del Marx de 1844, es decir, del Marx más negligido,
y de losGrundrisse, es decir, tal vez la obra más mencionada y menos
conocida del Marx “maduro”, Cerroni demuestra que es la relectura de este Marx
(y de todo Marx, agregaríamos, releído con lentes distintos a los
tradicionalmente usados tanto por críticos como por partidarios dogmáticos,
regularmente premunidos de anteojos no intelectuales, sino ideológicos) “la que
nos abre un horizonte crítico-interpretativo nuevo en elque el empobrecimiento
es una categoría social e histórica, en el que la proletarización no es una valoración
monetaria, en el que la crisis económica no es un juego de solución fija, en el
que la crisis política o general del capitalismo crece no sólo debido a
‘contradicciones objetivas’, sino también debido a la capacidad crítica y
alternativa del sujeto antagonista” (p. 19); que “todo parece (así) volver a
entrar en el discurso de Marx, capaz de tocar incluso el ‘capitalismo maduro’
que se rige según la percepción del plusvalor relativo y según la subsunción
solamente ‘real’ del trabajo, y capaz decriticar ya no solamente la formalidad
del sometimiento clasista, sino también los lazos sutiles de la dirección
consensual, el laberinto de la hegemonía política y cultural de la burguesía,
así como los mecanismos despersonalizados y despersonalizadores de la civilización
del consumo’” (pp. 19-20); que, finalmente, va aflorando “un Marx que no
coincide en absoluto con el que nos habían presentado quienes leyeron en él
solamente la crítica a un capitalismo corrompido y ‘en putrefacción’, un Marx
capaz de explicar (criticar) un capitalismo aún lleno de dinamismo, capaz de
intenso desarrollo técnico-científico y ciertamente expuesto a la crisis, pero
a una crisis de naturaleza muy distinta a la simplemente económica” (pp.
21-22).
4. “Se ha repetido
infinitas veces que una sociedad democrática presupone el consenso de todos, o
de la inmensa mayoría de los ciudadanos, sobre los principios fundamentales,
con discrepancia sólo en los particulares. Sin esto no sería evidentemente
posible la participación de todos en la gestión de la vida pública y la
alternativa de partidos opuestos al gobierno, porque sin el común consenso
sobre principios fundamentales todos destruirían la sociedad para rehacerla
según los principios propios. Pero para que haya aceptación general del orden
existente es necesario que éste pueda ofrecer a todos condiciones de vida
tolerables y perspectivas de continua mejora, lo cual sólo es posible en una
sociedad en expansión, que tenga amplios márgenes de seguridad e incluso se
halle en condiciones de superar los periodos de crisis sin profundas
convulsiones. Estas condiciones se dieron en los países capitalistas en la
segunda mitad del siglo pasado y hasta la Primera Guerra Mundial, creando así
un terreno de encuentro común y la posibilidad de común lenguaje burgués entre
todas las clases” (Lelio Basso, “Democracia y socialismo en Europa
Occidental”, Cuadernos políticosno. 20, Ediciones Era, México, abril-junio
de 1979, p. 9.. Véase también más adelante la doble afirmación de Basso, según
la cual “la democracia burguesa:
a) es en primer lugar puramente formal, en el sentido de que sólo se preocupa de los procedimientos y de la igualdad política, pero no de las desigualdades económico-sociales, que también son causa de desigualdades políticas (por ejemplo: inmadurez en el voto de las masas campesinas, insuficiente desarrollo de la conciencia democrática, más fáciles fenómenos de corrupción, etcétera)” y
“b) presupone un consenso previo, incluso de las clases oprimidas por la naturaleza del régimen capitalista, lo que prácticamente presupone, y ulteriormente favorece, la integración total de la clase obrera en el sistema y la renuncia a cualquier perspectiva socialista” (Ibid., p. 11).
Para este problema son muy útiles también las formulaciones
desusadamente lúcidas del Lukács de la primera época. Este constataba que el
proletariado puede ya tener conciencia de la necesidad de su lucha económica
contra el capital, y sin embargo, seguir aún políticamente sometido al Estado
capitalista. La famosa “dominación ideológica” (que en Gramsci aparece bajo los
temas de la hegemonía, de la función de las concepciones del mundo y del
sentido común), degradada a mera fórmula por el “marxismo” simplificado y
simplificador, es promovida aquí por Lukács a su rango real de pertinencia al
revolverse contra los principales teóricos de la Segunda Internacional, los
cuales, dejando de lado la crítica del Estado marxengelsiana, se convirtieron
en los precursores de la actualmente tan extendida actitud de aceptar sin más
el Estado capitalista como Estado en general y de entender la propia actividad,
la propia lucha, tan sólo como “oposición”: la actitud de ‘oposición’
significa que se acepta lo existente como fundamento en lo esencial inmutable,
y los esfuerzos de la ‘oposición’ tenderán exclusivamente a conseguir para la
clase obrera todo lo que sea posible lograr dentro del ámbito de
vigencia de lo existente [...] Pero al entender el Estado como objeto de la
lucha y no como enemigo, se sitúan intelectualmente en el terreno de la
burguesía y tienen la batalla medio perdida antes de empezarla”.
En contraste con esto, “el Estado de la sociedad capitalista
tiene que entenderse y estimarse como fenómeno histórico ya durante su
existencia.Se trata de ver en él, por lo tanto, una mera formación de fuerza
que hay que tener en cuenta en la medida, y sólo en la medida, de lo que
alcanza su fuerza real, pero examinando al mismo tiempo con toda exactitud y
falta de prejuicios las fuentes de su fuerza. Y el punto de fuerza o de
debilidad del Estado es precisamente el modo como se refleja en la conciencia
de los hombres. La ideología no es en este caso mera consecuencia de la
estructura económica de la sociedad, sino también presupuesto de su tranquilo
funcionamiento” (Georg Lukács, Historia y consciencia de clase, Editorial
Grijalbo, México, 1969, pp. 271-272).
5. Implícito en todo lo hasta aquí expuesto —y todavía en lo
que sigue— se encuentra tanto la convicción como la conciencia de que la
relación democracia-socialismo, y en sí misma la connotación de democracia, comportan
una problematicidad, una complejidad y una multilateralidad de aspectos y
“tipos” que la simplicidad y la contundente ignorancia con que regularmente se
asume el tema están muy lejos de aprehender. Con destacada agudeza, en los
enésimos cantos funerales por el marxismo, hoy justamente cabalgan con
desenfado, mojonando el tratamiento del tema, la pereza intelectual, la
negligencia moral, la ingenuidad valorativa —nacida, como toda ingenuidad
“científica”, de la (audaz) ignorancia— yel juicio excesivamente parcial e
interesado.
Del sutil entramado, así como de la multivocidad de
los problemas y conceptos mencionados, dan cuenta infinidad de textos y
autores. Así por ejemplo, Arthur Rosenberg esbozaba del modo siguiente una
obviedad, que sin embargo se ha convertido en un punto primordial de partida
que tradicionalmente se ignora: “la democracia, como es sabido, en cuanto
abstracción formal no existe en la vida histórica: la democracia es siempre un movimiento
político determinado, sostenido por determinadas fuerzas políticas y
clases en lucha por determinados fines”(Democracia y socialismo, Cuadernos
de Pasado y Presente no. 86, México, 1981).
Comentando a Rosenberg, Gian Enrico Rusconi afirma —en una
formulación que, a pesar de las apariencias, nada tiene que ver con la
concepción devenida en manual— que, partiendo de la definición nominal de
democracia, según la cual ella equivale a “gobierno del pueblo”, es posible
distinguir dos tipos fundamentales de democracia: la democracia socialista, que
al autogobierno de la colectividad incorpora la posesión colectiva de los
principales medios de producción, y la democracia burguesa, la cual, si bien
ciertamente sostiene (y aun ello, téngase en cuenta, en la inmensa mayoría de
los casos histórico-particulares, tan sólo en la retórica y en los
“principios”) el postulado del autogobierno de la colectividad, conserva el
principio, él sí intocable, de la propiedad privada de los medios de
producción. Y justamente es este tipo específico de democracia el que se alzó
con el monopolio del término “creando una serie de reacciones psicológicas y
sociológicas sobre la conciencia colectiva que incidieron profundamente en el
plano mismo de la teoría y práctica políticas”.
Una vez introducida esta primera especificación en aquella
pretendida univocidad de “la” democracia, habría que tener en cuenta además
que, a su vez, el segundo “tipo fundamental” de democracia (la “burguesa”, o
“pura”, o “formal”) se subdivide en subtipos. Rusconi recuerda cuatro de ellos:
la democracia social, la imperial, la colonial, la liberal. Esta
última es, en mi opinión, la que en realidad ha secuestrado para sí, con
exclusividad, el usufructo del término “democracia”, pues precisamente aquel
principio del autogobierno dela colectividad es expulsado de la concepción
representativa, parlamentaria y delegada propia de la democracia “moderna”.
Y es esta democracia formal-política la que, bajo el nombre
genérico de “democracia liberal”, ha sido asumida, tanto antes como ahora, como
idéntica al liberalismo. Pero aquí, también, aparecen las especificidades, los
matices y los falsos sobreentendidos. Contra la pretendida —una vez más—
univocidad del término, Rosenberg, por ejemplo, distingue entre “un liberalismo
‘puro’, antiguo, que coincide con la fase del capitalismo en lucha contra el
feudalismo y el absolutismo, caracterizado por el uso del Estado como
instrumento de poder revolucionario”, y un segundoliberalismo o neoliberalismo
“defensor del libre comercio, del pacifismo, del neutralismo estatal,
etcétera”.
Todavía más, por si todo esto fuera poco, el capitalismo
emergente fue ciertamente liberal, pero no democrático. La norma ha
sido no sólo que lo anterior no se tenga en cuenta, sino incluso que se asuma
—como verdad adquirida— que el capitalismo en sus orígenes fue liberal ydemocrático.
Sin embargo, éste “luchó contra el absolutismo regio, contra el privilegio
aristocrático, contra la tiranía burocrática, por la libertad económica y,
limitadamente, por la política, por la certidumbre del derecho, por la
seguridad de las relaciones sociales, pero no se batió nunca por el sufragio
universal, por la participación de todos los ciudadanos en la gestión de la
cosa pública o por un verdadero Estado democrático”. Así, por ejemplo, en el
país clásico del capitalismo y el liberalismo, Inglaterra, el sufragio
universal es una conquista apenas de este siglo, y en la misma Francia
revolucionaria de1879, “son principios liberales y no democráticos los que
triunfan, como lo atestigua la distinción entre ciudadanos activos y pasivos”
(Lelio Basso, op. cit., p. 8. Cfr., también supra, nota 2).
6. Cfr. Lucio Colletti, “Estado de derecho y soberanía
popular”, en Para una democracia socialista, Anagrama, Barcelona,
1976. Partiendo del significado literal de la voz “democracia” como poder
popular o gobierno del pueblo, Colletti apunta que, entre esta literalidad y
las diversas definiciones que de “democracia” se proponen, existe una gran
divergencia. Así, “las definiciones que se formulan más comúnmente tienen la
característica siguiente: no definen la democracia como un poder político activo, ejercido
por quien detenta la soberanía, o sea por el pueblo, por las masas populares o
trabajadoras; por el contrario, definen la democracia como un sistema de
diques, de límites y de frenos que deben contener y refrenar la soberanía
popular. La democracia no consistiría pues en el poder del pueblo, sino en los
límites puestos a este poder” (p. 11).
Así también Maranini, en un viejo texto de 1958 citado por
Colletti, Miti e realtá della democrazia,escribe: “Para quienes saben que
los gobernantes son siempre una minoría, y que la democracia sólo
consiste en determinadas capacidades y características de esta minoría, el
régimen de la mayoría no es más que el régimen de la tiranía. Las grandes
‘democracias’ históricas son en realidad, si estudiamos su estructura, válidos
y complicados sistemas defensivos contra la mayoría…” (p. 12).
Colletti asienta, despejando los naturales malentendidos,
que semejantes formulaciones no definen la democracia, sino el liberalismo, la
liberaldemocracia que, “como veremos, es la antítesis exacta de la
democracia” (subrayado mío). De este modo, “la verdadera democracia, por
tanto, el poder del pueblo, es presentado como tiranía; por el contrario, lo
que refrena y pone límites y ataduras al poder del pueblo, esto es, el Estado
liberal, se presenta como democracia” (pp. 12-13).
En cuanto a la relación entre la democracia liberal y el
sufragio universal, Maranini afirma que esta democracia no es fruto de este
sufragio, sino que, muy por el contrario, aquélla ha logrado resistir bastante
bien a éste: “el sufragio universal ha encontrado aposentadas élites tan
amplias, tan fluidas y tan adaptadas a la vida del país, que esas élites, con
ayuda del sufragio uninominal sin ballotage, han absorbido y
orientado el sufragio, en vez de que el sufragio pudiera derribar lasélites. Por
esto Inglaterra es todavía una democracia”. Y más adelante concluye Maranini
que “no siempre estuvo clara para todos la incompatibilidad incurable entre la
naturaleza profunda del gobierno parlamentario (como sistema empírico e
histórico de delimitaciones, de aproximaciones y de síntesis políticas) yalguna
concepción rigurosamente racionalista; particularmente, además, no estuvo clara
la incompatibilidad entre gobierno parlamentario y soberanía popular…” (pp.
14-15).
7. Cfr. Umberto Cerroni, Problemas de la transición al
socialismo, Crítica/Grijalbo, Barcelona, 1979, p. 84. Cfr. también Infra,
“Se diga lo que se diga, la institución del sufragio universal, que completa orgánicamente el formalismo del Estado burgués, pone en crisis al movimiento socialista y lo divide en dos bloques, que ya no conseguirán hacer avanzar la revolución ni uno ni otro: el ala reformista acepta la reducción liberal del problema político como problema de formalización del método de creación de la élite gobernante: el ala integralista niega toda relevancia específica del sufragio universal y de las libertades formales. Así, una fracción se integra mientras que la otra se aísla. La una sacrifica el fin en aras del movimiento, la otra sacrifica el movimiento en aras del fin. Y de este modo el socialismo ha perdido la partida en Occidente”.
Por el contrario, habría que preguntarse si el problema no
encontraría su solución en los términos de las paralelas, complementarias y
necesariamente inherentes una a la otra, socialización económica y
socialización política, las que según el mismo Cerroni (Teoría política y
socialismo, p. 48) son el resultado concluyente de la crítica marxiana de
la sociedad civil burguesa (en la acepción hegeliana y no gramsciana del
concepto, convendría aclarar) y del Estado representativo burgués.
Es decir, que el socialismo debe plantearse desarrollar una
“dinámica” en la cual la socialización del poder conduzca y haga posible la
socialización de la economía, y en la cual, al mismo tiempo, sea justamente la
socialización operada al nivel de los medios y las relaciones de producción la
que permita, a su vez, la socialización política, la socialización del poder,
soldando así un “círculo de política socializada y de economía
politizada”.
Esto, finalmente, se traduciría —en cuanto a los medios y
formas políticas conducentes— en el verdadero problema del socialismo
contemporáneo, que es el de construir un “modelo” de Estado en el cual el
tránsito al autogobierno integral de los trabajadores opere a través de y se
fundamente en la expansión de la democracia política y en la
progresiva combinación de la democracia representativa con la democracia
directa, como el medio más seguro de desarrollar toda libertad —salvo la de la
apropiación privada del producto social— y toda forma de participación (U.
Cerroni, Problemas de la transición…, p. 9).
8. Véase, por ejemplo, el planteamiento de André Gorz. Bien
es cierto que éste presupone un capitalismo que ha solucionado absolutamente el
problema del “bienestar” material para toda la población, supuesto que ni el
capitalismo más “avanzado” ha podido —y probablemente nunca podrá— realizar.
Sin embargo, para nuestros propósitos, la formulación de Gorz es sumamente
ilustrativa: “…aun cuando deja de ser una necesidad vital, el comunismo (es
decir, la reapropiación de la praxis social enajenada) no deja de ser el
contenido necesario de la exigencia humana [...] esa exigencia, sin confundirse
ya con la exigencia del ‘pan cotidiano’, puede subsistir por sí misma, por la
razón única de que subsiste la enajenación del trabajador con respecto a la
máquina, al mercado, a los intereses del capital, etc. Es esta exigencia
autónoma de una civilización universal de la praxis la que sigue siendo para
nosotros la verdad insuperable del marxismo: toda tentativa para superarla no
puede ser sino regresiva, en tanto que haya clases y que la producción no esté
sometida al control de los productores asociados que regulan racionalmente sus
relaciones con la naturaleza, en vez de dejarse dominar por ellas.
“Si se cobra conciencia de la necesidad del comunismo como de una exigencia humana autónoma de liberar a los productores de la enajenación a su producto, entonces la afirmación de la ley de la pauperización absoluta deja de ser una catástrofe histórica. Significa únicamente esto: que no podremos ya, en los países capitalistas avanzados, contar con la miseria cada vez más insoportable para atraer al proletariado a la acción revolucionaria; que el comunismo, al no poder fundarse en la necesidad pura de vivir, deberá fundarse en exigencias humanas menos rudas, aunque igualmente reales; tendrá que hablar a los trabajadores en otro lenguaje, tendrá que aprender a hablarles de todo el hombre y no ya solamente de las necesidades vitales, tendrá que presentarse como la exigencia propia de la libertad y no ya como la expresión práctica de la necesidad [...] Que el proletariado no esté ya obligado a esa exigencia por la miseria fisiológica continuamente agravada no hace desaparecer la necesidad del comunismo sino que la revela finalmente, por el contrario, como lo que siempre ha sido en verdad: la necesidad propia que tiene de la libertad para rechazar sus enajenaciones. Esa necesidad es tan grande como siempre pero, al estar menos fundada que en el pasado en la imposición de las cosas, está, más que en el pasado, fundada en la libertad de los hombres: en la conciencia que cobran de sus verdaderas exigencias y de sus enajenaciones” (Historia y enajenación, Fondo de Cultura Económica, México, 1974, pp. 208-209).
Cabe advertir que Gorz, a pesar de todo, continúa prisionero
de cierto “marxismo”, expresado aquí en la afirmación de la “ya no-validez” de
la “ley” de la pauperización absoluta, validez que, por lo demás, el marxismo
de Marx nunca sostuvo, a pesar de algunas interpretaciones perezosas y
apresuradas de, por ejemplo, el célebre pasaje de El capital acerca
de la “Tendencia histórica de la acumulación capitalista”.
Si se quiere una “clave” sencilla, clara, que todo mundo
pueda entender sin necesidad de apurar el “fárrago” y la “abstrusidad” del
propio Capital, o de los Grundrisse, o de los Manuscritos
económico-filosóficos de 1844, se podrá encontrar en un texto
tradicionalmente subvaluado como “obra menor y episódica”; me refiero al pasaje
de Trabajo asalariado y capital, en particular la distinción que Marx
establece (y las consecuencias teóricas e interpretativas que de ella, me
parece, pueden y deben deducirse) entre “salario real” y “salario relativo”.
Bibliografía
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tareas de la socialdemocracia, Siglo XXI Editores, México, 1982.
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de Pasado y Presente no. 86, México, 1981.
Cuadernos políticos no. 20, abril-junio de 1979, Era,
México.
[Monterrey, Nuevo León, agosto de 1991]
Nota del autor
Este texto fue escrito hace veinte años. El llamado derrumbe
del socialismo era entonces un fenómeno muy reciente y sumió a los marxistas
(con comillas y sin ellas) en la confusión o el desamparo en casos extremos,
mientras que a otros les proporcionó el pretexto ideal para preparar y
justificar su tránsito a “posiciones ideológicas” diversas e incluso contrarias
a su anterior supuesto marxismo, tránsito que, para muchos, se reveló no sólo
como providencial, sino sumamente rentable.
Tal vez sea notable la premura con que escribí estas tesis;
sentí entonces la necesidad de fijar una postura que escapara al desconcierto
imperante. Las ofrezco aquí tal como fueron escritas, sin retoque ni corrección
alguna —y no hablo sólo de la redacción, sino de su sustento teórico— entre
otras razones porque sigo pensando lo mismo.
Publicadas en una revista “marginal” como tantas, en
Monterrey (cuna y baluarte de “la reacción” mexicana, justamente), lo cierto es
que su eco fue sumamente limitado, por no decir que casi inexistente. La moda
entonces no era (¿cuándo lo ha sido?) pensar, y menos cuando todo mundo se
atropellaba para huir de un campo ya no sólo minado, sino en franco
“desprestigio”.
Quizá hoy, cuando las “evidencias incontrastables” de
aquella época ya no lo son tanto, cuando lo evidente ahora es que el triunfo
definitivo del capitalismo en sus “nuevas” formas está en entredicho como
tantas otras victorias definitivas a lo largo de la historia, y cuando las
nuevas (éstas sí) posibilidades abiertas por la comunicación “cibernética”
amplían las posibilidades de difusión incluso de ideas y opiniones ni rentables
ni populares, estas tesis corran con mejor suerte.