Salvador López Arnal | Especial para Ñángara Marx | Lenin y su obra (Dopesa, 1977) fue el primer libro publicado por Francisco Fernández Buey [1]. Vinieron luego Ensayos sobre Gramsci (Editorial Materiales, 1978) y Contribución a la crítica del marxismo cientificista. (Edicions de la Universitat de Barcelona, 1984). Su Marx (sin ismos) (Los Libros del Viejo Topo, 1998) fue su décimo primer libro. En 1983, FFB publicó sus primeros artículos como marxólogo, sus primeros trabajos directamente relacionados con la obra de Marx: “Las opiniones de Karl Marx sobre arte y literatura”, Mientras Tanto, Nº 13, abril de 1983; “La obra de Karl Marx y las ciencias sociales”, El Norte de Castilla, abril 1983 y “Nuestro Marx” [2]. Nos detenemos en este último trabajo porque en él están muchas de las claves de su lectura –libre, no usual y nada talmúdica- de la obra del revolucionario de Tréveris.
VI
Reconsideración de la sociedad alternativa
El análisis económico-social, ecológicamente fundamentado, sostenía FFB en este artículo de 1983 [1], se veía obligado a corregir a Marx mediante la introducción de un concepto de producción que diera cuenta del coste supuesto por “la deteriorización del medio ambiente en el proceso mismo de la fabricación de mercancías.”
No era la única corrección de importancia: más clásicas, aunque menos dignas de tener en cuenta, eran las objeciones de grupos feministas “en el sentido de que al dejar fuera del concepto de trabajo productivo el trabajo doméstico tradicionalmente realizado por las mujeres se restringe y empobrece la noción misma de producción bajo el capitalismo”.
(FFB había escrito anteriormente en tono nada complaciente: “La principal virtud femenina para Marx era la debilidad y, como es obvio, en la debilidad no se puede fundar ningún movimiento de liberación de la mujer. En esto me parece de la mayor lucidez el sarcasmo del poeta austriaco. Erich Fried en su broma versificada que lleva por título “Carla Marx”).
De todo lo dicho hasta ese momento, se seguía una reconsideración de los rasgos generales caracterizadores de la sociedad alternativa a la barbarie antiecológica y al tecnofascismo nuclear o a la guerra, esto es, de la sociedad comunista (ya en enero de 1979, GGB había escrito unos “Apuntes para un debate sobre el ideario comunista”, El Viejo Topo, nº 28, y poco después “Sobre la crisis y los intentos de reformular el ideario comunista (I)”, mientras tanto, nº 3, marzo-abril de 1980, pp. 91-114, y “Sobre la crisis y los intentos de reformular el ideario comunista (y II)”, mientras tanto, nº 4, mayo-junio 1980, pp. 43-77).
Algunas de sus consideraciones, fechadas, como se indicó, en el primer centenario del fallecimiento del gran clásico:
1. La sociedad comunista no será el reino de la abundancia en el que se desarrollen libremente (es decir, ecosuicidamente) todas las fuerzas productivas.
2. La sociedad comunista no será una sociedad en la que puedan satisfacerse todas las necesidades de los trabajadores y de la ciudadanía.
3. Es necesario una redefinición de las necesidades básicas, materiales y espirituales.
4. El marco debe ser el de la distribución y administración igualitaria de recursos finitos y escasos.
5. La producción de bienes ha de estar movida por energías no contaminantes y por tecnologías blandas.
6. La sociedad comunista será, deberá ser, una sociedad igualitaria, austera, favorecedora del desarrollo omnilateral de hombres y mujeres.
7. Una sociedad en la que para resolver problemas planetarios vinculados a la supervivencia de los hombres será más necesario que en épocas anteriores refirmar la idea de la humanidad como “especie frente a los particularismos, impulsar la vida comunitaria y desarrollar los ideales federalistas y solidarios de los pueblos”.
8. También el viejo lema, añadía FFB, planteado en la Crítica al programa de Gotha, relativo a la igualdad social de hombres biológica y psicológicamente desiguales “está necesitando una reconsideración en función de los conocimientos genéticos, biológicos, psicológicos y neurológicos” que entonces se tenían.
De la libertad de pensamiento, de la documentación y del criticismo del marxismo sin anteojeras de Francisco Fernández Buey, un punto esencial para entender su posterior aproximación al gandhismo, vale la pena recoger este paso:
Dejando a un lado el hecho de que las “sombras sospechas” contra los agentes secretos que actúan en el movimiento pacifista, implícitos en una carta de Marx a Engels fechada el 4 de octubre de 1867: “Sabes que he hablado con el consejo general contra la adhesión a los charlatanes de la paz…Naturalmente son los rusos quienes han fabricado el congreso de la paz en Ginebra y quienes han enviado su well worn out agente Bakunin”), reproduciéndose entonces con idénticas palabras y entre personas que saben o deberían saber lo que ha cambiado la historia desde entonces [2]:
[...] me parece más que dudoso que el movimiento antimanipulación y emancipador de lo próximos años en Europa pueda seguir manteniendo con coherencia la necesidad de conservar los ejércitos, independientemente de contra quien. En esto veo el futuro del movimiento más cerca del pacifismo radical de Einstein que del pacifismo estratégico de Marx y no digamos que del pacifismo táctico del Lenin de la primera guerra mundial.
De éste, de los temas anteriores y de otros asuntos complementarios, Francisco Fernández Buey habló con más detalle en un libro que dedicó por entero a la vida y obra del compañero de la gran Jenyy Marx: Marx sin ismos. En él nos ubicamos a partir de ahora.
Notas
[1] Paco Fernández Buey, “Nuestro Marx”. Mientras tanto, 16-17, agosto-noviembre de 1983, pp. 57-80.
[2] Tal vez FF hiciera aquí referencia a Fernando Claudín y Ludolfo Paramio que habían escrito en El País acerca de la conveniencia para España de permanecer en la OTAN desde una perspectiva supuestamente “de izquierdas”.
VII
Las virtudes marxianas
El muro había caído en 1989. La URSS, la Unión Soviética, el faro rojo de los pueblos del mundo, la gran sacrificada durante la segunda guerra mundial, pasaba a la historia de los intentos de asaltar los cielos poco después, apenas dos años más tarde. Marx era un perro (definitivamente) muerto; el marxismo una filosofía dogmática, anticientífica e indocumentada; el comunismo un totalitarismo rebosante de crímenes afín o incluso peor que el nazismo. Su libro negro, sin ninguna página en blanco, causaba terror y pavor urbi et orbe. Los intelectuales europeos de izquierda comunista se pasaban en grupos (conmutativos) de 250 a posiciones de derecha conservadora, socialliberalismo o corrientes muy próximas. Algunos incluso, como el ex camarada de izquierda radical Lucio Colletti, a las tenebrosas, oscuras y muy turbulentas aguas del berlusconismo. En España, ex miembros del PCE y de la izquierda comunista, se hacían asesores de dirigentes del PP e incluso tomaban ministerios a su cargo.
Francisco Fernández Buey, entonces profesor de metodología en la Facultad de Económicas de la UB, transitando en una dirección muy otra, escribía un artículo sobre “Las virtudes del marxismo" [1], fuera fruto de algunas conferencias anteriores. Tomo pie en esta exposición en uno de los primeros borradores del trabajo, en una de las conferencias de base.
“Seguramente conviene empezar poniéndose de acuerdo sobre la acepción en que hay que usar el término "marxismo"”, señalaba el autor de Marx sin ismos. Existía mucha confusión al respecto y él sospechaba que “alguna de las conclusiones que puedan sacarse para el asunto que nos trae aquí dependerá en gran manera de cómo consideremos lo que ha sido históricamente y lo que es hoy marxismo.”
Hace algún tiempo no hubiera hecho falta detenerse en esto, casi todo el mundo parecía tener claro de qué se estaba hablando cuando se hablaba de "marxismo". En aquellos momentos ya no era así. FFB daba dos ejemplos recientes de ello.
El primero: hacía un par de meses (pongamos mediados de 1992) El País había dado cuenta del Proyecto de Manifiesto de IC (de la primera IC; poco que ver con la actual) afirmando “que, debido a los cambios que se han producido en la Europa del Este durante el último año, dicho Proyecto renunciaba al marxismo, no era marxista”. Cualquier persona medianamente informada que leyera ese papel, señalaba FFB, redactado añadía, “en su mayor parte por Víctor Ríos, discípulo de Manuel Sacristán [se olvidaba de incluir también su autoría], y lo compare a continuación con otros documentos anteriores salidos del mismo ámbito político-cultural (el social-comunista de IU-IC) llegará justamente a una conclusión contraria a la del periódico”: el proyecto del Manifiesto era, sin ninguna duda, más marxista que todos los que le habían precedido. Sin ninguna duda. ¿En qué sentido era más marxista? En el sentido muy preciso siguiente: “aborda los problemas del mundo contemporáneo con una óptica que es al mismo tiempo analítica e histórico-dialéctica, nada ideológica, por más que, como es natural, el papel afirme claramente el punto de vista desde el cual se ha escrito, que es favorable a las gentes socialmente explotadas u oprimidas tanto en el Norte como en el Sur, tanto en el centro del capitalismo organizado y regulado como en su periferia por regular y organizar; por otra parte, se trata, en este caso, de ver las cosas de nuestro mundo con una óptica alejadísima de las euforias infundadas, de los esquemas demasiado simples y de los voluntarismos politicistas que fueron característicos de muchos de los documentos del área comunista escritos en España durante los quince o veinte últimos años (para no remontarnos a los fenicios)”.
Lo que pasaba tal vez era que en ese proyecto de Manifiesto no aparecía ni una sola vez (o muy pocas veces) el término "marxismo", ni había tampoco en él la habitual profesión de fe marxista al menos de forma explícita. Esto había podido despistar incluso a personas que se creían marxistas. Pero lo que contaba en su opinión era que “el Manifiesto de IC quiere inspirarse en un marxismo laico, abierto, veraz y autocrítico”. Su marxismo de siempre. La anécdota tenía su sustancia: “una paradoja muy habitual en los últimos tiempos es ésta: por una parte se atribuye al marxismo, a todo marxismo, un ritualismo poco menos que clerical o religioso, y luego, por otra parte, cuando los mismos que hacen esta atribución se encuentran con un texto laico afirman que tal texto, por definición, no es marxista.” [2]
El segundo ejemplo, que ponía de manifiesto “que la ignorancia acerca de qué hay que entender por marxismo no es sólo cosa de periodistas con prisa, o de personas que no tienen ganas de complicarse la vida con cuestiones que consideran pasadas de moda”. Aurelio Arteta había dejado bien claro hace unos meses en la sección de opinión de El País (el 14 de noviembre de 1991) que el ministro de economía [Solchaga tal vez] de un gobierno hegemonizado por un partido que se seguía llamando "socialista" no tenía ni idea de la distinción que Marx había establecido entre socialismo y comunismo; ignorancia ésta que tenía alguna relevancia cuando de lo que se trataba era de “discutir acerca de lo que se ha hundido en la URSS y en otros países de la Europa oriental, intentando explicar desde ahí, en el marco conceptual de la tradición socialista, los motivos de este fracaso, o de esta derrota, que está afectando a tanta gente.”
Más allá de los ejemplos: la confusión en torno al término "marxismo" no era sólo responsabilidad de periodistas ni tampoco sólo responsabilidad de ministros. “no me duelen prendas al recordar, como he hecho, que tal vez la responsabilidad principal por la perversión del término "marxismo" tengamos que atribuírnosla autocríticamente los propios marxistas que durante algún tiempo dimos demasiadas cosas por sabidas o supuestas. Aquí, en Nueva York y en Moscú.”
FFB recordaba que en otro momento de crisis del marxismo, Bertolt Brecht escribió “una de aquellas agudezas de Pero Grullo que hacen pensar a los que tienen ganas y tiempo para ello”. Había dicho: "Lo que ha hecho del marxismo algo tan desconocido es la enorme cantidad de obras que se han escrito en vano sobre el asunto". Y había añadido: "Lo que hace falta es recuperar su eminente talante crítico original". FFB también estaba convencido de ello.
Debíamos intentar, pues, ponernos de acuerdo sobre qué entender por marxismo, “e intentémoslo tratando de respetar al mismo tiempo un par de preocupaciones compartidas por la gran mayoría de las personas que se han ocupado de este asunto con distancia crítica, independientemente de que fueran marxistas o no”.
Primera preocupación: no había que quedarse en discusiones nominalistas, en discusiones sobre palabras, “en estos tiempos difíciles en los que los principales conceptos de la teoría de la liberación tienen que ser repensados”.
Segunda preocupación: que al tener tanto que ver las grandes palabras con las creencias fuertemente arraigadas entre los partidarios de la emancipación, “y estas creencias con el tipo de identidad cultural que configura una tradición (como la socialista marxista)”, no era bueno dejar que estas palabras se prostituyeran, las prostituyeran, “para lanzarlas después por la borda y quién sabe si acabar diciendo con una nueva palabra, unas cuantas décadas después, algo muy parecido a lo que se quiso decir con la antigua palabra.”
Ruta señalada: frente a las persistentes añoranzas habría que evitar echar mano de la vieja palabra cuando faltaran el concepto y las ideas. Frente a las inevitables "moderneces" “habría que recordar que en nuestro mundo de hoy la pérdida de la palabra equivale a lo que para los indios americanos era la pérdida de sus dioses… si los marxistas y los que fueron marxistas están, estamos, nepantla, como aquellos indios que habían perdido a sus dioses, los demás, los que no siendo ni habiendo sido marxistas se declaran partidarios de la emancipación humana, y siguen luchando contra las alienaciones derivadas de la desigualdad social, no deberían mostrarse tampoco demasiado seguros.” Sobre todo, anunciaba FFB con una pituitaria en plena forma, en la vieja Europa. Añadía: “podría ser que el final de aquella utopía racional trajera desgracias inesperadas para las gentes que creen en la razón”.
¿Qué era entonces el marxismo en aquellos momentos para FFB? No había novedades, era su Marx de 1983. “A los efectos de la discusión que ahora importa se puede empezar describiendo el marxismo de Marx como un cuerpo teórico unitario conformado al menos por: l) un filosofar asistemático, polémico, de raíz humanista y materialista y, en tal sentido, crítico (crítico no sólo de la especulación apriorista, sino también de las ideologías, de la falsa conciencia); 2) un análisis económico-sociológico e histórico del modo de producir y de algunos rasgos sustanciales de las principales formas de vida en el capitalismo; y 3) una teoría de la revolución centrada en la idea de que los grupos sociales no renuncian gratuitamente a sus privilegios, pero centrada también en la estimación de los factores que juegan, o pueden jugar, a favor del tránsito de la sociedad capitalista a la sociedad comunista, y orientada, la teoría, por una elección de valores entre los cuales los más salientes son: la emancipación del género humano, la igualdad social y el desarrollo omnilateral de las capacidades sentimentales y racionales del ser humano”.
Casi al pie de la letra, lo mismo que en 1983.
Si uno se atenía a lo que había sido la historia de la filosofía, de la economía y de la teoría política a lo largo del siglo XIX podía concluir con razón “que, tomados por separado, cada uno de estos rasgos o características del marxismo tiene antecedentes conocidos”. Y no era cosa de negar tampoco que, en esa historia, había habido filósofos materialistas más sistemáticos e incluso más interesantes que Marx, economistas que había sido más precisos en la conceptualización y que estaban mejor preparados que el clásico para el cálculo formal, y, por si faltara algo, teóricos de la política e historiadores más cultos e igual de agudos que Marx. ¿A esto se le puede llamar servilismo al clásico o cultivo talmúdico de una tradición?.
La verdadera novedad que aportaba el marxismo a la historia del pensamiento (y no sólo del pensamiento) era precisamente la “ocurrencia consistente en juntar el análisis económico-sociológico con un filosofar a la vez dialéctico (lo que en este contexto se puede traducir por: histórico concreto), inmanentista (o sea, materialista), y puesto, además, al servicio de los explotados y oprimidos del mundo”. Se trata de una forma de ver las cosas (la misma naturaleza, el individuo humano, la sociedad) que pretendía hacer compatibles “la crítica radical de lo existente bajo el capitalismo (crítica, en particular, de las ideologías de las clases sociales dominantes), con la intención científica y con la afirmación explícita de los valores morales de partida, o sea, del ideal que puso en marcha tanto la crítica como la aspiración al conocimiento racional de lo que hay socialmente”. Fue esto, esta ocurrencia notable, lo que había dado al marxismo “la fuerza de una creencia para sectores muy amplios de las poblaciones europeas durante décadas.”
¿Este rasgo diferenciador del marxismo (vocación científica y globalizadora mediada por la crítica) fue realmente un logro histórico o más bien sólo una sana intención? ¿Tal vocación constituía o no una temeridad desde los puntos de vista epistemológico o metodológico y político-moral? FFB respondería más tarde a esas preguntas. Intentaba precisar a continuación un poco más acerca de la verdadera sustancia del marxismo.
Notas
[1] mientras tanto nº 52, noviembre / diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
[2] Predicción con exactitud pasmosa, FFB añadía: “Claro que para ser justos con los medios de comunicación en este punto hay que decir que la prisa con que en ellos, en los medios de comunicación de masas, se buscan soluciones, y la impaciencia con que para ellos se exigen titulares llamativos, son cosas que no afectan sólo al marxismo; están determinando también la reducción a naderías de otras concepciones sociopolíticas (empezando por el liberalismo clásico) cuya formulación precisa costó mucho esfuerzo a la humanidad. La destrucción de la lógica del discurso escrito y su sustitución por la incoherencia fragmentaria de una cultura de la imagen todavía en pañales son, como se sabe, síntomas de los tiempos. Mal de muchos es consuelo de tontos. No obstante lo cual, criticar el mal de muchos a tiempo puede ser sano para la mayoría laica, con independencia de su jerarquía de valores”.
VIII
Más sobre las virtudes
Como se señaló, FFB hablaba en 1992 de la virtudes del marxismo [1]. Intentaba precisar ahora la naturaleza de la tradición.
El marxismo había sido ante “todo pensamiento de la liberación humana, teoría de la revolución social”. Como tal, prolongaba y afinaba una tradición milenaria: “como teoría de la revolución social, sitúa en una fase nueva la vieja lucha de los parias de la tierra por emanciparse en esta tierra.”
El marxismo, desde luego, era heredero del Humanismo y de la Ilustración. Pero también, insistía FFB, “del romanticismo y de la pasión liberadora (prometeica, espartaquista y münzeriana) de los de abajo, sean éstos esclavos, siervos o proletarios industriales”. Las dos herencias -la ilustrada y la romántico-revolucionaria- estaban ya en el joven Marx. Con matices y alteraciones, estas dos herencias “las reencontramos en el viejo Marx, quien, en los diez últimos años de su vida, se vio obligado por las circunstancias a repensar la teoría de la historia contenida en el volumen primero de El Capital”. De hecho, se podía, se puede, hablar de teoría -¡teoría!- de la revolución social “justamente en la medida en que el marxismo eleva el antiquísimo sueño de los esclavos, de los siervos y de los proletarios de este mundo tanto en el plano del conocimiento como en el plano de la organización, de la práctica organizada”. ¿Cómo? En el plano del conocimiento “mediante el análisis de la interacción de los factores económicos, sociales y culturales que bajo el capitalismo hacen del hombre una mercancía y contribuyen a su alienación”. En el de la práctica “mediante una propuesta específica de organización tendente a transformar la sociedad”. El socialismo de raíz marxista, escribía el socialista de raíz marxista FFB, quería “ser expresión de la pasión razonada de los parias de la tierra” (Pasión razonada fue expresión de su gusto –y de Víctor Ríos- hasta el final de sus días).
Unas cuantas tesis características del marxismo marxiano, relacionadas con su tentativa de síntesis, era bueno de nuevo recordaras “para analizar más tarde si aún pueden dar algo de sí.”
Las tesis
Aunque el capitalismo ha creado por primera vez en la historia la base técnica para la liberación de los seres humanos, “por su lógica interna, este sistema amenaza con transformar las fuerzas de producción en fuerzas de destrucción.” La tesis era también importante en el marxismo-comunismo del Sacristán tardío y sus tesis sobre una política de la ciencia de orientación socialista.
La segunda concreta más esta transformación no deseada de las fuerzas productivas en fuerzas destructivas:“el desarrollo del capitalismo, además de liquidar los últimos velos del sentimentalismo, mina las fuerzas de toda riqueza, o sea, no sólo el trabajo humano sino también el medio natural, la naturaleza.” [2]
La tercera precisa que la causa principal de esta amenaza –la que transforma las fuerzas de producción en fuerzas destructivas y que mina las fuentes de toda riqueza- “es la lógica del beneficio privado, con su tendencia a valorar todo, o casi todo, en dinero. En todo capitalismo, desde sus orígenes, hay una contraposición entre "racionalidad" económico-crematística parcial e irracionalidad socio-económica global”. La mundialización del capitalismo, su tendencia a convertirse en sistema mundial, podía atenuar la percepción del carácter parcial de su racionalidad “en el centro del mismo sistema, pero no puede anular aquella contraposición: su irracionalidad resalta tanto más en la plétora miserable, donde el despilfarro más absoluto compite con el hambre y la miseria de millones de niños, mujeres y varones” [3]
La cuarta tesis decía así: “el carácter ambivalente del progreso técnico se acentúa en el capitalismo de tal manera que obnubila la conciencia de los hombres, aliena al trabajador en primera instancia y a toda la especie por derivación”. Era esa obnubilación la que estaba detrás de la cristalización repetitiva de las formas ideológicas de la cultura burguesa en particular en dos de sus formas: “la legitimación positivista de lo dado, de lo que hay, de lo existente, y la añoranza romántica de un pasado idealizado.”
La quinta: el marxismo marxiano postula que, para acabar con la noria de las ideas que representaba esta repetición exasperante (el adjetivo es de FFB) de positivismo y romanticismo, “hay que ir perfilando una nueva cultura alternativa, parte importante de la cual es la crítica de las ideologías, incluyendo la crítica de la política”. El cambio de sistema que esto supone no requería “sólo crear un poder nuevo, una nueva forma de dominación con el signo clasista invertido (la revolución política y social), sino también, y sobre todo, perfilar y experimentar, avanzar e inventar hábitos, costumbres y modos de comportamiento alternativos en todos los órdenes de la vida”.
Esta transformación cultural, el punto es importante en el autor de Por una tercera cultura, sólo podía llevarse a cabo “por contacto o interacción con las puntas más elaboradas del saber a las que llamamos ciencias, las cuales son por lo general externas a la subcultura obrera”. De ahí la necesidad, de nuevo, de una aproximación histórica entre ciencia y proletariado.
Señalado lo anterior, había que atender en seguida a una diferenciación que muchas veces se perdía en las discusiones: “que marxismo (en tanto que cuerpo teórico desarrollado por Marx y otros) y socialismo (en tanto que movimiento u organización sociopolítica creada para lograr el fin de la sociedad regulada, de la sociedad de iguales) no son términos equivalentes”. ¿Por qué? Porque el marxismo pretendía ser la ciencia (en sentido amplio, como conocimiento contrastado, riguroso) del socialismo, “pretende dar carácter científico a la viejísima aspiración al socialismo, o sea, a la igualación social y a la sociedad regulada racionalmente, de una parte de la humanidad”.
Independientemente de lo que pudiera opinarse ya entonces de esa pretensión, “lo cierto es que no todo socialismo (en la medida en que con esta palabra hacemos referencia a un movimiento o a un partido) ha tenido raíz marxista”. Como era obvio, antes y después de Marx había habido otros socialismos. Bastaba con recordar “el apartado con el que termina el Manifiesto Comunista y la persistencia a lo largo del tiempo de organizaciones socialistas basadas en ideas de Fourier, de Cabet, de Owen, de Saint-Simon, de Babeuf o de Blanqui, por citar sólo a otros cuantos clásicos del socialismo”. No sólo eso: “varios socialismos de orientación religiosa han seguido existiendo en Europa, América, Asia y África durante la segunda mitad del siglo XIX y lo que llevamos del siglo XX”. Y luego, por supuesto, estaba “el socialismo (o comunismo) anarquista inspirado por Bakunin y por Kropotkin.”
Por otra parte, otro giro de interés, tampoco era el caso de que todo marxista haya sido siempre y necesariamente socialista. Dado que el marxismo se había presentado a veces como “una ciencia en el sentido fuerte de la palabra”, se podía aceptar algunos elementos de la aportación marxiana en el ámbito del conocimiento crítico de las realidades económicas y sociológicas -así, la concepción materialista de la historia como hipótesis interpretativa del pasado de los hombres, como teoría de la historia- “sin aspirar por ello a una sociedad socialista, o sin decidirse a luchar por tal sociedad en el movimiento socialista organizado”. El conocimiento de lo que hay no lleva anexo, en general, la pasión por su transformación.
FFB era consciente que puesto que durante cierto tiempo la vulgata marxista había predicado la identificación entre marxismo y socialismo, y como el abandono formal del marxismo por parte de muchos partidos socialistas había dado lugar a apasionadas controversias, no solía aceptarse con facilidad la posibilidad de diferenciación. Sin embargo, añadía,. “ésta no es una conjetura inventada, sino una realidad: ya en las últimas décadas del siglo pasado existía un marxismo llamado "de cátedra" con tal orientación; y ciertas variantes del "marxismo analítico" actual podrían ser consideradas en los mismos términos”.
La aproximación crítica es de FFB, esta nota sobre el socialismo de cátedra es de Sacristán [4]:
“Socialismo de cátedra” o “socialismo de estado” son denominaciones que se aplican a varios intelectuales reformistas alemanes de la segunda mitad del siglo pasado (Lujo Brentano, Gustav Kohn, Adolf Held, Heinrich Kerner, etc) entre los que no faltaron científicos importantes (Adolph Wagner, Gustav Schmoller, Werner Sombart). Algunos de estos autores destacados y un número considerable de seguidores fundaron en 1872 la Asociación de Política Social (Verein für Sozialpolitik). La denominación, en alguna medida irónica, de “socialistas de cátedra” alude a la profesión académica de todos sus miembros influyentes, y también a la distanciación del socialismo obrero militante. El nombre “socialismo de estado” se refiere a la concepción de varios de estos autores según la cual es un fuerte estado tradicional (en el caso alemán, el estado del Kaiser y Bismarck) el que tiene que realizar las estatizaciones que para ellos son sinónimas de socialismo. El reconocimiento del estado tradicional como dirigente de la evolución hacia el socialismo así entendido, por medio de reformas, excluía todo protagonismo de los trabajadores e implicaba el freno a la lucha de clase de éstos.
Debía reconocerse, eso sí, que esa no había sido una actitud muy extendida en la historia contemporánea del marxismo y del socialismo, pero era teóricamente posible; “y se trata, además, de una posibilidad tanto más atendible a medida que algunas ideas básicas del materialismo histórico, de la concepción materialista y dialéctica de la historia, han ido pasando a los programas de enseñanza secundaria y superior de muchos países del mundo actual”. En la misma senda: ¿había que recordar que se podía ser ecólogo sin aceptar la forma dominante que ha tomado el ecologismo político contemporáneo? ¿No se podía ser teólogo sin ser miembro activo de una iglesia o “partidario de alguna de las religiones que han tomado forma institucional a lo largo de la historia”?
En cualquier caso, en opinión de FFB (está escribiendo en 1993, 1994) y por lo que hacía al pasado reciente“puede decirse sin exageración que la referencia al marxismo es obligada para entender lo que ha sido la lucha por la emancipación de los trabajadores en Europa durante la segunda mitad del siglo XIX, así como, más en general, la lucha por la liberación en casi todo el mundo durante el siglo XX”. El que los sujetos activos de esas luchas hubieran sido derrotados, hubieran fracasado o, en algún caso (que no son todos los casos), hubieran conducido a sus pueblos a situaciones lamentables no era razón suficiente para echar todo marxismo al basurero de la historia. No.
¿Por qué? Porque no sólo es social y moralmente valioso lo que triunfa. “A veces lo social y moralmente valioso es lo que cae derrotado y queda como un cabo suelto o perdido en la historia de la humanidad.” Fracasar mejor es el título del último libro de Jorge Riechmann, amigo y compañero de Francisco Fernández Buey.
Notas
[1] mientras tanto nº 52, noviembre / diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
[2] En sus apuntes escribía FFB: “Atención: para matizar estos dos puntos y no quedarse en un enfoque sólo "romántico" de la crítica marxiana del capitalismo, referencia al número monográfico de Rinascita/Il Contemporaneo conmemorativo del centenario de la muerte de Marx y C. Napoleoni,"Il posto di Marx nella storia del pensiero economico", en PE, enero del 92. Referencia también a Cohen, La teoría de la historia en Marx, para la caracterización de algunas tesis básicas.
[3] También en nota complementaria comentaba FFB: ”Argumentar sobre la base de dos hechos recientes: la destrucción de una parte del armamento salido del belicismo de los años ochenta, con un coste tremendo para las economías de todos los países del planeta, y el caos económico-monetario que ha seguido el triunfo planetario del individualismo liberal, a la anarquía de la economía capitalista en el ámbito mundial, nada más derrumbarse el otro mundo, el mundo de la planificación, que hacía de contrapeso a las barbaridades del capitalismo financiero especulativo.”
[4] Es una nota de traductor, en su versión castellana del libro II de El Capital (OME-42, p. 5, nota 1).
IX
Siguiendo con las virtudes marxianas
La tecnopolítica no lo sabía pero la política en su acepción originaria siempre había tenido en cuenta la posibilidad del fracaso, de la derrota, sin que ello significara siempre un desastre poliético. Por eso, proseguía FFB [1],, en casi todas las culturas había un altar reservado “para los idealistas que, conociendo el hedor de este mundo, decidieron seguir siendo idealistas (en el plano moral)”. Paco, nuestro Paco, sin atisbo para ninguna duda, está en ese altar. Podía ocurrir que el laicismo cínico del final de siglo decidiera llevarse por delante, con los restos del marxismo decimonónico, “todos los altares levantados por las culturas populares a los héroes derrotados en las luchas en favor de la igualdad, la libertad y la fraternidad” pero era dudoso “que la ausencia de distinción entre el valor de estas luchas de los abajo (tantas veces apadrinadas por los marxistas desde 1848) y lo que representó la utilización ideológica del marxismo desde el Poder”, en la URSS, en China o donde fuera, fuera considerada algún día como un progreso moral. FFB añadía: “me parece que de esta forma verán las cosas también los historiadores del siglo XXI.”.
Ahora bien, proseguía, una influencia tan enorme (y tan omniabarcadora) en la resistencia anticapitalista moderna difícilmente podía caber en un solo cuerpo doctrinal. Acaso por eso, desde la muerte del clásico, ha habido varios marxismos. “Y, hablando con propiedad, habría que decir que ya en vida de Marx había varios "marxismos", al menos en el sentido de que circulaban distintas interpretaciones filosófico-políticas de sus ideas o de ideas atribuidas a él.”. Por esa razón, “harto ya de atribuciones y de manipulaciones de su pensamiento, el mismo Marx dijo una vez, y no sólo por cansancio, que él no se consideraba marxista” [2]. Estas dos observaciones -que ha habido varios marxismos y que el propio Marx no quería tener nada que ver con alguno de ellos- deberían servir para apoyar una conclusión a la que le interesaba mucho llegar ahora: “hay incompatibilidad entre marxismo (en el sentido de pensamiento y acción de Marx) y dogmatismo (en el sentido de codificación única de las ideas procedentes de Marx en un solo cuerpo doctrinal). Aun suponiendo que no haya habido coherencia perfecta en el caso de Marx (¿y en qué caso?) entre declaraciones y aspiraciones teóricas de un lado y actividades político-sociales de otro, ¿no es paradójica la conversión en dogma de la obra de un hombre que tuvo por máxima hay que dudar de todo?” En su opinión, lo era, era paradójica.
Tampoco había sido el marxismo la primera paradoja de este tipo en la Historia. “Recordando precisamente un caso anterior que tiene que ver con la lucha milenaria en favor de la liberación, el poeta León Felipe escribió una vez un crudo relato versificado sobre un hombre que tenía una doctrina, la cual doctrina creció y creció hasta hacerse templo y llevarse por delante a los hombres que creían en la doctrina. Recomendaba el poeta sarcásticamente a los hombres del futuro que el que tenga una doctrina que se la coma antes de que ésta se convierta en templo o en iglesia. Pero no es nada seguro que recomendaciones tan drásticas vayan a ser seguidas por gentes que se sienten humilladas y ofendidas”. Prueba de ello: siendo muchos los que leyeron aquel poema u oyeron cantarlo a Paco Ibañez en los sesenta, “a casi nadie (que yo sepa) se le ocurrió ponerlo en relación (críticamente) con otros dogmatismos tan persistentes como el del hombre que tenía una doctrina.” Lo interesante para el historiador de las ideas, “y no sólo para él sino también para toda persona que quiera ocuparse, con comprensión simpatética, de la tragedia que siempre ha sido la lucha de los humanos por emanciparse, por liberarse, por desalienarse”, era tratar de dilucidar en este caso por qué extrañas circunstancias la vocación científico-escéptica contenida en aquella declaración de Marx, el había que dudar de todo, condujo al dogmatismo de no pocos marxistas.
Todos los socialismos de raíz marxista que habían tenido éxito político-social en el mundo habían sido revisionistas, en mayor o menor medida, de las ideas de Marx, “o bien adaptaciones de aquellas ideas a circunstancias históricas que a Marx no podían ni pasársele por la imaginación”. Fue el caso del movimiento socialista que condujo a la revolución rusa de l9l7. Fue el caso de los socialismos que condujeron a las revoluciones china, cubana y vietnamita. De hecho, el conocimiento que Mao, Castro o Ho “tuvieron de la obra de Marx al iniciarse los procesos revolucionarios en China, Cuba y Vietnam, respectivamente, era muy limitado y unilateral”. Difícilmente podía compararse con el conocimiento de la obra de Marx que tuvo Lenin. “Y aún menos con el conocimiento de la obra de Marx que tuvieron los principales representantes del llamado marxismo occidental (Bernstein, Kaustky, Rosa Luxemburg, Korsch, Lukács, Gramsci)”. Verdad histórica probada, no quitaba mérito en absoluto a lo hecho por Mao, Castro o Ho. Pero obligaba “a estudiar con detenimiento y para cada caso concreto qué creían estar haciendo los revolucionarios cuando se referían al marxismo y qué hacían de verdad, en la realidad.” Hasta aquel momento esa discrepancia entre lo que se creía estar haciendo y lo que se hacía realmente sólo se había estudiado, y de manera parcial, en el caso ruso.
El resultado de ese estudio, iniciado por Karl Korsch, otro de sus maestros y de sus referencias, decía lo siguiente:
Marx cambió de opinión sobre las posibilidades de la revolución en la atrasada Rusia y sobre la relación de esta revolución posible con la revolución en las regiones más industrializadas de Europa (Inglaterra, Francia, Alemania). Lenin intentó explicar, unilateralmente, aquel cambio de opinión del viejo Marx con el objetivo de seguir fundando en el marxismo la teoría de la revolución rusa. Stalin prohibió literalmente la difusión de las opiniones de Marx sobre Rusia (tanto las del Marx rusófobo de los cuarenta y cincuenta como las del Marx viejo, amigo de los narodnikis) y manipuló a conciencia el pensamiento de Marx para que la revisión leninista pareciera la simple continuación de aquél. Durante algún tiempo se pensó que la hibridación de marxismo y narodnikisismo fue la base teórica del éxito práctico que representó la revolución rusa del 17.
FFB creía que podía probarse que no fue así. “El híbrido marxista-populista construido por Lenin en los años que hacen de gozne entre los dos siglos estaba prácticamente muerto en 1905. La revolución de noviembre de 1917 tiene mucho más que ver con los horrores de la primera guerra mundial que con el constructo teórico (la "dictadura democrática del proletariado" inspirada en la fase jacobina de la revolución francesa) de Lenin”. Su grandeza político-militar consistía sobre todo “en su capacidad para la captación de la excepcionalidad histórica, cuando no hay tiempo para el cálculo racional y la loa de la duda se convierte ya en preámbulo de la aniquilación”. Lenin había sido durante toda su vida “un genio de las situaciones extremas, un agudo desvelador del sentido de las crisis históricas. En los momentos decisivos -y los meses que van de febrero a noviembre de 1917 lo fueron- solía sorprender a todos los que le conocían”. Pero Lenin no era un teórico en el sentido en que lo fue Marx, una diferencia que, en opinión de FFB, convenía tener en cuenta.
En opinión de FFB, no se podía “explicar históricamente el contraste entre ideario marxista y realidad de la URSS en las primeras décadas de la revolución sin estudiar en detalle la relación de Marx con los rusos así como la recepción y difusión del marxismo en Rusia antes y después de 1917”. La idea de que el estalinismo y el gulag se derivan necesariamente del ideario socialista marxista, era la tesis crítica del editorial del mientras tanto de 1983 dedicado a Marx, “no tiene más fundamento que el intento de derivar los campos de concentración del Chile de Pinochet del Sermón de la montaña o los campos de concentración nazis de la crítica a la democracia demediada y al parasitismo de la época de Weimar.” Para establecer una relación causal entre los crímenes cometidos en nombre del socialismo y el ideario de Marx no bastaba con tomar nota de las palabras de los criminales y ponerlas en relación con otras palabras que sonaban de forma parecida: hacía “falta un análisis específico de la evolución y del destino de los distintos socialismos de raíz marxista que en el mundo han sido.”
Había sido también Karl Korsch el primero en establecer un corte tajante entre "marxismo occidental" y "marxismo ruso", el mismo que había atribuido “las degeneraciones de este último a las concesiones que Marx, siendo ya viejo, hiciera a los populistas (narodnikis) de aquella nacionalidad”. Para FFB, esa era una hipótesis historiográfica sugestiva que habría que explorar. “Que Marx hizo concesiones a los populistas rusos de la década de los setenta del siglo pasado está fuera de toda duda razonable. No se suele decir en ambientes marxistas que estas concesiones fueron la contrapartida del acercamiento a Marx y al internacionalismo obrero de la época por parte del populismo revolucionario ruso (en sus orígenes principalmente nacionalista) contra la opinión de los marxistas rusos”. El dato debía ser materia de reflexión para todos aquellos ideólogos que siguen repitiendo, contra los hechos, “que Karl Marx pensó exclusivamente en la revolución europeo-occidental (en la revolución inglesa, francesa y alemana) y que la revolución rusa de 1917 habría sido la negación de sus previsiones históricas”.
La verdad era otra: hacia 1878 Marx “había abandonado toda pretensión de hacer de su método histórico-dialéctico una filosofía de la historia o un pasaporte teórico válido para explicar cualquier desarrollo histórico” y desconfiaba mucho de “los principales dirigentes socialistas alemanes, ingleses y franceses, y lo que se proponía, mientras tanto, era algo bastante modesto: conocer mejor la evolución de los acontecimientos económico-sociales en EEUU de Norteamérica y en Rusia”. Tanto era así que hizo a un lado el material acumulado para la publicación del segundo volumen de El Capital (el que publicó Engels póstumamente) “y, a pesar de los años y de los achaques, se puso, una vez más, a estudiar: ruso por una parte y estadísticas de actualidad, norteamericanas, inglesas y rusas, por otra”. Sólo pasa que las gentes apasionadas por la revolución -Marx era uno de ellos- “no dejan de acoger con entusiasmo ni cuando estudian las buenas nuevas en los tiempos sombríos”. La buena nueva de los últimos años de vida de Marx fue, claro está, el surgimiento del movimiento revolucionario en el hogar clásico del absolutismo, en la Rusia zarista, “justo cuando decaía el espíritu revolucionario en el otro lado de Europa, en los hogares clásicos del capitalismo (como consecuencia, entre otras cosas, de la derrota de la Commune en París)”. Desde el punto de vista historiográfico, “el problema interesante consiste en aclarar si Marx prefirió la valentía moral de aquellos hombres y mujeres (revolucionarios "terroristas"), que se atrevían a luchar contra el absolutismo zarista, a las vacilaciones de los principales destacamentos del proletariado industrial europeo-occidental (francés, alemán e inglés, sobre todo), por acentuación del propio voluntarismo revolucionario, por el disgusto que acompaña al malestar de la cultura”. O si, por el contrario, “en la eventual revolución rusa que los narodnikis anunciaban como inevitable él vio sólo un complemento para la revolución europeo-occidental”. Las dudas y vacilaciones que ponen de manifiesto los borradores de la célebre carta a Vera Zasulich (de febrero/marzo de l88l) permitían sugerir que el viejo Marx no llegó nunca a resolver ese dilema, concluía FFB, al menos con la cabeza; “sabemos, en cambio, por la correspondencia de la época, que su corazón estaba con los populistas (aunque éstos no eran "marxistas" típicos u ortodoxos)”.
En todo caso, ni siquiera esto último podía aducirse como prueba de la existencia de un vínculo entre marxismo y estalinismo, entre el "terrorismo" populista-marxista de los años 8O del siglo XIX y el "terrorismo" del estado estalinista, “puesto que en los cuarenta y tantos años transcurridos entre ambas cosas la historia hizo casi irreconocibles a los antiguos marxistas y a los antiguos populistas rusos. Tanto que una buena parte de los social-revolucionarios que recogieron la herencia de los narodnikis fueron asesinados, bajo Lenin y bajo Stalin, por marxistas que recogían la herencia de Marx”.
Establecer relaciones causales tomando como base la semejanza de las siglas o el parecido de las palabras, sin fijarse en los hechos, era un cómodo expediente simplificador de la historia que el partidismo político conservador usaba en beneficio propio a poco que el adversario ideológico prefiera también la ambigüedad. Añadía FFB, el paso es importante:
“Aquí sabemos mucho de eso en relación con lo que ha sido, fue y es ETA desde su fundación en los años sesenta hasta 1992. Sabemos que, transcurridos casi treinta años, la organización ETA de hoy apenas tiene nada que ver con aquella de ayer. Pese a lo cual siempre habrá ideólogos interesados en poner cerca polvos y lodos”.
El interés del historiador de las ideas, él también lo fue, era el contrario: “matizar, mostrar que bajo semejanzas y parecidos verbales hay diferencias, que no todos los polvos se convierten en lodos y que suele ser irrelevante el remontarse a los fenicios para tratar de explicar los lodazales que hoy nos preocupan más).”
El paso, desde luego, es de rabiosa actualidad.
PS. Perdóneseme este toque de inmodestia. Esta reseña, aparecida en El Viejo Topo, que copio más abajo, fechada en 2006, fue elogiada por Francisco Fernández Buey. Recuerdo bien, también emocionado, sus generosas palabras:“Un Marx sin marx(ismo): crítica de una idea peligrosa”. Maximilien Rubel, Marx sin mito. Octaedro, Barcelona 2003, 255 páginas. Prefacio de Margaret Manale. Traducción y nota preliminar de Joaquim Sirera. Selección de textos: Margaret Manale y Joaquim Sirera.
Como se indica en la contraportada de esta antología, Marx sin mito es una cuidada selección de escritos de Maximilien Rubel (1905-1996) en la que se recoge algunas de sus aportaciones más esenciales para una lectura no mistificada de Marx. Su autor nació en Czernowitz, ciudad austro-húngara que actualmente forma parte de Ucrania; llegó a Paris a finales de los años veinte, fue movilizado durante la II Guerra, ha sido militante de diversas organizaciones de la izquierda consejista y se consagró, durante más de la mitad su vida, en el riguroso estudio de la obra de Marx. Desde 1965 hasta 1994, trabajó en la edición crítica de las obras de Marx para la Bibliothèque de la Pléiade (ediciones Gallimard), llegando a publicar cuatro volúmenes: Oeuvres. Économie, I (1965); Oeuvres. Économie II (1968); Oeuvres III. Philosophie (1982) y Oeuvres IV. Politique , I (1994). Rubel falleció mientras preparaba el segundo volumen de las obras políticas de Marx. Como señalara Manuel Sacristán en su presentación de la traducción castellana del clásico de Marx, no hay más que una edición importante de Capital I que se aparte de la organización del texto en las cuatro ediciones aparecidas en vida de Marx o Engels: la de Rubel. Este autor, añadía Sacristán, “es insuficientemente conocido en España, pese a ser uno de los principales conocedores contemporáneos de la obra de Marx y tal vez el más destacado intérprete anarquista de la misma”.
Según Margaret Manale, coeditora del volumen, el criterio básico en su trabajo ha sido considerar la vida y obra de Marx como una totalidad. Para Rubel -señala Manale- “nada justifica la hipótesis de un corte entre la actividad de Marx militante y el trabajo intelectual, de la misma forma que tampoco lo hay entre los escritos del joven filósofo y los textos que exponen el descubrimiento de las leyes económicas del desarrollo de la sociedad moderna” (p.16). Los ocho ensayos seleccionados, que abarcan un largo arco temporal que se extiende desde 1961 hasta 1994, han sido agrupados en tres apartados: 1) “El proyecto intelectual de Marx”, que incluye “La leyenda de Marx o Engels fundador” (1972), “Plan y método de la “Economía”” (1973) y “Marx teórico del anarquismo (1973)”; 2) “La obra de crítica”, compuesta por “El crecimiento del capital en la URSS” (1957) y “La sociedad humana y su prehistoria” (1994), y, finalmente, 3) “Marx y el movimiento obrero”, que incorpora “Marx y la democracia” (1962), “El partido proletario en Marx” (1961) y “Tesis sobre Marx hoy”, trabajo este último en el que Rubel apuntaba que: “(...) La enseñanza de Marx no está exenta de errores y no escapó de influencias deletéreas del medio enajenante en el que se formó. Pero, a diferencia de otros pensadores del siglo XIX considerados como “grandes”, Marx buscó, para corregirse, el contacto con la “vil multitud”, la comunicación con “la humanidad sufriente que piensa y con la humanidad pensante que está oprimida” (p. 249).
Todos los ensayos recogidos resultan de enorme interés y, sin duda, su estilo, su solidez documental y su precisión argumentativa están alejados años-luz de toda repetición mecánica, aburrida y teológica de los textos marxianos..Cabe destacar aquí, “Plan y método de la ‘economía’” (pp.37-92), tal vez el texto central de esta selección, y su excelente, atrevido y sugeridor ensayo “La sociedad humana y su prehistoria”, donde Rubel señala con énfasis crítico y defiende con solidez que: “(...) Hay una discurso pseudofilosófico que atribuye a la humanidad en cuanto tal una disposición mórbida a la autodestrucción, mientras que la constatación más banal, sugiere que cualquier ser aspira a vivir su vida con plenitud “(p. 175).
Finalmente, por su carácter de texto abierto y material de discusión, “Tesis sobre Marx hoy” (1984) no debería situarse en el olvido.
Empero, el artículo que muestra más rápidamente la singular aproximación de Rubel a la obra de Marx probablemente sea el primero de los recogidos: “La leyenda de Marx o Engels fundador” (1972). Ni siquiera la propia historia de este trabajo es asignificativa. Este ensayo fue inicialmente la aportación del autor a un congreso realizado en Wuppertal, en mayo de 1970, con ocasión del 150 aniversario del nacimiento de Engels. Los miembros de la delegación soviética y los delegados de la República Democrática alemana, ofendidos por las tesis presentadas por el autor en su trabajo, amenazaron con dejar la conferencia si el texto no era retirado. Hubo que negociar largamente y llegar al acuerdo de que las aportaciones de Rubel no fueran leídas desde la tribuna -como pudieron hacer la mayor parte de los participantes- sino sólo comentadas y discutidas.
En su frustrada comunicación y con el objetivo de iniciar un debate cuya tesis esencial “debería ser el problema del marxismo en tanto que mitología de nuestra era” (p.32), Rubel defendía las siguientes posiciones: 1º. El marxismo, como sistema de pensamiento, no nació como un producto auténtico del modo de pensar de Marx sino “como un fruto legítimo del espíritu de Friedrich Engels” (p.25); 2º: toda investigación sobre las relaciones entre Marx y Engels está abocada al fracaso “si no se desembaraza de la leyenda de la “fundación” y no toma como punto de partida metodológico la aporía del concepto de marxismo” (p.27); 3º: dada la imposibilidad de definir racionalmente el sentido del concepto, “parece lógico abandonar al olvido la palabra misma, aunque sea tan corriente y universalmente empleada” (p.28) y 4º: en la historia del marxismo como culto apologético de Marx, “Engels ocupa el primer plano” (p.31). Sin duda es discutible que el coautor del Manifiesto Comunista ocupe esa destacada posición, pero no la hay en cambio de que los delegados soviéticos y democrático-alemanes presentes en esa conferencia son representativos de una aproximación cerrada, nefasta, acrítica y nada marginal del legado de Marx.
En los ensayos posteriores del volumen, Rubel ahondará en la misma idea: el marxismo ”se convirtió en ideología dominante de una clase de poderosos”, el marxismo como sistema de pensamiento logró “vaciar de su contenido original los conceptos de socialismo y de comunismo, tal como Marx y sus precursores los entendían, y substituirlos por la imagen de una realidad que es su más completa negación” (p.95). Manipulando sus doctrinas con habilidad, insiste Rubel, discípulos poco escrupulosos “han logrado poner la obra de Marx al servicio de doctrinas y de acciones que representan su más completa negación, tanto por lo que se refiere a su verdad fundamental como a su finalidad abiertamente proclamada” (p. 99).
El excelente traductor y autor de la nota preliminar del volumen, Joaquim Sirera protesta, con razones, del desconocimiento hispánico de la obra de Rubel y señala que su interpretación de Marx “choca frontalmente con toda la divulgación que se ha hecho aquí del marxismo”. Como el término divulgación es un concepto algo borroso y dado que “todo” suele ser un término demasiado general, tal vez sea necesario indicar no ya sólo que Manuel Sacristán dialogó en la lejanía, y con reconocimiento explícito, con las tesis de Rubel, sino que, recientemente, Francisco Fernández Buey, en su Marx (sin ismos) -título que sin duda habrá inspirado a los coordinadores de este volumen-, señaló: “(...).En esa odiosa comparación me he inspirado para leer a Marx a través de los ojos de tres autores que no fueron ni comunistas ortodoxos, ni marxistas canónicos, ni evangelistas: Korsch, Rubel y Sacristán. Hay varias cosas que diferencian la lectura de Marx que hicieron estos tres. Pero hay otras, sustanciales para mí, en las que coinciden: el rigor filológico, la atención a los contextos históricos y la total ausencia de beatería no sólo en lo que respecta a Marx sino también en lo que atañe a la historia del comunismo” (p.18).
Coincidencias que no implican, como es obvio, acuerdos sin matices. El mismo Sacristán, en su nota editorial para la edición castellana de El Capital, señalaba que M. Rubel había escrito para el volumen II de El Capital una introducción que mostraba como su trabajo era infinitamente más arbitrario que el de Engels [...] Pese a todo el respeto que merece la erudición de Rubel, hay que decir que ese criterio es casi puro capricho, pues Marx había pensado inicialmente en efecto, en dos volúmenes, pero componiendo el primero de ellos con los libros I y Il, y el segundo con los libros III y IV. Y, además, alteró esa división por razones del todo contingentes, lo que muestra que la división misma era inesencial. De este modo repite Rubel lo que él mismo llama “grave error de Engels” pero con mayor arbitrariedad. Así, por ejemplo, en la Introducción que pone al libro II Rubel combina textos marxianos procedentes de manuscritos separados por veinte años (1857-1877). Como ha escrito acertadamente Pedro Scaron en la “Advertencia” a su edición del libro II. “Por este camino... podemos llegar a tener tantos tomos II de El Capital como investigadores estudien los manuscritos.”
Así, pues, también aquí entre nosotros esta afirmación generalizadora tiene contraejemplos conocidos que sin duda constituyen sales abonadas para una tierra donde pueda desarrollarse, en compañía de Rubel y afines, una tradición (neo) marxista -o inspirada en Marx, si se prefiere- pensada y cultivada desde un punto de vista A.D.N: Analítico, Documentado y enRojecido.
Notas
[1] mientras tanto nº 52, noviembre / diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
[2] Maximilien Rubel, añadía FFB, un estupendo marxólogo hoy casi olvidado en su opinión, que era maestro suyo, “ha estudiado muy bien este tema en un libro sintomáticamente titulado Marx critique du marxisme.”
X
Del marxismo no eurocéntrico
FFB se centraba a continuación en una distinción ahora en desuso: la diferencia entre el marxismo ruso o soviético y el marxismo occidental [1].
Atendiendo a las diferencias entre el marxismo de Marx y el de Lenin, así como a la evidente degradación del marxismo que representó el estalinista "socialismo en un solo país", sin llegar a resolver el interesante problema planteado por Korsch al se aludió anteriormente, hacía tiempo ya que se había hecho habitual distinguir entre "marxismo ruso" y "marxismo occidental".
El "marxismo occidental" era, en efecto, uno de los marxismos históricamente existentes. Se le podría considerar como un marxismo trágico: “el marxismo de los revolucionarios sin revolución; el mejor de los marxismos que ha habido hasta ahora desde el punto de vista de la teoría, de la explicación de los hechos que han tenido que ver con las revoluciones y de las previsiones autocríticas del movimiento obrero, pero, pese a ello, el más duramente derrotado en las batallas político-sociales que tuvieron lugar desde la primera guerra mundial en adelante”. Rosa Luxemburg, Korsch, Gramsci, Lukács, Benjamin, los marxistas austriacos y muchos otros habían aportado grandes cosas al conocimiento de un mundo en el que, en parte, en aquellos momentos, todavía vivimos. Y, sobre todo, remarcaba FFB, habían contribuido “de manera muy seria a fundamentar la ética de la resistencia anticapitalista en circunstancias sumamente difíciles”. Fueron muy críticos de las dos principales corrientes en que se dividió el movimiento socialista del siglo XX; fueron víctimas de esa división en la que ellos mismos inicialmente participaron; fueron combatientes derrotados“ante todo y sobre todo por la reacción conservadora que invadió Europa al acabar la primera gran guerra”.
Este era, para FFB, el marxismo de la lucidez. Pero también, al mismo tiempo y sin contradicción, “el marxismo de las luces limitadas a Europa”. No necesariamente por etnocentrismo, no siempre por etnocentrismo: “en la mayoría de los casos por ignorancia, por desconocimiento de otros mundos, de otros continentes de los cuales Marx sólo había escrito en relación con (y en función de) Europa”. Esta limitación, la etnocentrista, era una limitación muy importante que -esta era, esta fue una tesis esencial en FFB hasta el final de sus días- “toda tentativa actual de repensar el vínculo entre tradición y renovación en el marco de la cultura socialista tiene que tener en cuenta”. Muy en cuenta. Basta mirar lo acontecido desde entonces en América Latina. Con ojos abiertos, sin anteojeras.
En todo caso, el "marxismo occidental" no había sido el único marxismo interesante desde el punto de vista teórico-práctico. En aquel momento histórico (principios de los noventa) de afirmación absolutista del occidentalismo euroamericano valía la pena recordarlo de nuevo. Para los tiempos que vendrán, sostenía FFB, “sigue habiendo muchas cosas notables que aprender en la ingente obra política de V.I. Lenin, sobre todo en la obra escrita antes de que la guerra y el destino hicieran de él, que por un tiempo pensó que llegaría a ver la revolución, un estadista.” Para FFB, cuyo aproximación a Gandhi, al pacifismo de Einstein, no le empujaba a arrojar Lenin a la cunera, el revolucionario soviético había sido “un teórico de la política cosmopolita como pocos, aunque, por desgracia, siempre citado de forma ritual, y muy poco leído con espíritu histórico-crítico”,como debían leerse a los clásicos, a todos los clásicos del pensamiento político. Lenin lo era.
No había exclusiones ni sectarismos en el marxismo de FFB. Seguía habiendo “muchas cosas notables que aprender en la obra de Trotski, aquel interesante hombre de acción, estupendo observador de los problemas de la vida cotidiana y agudísimo desvelador de contradicciones en el quehacer de las gentes que quieren crear un mundo nuevo”, un autor indispensable “para pensar en serio lo que quiere decir revolución de la vida cotidiana más allá de los clichés y de las frases hechas por comodidad”.
No sólo el teórico de la revolución permanente. Las nuevas generaciones que se enfrentaran a la necesidad de las revoluciones “tendrán también mucho que aprender en las reflexiones críticas de Nicolai Bujárin (el marxista ruso inquieto que tuvo la valentía de dar nombres a aquellas cosas que parecían innombrables para la ortodoxia)”, o en no pocos de los papeles y escritos de Mao “que enseñó a casi todos los marxistas occidentales y eurocéntricos a pensar las cosas de Oriente con categorías distintas a las acuñadas en los aledaños de París entre 1789 y 1893”, o cuanto menos a dudar “de su aplicación universal como ganzúas que abren las puertas del conocimiento de toda sociedad)”.
Estaban también las intervenciones de Mariátegui “quien cruzó el marxismo europeo de la subjetividad y de la voluntad con las raíces andinas de un pensamiento liberador sin el cual no se explicaría casi nada de las actuales luchas en América Latina” [se da en anexo su magnífico e inolvidable “Recuerdo de Mariátegui”, un escrito de 2004]; el pensamiento de Ho Chi Min “que es la experiencia vivida de la resistencia al colonialismo, el testimonio magnífico del espíritu de la rebelión que no hace mucho conmocionó al mundo por su valor moral y que hoy, cuando todavía apenas si florecen los árboles de Vietnam regados por el napalm norteamericano, ya no existe para nosotros porque ya no existe para nuestros medios de comunicación”), o las obras de Kwame Nkrumah “que tanto enseña sobre la tragedia que ha sido y está siendo la independencia de los países africanos, y que habrá que rescatar bajo las losas de silencio con que nuevo colonialismo cubrió una de las etapas más importantes de la lucha de los africanos por su liberación”.
Estos son algunos ejes del marxismo sin ismos (y sin sectarimos), no eurocéntrico, que FFB defendió hasta el final de sus días
Anexo: “Recuerdo de Mariátegui”. Francisco Fernández Buey. La Insignia. España, enero del 2004 (http://www.lainsignia.org/2004/enero/cul_007.htm)
José Carlos Mariátegui, el más grande de los marxistas latinoamericanos, nació en 1894 o 1895 en Moquegua, Perú, probablemente muy poco antes de que muriera en Cuba José Martí, el americano universal. Nació y pasó la infancia en un ambiente pobre y mestizo: su padre tenía antecedentes vascos, su madre indígenas. José Carlos quedó cojo como consecuencia de una lesión (médicamente mal tratada) que le produjo una caída a los siete años; tuvo que pasar por varias dolorosas operaciones en la infancia, no llegó a conocer al padre y se vio obligado a trabajar ya a los 14 años como mensajero en un periódico de Lima para ayudar a la madre y los hermanos.
Fue un hombre inquieto y volitivo, aunque no se consideraba a sí mismo un representante de La Voluntad en la tierra, sino más bien un "alma agónica" en el sentido unamuniano; un alma de las que luchan por cumplir su destino y cuando contemplan lo hecho escriben simplemente: «Mi vida ha sido una nerviosa serie de inquietos preparativos» (1925).
Mariátegui, que se vió siempre como un aventurero del espíritu, solía declarar que su ideal era mantener en alto el ideal. Como tanta gente pobre y como tantas personas preocupadas por la humanidad sufriente, tuvo pronto como ideal el socialismo. Hasta 1919 se formó intelectualmente en el ambiente literario y bohemio del periodismo liberal limeño, próximo a las vanguardias y muy crítico del provincianismo y de la politiquería clientelar dominante en Perú. Luego fue un marxista a su manera, como lo fueron casi todos los marxistas fecundos de los años veinte: amante del orden intelectual y del método, hombre de los que se enfadan cuando se les dice que no han cambiado, pero que saben, no obstante, contestar al periodista encuestador: «He madurado más que cambiado» (1926). Él mismo se definió una vez como «orgánicamente nómada». Y, sin embargo, vivió sólo treinta y cinco años. En ellos sufrió mucho. Y no sólo por sí mismo. Tuvo que permanecer los seis últimos años de su vida, entre 1924 y 1930, en una silla de ruedas después de que le fuera amputada una pierna desde el muslo a consecuencia de una tuberculosis ósea. Y desde aquella silla escribió sin flaquear cientos de páginas al servicio de los campesinos y de los obreros.
El resultado de aquel esfuerzo personal valió la pena. Mariátegui hizo desde joven un periodismo culto, informado, sugerente, apasionado, combativo. Y lo que es más importante: con punto de vista, con declaración explícita del ángulo desde el cual se escribe, con conciencia de quién era su público lector, sin olvidar en ningún momento la meta que se persigue al coger la pluma. Todo lo contrario del periodismo como nadería, del periodismo del hablar por hablar. En esto el quehacer de Mariátegui es comparable al de otros dos grandes contemporáneos suyos en Europa: Antonio Gramsci y Piero Gobetti. De ellos seguramente aprendió Mariátegui durante su estancia en Italia.
Su actividad periodística se inició en el diario La prensa. Allí comenzó Mariátegui como mensajero, pero pronto (1912) se convirtió en un espléndido cronista respetado y temido. Las contribuciones de Mariátegui en el diario limeño hasta 1916 continuaron en las páginas de la efímera revista Nuestra Época, en la que colaboró también César Vallejo y donde se vislumbra ya su incipiente orientación socialista. Luego escribió en La Razón, un espacio desde el cual alentó la Reforma Universitaria peruana, las luchas de los estudiantes rebeldes y las reivindicaciones de los trabajadores.
El dictador Leguía, tras recuperar el poder mediante un golpe de Estado en 1919, becó a Mariátegui confiando, sin duda, en amansar así al revolucionario. Mariátegui aceptó la oferta de una representación oficial en Europa, sabiendo ya de su enfermedad y del peligro que corría en Perú. Recibió entonces muchas críticas de entre los suyos. Pero partió para Europa. Vivió en París, donde contactó con H. Barbusse y el grupo de Clarté; luego en Roma, en Florencia, en Berlín, en Hamburgo. La estancia en Italia fue importante para Mariátegui. Allí leyó a Marx. Y asistió al Congreso fundacional del partido comunista de Italia en Livorno. Y allí conoció el amor: la entonces jovencísima Anna Chiappe, natural de Siena. En total estaría en Europa cuatro años para regresar a Perú en 1923.
El Italia, Mariátegui fue testigo del ascenso del fascismo en su primera hora. Vivió el giro hacia el fascismo de intelectuales importantes que se habían llamado a sí mismos revolucionarios, en lo político y en lo artístico, sobre todo el de los principales representantes de futurismo. Y escribió páginas muy notables para interpretar y denunciar tanto este giro como el colaboracionismo y la neutralidad de tantos otros intelectuales del momento. De esas páginas yo destacaría su percepción de uno de los factores que contribuyeron históricamente a la atracción de los intelectuales por el fascismo, el factor psicológico y cultural: «La intelectualidad gusta de dejarse poseer por la Fuerza. Sobre todo cuando la fuerza es, como en el caso del fascismo, joven y osada, marcial y aventurera».
Su lectura de Marx, en la Europa revolucionaria de la primera postguerra, fue tan atípica como interesante: a través del sindicalismo de Sorel, y de su teoría de los mitos, del historicismo de Benedetto Croce y del liberalismo autocrítico, radical, de Piero Gobetti. El marxismo de Mariátegui nació así como un marxismo cálido, de talante libertario, influído por la prosa de Barbusse y por Romain Rolland. Nada que ver, por tanto, con el determinismo economicista dominante en la Segunda Internacional ni con el marxismo del catecismo estalinista que se estaba fraguando ya. Como el de Gramsci, como el de Rosa Luxemburg, el marxismo de Mariátegui fue pensamiento propio construido en el marco, eso sí, de una tradición liberadora; pensamiento que se hace, a sabiendas, en continuidad, y que se fijó sobre todo en dos cosas: en las propias raíces indígenas y en los acontecimientos nuevos del mundo que los clásicos de aquella tradición liberadora ni siquiera pudieron vislumbrar.
Al regresar a Perú, en 1923, Mariátegui proyectó sus esfuerzos en lo que se ha llamado la peruanización del marxismo. Se volcó en la Universidad Popular, difundió las tesis de Lenin e hizo una muy notable contribución a la cultura obrera de la época en un curso para trabajadores sobre la historia de la crisis mundial, en el que, entre otras cosas, hay apuntes de mucho mérito acerca de los orígenes del fascismo mussoliniano. Fruto de su interés vivido por los problemas específicos del campesinado indígena en un mundo cambiante fue el comienzo ( en 1926) de la publicación de Amauta, una de las revistas (de «doctrina, arte, literatura, polémica») más sugestivas en la historia del marxismo latinoamericano. Amauta es el nombre del poeta, del sabio, del maestro del Tahuantinsuyo, de la comunidad incaica. Con este nombre afirma Mariátegui la voluntad de recuperar las raíces del indigenismo peruano.
Pero lo hace con la vista puesta en los problemas nuevos, del momento, y con un espíritu abierto, cosmopolita. «Todo lo humano es nuestro», dice Mariátegui en la presentación de Amauta. Y, en efecto, allí publicó colaboraciones de Rolland, Barbusse, Aragon, Breton, Unamuno, Gabriela Mistral, Gorki, Lunachartski, Silva Herzog, Vasconcelos, César Vallejo.
Aquella voluntad de «crear un Perú nuevo en un mundo nuevo» tuvo su mejor expresión en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), seguramente la obra más conocida de Mariátegui y, sin ninguna duda, la más apreciada en Latinoamérica por su originalidad, ejemplo de lo que un día se llamó «análisis concreto de la realidad concreta». Mariátegui criticó en ella la creciente destrucción de la comunidad indígena de origen incaico; una destrucción iniciada por los colonizadores españoles y profundizada por el liberalismo progresista.
Con los Siete ensayos Mariátegui llevó a cabo una reconstrucción histórico-crítica del ayllu [la comunidad] peruano muy parecida a la que unas décadas antes habían hecho los populistas marxistas rusos con la obschina y el mir. Para la comparación entre ayllu y mir Mariátegui se sirvió de la obra de Eugene Schkaff sobre la cuestión agraria en Rusia. Dió así una visión completamente nueva y revolucionaria de la historia y del presente de la cuestión indígena como cuestión campesina en una clave interpretativa muy notable: la recuperación explícita del «mito socialista», en la línea de Sorel, para defender la tradición indígena, acabar con la hegemonía cultural de los terratenientes y unificar, además, las reivindicaciones de los trabajadores urbanos con las de los campesinos.
Casi siempre se piensa que una vida de hombre «orgánicamente nómada» empobrece estéticamente a la persona. Brecht escribió un espléndido poema sobre eso. Y suele ocurrir. Pero no fue el caso de Mariátegui. Junto a los Siete ensayos y a la Defensa del marxismo (contra Henri de Man) dejó también, en su corta vida, algunas pequeñas perlas representativas del buen gusto literario y de una buena y pluriforme orientación poética (amó a Whitman y a Pascoli, a Heine y a Mallarmé, a Vallejo y a Gorki, a Alekander Blok y a Vladimir Maiacovski).
Una de cosas que más impresiona cuando se repasa la obra escrita de Mariátegui es la enorme cantidad de temas y autores de todo el mundo que conoció y le interesaron: historiadores y sociólogos, poetas y artistas, músicos y narradores, psicólogos y filósofos. Tuvo una cultura realmente prodigiosa para su formación autodidacta, una cultura interdisplinar. Supo argumentar en favor de la igualdad de la mujer. Y tuvo como máxima una curiosa variante de la palabra gramsciana, que él tomó de José Vasconcelos: «Pesimismo de la realidad, optimismo del ideal». No quiso reconciliarse con aquella realidad que no le gustaba. Al final de su vida contribuyó a la fundación de la Confederación General de Trabajadores del Perú y a la clarifiación ideológica del socialismo revolucionario peruano. También por eso todavía le recordamos. El Amauta de Mariátegui fue una publicación en la que lo artístico y lo literario ocuparía un lugar central. De la combinación de esto con la vocación política salió un lenguaje nuevo, un lenguaje que hoy en día pueden entender y apreciar aún los jóvenes, a pesar del paso del tiempo. Como se entiende y se aprecia, a pesar del paso del tiempo, el elevado, noble, concepto que Mariátegui tuvo de la política:
«Hacer política es pasar del sueño a las cosas, de lo abstracto a lo concreto. La política es el trabajo efectivo del pensamiento social; la política es la vida. Admitir una solución de continuidad entre la teoría y la práctica, abandonar a sus propios esfuerzos a los realizadores, aunque sea concediéndoles una amable neutralidad, es desertar de la causa humana. La política es la trama misma de la historia.»
Nota
[1] mientras tanto nº 52, noviembre/diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.
Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garc