9/12/16

El ser genérico en Marx como analizador de una sociedad

León Rozitchner

Karl Marx ✆ Bob Row 
El enigma que Marx plantea sería el siguiente: ¿cómo permanece lo fantástico del “meollo” de la esencia cristiana en el Estado racional, democrático y laico? ¿Cuál es su soporte? ¿Cómo se metamorfosea el poder visible y encarnado de la Madre Iglesia o del protestantismo para construir con su esencia el Estado racional laico donde ese fundamento se desvanece como si no existiera? Para desentrañar este efecto de encubrimiento, que también señala como “psicológico”, Marx recurre, vimos, a la esencia genérica.  Pero ¿cómo explicar desde el ser genérico, que es sólo un concepto, la esencia religiosa, que es una fantasía imaginaria? Si no, no habría misterio. Para comprender la esencia religiosa imaginaria habría que señalar el lugar imaginario humano previo que ella usurpa para metamorfosearlo de manera fantástica. Pero en la esencia genérica su fundamento arcaico imaginario desaparece como sostén del pensamiento racional consciente cuando Marx la piensa. Marx no retiene la posibilidad de que el origen de la conciencia adulta sea el resultado de la transformación histórica de una experiencia infantil imaginaria con la cual el hombre produce, al ser descifrada y enderezada, su idea del ser genérico. Sin embargo lo materno en el materialismo marxista sigue estando ahora, que ya lo sabemos, tan ausente como la esencia imaginaria cristiana en el Estado racional perfecto y en el capitalismo.

Sucede que el meollo religioso, que ocupaba en Sobre la cuestión judía el lugar de la infraestructura, cuando pasa a convertirse en “el conjunto de las relaciones sociales” científicas se convierte en “superestructura” distanciada de las relaciones materiales productivas: en reflejo. Hubiera quizás reconocido, siguiendo su propio planteo, que la esencia religiosa cristiana, al depreciar las cualidades sensibles de las necesidades prácticas hasta la intimidad más profunda y arcaica del sujeto, suplantando una madre sensual y sensible por una madre virgen, contenía al capitalismo “in nuce”: lo que comenzó con el fetichismo del cuerpo de Cristo como forma religiosa culmina con el fetichismo de la mercancía en el capitalismo. La forma “sujeto” de Cristo escindida en espíritu y cuerpo configura la forma de todos los objetos “económicos” que satisfacen las necesidades prácticas, adecuados a su modelo religioso: en objetos físicamente metafísicos. Porque, al fin de cuentas, ¿qué es el fetichismo de la mercancía, con el cual comienza Marx su análisis en El Capital, sino la “solución final” cristiana de la necesidad práctica judía que culmina evangelizando a todos los objetos que las satisfacen? ¿Y qué, además, para que el capitalismo siguiera triunfando, la cuestión judía planteada con san Pablo desde hace casi dos milenios, requería la “solución final” que abarcara entonces no sólo a todos los objetos sino también a todos los sujetos -“primero los judíos”- que mantengan vivo, al lado del cristianismo, lo que su esencia celeste exige que sean aniquilados para triunfar definitivamente?

Porque en la economía capitalista financiera, racionalizada hasta un límite antes nunca alcanzado, pasa lo mismo que con el Estado racional y su premisa cristiana: el fundamento imaginario religioso que la acompaña también se tornó invisible en los objetos y en los sujetos que su esencia conforma. Si el marxismo posterior a Marx hubiera mantenido la esencia genérica del Marx joven en el fetichismo de la mercancía, que sólo aparece como si fuera un fetichismo de conciencia, se hubiera comprendido que ese fetichismo se sigue apoyando, tal como el Estado laico, en la materialidad fantástica cristiana que el “hombre abstracto” no agota. Es el resultado, creo, de la ruptura que se produce cuando el materialismo materno implícito de Sobre la cuestión judía se transforma y se posterga en el materialismo del capitalismo cuando se lo aborda de manera “científica”. Es cierto, eso no invalida ni mucho menos la puesta al desnudo de su fundamento en la expropiación del trabajo y de la vida humana que Marx describe. Pero tendríamos que terminar coherentemente afirmando que el imaginario religioso, como “ordo amoris” que nos abarca a todos como sujetos, es el que sigue sosteniendo, con sus nervaduras subterráneas, el entramado y las articulaciones del Estado perfecto sobre el fondo de la materialidad desvalorizada, sin mater, de la religión cristiana. Y que ésta, como “compendium enciclopédico” (Marx: Introduc.), es decir, mítico, condiciona la apertura más englobante de todo lo que existe en el mundo de los hombres, y por lo tanto también a todas las relaciones productivas.

Como la argamasa que sostiene los cimientos se prepara con agua y cemento, el Estado descansa distanciando los pilotes en la separación radical cristiana entre el alma y el cuerpo. La primera une, la otra separa: es el “hombre abstracto” del que Marx nos habla. Pero no es cualquier alma ni cualquier cuerpo: es una religión que alcanzó sutilmente a efectuar la expropiación más profunda que el cuerpo humano haya alcanzado nunca, desplazando el lugar más sensible y materno que todo hombre tiene como sostén de su vida para reemplazarlo por la matriz inclemente de la Madre Iglesia. Ha logrado que el cuerpo materno, el primer “materialismo histórico” del sujeto, expropiado en lo más hondo de nosotros mismos, se haya institucionalizado, convertido primero en cuerpo fantástico de la virgen María para que luego pueda “realizarse” en el Estado perfecto. La alienación y el extrañamiento de lo más propio han sido alcanzados: sus articulaciones y ramificaciones construyen la “concepción” del mundo de toda la cultura de Occidente, aunque ya muchos no seamos religiosos.

La crítica que se dirige Marx a sí mismo en las Tesis sobre Feuerbach, y en la que se inscriben la mayoría de los marxistas, dan como superada la noción del “ser genérico” por ser “antropológica” y “no científica” -que en realidad lo es, por suerte, porque desborda a la racionalidad patriarcal iluminista. La distancia temporal que recorre el sujeto en el desarrollo de su propia historia queda excluida: deja en la oscuridad el fundamento primero de esa misma razón pensante en cuyo nombre también se excluye la esencia genérica, aunque evoque a los sueños como un fundamento necesario: “el mundo posee desde hace mucho tiempo el sueño de una cosa que, para poseerla realmente, le bastaría con tomar conciencia [de ella]”.(Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel). Hay entonces una distancia temporal histórica en el tránsito del niño al hombre adulto, del sueño sin conciencia a la conciencia con la que Marx lo piensa.
¿Qué pasó luego con el ser genérico?
Es cierto que Marx a esa primera metamorfosis de la Naturaleza en naturaleza histórica, el ser genérico del hombre, la esboza sólo como una experiencia de la conciencia adulta en los Manuscritos, y lo hace sin incluir esa otra “historia” que, desde la primera infancia, determina el acceso del hombre a la Historia. En los Manuscritos de 1844 esa transformación se despliega sobre el fondo de la relación del hombre con la mujer, como el lugar donde se produce la metamorfosis de la naturaleza en cultura, porque allí la naturaleza se transforma inmediatamente en naturaleza humana: en un nuevo materialismo.
“El secreto de esta relación encuentra su expresión inequívoca, decisiva, manifiesta, develada en la relación del hombre con la mujer y en la manera como es aprehendida la relación genérica, natural e inmediata. La relación inmediata, natural, necesaria del hombre con el hombre es la relación del hombre con la mujer. (...) En esta relación aparece pues de manera sensible, reducida a un hecho concreto la medida en la cual para el hombre la esencia humana se convirtió en naturaleza, o en la cual la naturaleza humana se convirtió en la esencia humana del hombre”. “Del carácter de esta relación resulta la medida en la cual el hombre se convirtió para si mismo en ser genérico, hombre, y se aprehendió como tal”. (Manuscritos, 3º).
La esencia genérica, como experiencia fundante, se crea en el enlace amoroso de los cuerpos del hombre y la mujer cuando se unen: la cultura aparece reorganizando todo el cuerpo que pasa de cuerpo natural a cuerpo humano, donde toda la materialidad natural se ha convertido en una nueva materialidad: la cultura se ha convertido en la naturaleza humana. Será el fundamento desde el cual adquieren sentido humano todas las demás relaciones que se derivan de ella y entonces, pensamos, todas las relaciones productivas.
“En esta relación aparece también en qué medida la necesidad del hombre se ha convertido en una necesidad humana, por lo tanto en qué medida el otro hombre en tanto hombre se convirtió para él en una necesidad, en qué medida, en su existencia más individual, es al mismo tiempo un ser social (...) Partiendo de esta relación se puede juzgar, pues el grado de cultura que el hombre ha alcanzado.” (id.) .
Entonces el cuerpo que transforma su necesidad natural en necesidad humana en el enlace carnal con otro ser humano debería remitirse a un origen materno primero, el del primer enlace, como esa “relación sin relación” de la que hablaba Hegel, porque allí los cuerpos estaban todavía, en el origen, cuerpo a cuerpo confundidos. Que contendría entonces su “fondo genérico humano”, que Marx sitúa en la “infancia de la Humanidad” y no en la infancia del niño, que allí sí sólo resultaría de la transformación de la naturaleza en humana por el trabajo del hombre. Habría en el seno del materialismo de Marx dos materialismos: uno que comienza con la transformación de la naturaleza por obra del trabajo humano, que culmina en el análisis de las relaciones productivas económicas que se lee en los objetos, y otro materialismo que supone un origen en la metamorfosis que se produce en la corporeidad humana en el enlace amoroso del cuerpo de la mujer con el cuerpo del hombre, y que debe leerse en los sujetos.

El primer materialismo se explica por su origen en la historia de la humanidad. Para comprender el segundo, que lee su verdad no en la transformación de las cosas sino en la de los sujetos, Marx se remite a la relación del hombre con la mujer como el lugar de su metamorfosis. Pero le falta el origen de este origen del materialismo nuevo, que no podría tener otra materia que la del cuerpo del hijo con la madre que nos trajo a la vida y donde esta primera metamorfosis se produce. La historia infantil del sujeto que desde esa primera relación con la madre produjo al hombre y a la mujer como adultos, capaces de amarse, desaparece entonces del planteo histórico y el materialismo pierde el origen de su fundamento materno. Sólo tiene un origen el materialismo cuya materialidad histórica se produce cuando la humanidad nace, y que se transforma progresivamente en la materialidad de las relaciones productivas adultas. La relación del hombre con la mujer queda soslayada. ¿Bastará luego que Marx en El capital diga que “la tierra es la madre y el trabajo es el padre” de la riqueza para recuperarla?
Ser genérico e infancia
Ese es el problema: cómo el hombre adquiere su esencia genérica que funda el nuevo materialismo, porque la relación hombre-mujer adulta de los Manuscritos la roza pero no la alcanza: esa materia nueva no reconoce aún el lugar primero donde él se engendra. El ser genérico, que la conciencia de Marx piensa, apunta a un acto de nacimiento que lo crea primero sin conceptos y del que extrañamente no tenemos conciencia porque la conciencia misma lo suprime:
“Y del mismo modo que todo lo que es natural debe nacer, del mismo modo el hombre tiene también su acto de nacimiento, la historia, pero la historia es para él una historia conocida y, por consiguiente, entanto acto de nacimiento, es un acto de nacimiento que se suprime a sí mismo concientemente. La historia es la verdadera historia natural del hombre” (“volver a esto”, agrega Marx al margen). (Manuscritos, pág. 138, ed. francesa).
Entonces hay dos actos de nacimiento diferentes que quedan subsumidos en uno: la Historia (historiografía) del nacimiento de la Historia de la humanidad, y la historia (biografía) del nacimiento del hombre individual que accede a la Historia de su actual vida histórica. Este último, rozado en la expresión ambigua, queda ignorado: el acto de nacimiento individual desde la infancia a la Historia carecería él mismo de historia. Hay una prehistoria de la humanidad pero no hay una prehistoria del niño que se hace hombre. Marx convierte a la esencia del ser genérico en una esencia racional universal en tanto fundamento, y no existía aún el conocimiento teórico que permitiera situar el origen de esa experiencia, que la industria humana no agota, en la simbiosis arcaica con la madre, como ahora sabemos. Que es la única que podría reunir ambos materialismos en uno solo, que sería primero.
El origen ensoñado de la esencia genérica
¿Cuál es la dificultad para entenderlo desde la razón pensante? Sucede que la esencia genérica en su origen infantil también es una esencia fantástica e imaginaria, que debe ser descifrada tanto como debe serlo la esencia religiosa que en ella se apoya, pero que tiene una “verdad material” originaria en el cuerpo materno que las otras no tienen, porque aquellas fueron imaginadas desde el poder del patriarcado que, en el cristianismo, transformó su materialidad materna en otra Cosa. Para comprender el origen del materialismo desde el ensueño infantil, y encontrar allí el fundamento afectivo e imaginario del ser genérico, hubiera sido necesario que Marx ya poseyera, para interpretarlo, otra teoría científica: La interpretación de los sueños, por ejemplo.Por eso ese concepto del materialismo, pensado con Marx como esencia genérica filosófica, carece de una experiencia humana histórica que pueda sostenerlo. Y quizás sea por eso mismo que Marx, cuando la relega, nos dice que era una esencia “muda”, y que provenía de “fantasías infantiles”: el niño no habla todavía, pero sueña. Marx daba en lo justo. Tuvimos que esperar a Freud para encontrar el hilo que llevara desde los sueños de la infancia a la conciencia y al concepto, hasta llegar desde allí al concepto de la lucha de clases. Si quedan excluidos los diversos estratos que conforman al sujeto en su propio desarrollo histórico, que son modos de producción sucesivos en lo subjetivo, se impide comprender el fundamento imaginario arcaico del niño que accede luego como adulto a la conciencia del ser genérico.
La necesidad práctica como origen del “espíritu” humano
Si partiéramos buscando el origen de lo que para Marx eran las “necesidades prácticas” en el campo imaginario religioso, a las que les contrapone como punto de partida verdadero la “esencia genérica”, encontraríamos que su origen histórico puede comprenderse desde lo que Freud llama “la primera experiencia de satisfacción” en el niño. Allí se encuentra el origen histórico-biográfico del “ser genérico” en el despunte de la vida con la madre, diferente a la sola historiografía de los sistemas productivos sobre la cual la filosofía marxista se basa. Freud entonces historiza el punto de partida de Marx, las “necesidades prácticas”, cuando se pregunta por su origen histórico y se dirige a la prehistoria del niño, no a la de la humanidad, para dar cuenta del tránsito de la necesidad natural que se transforma, praxis infantil mediante, en necesidad humana.

Ahora sabemos lo que Marx no sabía: que el surgimiento a la vida con la madre, la transformación de naturaleza en naturaleza humana que allí comienza construye en el niño, en el “interior humano” ensoñado, aún sin conciencia, una primera organización subjetiva anterior a la conciencia, fundamento ilusorio de lo que se ha dado en llamar el “aparato psíquico”, que nos muestra el acceso a la historia en el sujeto: tiene su punto de partida en el estímulo sensible de la primera necesidad práctica, donde aún no hay un mundo exterior discernido todavía, y alcanzará su punto de llegada en la conciencia que se abre al mundo. La aparición de un “mundo exterior” en el niño es el resultado de un proceso donde en un primer momento todo es aún interno en la unidad simbiótica con la madre. Lo cual lo lleva a Freud a postular que luego el niño “luego desprende de sí un mundo exterior”, desde el primer mundo que el niño vive como sólo interno.

Ese mundo interno subjetivo-subjetivo arcaico es, en realidad, un mundo subjetivo-objetivo desde el comienzo mismo, pero no para el niño, sino visto ahora sólo desde la realidad adulta que lo describe como naturaleza historizada. Es desde lo subjetivo-subjetivo arcaico ilusorio, a su manera “fantástico”, que se abre la transformación de la necesidad en deseo a partir de alucinar el primer objeto (el pecho materno) y actualizar su ausencia cuando falta: desde allí se abre luego la diferenciación entre lo subjetivo y lo objetivo adulto de la percepción conciente. El objeto de la satisfacción práctica alucinado se refugia en el sueño, donde se repite un camino, el más corto, para alcanzar la satisfacción anhelada cuando duerme, mientras que el enlace con la realidad del mundo exterior sigue abriendo su camino, el más largo, hasta alcanzar la conciencia que retiene en la realidad las vicisitudes del camino que debe transitar para lograrlo. Y esa “primera experiencia de satisfacción” de la necesidad práctica es en principio real-fantástica, porque el niño tiene el poder de hacer presente alucinando el objeto cuando éste se ausenta. Lo alucinado aparecerá cuando el objeto falta y uno quiere recobrarlo, siguiendo el camino más corto, de manera instantánea. Pero lo ensoñado de la materialidad humana que sigue abriendo su camino en el mundo se prolongará en cambio desde aquél primero, dando su sentido a todos los objetos para percibirlos como objetos humanos. Ese es el origen ensoñado del materialismo humano. La materia humana tiene siempre ese excedente ensoñado, genérico, que el cristianismo separa como “parte maldita”. Y allí, en ese mismo espacio imaginario se inserta, en ocasión de la angustia extrema o del terror, lo fantástico religioso para que sólo volvamos a buscar los “verdaderos objetos”, que el sueño conserva, por el camino más corto: en la alucinación que ella instaura con su mundo fantástico.
El camino más corto y el camino más largo
Para comprender a la “necesidad práctica” egoísta en su desarrollo histórico debemos partir entonces del carácter prematuro del nacimiento del hombre a la cultura, de la unidad que el niño vive desde el origen con la madre y forma con ella la vivencia imaginaria y afectiva del primer Uno que sólo el tiempo irá desdoblando y separando. Esa etapa arcaica en la infancia organiza las primeras experiencias en unidad simbiótica con el cuerpo que le dio vida, absoluto sin fisuras donde el sueño y la vigilia no estaban separados todavía. Y si pensamos que aquello que ahora llamamos “mundo exterior” al principio se despliega desde adentro hacia afuera, donde una parte de lo ensoñado, puramente subjetiva al principio, queda cuasi encapsulada luego, sin salida, con la intensidad indeleble que tienen para siempre las primeras marcas. Y que cuando al fin la madre y el niño se hagan dos y se separen, y los cuerpos antes yuxtapuestos se desunan, y el sueño y la vigilia se distancien y el niño se haga hombre, el Uno sensible -que la religión y la metafísica convierten en el Uno patriarcal divino- se mantendrá como el secreto de la unidad imborrable con la madre, aunque la “realidad” de los que sólo sueñan cuando duermen conspire para olvidarla.

El ser genérico es el que nos plantea el interrogante de su origen histórico en el pensamiento. Es allí donde el modelo que Marx propone como ser genérico, y luego excluye, debería remitirnos a la experiencia que todo hijo vive con la madre mientras ella lo amamanta y lo arrulla, donde le da todo al hijo sin pedir nada a cambio, sin equivalente, por amor al arte, sólo por el gusto amoroso de colmarlo en el acto en que al darse ella misma se colma, potlatch donde se usufructúa toda la riqueza y se la gasta en el placer compartido sin calcular nada -incluida la “parte maldita”, ese excedente ensoñado suntuoso que el Capital no tolera. Es lo que Marx plantea de manera implícita cuando nos pide que “imaginemos” otro mundo humano contrapuesto al capitalismo en El Capital mismo.

Esta es la experiencia, creo, desde la cual debería partir la realización histórica de la esencia del ser genérico cuyo origen histórico quedó trunco, y que debería haber formado parte del desarrollo del materialismo histórico en nuestros días: incluyendo el acceso histórico individual del hombre a la Historia colectiva. Marx, que antepone la esencia genérica a la esencia religiosa, no tenía a su alcance los conocimientos que Freud nos proporcionó luego. Lo que comenzó con la madre sensible ensoñada terminaría, como realización de una necesidad práctica consciente, en un materialismo político diferente, donde la fuerza y el poder se desplegarían, conglomerando la fuerza más profunda desde su fundamento material humano originario, y donde el hombre dejaría de ser sólo el lugar de un determinismo social pasivo, ilusorio y externo. 

Sin la primera institución religiosa cristiana, la Madre Iglesia romana, útero institucionalizado, la secuencia que Marx traza del Estado cristiano al Estado perfecto carecería de origen, aunque ahora se haga protestante, porque primero está la Santa Madre Iglesia en tanto Estado pontificio, puramente religioso, y luego recién desde allí se inicia la serie que, pasando por el Estado cristiano germano culmina, Revolución francesa mediante, en el Estado democrático perfecto norteamericano.
Diferencias entre un Dios y el otro. El Dios judío.
En las religiones monoteístas judía y cristiana cada una de ellas abre una distancia o un corte con esa primera experiencia arcaica con la madre antes de que se prolongue hacia la realidad adulta, y lo hace desde el poder patriarcal. Pero lo hace de dos modos, diferentes para ambas religiones.

León Rozitchner
El Dios patriarcal judío prolonga el carácter simbiótico imaginario primero, solipsista, del “egoísmo” materno sólo reducido al hijo, y lo extiende luego socialmente pero hasta abarcar únicamente al “pueblo elegido”, los hijos de la madre convertidos ahora en hijos del padre cuya Ley Dios les dicta. El Dios judío supera el afecto ensoñado materno, que permanecerá al lado de la Ley, y persiste en el judío -como Marx señala en su respuesta a Bauer- sólo en lo imaginario, transformado en necesidad práctica egoísta. Han metamorfoseado a la madre y a su unidad primera corpórea, ya diferenciada, la han mantenido sometida al Dios Único monoteísta al desplazarla. La impronta arcaica permanece intacta en el origen de la memoria subjetiva: el Dios trascendente judío de las relaciones sociales adultas no la alcanza porque su Ley, que viene desde afuera, organiza y regula sin tocar la esencia materna que permanece inmanente e imaginaria.

El Dios judío se interpone entre la madre y el hijo, por lo tanto lo hace en un espacio ya “objetivado” -el mundo exterior para él ya existe- en la realidad social donde impera la Ley patriarcal. La religión judía construye a Dios en un momento más progresivo y tardío de la infancia: cuando el objeto que el niño alucina reencuentra a la madre en la realidad que vuelve a colmarlo, y entonces lo alucinado de su presencia ausente se transforma en ensoñamiento al volver a acompañarla luego de recuperarla. Los nuevos objetos que colman las necesidades prácticas aparecen prolongados en la estela del primer “objeto”. Entonces la materia de la necesidad práctica de la esencia religiosa judía deja subsistir el ensoñamiento que inviste a las cosas con su coronita sin ensombrecerlas como meras cosas: la Ley patriarcal no pudo despojarlas del áurea materna. Si se ha conservado a la madre y a las “necesidades prácticas egoístas” al lado del Dios judío, es porque la religión judía no parte de la simbiosis arcaica con la madre que se mantiene, como impronta ilusoria, en el desarrollo de lo que con Marx llamaríamos “la esencia genérica”. El poder patriarcal del Dios judío no “regresa” hasta el fundamento materno para anonadarlo, su poder patriarcal se asienta en un momento posterior, más real y distanciado, dentro de la infancia misma, porque la madre engendradora -“carne de su carne, hueso de sus huesos”, como dice La Biblia- si bien relegada, no fue sustituida por una nueva madre distinta: hay tránsito desde la madre arcaica a la madre-madre y el padre endiosado conserva en tanto Dios único un relente material antropológico: un Padre escribiente que graba la Ley en la piedra. Por eso el Dios judío es trascendente: una distancia infinita y externa lo separa de cada judío, que sólo llama “primogénito” a su pueblo para justificar el privilegio. Adentro la madre, sólo ella, nos sigue esperando: su lugar sensible no fue usurpado sino sólo desplazado.
El Dios cristiano
Con el monoteísmo cristiano, en cambio, el poder religioso penetra hasta lo más arcaico, la unidad simbiótica donde existe un solo cuerpo sin distancia, un momento previo entonces a aquél con el cual se construyó la divinidad judía. En la religión cristiana se produce una metamorfosis que ninguna otra religión alcanzó nunca. El niño, en el cristianismo, ha sido despojado de la madre como madre amante, que le es devuelta como madre virgen en el mismo lugar donde su impronta persiste. Siendo como en verdad es sólo un estadio primero arcaico, la religión cristiana lo actualiza con los mismos caracteres de lo fantasmal en el hombre adulto: como si fuera verdadero en tanto mecanismo de satisfacción alucinada, pero que no se prolongará nunca más en el mundo como sucede en las otras religiones, y aún en la judía. Sólo la Madre Iglesia “realiza” a la madre Virgen que sólo Dios fecunda. El terror religioso vacía el lugar materno como último cobijo al cual regresamos para salvarnos, y suplanta a la madre arcaica viva con una nueva madre que contiene la simiente divina, donde el espíritu de Dios convierte en puramente espiritual su encarnadura protectora. Su lugar lo ocupa ahora una madre alucinada que nos vuelve a dar vida como hijo crucificado, que debe morir para salvarse borrando las huellas de la madre verdadera. A partir de allí la alucinación permanece como modo de existencia del primer “objeto” real anhelado, y desde ese lugar vaciado de la materialidad materna se abrirá luego la conciencia racional del sujeto pensante, incapaz de pensar su propio fundamento anonadado, como si su cuerpo sólo fuera ahora un cuerpo de palabras.

Recién entonces con el cristianismo las necesidades prácticas, que la tomaban a la madre como objeto de nuestras primeras satisfacciones, se han “ennoblecido”, metamorfoseadas en necesidades “espirituales”, elevadas al “reino de las nubes,” como Marx define a las necesidades cristianas: no hay cuerpo materno que pueda sostenerlas. Porque ahora, como hijos de la madre Virgen que la sustituye renacemos como Cristo de sus entrañas inseminadas por el espíritu inmaterial divino: el hijo es Uno ahora con un Dios abstracto, como lo estaba al principio con el cuerpo materno al que suplanta.

El Dios Uno del patriarcalismo cristiano se construye con los contenidos cualitativos vividos con la madre primera, ahora transfigurada para darnos una nueva vida: una vida cristiana. Y con el objeto perdido que lo satisfacía se construye, para llenar su ausencia, el Deus absconditus alucinado que lo reemplaza. Por eso San Agustín lo encuentra allí donde la madre residía: “Tu estabas más dentro de mí que lo más íntimo mío y más por encima de mí que lo más elevado mío”. “La verdad reside en el interior del hombre” (Confesiones): el Dios masculino trascendente se hizo inmanente y ocupa el lugar vaciado de madre.

Es con las cualidades sensibles negadas de la madre como se construyen los predicados de la existencia del Dios de la teología cristiana, y la necesidad sensible judía se transforma, como dice Bauer, en “el alimento único, el verdadero, el puro, el alimento verdaderamente nutritivo, el alimento santo y maravilloso que se ofrece en ocasión de la comunión” (La cuestión judía). Con el cuerpo de Cristo, alucinado en la hostia insípida, sin sabor ni olor, suplantamos la sangre y la carne del cuerpo nutricio de la madre arcaica con la carne y la sangre alucinada del Hijo del Padre, cuyo cuerpo nos ofrece en la Última Cena antes de ir al sacrificio. La necesidad práctica judía se ha metamorfoseado en necesidad espiritual cristiana. La materialidad ensoñada del cuerpo de la madre negada encuentra ahora afuera objetos puramente materiales, sin sentido, cosas puramente cosas que luego serán convertidos en mercancías. Y este sería el modo de existencia mítica que sostiene la “premisa” del Estado democrático y laico. El cuerpo común de la naturaleza inorgánica fue transformada en materialismo cartesiano mecanicista, “no de modo subjetivo” (Marx, Tesis 1): ya no prolonga su sentido desde la primera experiencia de satisfacción humana.

Y entonces cabe la pregunta: ¿es posible enfrentar la contundencia del materialismo capitalista en la lucha política sin habilitar y suscitar las fuerzas de vida de la impronta materna?
La fase religiosa y la fase de la conciencia
Marx no pudo pensar nunca este materialismo originario ensoñado, aunque a veces lo evocaba como un sueño. Pensaba que la “fase” religiosa, en tanto reflejo alienado de la realidad en la “conciencia interior del sujeto”, estaba inscripta en el mismo nivel que la alienación en la “fase” económica de la vida real, la una como fantasmal interna, la otra como real externa.
“La alienación religiosa como tal no se manifiesta más que en el dominio de la conciencia del interior humano; pero la alienación económica es la de la vida real, y es por esto que su supresión abarca las dos fases.” (Manuscritos).
Marx pensaba entonces que al suprimirse la alienación real, económica, la alienación interior desaparecería junto con ella. Esto también plantea el problema de pensar si sólo poniendo el énfasis en la contradicción económica podemos suscitar las fuerzas de los cuerpos escindidos por la mitología cristiana. La igualación entre la “inmaterialidad” interna de la esencia espiritual ideal cristiana, que sostiene a la conciencia, y la “materialidad” externa “natural” de los fenómenos económicos, queda consumada cuando se piensa que la religión es sólo un reflejo de las relaciones productivas. La ilusión política consiste entonces en pensar que cuando la alienación “real” económica desaparece arrastra consigo la alienación mítica instalada en la subjetividad fantástica. Entonces se lleva consigo también el ensoñamiento del nuevo materialismo del ser genérico. Si lo tomáramos como punto de partida desde el cual se organiza el pensamiento, habría dos presupuestos para la conciencia que piensa: la razón que se prolonga desde la primera, la materna, sensible y afectiva, y la que se desarrolla en la segunda, patriarcal, espiritual y apalabrada. ¿Es posible pensar la Revolución cuando se la plantea con las categorías que reposan todavía con el materialismo de la racionalidad cristiana?

Así como el judaísmo persistió en la historia al lado (neben) del cristianismo, pese a que el segundo resultó de la transformación del primero, así con la misma palabra Freud designa la persistencia de lo arcaico al lado (neben) de lo luego desarrollado, de lo infantil imaginario junto a la conciencia adulta racional. Así como hay una historia del desarrollo de una religión a otra, y de un Estado a otro Estado, así también hay un desarrollo en el tránsito de lo originario de la primera experiencia de satisfacción a las otras que luego le suceden, y donde ambas permanecen cada una al lado de la otra, pero conservando su propia fase junto a la otra fase. ¿No sucede eso acaso con el cristianismo, donde la esencia cristiana creada como religión hace ya dos mil años en una fase agraria de la producción, permanece al lado del capitalismo que supone el triunfo de la racionalidad cuantitativa extrema? ¿Y que en esa disociación histórica emerge la disociación que la religión prepara en nuestro propio acceso a la historia y a la conciencia? Así como lo imaginario cristiano organizó el mundo desde antaño, así lo reorganiza, sobre ese mismo imaginario que subsiste hace ya dos mil años, el capitalismo racional y científico.    

Marx en El Capital señala, es cierto, al cristianismo como presupuesto del hombre abstracto:
“Para una sociedad de productores de mercancías, cuya relación social general de producción consiste en comportarse frente a sus productos como ante mercancías, o sea valores, y en relacionar entre sí sus trabajos privados, bajo esta forma de cosas, como trabajo humano indiferenciado, la forma de religión más adecuada es el cristianismo, con su culto del hombre abstracto, y sobre todo en su desenvolvimiento burgués, en el protestantismo, el deísmo, etc.”.
Lo esencial de sus primeras intuiciones se han desarrollado en el análisis más acabado que se haya hecho para desentrañar el capitalismo. Pero el “hombre abstracto” aquí no muestra la profundidad con la que, creemos, fundó el materialismo al que apunta en Sobre la cuestión judía o en los Manuscritos, como para pensarlo desde un imaginario arcaico que se prolongaría en un nuevo materialismo y podría dar un sentido más pleno y humano a la materialidad de las relaciones productivas. El origen ensoñado del materialismo materno, cuyo espesor afectivo da sentido a toda la materia, debería acompañar como soporte a la descripción que Marx nos hace cuando imagina una “asociación de hombres libres” para lo cual sólo bastaría, nos dice, la transformación de las relaciones productivas en el trabajo.
“Imaginémonos finalmente, para variar, una asociación de hombres libres que trabajan con medios de producción colectivos y emplean, concientemente, sus muchas fuerzas de trabajo individuales como una fuerza de trabajo social. (...) Por otra parte, el tiempo de trabajo servirá a la vez como medida de la participación individual del productor en el trabajo común. (...) Las relaciones sociales de los hombres, con sus trabajos y los productos de éstos, siguen siendo aquí diáfanamente sencillas, tanto en lo que respecta a la producción como en lo que atañe a la producción”.
La profundidad hasta la cual había penetrado el análisis de las necesidades prácticas en La cuestión judía, que está implícitamente presente cuando en El capital diseca el cuerpo cristiano de las mercancías, se difumina como sostén de las nuevas relaciones productivas en la asociación de hombres libres. Como se trata de un problema teórico hay que pegar sólo un salto imaginario para resolverlo. Pero las ganas para pegar ese salto desde la teoría al campo político, donde hay que desprenderse del “peso de todas las generaciones muertas que invade como una pesadilla el cerebro de los hombres vivos”, como Marx nos lo dijo, necesitaría volver a encontrar el sueño del materialismo materno para vencerlas en el lugar carnal más profundo: sólo el sueño materno prolongado en la realidad puede vencer las pesadillas que llenan de espectros al cerebro. El problema es cómo suscitar esta transformación que la conciencia piensa sin habilitar antes, en el campo de la lucha de clases y de la ciencia, la recuperación de ese lugar materno que es el sostén afectivo, el primer materialismo ensoñado que mueve los cuerpos de los hombres que imaginan una “asociación de hombres libres”. Como cuando Marx joven pasaba del sueño de una cosa a la conciencia para poseerla realmente. Si Marx acude a la imaginación para pensar una asociación de hombres libres ¿por qué no suscitar entonces el sueño de la Cosa nuevamente, “la atracción eterna del momento que no volverá nunca más” (Introducción a la crítica de la Economía Política), para que el materialismo ensoñado de la infancia vuelva a animar nuestro cuerpo que sostiene las primeras marcas de vida imborrables que también conserva el cerebro?
El destino del ser genérico
Al desechar la noción de “ser genérico”, sin desarrollar la comprensión que ella exigía, desapareció por ahora en el marxismo la posibilidad de prolongar esta noción, que llaman despectivamente “humanista” o “antropológica”, que hubiera servido para transformarla luego en una concepción histórica materialista más plena: el fundamento histórico y materno del “ser genérico” como primera determinación histórica de la materia. Al antagonismo de las clases sociales debemos agregarle simultáneamente el agonismo de los sujetos que la política soslaya, aunque necesariamente los suponga en la lucha de clases.

Con esto no decimos nada extraño al pensamiento que llegaba hasta Marx. Había que haber reconocido lo que el idealismo hegeliano había también planteado a su manera. No bastaba, aunque no fue poco, con poner de pie al idealismo cristiano para enderezarlo, pero había que devolverle al cuerpo materno el lugar fundante del sentido humano que el cristianismo le negó desde su origen. No olvidemos que Hegel, en La formación del espíritu subjetivo, en la Enciclopedia, describía el acceso del sujeto a la conciencia racional verdadera como un proceso histórico que tenía a la unidad de la madre con el hijo como un primer momento. Era con la madre como se transformaba el alma natural en alma sensible, y se abría en el niño el acceso a la moralidad, antes de pasar a convertirse como hombre a la eticidad del Estado. Pero la madre sólo accedía a la representación, el hombre al concepto.
Para terminar
Una investigadora marxista (Isabel Monal, Ser genérico, esencia genérica en el joven Marx, Profesora de Filosofía de la Universidad de La Habana, Cuba y editora de la revista Marx Ahora) expresa claramente su aversión hacia el concepto de “esencia genérica”:
“La clave está, pues, en que -como indica la tesis VI- la esencia humana es en su realidad el conjunto de las relaciones sociales”. Marca la fundación, en su primera elaboración, del materialismo histórico, y con ello el período propio de la madurez y del salto hacia la cientificidad”. Son -agrega- “concepciones ya superadas de la Cuestión Judía o de los Manuscritos”.
Es cierto: se inicia desde allí un materialismo histórico pero sin mater, que ningún salto a la cientificidad podría emprender sin negar el origen histórico de la materialidad humana: el materialismo del “conjunto de las relaciones sociales” queda huérfano de su origen materno, como si la relación primera con la madre no fuera una relación social. Y en el preciso momento en que se abandona la determinación materna en la metamorfosis de la materialidad humana, allí aparecerá luego el “materialismo” patriarcal sin mater.

De allí que sea difícil compartir alborozados esa “superación” científica, como lo hace la autora mencionada:
“Adiós, pues, a la Gattungswesen que orienta el análisis y comprensión de la realidad social fuera de la historia y de las relaciones materiales entre los hombres. Adiós a esa filosofía que se ha representado como un ideal al que llaman 'el hombre' a los individuos que no se ven absorbidos por la división del trabajo”.
Como si la producción de hijos no fuera un trabajo de parto de la historia, y quedara fuera de la “división social del trabajo”.

La teoría del reflejo para explicar lo religioso se ha convertido en el ecumenismo laico del “marxismo” político y filosófico. Hasta tal punto que desde la época cultural y política en que Marx escribe este trabajo, y más aún pensando que todavía no podía prever lo más impresionante de su posterior desarrollo, la solución final de “la cuestión judía” culminó con el exterminio de millones de judíos. Los análisis teóricos marxistas del capitalismo, y sobre todo los análisis políticos, dejarán sin embargo de lado la feroz persistencia de la esencia cristiana en el capitalismo, como si ésta no fuera la tecnología de dominio religioso sin la cual es imposible pensar la existencia del capitalismo. El problema que planteamos, nos damos cuenta entonces, resulta del hecho de que El Capital, siendo como es el análisis más profundo y sutil que sobre él se haya hecho, no nos permite sin embargo comprender desde allí el exterminio judío como una necesidad de la esencia cristiana del capitalismo. Desde un capitalismo pensado sólo como una contradicción de las relaciones productivas, sin el predominio activo de su esencia cristiana, no se entiende la solución final que encontró la cuestión judía que Marx había planteado en Sobre la cuestión judía.
Nota del Editor
Este trabajo fue publicado en 2009, y al año siguiente fue publicado el libro Sobre la cuestión Judía de Karl Marx cuyo apéndice al prólogo de León Rozitchner hemos reproducido. Este texto se basa en la respuesta que da Karl Marx a Bruno Bauer sobre “la cuestión judía”. Mucho se ha escrito sobre el supuesto antisemitismo de Marx en esta obra. Sin embargo Rozitchner hace una nueva lectura para entender que la oposición entre cristianos y judíos en el campo religioso Marx la ha transformado, para comprenderla, en la oposición entre el Estado político y la sociedad burguesa para hacer visible lo invisible. Por ello afirma que:
“Si los judíos sólo entienden que Marx se refiere a ellos como puros judíos, judíos-judíos, y que los desprecia no pueden darse cuenta entonces que el judío y el judaísmo del cual Marx aquí se ocupa es siempre ‘el judío’ o ‘el judaísmo’ cristianizado: lo que el cristianismo ha hecho de ellos y lo que cada judío ha interiorizado de cristiano en su ser judío.”
Pero Rozitchner nos advierte que una de las dificultades que encontramos es comprender un texto donde éste sutilmente adquiere por momentos un matiz irónico.
“Como si Marx -que ‘era un judío de pura sangre’, según escribió Engels a un amigo- hiciera suya las críticas cristianas contra los judíos para pasar de inmediato a refutarlas, pero lo hace desde una matriz teórica diferente, que es necesario tener presente para comprender su propio derrotero”.
Uno de los planteos de Rozitchner en este prólogo -que dada su extensión es casi un libro- consiste en considerar que el cristianismo,
“mientras pretende ser la verdad del judaísmo al reemplazarlo, sólo es un desvío y una vía muerta ante la esencia genérica que Marx presupone en el fundamento de todos los hombres, y al que cada religión, al metamorfosearla, le daría una forma propia. Son dos formas -la ‘esencia genérica’ y la ‘esencia religiosa’- cada una de las cuales muestra qué es lo que cada religión -el judaísmo y el cristianismo- ha construido al metamorfosear la esencia genérica, matriz humana de la historia, en el campo de lo irreal y de lo ilusorio que es propio de lo religioso”.