César Rendueles | En los años noventa, en lo más crudo de
la postmodernidad, yo estudiaba en la Facultad de Filosofía de la Universidad
Complutense. Entre otras cosas, me interesaba lo que, a grandes rasgos, se
podría denominar la tradición materialista: un conjunto de autores de muy
distintas disciplinas –desde la historia a la teoría literaria pasando por la
economía– que se consideraban a sí mismos afines al legado intelectual y
político de Marx.
En aquel momento, era un área de estudios crepuscular. El
juicio unánime sobre la economía marxista era que se trataba de un cadáver
conceptual que sólo interesaba a un puñado de académicos que lo mismo podían
haberse dedicado a discutir sobre los epiciclos ptolemaicos. La sociología de
Marx, se decía, no recogía ni la complejidad de las relaciones laborales del
capitalismo postindustrial ni la autopercepción de la mayor parte de la gente,
que se veía a sí misma como de clase media. En términos políticos, el marxismo
parecía incompatible con los nuevos movimientos sociales relacionados con la
identidad cultural, el género o el medioambiente. Y, por supuesto, para la
mayor parte de los filósofos se trataba de una doctrina groseramente
esencialista que había quedado superada tras el fin de los grandes
“metarrelatos”.