César Rendueles | En los años noventa, en lo más crudo de
la postmodernidad, yo estudiaba en la Facultad de Filosofía de la Universidad
Complutense. Entre otras cosas, me interesaba lo que, a grandes rasgos, se
podría denominar la tradición materialista: un conjunto de autores de muy
distintas disciplinas –desde la historia a la teoría literaria pasando por la
economía– que se consideraban a sí mismos afines al legado intelectual y
político de Marx.
En aquel momento, era un área de estudios crepuscular. El
juicio unánime sobre la economía marxista era que se trataba de un cadáver
conceptual que sólo interesaba a un puñado de académicos que lo mismo podían
haberse dedicado a discutir sobre los epiciclos ptolemaicos. La sociología de
Marx, se decía, no recogía ni la complejidad de las relaciones laborales del
capitalismo postindustrial ni la autopercepción de la mayor parte de la gente,
que se veía a sí misma como de clase media. En términos políticos, el marxismo
parecía incompatible con los nuevos movimientos sociales relacionados con la
identidad cultural, el género o el medioambiente. Y, por supuesto, para la
mayor parte de los filósofos se trataba de una doctrina groseramente
esencialista que había quedado superada tras el fin de los grandes
“metarrelatos”.
Así que, básicamente, uno tenía que estar disculpándose todo
el rato por estudiar a Marx. Por ejemplo, Jacques Attali comenzaba su biografía
de Marx justificando su interés por un pensador al que “casi nadie estudia” y
es considerado “responsable de algunos de los mayores crímenes de la Historia”.
Incluso entre los marxólogos se consideraba de mal tono hablar de sus obras más
conocidas y energéticas, como el Manifiesto
comunista. En cambio, se preferían textos oscuros y supuestamente
filosóficos, como los Grundrisse. La idea era que hurgando en el caos
bibliográfico de la obra de Marx uno iba a encontrar una piedra rosetta que
modulara su herencia teórica para adaptarla al medioambiente intelectual
postmoderno.
En la segunda década del siglo XXI, las cosas han cambiado
muchísimo. Tras el estallido de la crisis económica, en 2008, Marx ha retornado
a las bibliografías universitarias y a los anaqueles de las librerías con mucha
fuerza. En 2010, el diario Público regalaba con el periódico el
resumen clásico de El capital de
Gabriel Deville. En la Feria del Libro de Madrid de 2012 el libro más vendido
fue una edición ilustrada del Manifiesto
comunista. El filósofo vivo más conocido del mundo, Slavoj Zizek, es un
materialista dialéctico experto en ideología. El ensayo más comentado de 2014
ha sido un libro titulado El
capital en el siglo XXI…
Este proceso de muerte y resurrección del marxismo no es, en
realidad, tan novedoso. La presencia de Marx siempre ha sido muy guadianesca.
El marxismo se ha ido transformando, apareciendo y desapareciendo a lo largo de
la historia del capitalismo. Por supuesto, su declive a finales del siglo
pasado tuvo mucho que ver con la vertiginosa e inesperada descomposición del
bloque soviético a partir de 1989. Durante cincuenta años, casi un tercio de la
humanidad vivió en países en los que una versión espuria y degradada del
pensamiento de Marx era considerada la “filosofía oficial”. Su rostro barbudo
era ubicuo en billetes de banco, monumentos públicos o instituciones oficiales.
Así que no es de extrañar que el derrumbe del socialismo real arrastrara
consigo el interés por el materialismo histórico al menos en Europa del Este.
El marxismo occidental, por su parte, se había distanciado de forma
generalizada de la ideología soviética a costa de convertir la crítica del
capitalismo en una exquisita obra de orfebrería conceptual, sin duda
sofisticada pero carente de punch político e incapaz de interpelar a
una mayoría social.
Los neoliberales recorrieron exactamente el camino
contrario. Después de la Segunda Guerra Mundial, el liberalismo radical se
había convertido en una escuela marginal, una extravagancia académica que
sobrevivía en unos cuantos departamentos de economía. Tres décadas después, en
el contexto de la crisis de los estados de bienestar de los años setenta, los
defensores del mercado libre iniciaron el asalto a los centros de poder
político y económico occidentales e impulsaron una revolución ideológica que
cambió la manera de pensar de millones de personas. Grandes masas de votantes
de clase trabajadora apoyaron con entusiasmo políticas que apenas unos años
antes hubieran considerado un atentado evidente contra sus intereses materiales
más inmediatos.
El liberalismo logró crear un nuevo sentido común político
que transformó lo que se consideraba socialmente posible, imposible, deseable y
aberrante. En su estrategia ideológica desempeñó un papel importante la
reactivación del marxismo –que, en realidad, en esa época no atravesaba un
momento particularmente vigoroso– como enemigo de las convicciones políticas de
la mayoría. En Estados Unidos Ronald Reagan reavivó la guerra fría y el temor a
la amenaza militar de la Unión Soviética. En el Reino Unido Margaret Thatcher
identificó el socialismo como responsable de una insidiosa corrupción moral e
institucional que atentaba contra la libertad, la creatividad y la
responsabilidad personal. “Marks and Spencer han derrotado a Marx y
Engels”, declaró en cierta ocasión.
Thatcher tenía razón. Más allá de las cuestiones
doctrinales, la popularidad de las obras de Marx ha sido un buen termómetro
histórico de la vitalidad de los movimientos antagonistas críticos del
capitalismo. Y tras la caída del muro de Berlín, no parecía haber ninguna
alternativa al libre mercado mundial desregulado. Los neoliberales consiguieron
presentar su programa no como una opción política en disputa con otras, sino
como un ecosistema social que emergía de la obsolescencia de los
enfrentamientos pasados y que definía el espectro de posibilidades históricas
disponibles. Uno podía escoger entre un capitalismo global despiadado y otro de
rostro humano, pero las viejas categorías políticas –el conflicto entre capital
y trabajo, la explotación, el intercambio desigual…– habían quedado superadas.
Los grandes problemas sociales debían ser afrontados mediante una sabia combinación
de mercado libre, tecnología punta y cosmopolitismo.
Así que, de algún modo, el retorno contemporáneo de Marx es
el síntoma de una especie de venganza del siglo XX. La globalización
capitalista decretó en falso la muerte de un conjunto de conflictos que hoy han
resucitado con una violencia salvaje. La gran crisis contemporánea del
capitalismo nos ha hecho descubrir que la lucha de clases, la desigualdad, la
cleptocracia especulativa, la expropiación de los bienes comunes y la
mercantilización extrema vivían larvados entre el multiculturalismo, el consumo
sofisticado, la sociedad red y la economía del conocimiento. El siglo pasado
lidió con estos desafíos a través de estrategias que, al menos en parte, se
entendieron a sí mismas como recepciones antagónicas del legado marxista. Tanto
los partidarios como los detractores de Marx desarrollaron una gran cantidad de
interpretaciones divergentes de sus teorías, ya fuera para seguirlas u oponerse
a ellas. Y hoy, de nuevo, volver a Marx es decidir a qué Marx volver.
No es un problema sencillo porque la propia recepción
académica de la obra de Marx ha estado marcada por las convulsiones históricas
modernas. Según algunos análisis bibliométricos Marx es el autor científico más
influyente de la historia o, al menos, el más citado. Sin embargo, por extraño
que resulte, a día de hoy aún no existe una edición crítica completa en lengua
alemana de sus obras. En 1921, David Riazanov fundó en Moscú el Instituto
Marx-Engels donde, al año siguiente, inició un ambicioso proyecto: la
publicación de las Marx-Engels
Gesamtausgabe, las obras completas de Marx y Engels en 36 volúmenes
(lo que se conoce como “primera MEGA”). Sin embargo, Stalin paralizó el
proyectó y fusiló a Riazanov. Hubo que esperar a mediados de los años setenta
para que, tras el deshielo, en la RDA se volviera a plantear una iniciativa de
edición filológicamente rigurosa de los textos originales de Marx. Pero, de
nuevo, la historia volvió a inmiscuirse. La implosión del bloque socialista
interrumpió el proceso de publicación, que se reanudó a finales de los años
noventa gracias al esfuerzo coordinado de institutos de investigación de
Alemania, Holanda y Rusia. El proyecto, conocido como “segunda MEGA”, es una
obra editorial faraónica que avanza a buen ritmo y se espera que alcance los
120 volúmenes.
La cuestión de fondo es que la propia producción de Marx es
una pesadilla editorial. Sus obras completas son un cúmulo de textos publicados
en muy distintas circunstancias –libelos, tratados teóricos, artículos filosóficos,
artículos de prensa…–, libros inéditos o abandonados, correspondencia y, sobre
todo, una enorme cantidad de apuntes, cuadernos y anotaciones. Por supuesto, no
es el único autor importante con el que pasa algo así. Leibniz o Peirce también
nos han dejado auténticas montañas de papeles inmanejables. La diferencia es
que, en el caso de Marx, algunos de esos textos han circulado muchísimo y son
considerados una parte fundamental de su doctrina de un modo no siempre
justificado. Por ejemplo, Marx declinó explícitamente publicar La ideología alemana que, sin
embargo, es la obra de referencia del materialismo histórico de la que proceden
algunas de sus citas más famosas. Lo mismo ocurre con la famosísima declaración
“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero
de lo que se trata es de transformarlo”, una anotación marginal de un Marx
veinteañero que jamás pretendió que viera la luz pública. El manifiesto comunista –tal vez el
texto político más influyente de la historia– fue escrito urgentemente y por
encargo en los albores del estallido revolucionario de 1848, cuando Marx aún no
había cumplido los treinta años. Aún peor, Marx no llegó a publicar en vida al
menos dos tercios de El capital, su
obra teórica más significativa. Engels tuvo que editar en solitario los libros
segundo y tercero a partir de varios metros cúbicos de papeles manuscritos
oscuros e incompletos que se han convertido en un rompecabezas para varias
generaciones de investigadores expertos.
La verdad es que Marx es un autor más modesto y limitado que
el titán teórico y político –bastante antipático y sentencioso, por otro lado–
que erigió la tradición socialista a mayor gloria de la revolución. Creo que
también más útil y cercano a nuestra percepción cotidiana de la realidad
política, marcada por incertidumbres que inevitablemente afrontamos a tientas.
Los diagnósticos teóricos que realiza Marx de los procesos de acumulación
ampliada de capital o sobre la naturaleza de la lucha de clases no nos
proporcionan respuestas sencillas a nuestros desafíos sociales, sino que más
bien señalan dilemas desgarradores, tal vez irresolubles. Al fin y al cabo Marx
explicó con un vocabulario propio del siglo XIX una realidad –el capitalismo–
que en su tiempo era casi marginal y que sólo en nuestra época ha llegado a
consolidarse. Hoy es cuando, finalmente, todo se ha mercantilizado y está
sujeto a la ley del plusvalor. Eso hace que, siglo y medio después, el elenco de
respuestas teóricas que nos proporcionó sea inevitablemente limitado mientras
que las preguntas que planteó resulten más insoslayables que nunca.
Marx vivió en la encrucijada histórica entre dos inmensos
procesos de transformación social que mantenían una relación conflictiva entre
sí. En primer lugar, las revoluciones burguesas hicieron saltar por los aires
los antiguos privilegios feudales y crearon un entorno de igualdad jurídica.
Sin embargo, estas conquistas políticas se veían sistemáticamente truncadas por
la desigualdad material, que en la época heroica del capitalismo se estaba
incrementando con gran rapidez. La libertad de expresión, por ejemplo, es un
derecho vacío si las clases privilegiadas monopolizan la propiedad y el uso de
los medios de comunicación.
En segundo lugar, la revolución industrial también se
caracterizaba por una dinámica contradictoria y autolimitada. El capitalismo
era increíblemente expansivo pero también caótico y, así, incapaz de sacar
partido de su propia potencia creativa, de su asombrosa capacidad para
desarrollar las fuerzas productivas. Por eso transformaba sistemáticamente en
problemas lo que intuitivamente deberían ser soluciones. En vez de abundancia,
bienestar y ocio, el desarrollo económico capitalista generaba crisis de
sobreproducción, desigualdad, pobreza y desempleo.
Como muchos de sus contemporáneos, Marx creía que era
necesaria una confluencia de ambos procesos históricos. La revolución política
y la revolución industrial tenían que ajustar cuentas. Los derechos de
ciudadanía necesitaban extenderse también al ámbito de la igualdad material. La
esfera económica requería de alguna tutela política que impidiera que los
salarios, la producción o las condiciones laborales quedaran abandonados al
azar del mercado.
Lo que ocurrió, en cambio, fue que la economía se impuso a
la emancipación política. Desde mediados del siglo XIX, el conflicto entre
democracia y capitalismo se resolvió a favor de este último. La economía
estableció los límites que ninguna otra institución social –religiosa,
política, familiar o cultural– podía rebasar. Los márgenes de beneficio de las
élites económicas delimitaron los márgenes de maniobra políticos de la mayoría.
La consecuencia fue un incremento de los dilemas, tensiones y conflictos relacionados
con la economía y la producción que, ya en el siglo XX, condujeron a dos
guerras mundiales y la mayor crisis económica que ha conocido la humanidad. La
historia del marxismo se fue forjando en oposición a ese gigantesco cataclismo
histórico y a menudo condujo a senderos cegados y a opciones políticas
monstruosas.
Todo ello hubiera dejado perplejo a Marx, que fue mucho más
optimista y nunca pensó que seríamos tan idiotas como para permitir que el
capitalismo alcanzara esos niveles de degradación o que el socialismo se
convirtiera en un proyecto autoritario. Así que volver al Marx histórico
–liberado, por tanto, de las adherencias políticas que ha ido adquiriendo en
los últimos ciento cincuenta años– es reencontrarnos con un personaje
profundamente comprometido con la democracia radical en un momento en el que
era una reivindicación peligrosa (ningún país europeo, por ejemplo, instauró el
sufragio universal hasta bien entrado el siglo XX). Un autor que creía que la
deliberación en común de la mayoría era la herramienta fundamental del progreso
moral y político, no la sabiduría de las élites culturales o la destrucción
creativa del mercado.
Seguramente eso es lo que hace que nos resulte tan actual.
Hoy la exigencia de democracia vuelve a ser subversiva. Marx se hubiera sentido
muy identificado con aquel lema del 15M: “No somos mercancía en manos de
políticos y banqueros”. Cada vez somos más conscientes de que hemos entregado
al mercado dimensiones esenciales de nuestra soberanía política, hasta el punto
de que hemos incorporado esa subordinación a nuestros códigos legales
fundamentales. En 2011, bastó una carta del presidente del Banco Central
Europeo para que el presidente José Luis Rodríguez Zapatero y el entonces líder
de la oposición Mariano Rajoy pactaran en secreto y a toda velocidad una
reforma de la Carta Magna que limitaba la autonomía de nuestro país en ciertos
aspectos económicos cruciales y nos sometía constitucionalmente al austericidio
neoliberal.
Noam Chomsky suele recordar que en 1976, con motivo del
bicentenario de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, se realizó
una encuesta en la que se presentaban distintas afirmaciones entre las que los
entrevistados tenían que elegir aquellas que pensaban que estaban recogidas en
la Constitución de ese país. Una de las que obtuvo una amplia mayoría de
respuestas afirmativas fue “De cada cual según su capacidad. A cada cual según
sus necesidades”. En realidad, es una cita de Marx procedente de la Crítica del Programa de Gotha.
Este texto es una versión modificada
del prólogo a la nueva edición de la biografía de Karl Marx, de Francis Wheen,
recientemente publicada por Debate.
César Rendueles (Gerona, 1975), es
doctor en filosofía y trabaja como profesor en el departamento de teoría
sociológica de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad
Complutense de Madrid. Miembro del colectivo de intervención cultural Ladinamo,
que editaba la revista del mismo nombre, ha publicado dos
recopilaciones de obras de Marx: una antología de El capital y una selección de textos sobre la teoría del
materialismo histórico. También se ha encargado de la edición de ensayos de
autores como Walter Benjamin, Karl Polanyi o Jeremy Bentham. En 2011 comisarió
la exposición Walter Benjamin. Constelaciones. Escribe el blog Espejismos Digitales. Su
último libro se titula Sociofobia. El cambio
político en la era de la utopía digital.
http://www.fronterad.com/ |