Juan Manuel Aragüés |
Entre las muchísimas aportaciones de Marx totalmente vigentes para el
análisis y crítica de las sociedades contemporáneas hay una, no demasiado
comentada ni conocida entre los no especialistas, que es el concepto de intelecto general. Por dicho término, Marx entiende
el conjunto de saberes que las sociedades van produciendo a lo largo de la
historia y que se van convirtiendo, en cierto modo, en patrimonio común del
conjunto de la humanidad.
Son muchos los elementos de interés de este planteamiento.
Uno de ellos es que el saber es un fruto colectivo, que los seres humanos
producen en común, pues la inteligencia más preclara y la mente más maravillosa
siempre se nutre de las aportaciones de su época y de épocas pasadas. El
individualismo, también en ciencia, es un mito del liberalismo, una ficción que
poco tiene que ver con la realidad.
Deleuze y Guattari escriben
en el inicio de uno de sus grandes textos, Mil mesetas, que ese libro lo han escrito muchos, porque además de
escribirlo a cuatro manos, cada uno de ellos es, a su vez, todos los autores
que le han influido. Nunca creamos en soledad, sino en la compañía de quienes
nos anteceden y acompañan. De ahí que todo producto pueda ser entendido, sin
duda, como un acto colectivo.
Creamos, producimos, pensamos, en el marco de una
colectividad de la que nos nutrimos. Sin embargo, segunda cuestión de interés,
ese saber social del que nos beneficiamos tiende a ser patrimonializado por una
reducida parte de la sociedad para beneficio propio. Marx aplica su análisis a
la cuestión de las técnicas productivas. En los Grundrisse subraya que la mecanización de la producción, la
introducción de maquinaria de manera masiva en las fábricas, no se hace
buscando el bien social, sino el beneficio particular. Esa tecnología, fruto
del saber colectivo de toda una sociedad, no es aplicada para beneficio común,
para que las tareas más duras y complejas se simplifiquen y, de ese modo,
reducir las horas de trabajo, haciendo la vida más agradable, sino para que el
capital obtenga un mayor, y estratosférico, beneficio. Es decir que en lugar de
utilizar el saber común para beneficio común, se utiliza para beneficio
particular.
Y lo que es aplicable al ámbito de la producción y de la
técnica es extensible, en la actualidad, a buena parte de las dinámicas de la
sociedad neoliberal. Si en algo se está especializando el neoliberalismo es en
expropiar saberes comunes, a través, por ejemplo, de su política de patentes
que, en los casos más extremos, ha privado a comunidades tradicionales de
utilizar ciertos recursos, como plantas medicinales, tras ser patentadas por
multinacionales farmacéuticas. Terrible paradoja en la que quienes han
utilizado durante toda su historia un bien, quedan desposeídos de él. En otro
sentido, es lo que ocurre con la universidad, vampirizada por la empresa
privada para su interés y alejada de la función social que debiera
caracterizarla. Pues para algunos, poner la universidad al servicio de la
sociedad quiere decir, lisa y llanamente, al servicio del interés predador de
las empresas. Recurriendo a otro concepto de Marx que los tiempos reactivan, el
saber también está atravesado por la lucha de clases.
Uno de los aspectos de la lucha política contemporánea es la
lucha por lo común. Por un lado, los poderes económicos se esfuerzan por
privatizar bienes comunes, como el agua, las fuentes de energía o los saberes
médicos, por otro, cierto activismo político entiende que de lo que se trata
es, precisamente, de lo contrario, de promover la ampliación del campo de lo
común, para colocar al servicio de la comunidad lo en común producido. La
disyuntiva es clara: una política al servicio de las élites o de la mayoría
social. Esa es, no nos engañemos, la actual línea de demarcación política. Una
línea que también heredamos del pasado.
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