15/10/15

Karl Marx y Friedrich Hayek: destino compartido

A pesar de la tensión ideológica, las concepciones sociales de Marx y Hayek tienen puntos de encuentro, como su compartido desdén de la política y el Estado.
Karl Marx ✆ Evan Walsh 
Friedrich Hayek
✆ J.H. Darchinger
Ariel Rodríguez Kuri & Rodrigo Negrete   |   Con la Gran Recesión, que iniciara en 2008, atestiguamos el cierre de un ciclo que inició con la caída del Muro de Berlín en 1989. Desde el punto de vista de las ideas que animan al pensamiento económico,[1] estamos ante un arco histórico que invita a una nueva perspectiva respecto de lo que atrae y repele de sus dos profetas más opuestos y visibles: Karl Marx y F.A. Hayek. Este último (Viena 1899–Friburgo 1992), poco conocido por el gran público, es uno de los paladines de lo que en su momento se denominó Austrian Economics, cuyo legado se conoce hoy en día como neoliberalismo.[2]

Ambos pensadores comparten una perspectiva analítica deslumbrante: Marx con su intuición del capitalismo como un proceso histórico propenso a desequilibrios sistémicos generados por la inequidad que propicia; Hayek, con su visión del papel de los precios del mercado como el sistema de señales más eficiente sobre escasez, preferencia y oportunidad que, en sociedades complejas, coordina la actuación de los agentes económicos.

Pese a ello, sus doctrinas dejaron muchísimo que desear a la hora de formular políticas económicas: condujeron a naciones enteras por un sendero imprudente y peligroso –cuando no francamente trágico. Es así que más vale escucharles pero más para el diagnóstico que para el remedio. La política siempre regresa, lo que no deja de ser un problema para ambos cuerpos doctrinales, empeñados en afirmar su irrelevancia.[3] Más aún, los dos autores niegan a la política y al accionar del Estado una virtud cardinal: que son estos los vehículos, lenguajes y pedagogías del proceso civilizatorio, sin el cual el capitalismo (y el socialismo real) se convierte en simple guerra de depredación, que tiende a la suma cero.

Estas premisas nos obligan a un rodeo: la tesis que se esboza aquí es que esta dificultad para pasar del diagnóstico a las prescripciones obedece a una incomprensión fundamental: ¿cómo opera el capitalismo cuando involucra a los mercados financieros? La pregunta no es técnica; en todo caso sus consecuencias son políticas. Notemos que Marx termina hablando más de las transacciones del proceso de producción que del funcionamiento del capitalismo, del mismo modo que Hayek termina analizando más la lógica subyacente a los mercados que del capitalismo como tal.

Antes de continuar, lo primero es no perder de vista el acierto clave de Hayek: la anticipación, desde los años treinta, del destino de una economía de comando central, lo que sería a la larga la implosión del “socialismo real”; sus argumentos permiten comprender el significado de una economía de mercado frente a un experimento histórico que tuvo lugar en la historia del siglo XX y que intentó prescindir de ella, y de manera absoluta. En la segunda parte abordaremos el ya mencionado punto ciego de Marx y Hayek, que tiene que ver justo con la naturaleza financiera del capitalismo. La tercera y última versará sobre los problemas que ocasiona el Hayek predicador, llevado a latitudes como la nuestra, donde la desigualdad y la entropía social se definen como paisaje.[4] La normalización de la exclusión estaría entonces en las antípodas de la secularización del hombre moderno, algo que notó Gino Germani desde la década de 1970. Hayek, en este sentido, es también el teórico de la deificación del destino –no de la libertad– del hombre moderno; en este plano no es un liberal sino un conservador.
De los neurotransmisores a los precios del mercado
Los precios de mercado son el sistema de señales e interacciones más eficiente que ha surgido en la historia para producir e intercambiar bienes y servicios. Es cierto, nadie planeó dicho sistema de señales, al menos no como se planea un edificio o un puente. Pero la metáfora de la obra de ingeniería no siempre es atinada y ni siquiera deseable. Su uso y abuso parte de la ilusión de que un proceso es más eficiente y creativo por el solo hecho de ser conscientemente dirigido.

Una obra de ingeniería pasa por un pobre proceso de interacciones, comparado con un circuito neuronal o un ecosistema. Nadie puede ser más inteligente que su propio cerebro –o que su propio cuerpo; elevarse tras asumir que el yo es la parte consciente de algo más complejo es un tanto presuntuoso. Messi no depende de su capacidad de análisis para decidir la próxima jugada. La inteligencia corporal no es algorítmica;[5] si Messi desmenuzara lo que va a hacer en pasos o etapas no haría nada o el resultado sería otro y subóptimo. Hay una abundancia de ejemplos que indican que se pueden alcanzar niveles de cooperación altísimos sin un centro consciente. Es el caso de una comunidad de hormigas o de abejas: súper-organismos [6] en el que cada individuo es el equivalente a una neurona, las feromonas a los neurotransmisores y los intercambios de feromonas a las sinapsis. Algunos biólogos consideran a esos súper-organismos algo no muy lejano a una mente no contenida en un cuerpo (disembodied minds). Una colonia de hormigas es una comunidad inteligente, adaptable y flexible conformada por individuos que en sí mismos no tienen que ser inteligentes, como las neuronas no lo son con respecto a los procesos mentales a que dan lugar. La clave es tener un sistema eficiente de señales rápidamente intercambiable y descifrable de donde surgen acciones sincronizadas y con ellas un orden espontáneo.

Detrás de los órdenes más complejos y fascinantes no hay arquitecto. Pero, como bien observara Hayek, los bolcheviques en el fondo tenían que creer en un Dios. ¿Cómo si no la especie humana llegaría a ser tan inteligente si nadie la proyectó, si nadie dirigió o comandó el proceso evolutivo?

¿Y qué decir de ese otro fenómeno no diseñado, el lenguaje humano? Un sistema de señales de donde surge un potencial de coordinación que por primera vez sobrepasa al de los súper-organismos de la naturaleza y permitió a una sola especie dominar al planeta. Las feromonas, los neurotransmisores, los precios de mercado, los símbolos dan lugar a una febril actividad coordinada sin un centro definible.

Hayek fue el primer pensador que comprendió en toda su complejidad y alcance que lo consciente-racional no supera el efecto inteligente de las reglas de interacción que surgen de un sistema eficaz de señales. Comprendió, pues, que el lenguaje humano, la economía de mercado, un ecosistema o el proceso evolutivo mismo consisten en órdenes espontáneos; sistemas análogos con elementos en común por encima de cualquier inteligencia directriz. Técnicamente hablando, Hayek fue más lejos que Darwin; sin proponérselo prescinde de Dios como nadie en la historia del pensamiento y es así porque captó, en todo su alcance, que la inteligencia más creativa y poderosa no puede ser consciente, al menos no a imagen o semejanza de un yo (aunque sea un yo cósmico). Los procesos conscientes son un subproducto de procesos inteligentes pero nunca podrán ser sus amos, a menos que esperemos que la cola mueva al perro. Es curioso como después de la Revolución francesa, en un arco histórico de unos 130 años, se comienza glorificando a la conciencia racional como la nueva divinidad (Hegel, Saint-Simon, Comte y Marx) pero al final llegan tres oriundos del imperio austro-húngaro a bajarla de su pedestal: Freud, Hayek y Gödel. Este último lo enuncia de la manera más abstracta: formula un teorema que dice que es imposible construir un sistema axiomático autosuficiente en que cada una de sus afirmaciones sea demostrable. Las creaciones conscientes más sofisticadas dependerán siempre de algo que no pueden definir: el teorema de la incompletitud establece los límites que ha de enfrentar todo proceso consciente que aspire a un máximo de coherencia.

Límites. La experiencia intelectual austro-húngara haría otra aportación alredor de 1900: que el lenguaje tiene límites, que hay cosas que no son enunciables. Desde los estudios memorables de Carl Schorske, y luego el de Alan Janik y Stephen Toulmin (que en la décadas de 1960 y 1970 documentan y amplían las obsesiones de Wittgenstein[7]), sabemos que la cultura se enfrenta, tarde que temprano, a lo que no puede decir, enunciar. ¿Marx y Hayek entendieron esos límites? De seguro Marx no, porque es el evangelista en el que desemboca la ilustración: apuesta total al Verbo transmutado en acción. ¿Hayek vislumbró sus límites, dudó de su lenguaje, de su discurso? En la medida en que descentró el mundo, al prescindir del ente omnisciente, ¿adónde llegó? Duda.

Hayek es y será grande en la historia del pensamiento por entender lo que une a fenómenos al parecer totalmente extraños entre sí, pese a que él y su maestro Ludwig Von Mises (1881-1973) sean los fundadores del neoliberalismo. No hay que olvidar tampoco que ambos hicieron un pronóstico falsable: el modelo de economía dirigida bolchevique iba a colapsar tarde que temprano. Ambos anticiparon que los dirigentes rojos caerían en la ilusión de dirigir realmente algo, ignorando que las verdaderas decisiones las tomaban burócratas de segundo y tercer nivel, pero todos haciéndolo a ciegas, sin un sistema de precios de mercado que diera lugar a una coordinación espontánea entre los distintos agentes y donde el efecto de pujar cada uno por recursos termina descobijando a algún otro sector de la economía generando reacciones en cascada de caos e ineficiencias.[8]

Por supuesto, en tanto no existía un sistema real de precios en el socialismo real los consumidores no podían expresar sus preferencias y necesidades. Se erigió así un sistema de producción en abstracto (cuotas de producción) de productos asimismo abstractos (genéricos). También hay que decirlo; aun y cuando no fuera un sistema burocrático centralizado sino uno de autogestión obrera, en tal anarco socialismo sin mercado no se superaría jamás el principio de “tómalo o déjalo”. Esos trabajadores transformados ahora en amos de la producción, en su encarnación y glorificación última, no tendrían ningún incentivo para escuchar a los consumidores: una economía destinada al estancamiento sin incentivos de innovación o de eficiencia, con o sin burocracia (la CNTE en México y el tipo de servicio educativo que brinda podría verse como un anticipo de lo que sería ese socialismo “alternativo” en ciernes).

Y aquí hay que captar por qué esos sistemas económicos no fueron una desviación del marxismo sino la traducción de su reduccionismo metafísico a un programa económico. Para ese programa la economía no es producción-consumo- ahorro-financiamiento; no, la economía es producción. Los sujetos sociales son agentes productivos. Resultado de todo esto: una república de trabajadores que producen en específico para nadie y que, al redimírseles como productores –condición social al parecer definitiva– no tiene caso vindicarlos ni como consumidores ni como ciudadanos. Un ideal de fábrica social más que de sociedad fue el principio rector de ese extraño experimento.

De acuerdo con su teoría del valor ¿cómo entendería el marxismo una suite de aplicaciones de Microsoft Office en una tienda? Básicamente como una caja con un disco compacto cuyo valor estriba solo en el trabajo requerido para producir el artefacto y empaquetarlo. En ese valor poco tendría qué ver lo que el disco permite hacer al usuario y la experiencia intelectual o de cualquier otro tipo que brinda (eso se desdeñaría como demasiado subjetivo). La valía que proyecta el usuario en el producto (demanda) y el precio que desde ahí permite establecer a los oferentes no es entonces lo que importa: lo que vale es el trabajo que concreta materias primas en producto, insiste el marxismo. Que no sorprenda que la economía del socialismo real fuera un mecanismo para producir fierros sobre fierros. Esas economías eran la encarnación de una paradójica metafísica obsesionada con la dura condición material de procesos y esfuerzos. Resultado: producción en abstracto; competencia de gerentes y comisarios por acaparar recursos, insumos y el favor del Comité Central, no del consumidor.

El cabildeo en esas economías entre oficiales de distintos rangos debió ser infernal (esto no es algo privativo de las cleptocracias burguesas). No menos infernal el volumen de mentiras e inexactitudes en los informes de inventarios y producción remitidos a los ministerios. El resultado del plan quinquenal terminaba siendo el agregado caótico de tal estira y afloja. En ese sentido el totalitarismo comunista entendido como un control perfecto era imposible de consumar: lo que sí había era terror discrecional al no seguir pautas predecibles. Una economía sometida a órdenes y contraórdenes por una parte, y al terror político por la otra, estaba condenada a dar palos de ciego y a buscar chivos expiatorios como la mejor explicación posible ante el despropósito.
Los mercados financieros: el punto ciego común a dos doctrinas contrapuestas
Pese a tener esta clarividencia sobre el colapso de una economía de comando central, el fallo catastrófico del neoliberalismo fue llevar demasiado lejos sus metáforas de orden espontáneo o emergente asociados al mercado. Sobra decir, ahora, que los seres humanos no son hormigas; tienen creencias y expectativas hasta el punto en que hay instituciones económicas que edifican en torno a ellas: es el caso de los mercados financieros. En la medida en que en dichos mercados se expresan creencias sobre el futuro y sobre el comportamiento de otros agentes, se configuraran a partir de una elevada carga de subjetividad (los espíritus animales de los que hablaba Keynes). Este es el ambiente propicio para el juego de expectativas que se refuerzan entre sí (en este sentido, expectativas autocumplidas). Una devaluación, por ejemplo, es tanto el resultado de una creencia compartida sobre la situación económica y sobre la debilidad de las autoridades frente a los acontecimientos, como el resultado agregado de millares de decisiones dispersas tomadas con base en esas creencias: las fugas hacia otra divisa terminan precipitando el evento predicho por sus autores.

Este carácter recursivo o subjetivo elevado al cuadrado en los mercados financieros puede hacer que las señales que emiten los precios de los activos, en lugar de anclarse en una realidad, se alejen más y más de ella para luego desplomarse bruscamente. Se interrumpe el proceso circulatorio del flujo económico, como sucede con las burbujas especulativas que típicamente preceden a una gran crisis global. De nada sirve que en la prédica del Austrian Economics el villano culpable de todo esto sea el Banco Central y su manipulación de las tasas de interés. Hay algo en la naturaleza de los mercados financieros que los aleja del tratamiento formal de otros mercados. Esta escuela de pensamiento no comprendió –a diferencia de Keynes– que los mercados financieros son dramática y conceptualmente distintos de los de abarrotes. El neoliberalismo pasa por alto que su naturaleza intrínseca introduce una fuente de inestabilidad en todo el sistema capitalista: un problema estructural derivado de la necesidad que tiene de los mercados financieros para movilizar el ahorro y reinyectar el excedente económico en los circuitos de la economía, de tal suerte que la maquinara de inversión-consumo no interrumpa su marcha.

El otro mercado, desde luego no asimilable a uno estándar de mercancías, es el laboral. Involucra personas. Esperar que sea infinitamente flexible para adaptarse a las circunstancias pasa por alto principios básicos de la naturaleza humana. La productividad laboral necesita ciertas garantías institucionales de estabilidad y seguridad para florecer y crear sinergias. La escuela neoclásica en general –y neoliberal en particular– culpan al factor trabajo del desempleo por no ser “suficientemente flexible” y desdeñan asimismo la relevancia de instituciones como los salarios mínimos y otros derechos laborales para racionalizar los vínculos entre economía y sociedad. Inicia entonces la antropología y la sociología, justo en el momento en que no da para más la arrogancia de los economistas: que no sorprenda a nadie que en México no hayamos roto el vínculo secreto entre la degradación del trabajo, la informalidad y el boom delincuencial de las últimas décadas. No hay una economía –ni neoclásica ni marxista– sin el correlato de las ciencias sociales y las humanidades. He aquí un programa de investigación.

En fin, no deja de ser irónico que tanto Hayek como Marx tuvieran una miopía compartida sobre la dimensión financiera del capitalismo. En el sistema económico de Marx el capital financiero es un epifenómeno de procesos subterráneos de explotación, lo que, en el fondo, no amerita prestarle demasiada atención como agente de inestabilidad; se supone que la inestabilidad ha sido detectada ya en la producción, con la tendencia decreciente de la tasa de ganancia dada una superabundante acumulación de capital. La falta de atención del fenómeno financiero revela algo singular y de enormes alcances teóricos y empíricos: la confusión marxista que no distingue entre el origen de la riqueza y el análisis del funcionamiento del capitalismo como tal.

Por su parte, para el Austrian Economics los precios que transmiten los mercados financieros no intervenidos son tan confiables como los que emite cualquier otro mercado no intervenido- nada que amerite una preocupación especial. Los pupilos de Hayek captan con más claridad lo que hace que un mercado funcione o no funcione: hablan de los árboles más que del bosque, negándole toda realidad a la dimensión macroeconómica en donde los equilibrios no están garantizados en modo alguno por la disrupción financiera. Al igual que Marx, el pensamiento de Hayek ilumina y permite una aguda comprensión de ciertos fenómenos, pero no alcanza a compensar que sus respectivas obsesiones distorsionan el sentido y rumbo de la acción transformadora; colocan la diana donde no deben. Marx ubica el problema en el mercado pues enajena los productos del trabajo, así en abstracto. Cree entonces que los mercados como tales son los que conducen a la disfuncionalidad y no su proyección a una dimensión financiera; por su parte Hayek pone la mira en el activismo del Estado afirmando que todo se decide y define a escala microeconómica. Por ello ni uno ni otro son confiables para formular –desde los respectivos cuerpos doctrinales que crearon– políticas económicas que desemboquen en algo diferente a un agujero negro.

No es difícil imaginar al disipado e irónico Keynes, levantando su copa de champagne[9] y guiñándoles un ojo a esos dos en el más allá.
Recetar desde la excepcionalidad de Occidente
El socialismo real no podía ser un paso adelante. Hizo que la transacción más simple e inane se inscribiera en una relación de obediencia y lealtad.

El capitalismo de mercados libres que tuvo lugar primeramente en Europa Occidental fue el resultado de una delimitación, acotamiento o encapsulamiento de relaciones de poder asociadas al ejercicio de la violencia a ciertas esferas, despejando otras –como la economía– para que generara sus propios códigos y reglas de juego. Esos espacios despejados permitieron también el florecimiento de la ciencia, de la tecnología y de las actividades lúdicas, construyendo así mundos cada vez más autónomos y menos dependientes del uso de la fuerza. Entendemos históricamente ese fenómeno, pero todavía no hay una teoría del desarrollo que sepa como reproducir tales procesos bajo nuevas circunstancias.

Al exacerbar la relación entre poder y transacción, el sistema económico que sucedió al socialismo real en la mayoría de los países de Europa del Este, lejos de desmontar dicho mecanismo, cabalga sobre él para generar formas mutantes de capitalismo, capitalismo de despojo o necrocapitalismo.[10] Lo que ocupó el lugar del socialismo real es una historia no edificante y aún por escribirse, sobre todo en aquellos países de Europa Oriental más distantes. Un capitalismo completamente alimentado de relaciones de poder y lealtades; de violencia y de amenaza de violencia (El Padrino pudiera ser su ilustración anticipada). El socialismo real en esas latitudes detuvo un proceso de autonomización de las esferas de interacción social; retrasó el reloj y abonó el terreno para el aborto que le sustituye y ahora medra en esas regiones.

Pero lo que no sabíamos hasta hace poco es que, también, la prédica neoliberal de los ochentas y noventas interrumpió el proceso de domesticación mutua entre la esfera del poder y la del mercado en países como el nuestro: al fragmentarse el poder en múltiples polos formales o informales propició ese proceso de reversión hacia formas barbáricas de capitalismo y despojo, orientadas a la disputa de territorios tanto virtuales como literales. Lo que en su momento lograron Europa Occidental y sus extensiones angloparlantes transoceánicas parece ser un punto de equilibrio excepcional que por distintas circunstancias pudo mantenerse. Por su parte lo que vemos en Asia es una historia distinta en que el orden no surge de la libertad de interacción sino que, más bien, el capitalismo aprovecha el orden disciplinario impuesto sobre un sedimento confuciano por mandarinatos autocráticos o semiautocráticos. Estos mandarines echan raíces en los códigos de disciplina de origen no económico, y que la población ha hecho suyos. Pero ahí en donde los gobiernos son solo un actor más en el juego de poder como en Europa Oriental, América Latina o África, el capitalismo en su formulación neoliberal no da lugar a órdenes emergentes sino a formas diversas de depredación que alimentan y refuerzan el caos. La mayoría de los caminos históricos no conducen al orden desde la libertad, que es la parte luminosa de la saga occidental y desde la que teorizó Hayek; de hecho es más factible que en sociedades poco homogéneas con fuertes desigualdades y/o con poderosas fuerzas centrífugas, un accidente de la historia o un experimento ambicioso –cualquiera que sea su signo– las alejen aún más de tal trayectoria.

El problema del neoliberalismo no fue postular que los precios de mercados son las señales más eficientes de preferencia o escasez que puede emitir una economía para que los agentes económicos ajusten sus decisiones de producción, inversión o consumo; el problema del neoliberalismo, predicado desde el Consenso de Washington y desde el cual se impulsaron sus experimentos ya sea en México o en Europa Oriental, es que terminó siendo un libertarian preaching según el cual el mercado (no intervenido) no solo se ordena a sí mismo sino a la sociedad toda, cuando en realidad depende de factores de estabilidad exomercado. Semejante prédica nunca vio ni quería ver que el Estado y sus instituciones estaban en proceso de construcción en México (o tenían que construirse) y que la agenda de reducción del Estado no venía a cuento ahí donde estaba en obra negra, ni tampoco era coherente con la exigencia de consolidación de un orden legal. En México nunca hubo un Estado benefactor como en la Gran Bretaña de la Thatcher. Las consecuencias del desmantelamiento de las incipientes redes del Estado en áreas rurales o en ciudades medias y pequeñas las hemos visto ya sea con la rebelión neo-zapatista de mediados de los noventas o con el momentum que tomó el crimen organizado en la actualidad. Los vacíos de Estado y la inhibición para resarcirlos han dejado listo un territorio fértil para la insurrección, ideológica o delincuencial; es decir, para la aparición de señores de nuevos caudillajes (a veces de una violencia inverosímil) que son la expresión más acabada del proceso de refeudalización de los territorios económicos y sociales.

Que, como en Marx y Hayek, la historia y la teoría del capitalismo no encuentren una continuidad “natural” en la política y en la construcción cotidiana del Estado democrático quizá no deba ser sorprendente. La visión rabiosamente instrumental de ambos (positiva o negativa: hacer todo o abstenerse de todo) constituye un punto ciego inconmensurable en la historia del pensamiento político, social y económico. Sin el impulso civilizatorio de la política y del Estado las propuestas y análisis de Marx y Hayek no rebasan la dimensión ideológica, por más geniales que hayan sido su pensamiento para identificar estructuras y dinámicas concretas. La política sirve para construir el Estado, ese lugar material y simbólico que racionaliza lo esencial: las interacciones de hombres y mujeres con otros hombres y mujeres, entre grupos y otros grupos, entre partidos, entre sociedades y naciones. Marx y Hayek son así los dos exponentes más consumados de la metafísica económica de la modernidad y su hybris: remontarse por encima del proceso civilizatorio o de plano usurparlo.
Notas
[1] Lo mínimo que se puede conceder al periodo 1989-2008 es que cierra un ciclo en la historia del pensamiento económico, pero hay razones para considerar que la crisis de 2008 representa todo un corte de época por derecho propio como lo fue 1989. Ese ciclo entraña asimismo una crisis cultural o, si se quiere, de civilización que reclama una dimensión política al menos para ser reconocida. Para una perspectiva más amplia o de mayor alcance sobre su significado, ver el ensayo de Rodriguez-Kuri y Negrete, “Europa, Europa”, Fractal 68, enero-marzo, 2013.
[2] El neoliberalismo a su vez tiene sus vulgatas: thatcherism y reaganomics y, hoy en día, la ideología libertarian en Estados Unidos que predica un capitalismo sin Estado. También hay una versión híper académica muy reverenciada en el circuitofreshwater de las universidades de Estados Unidos hasta la crisis de 2008 que lleva el nombre técnico de Teoría general del equilibrio dinámico estocástico. Cubrió así todos los frentes, partiendo desde organismos internacionales y universidades de elite para colonizar luego a las clases políticas y comentocracias en todo el mundo: da para todos, sofisticados o no. Para una síntesis histórica brillante ver Fernando Escalante Gonzalbo, Historia mínima del neoliberalismo, México, El Colegio de México, 2015.
[3] Una aguda crítica al marxismo desde el punto de vista de su negación de la polis o aspiración a abolirla puede encontrarse en Hannah Arendt, The Human Condition, The University Chicago Press, 1958.
[4] Lo rescatable de Hayek que inspira la primera parte de este artículo gravita alrededor de tres de sus obras: Individualism and Economic Order (1948); The Counter Revolution of Science (1952) y Fatal Conceit (1988); la crítica a su legado tiene presente, sobre todo, al Hayek agitador de Road to Serfdom (1944), de donde parte la vulgata del neoliberalismo más influyente.
[5] El matemático Roger Penrose va más allá: una verdadera inteligencia no pude ser algorítmica; de ahí parte su polémica con los entusiastas de la inteligencia artificial. Esta tesis la difundió en su The Emperor’s New Mind, Oxford University Press, 1989 y continúa polemizando hasta la fecha.
[6] El término súper-organismo fue acuñado por el eminente entomólogo norteamericano Edward O. Wilson (n. 1929), quien descubriera que las feromonas constituyen la unidad de información que intercambia una colonia de hormigas.
[7] Carl Shorske, Viena fin-de-siéclé : política y cultura, Madrid, Gustavo Gili, 1983. Alan Janik y Stephen Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Madrid, Taurus, 1972.
[8] Una teorización de ese mismo problema, pero desde la antropología, en Katherine Verdery, “What was socialism, and why did it fall”, en K. Verdery, What was socialism, and what comes next?, Princeton, Princeton University Press, 1996.
[9] Reza la leyenda que las últimas palabras proferidas por John Maynard Keynes (1883-1946) fueron: “lo único que lamento en mi vida es no haber bebido suficiente champagne”.
[10] Se toma aquí prestada la terminología del geógrafo y pensador británico David Harvey (n. 1935).
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