A pesar de la tensión ideológica, las concepciones sociales de Marx y Hayek tienen puntos de encuentro, como su compartido desdén de la política y el Estado.
Karl Marx ✆ Evan Walsh |
Friedrich Hayek ✆ J.H. Darchinger |
Ambos pensadores comparten una perspectiva analítica deslumbrante: Marx con su intuición del capitalismo como un proceso histórico propenso a desequilibrios sistémicos generados por la inequidad que propicia; Hayek, con su visión del papel de los precios del mercado como el sistema de señales más eficiente sobre escasez, preferencia y oportunidad que, en sociedades complejas, coordina la actuación de los agentes económicos.
Pese a ello, sus doctrinas dejaron muchísimo que desear a la
hora de formular políticas económicas: condujeron a naciones enteras por un
sendero imprudente y peligroso –cuando no francamente trágico. Es así que más
vale escucharles pero más para el diagnóstico que para el remedio. La política
siempre regresa, lo que no deja de ser un problema para ambos cuerpos
doctrinales, empeñados en afirmar su irrelevancia.[3] Más aún, los dos autores niegan a la
política y al accionar del Estado una virtud cardinal: que son estos los
vehículos, lenguajes y pedagogías del proceso civilizatorio, sin el cual el
capitalismo (y el socialismo real) se convierte en simple guerra de
depredación, que tiende a la suma cero.
Estas premisas nos obligan a un rodeo: la tesis que se
esboza aquí es que esta dificultad para pasar del diagnóstico a las
prescripciones obedece a una incomprensión fundamental: ¿cómo opera el
capitalismo cuando involucra a los mercados financieros? La pregunta no es
técnica; en todo caso sus consecuencias son políticas. Notemos que Marx termina
hablando más de las transacciones del proceso de producción que del
funcionamiento del capitalismo, del mismo modo que Hayek termina analizando más
la lógica subyacente a los mercados que del capitalismo como tal.
Antes de continuar, lo primero es no perder de vista el
acierto clave de Hayek: la anticipación, desde los años treinta, del destino de
una economía de comando central, lo que sería a la larga la implosión del
“socialismo real”; sus argumentos permiten comprender el significado de una
economía de mercado frente a un experimento histórico que tuvo lugar en la
historia del siglo XX y que intentó prescindir de ella, y de manera absoluta.
En la segunda parte abordaremos el ya mencionado punto ciego de Marx y Hayek,
que tiene que ver justo con la naturaleza financiera del capitalismo. La
tercera y última versará sobre los problemas que ocasiona el Hayek predicador,
llevado a latitudes como la nuestra, donde la desigualdad y la entropía social
se definen como paisaje.[4] La normalización de la exclusión
estaría entonces en las antípodas de la secularización del hombre moderno, algo
que notó Gino Germani desde la década de 1970. Hayek, en este sentido, es
también el teórico de la deificación del destino –no de la libertad– del hombre
moderno; en este plano no es un liberal sino un conservador.
De los neurotransmisores a los precios del mercado
Los precios de mercado son el sistema de señales e
interacciones más eficiente que ha surgido en la historia para producir e
intercambiar bienes y servicios. Es cierto, nadie planeó dicho sistema de
señales, al menos no como se planea un edificio o un puente. Pero la metáfora
de la obra de ingeniería no siempre es atinada y ni siquiera deseable. Su uso y
abuso parte de la ilusión de que un proceso es más eficiente y creativo por el
solo hecho de ser conscientemente dirigido.
Una obra de ingeniería pasa por un pobre proceso de
interacciones, comparado con un circuito neuronal o un ecosistema. Nadie puede
ser más inteligente que su propio cerebro –o que su propio cuerpo; elevarse
tras asumir que el yo es la parte consciente de algo más complejo es
un tanto presuntuoso. Messi no depende de su capacidad de análisis para decidir
la próxima jugada. La inteligencia corporal no es algorítmica;[5] si Messi desmenuzara lo que va a
hacer en pasos o etapas no haría nada o el resultado sería otro y subóptimo.
Hay una abundancia de ejemplos que indican que se pueden alcanzar niveles de
cooperación altísimos sin un centro consciente. Es el caso de una comunidad de
hormigas o de abejas: súper-organismos [6] en el que cada individuo es el
equivalente a una neurona, las feromonas a los neurotransmisores y los
intercambios de feromonas a las sinapsis. Algunos biólogos consideran a esos
súper-organismos algo no muy lejano a una mente no contenida en un cuerpo (disembodied minds). Una colonia de
hormigas es una comunidad inteligente, adaptable y flexible conformada por
individuos que en sí mismos no tienen que ser inteligentes, como las neuronas
no lo son con respecto a los procesos mentales a que dan lugar. La clave es
tener un sistema eficiente de señales rápidamente intercambiable y descifrable
de donde surgen acciones sincronizadas y con ellas un orden espontáneo.
Detrás de los órdenes más complejos y fascinantes no hay
arquitecto. Pero, como bien observara Hayek, los bolcheviques en el fondo
tenían que creer en un Dios. ¿Cómo si no la especie humana llegaría a ser tan
inteligente si nadie la proyectó, si nadie dirigió o comandó el proceso
evolutivo?
¿Y qué decir de ese otro fenómeno no diseñado, el lenguaje
humano? Un sistema de señales de donde surge un potencial de coordinación que
por primera vez sobrepasa al de los súper-organismos de la naturaleza y
permitió a una sola especie dominar al planeta. Las feromonas, los neurotransmisores,
los precios de mercado, los símbolos dan lugar a una febril actividad
coordinada sin un centro definible.
Hayek fue el primer pensador que comprendió en toda su
complejidad y alcance que lo consciente-racional no supera el efecto
inteligente de las reglas de interacción que surgen de un sistema eficaz de
señales. Comprendió, pues, que el lenguaje humano, la economía de mercado, un
ecosistema o el proceso evolutivo mismo consisten en órdenes espontáneos;
sistemas análogos con elementos en común por encima de cualquier inteligencia
directriz. Técnicamente hablando, Hayek fue más lejos que Darwin; sin
proponérselo prescinde de Dios como nadie en la historia del pensamiento y es
así porque captó, en todo su alcance, que la inteligencia más creativa y poderosa
no puede ser consciente, al menos no a imagen o semejanza de
un yo (aunque sea un yo cósmico). Los procesos conscientes
son un subproducto de procesos inteligentes pero nunca podrán ser sus amos, a
menos que esperemos que la cola mueva al perro. Es curioso como después de la
Revolución francesa, en un arco histórico de unos 130 años, se comienza
glorificando a la conciencia racional como la nueva divinidad (Hegel,
Saint-Simon, Comte y Marx) pero al final llegan tres oriundos del imperio
austro-húngaro a bajarla de su pedestal: Freud, Hayek y Gödel. Este último lo
enuncia de la manera más abstracta: formula un teorema que dice que es
imposible construir un sistema axiomático autosuficiente en que cada una de sus
afirmaciones sea demostrable. Las creaciones conscientes más sofisticadas
dependerán siempre de algo que no pueden definir: el teorema de la
incompletitud establece los límites que ha de enfrentar todo proceso consciente
que aspire a un máximo de coherencia.
Límites. La experiencia intelectual austro-húngara haría
otra aportación alredor de 1900: que el lenguaje tiene límites, que hay cosas
que no son enunciables. Desde los estudios memorables de Carl Schorske, y luego
el de Alan Janik y Stephen Toulmin (que en la décadas de 1960 y 1970 documentan
y amplían las obsesiones de Wittgenstein[7]), sabemos que la cultura se enfrenta,
tarde que temprano, a lo que no puede decir, enunciar. ¿Marx y Hayek
entendieron esos límites? De seguro Marx no, porque es el evangelista en el que
desemboca la ilustración: apuesta total al Verbo transmutado en acción. ¿Hayek
vislumbró sus límites, dudó de su lenguaje, de su discurso? En la medida en que
descentró el mundo, al prescindir del ente omnisciente, ¿adónde llegó? Duda.
Hayek es y será grande en la historia del pensamiento por
entender lo que une a fenómenos al parecer totalmente extraños entre sí, pese a
que él y su maestro Ludwig Von Mises (1881-1973) sean los fundadores del neoliberalismo.
No hay que olvidar tampoco que ambos hicieron un pronóstico falsable: el modelo
de economía dirigida bolchevique iba a colapsar tarde que temprano. Ambos
anticiparon que los dirigentes rojos caerían en la ilusión de dirigir realmente
algo, ignorando que las verdaderas decisiones las tomaban burócratas de segundo
y tercer nivel, pero todos haciéndolo a ciegas, sin un sistema de precios de
mercado que diera lugar a una coordinación espontánea entre los distintos
agentes y donde el efecto de pujar cada uno por recursos termina descobijando a
algún otro sector de la economía generando reacciones en cascada de caos e
ineficiencias.[8]
Por supuesto, en tanto no existía un sistema real de precios
en el socialismo real los consumidores no podían expresar sus preferencias y
necesidades. Se erigió así un sistema de producción en abstracto (cuotas de
producción) de productos asimismo abstractos (genéricos). También hay que decirlo;
aun y cuando no fuera un sistema burocrático centralizado sino uno de
autogestión obrera, en tal anarco socialismo sin mercado no se superaría jamás
el principio de “tómalo o déjalo”. Esos trabajadores transformados ahora en
amos de la producción, en su encarnación y glorificación última, no tendrían
ningún incentivo para escuchar a los consumidores: una economía destinada al
estancamiento sin incentivos de innovación o de eficiencia, con o sin
burocracia (la CNTE en México y el tipo de servicio educativo que brinda podría
verse como un anticipo de lo que sería ese socialismo “alternativo” en
ciernes).
Y aquí hay que captar por qué esos sistemas económicos no
fueron una desviación del marxismo sino la traducción de su reduccionismo
metafísico a un programa económico. Para ese programa la economía no es
producción-consumo- ahorro-financiamiento; no, la economía es producción. Los
sujetos sociales son agentes productivos. Resultado de todo esto: una república
de trabajadores que producen en específico para nadie y que, al redimírseles
como productores –condición social al parecer definitiva– no tiene caso
vindicarlos ni como consumidores ni como ciudadanos. Un ideal de fábrica social
más que de sociedad fue el principio rector de ese extraño experimento.
De acuerdo con su teoría del valor ¿cómo entendería el
marxismo una suite de aplicaciones de Microsoft Office en una tienda?
Básicamente como una caja con un disco compacto cuyo valor estriba solo en el
trabajo requerido para producir el artefacto y empaquetarlo. En ese valor poco
tendría qué ver lo que el disco permite hacer al usuario y la experiencia
intelectual o de cualquier otro tipo que brinda (eso se desdeñaría como
demasiado subjetivo). La valía que proyecta el usuario en el producto (demanda)
y el precio que desde ahí permite establecer a los oferentes no es entonces lo
que importa: lo que vale es el trabajo que concreta materias primas en
producto, insiste el marxismo. Que no sorprenda que la economía del socialismo
real fuera un mecanismo para producir fierros sobre fierros. Esas economías
eran la encarnación de una paradójica metafísica obsesionada con la dura
condición material de procesos y esfuerzos. Resultado: producción en abstracto;
competencia de gerentes y comisarios por acaparar recursos, insumos y el favor
del Comité Central, no del consumidor.
El cabildeo en esas economías entre oficiales de distintos
rangos debió ser infernal (esto no es algo privativo de las cleptocracias
burguesas). No menos infernal el volumen de mentiras e inexactitudes en los
informes de inventarios y producción remitidos a los ministerios. El resultado
del plan quinquenal terminaba siendo el agregado caótico de tal estira y
afloja. En ese sentido el totalitarismo comunista entendido como un control
perfecto era imposible de consumar: lo que sí había era terror discrecional al
no seguir pautas predecibles. Una economía sometida a órdenes y contraórdenes
por una parte, y al terror político por la otra, estaba condenada a dar palos
de ciego y a buscar chivos expiatorios como la mejor explicación posible ante
el despropósito.
Los mercados
financieros: el punto ciego común a dos doctrinas contrapuestas
Pese a tener esta clarividencia sobre el colapso de una
economía de comando central, el fallo catastrófico del neoliberalismo fue
llevar demasiado lejos sus metáforas de orden espontáneo o emergente asociados
al mercado. Sobra decir, ahora, que los seres humanos no son hormigas; tienen
creencias y expectativas hasta el punto en que hay instituciones económicas que
edifican en torno a ellas: es el caso de los mercados financieros. En la medida
en que en dichos mercados se expresan creencias sobre el futuro y sobre el
comportamiento de otros agentes, se configuraran a partir de una elevada carga
de subjetividad (los espíritus animales de los que hablaba Keynes). Este es el
ambiente propicio para el juego de expectativas que se refuerzan entre sí (en
este sentido, expectativas autocumplidas). Una devaluación, por ejemplo, es
tanto el resultado de una creencia compartida sobre la situación económica y
sobre la debilidad de las autoridades frente a los acontecimientos, como el
resultado agregado de millares de decisiones dispersas tomadas con base en esas
creencias: las fugas hacia otra divisa terminan precipitando el evento predicho
por sus autores.
Este carácter recursivo o subjetivo elevado al cuadrado en
los mercados financieros puede hacer que las señales que emiten los precios de
los activos, en lugar de anclarse en una realidad, se alejen más y más de ella
para luego desplomarse bruscamente. Se interrumpe el proceso circulatorio del
flujo económico, como sucede con las burbujas especulativas que típicamente
preceden a una gran crisis global. De nada sirve que en la prédica del Austrian Economics el villano
culpable de todo esto sea el Banco Central y su manipulación de las tasas de
interés. Hay algo en la naturaleza de los mercados financieros que los aleja
del tratamiento formal de otros mercados. Esta escuela de pensamiento no
comprendió –a diferencia de Keynes– que los mercados financieros son dramática
y conceptualmente distintos de los de abarrotes. El neoliberalismo pasa por
alto que su naturaleza intrínseca introduce una fuente de inestabilidad en todo
el sistema capitalista: un problema estructural derivado de la necesidad que
tiene de los mercados financieros para movilizar el ahorro y reinyectar el
excedente económico en los circuitos de la economía, de tal suerte que la
maquinara de inversión-consumo no interrumpa su marcha.
El otro mercado, desde luego no asimilable a uno estándar de
mercancías, es el laboral. Involucra personas. Esperar que sea infinitamente
flexible para adaptarse a las circunstancias pasa por alto principios básicos
de la naturaleza humana. La productividad laboral necesita ciertas garantías institucionales
de estabilidad y seguridad para florecer y crear sinergias. La escuela
neoclásica en general –y neoliberal en particular– culpan al factor trabajo del
desempleo por no ser “suficientemente flexible” y desdeñan asimismo la
relevancia de instituciones como los salarios mínimos y otros derechos
laborales para racionalizar los vínculos entre economía y sociedad. Inicia
entonces la antropología y la sociología, justo en el momento en que no da para
más la arrogancia de los economistas: que no sorprenda a nadie que en México no
hayamos roto el vínculo secreto entre la degradación del trabajo, la
informalidad y el boom delincuencial de las últimas décadas. No hay una
economía –ni neoclásica ni marxista– sin el correlato de las ciencias sociales
y las humanidades. He aquí un programa de investigación.
En fin, no deja de ser irónico que tanto Hayek como Marx
tuvieran una miopía compartida sobre la dimensión financiera del capitalismo.
En el sistema económico de Marx el capital financiero es un epifenómeno de
procesos subterráneos de explotación, lo que, en el fondo, no amerita prestarle
demasiada atención como agente de inestabilidad; se supone que la inestabilidad
ha sido detectada ya en la producción, con la tendencia decreciente de la tasa
de ganancia dada una superabundante acumulación de capital. La falta de
atención del fenómeno financiero revela algo singular y de enormes alcances
teóricos y empíricos: la confusión marxista que no distingue entre el origen de
la riqueza y el análisis del funcionamiento del capitalismo como tal.
Por su parte, para el Austrian Economics los precios que transmiten los mercados
financieros no intervenidos son tan confiables como los que emite cualquier
otro mercado no intervenido- nada que amerite una preocupación especial. Los
pupilos de Hayek captan con más claridad lo que hace que un mercado funcione o
no funcione: hablan de los árboles más que del bosque, negándole toda realidad
a la dimensión macroeconómica en donde los equilibrios no están garantizados en
modo alguno por la disrupción financiera. Al igual que Marx, el pensamiento de
Hayek ilumina y permite una aguda comprensión de ciertos fenómenos, pero no
alcanza a compensar que sus respectivas obsesiones distorsionan el sentido y
rumbo de la acción transformadora; colocan la diana donde no deben. Marx ubica
el problema en el mercado pues enajena los productos del trabajo, así en
abstracto. Cree entonces que los mercados como tales son los que conducen a la
disfuncionalidad y no su proyección a una dimensión financiera; por su parte
Hayek pone la mira en el activismo del Estado afirmando que todo se decide y
define a escala microeconómica. Por ello ni uno ni otro son confiables para
formular –desde los respectivos cuerpos doctrinales que crearon– políticas
económicas que desemboquen en algo diferente a un agujero negro.
No es difícil imaginar al disipado e irónico Keynes,
levantando su copa de champagne[9] y guiñándoles un ojo a esos dos en
el más allá.
Recetar desde la excepcionalidad de Occidente
El socialismo real no podía ser un paso adelante. Hizo que
la transacción más simple e inane se inscribiera en una relación de obediencia
y lealtad.
El capitalismo de mercados libres que tuvo lugar
primeramente en Europa Occidental fue el resultado de una delimitación,
acotamiento o encapsulamiento de relaciones de poder asociadas al ejercicio de
la violencia a ciertas esferas, despejando otras –como la economía– para que
generara sus propios códigos y reglas de juego. Esos espacios despejados
permitieron también el florecimiento de la ciencia, de la tecnología y de las
actividades lúdicas, construyendo así mundos cada vez más autónomos y menos
dependientes del uso de la fuerza. Entendemos históricamente ese fenómeno, pero
todavía no hay una teoría del desarrollo que sepa como reproducir tales
procesos bajo nuevas circunstancias.
Al exacerbar la relación entre poder y transacción, el
sistema económico que sucedió al socialismo real en la mayoría de los países de
Europa del Este, lejos de desmontar dicho mecanismo, cabalga sobre él para
generar formas mutantes de capitalismo, capitalismo de despojo o
necrocapitalismo.[10] Lo que ocupó el lugar del
socialismo real es una historia no edificante y aún por escribirse, sobre todo
en aquellos países de Europa Oriental más distantes. Un capitalismo
completamente alimentado de relaciones de poder y lealtades; de violencia y de
amenaza de violencia (El Padrino pudiera ser su ilustración anticipada).
El socialismo real en esas latitudes detuvo un proceso de autonomización de las
esferas de interacción social; retrasó el reloj y abonó el terreno para el
aborto que le sustituye y ahora medra en esas regiones.
Pero lo que no sabíamos hasta hace poco es que, también, la
prédica neoliberal de los ochentas y noventas interrumpió el proceso de
domesticación mutua entre la esfera del poder y la del mercado en países como
el nuestro: al fragmentarse el poder en múltiples polos formales o informales
propició ese proceso de reversión hacia formas barbáricas de capitalismo y
despojo, orientadas a la disputa de territorios tanto virtuales como literales.
Lo que en su momento lograron Europa Occidental y sus extensiones
angloparlantes transoceánicas parece ser un punto de equilibrio excepcional que
por distintas circunstancias pudo mantenerse. Por su parte lo que vemos en Asia
es una historia distinta en que el orden no surge de la libertad de interacción
sino que, más bien, el capitalismo aprovecha el orden disciplinario impuesto
sobre un sedimento confuciano por mandarinatos autocráticos o semiautocráticos.
Estos mandarines echan raíces en los códigos de disciplina de origen no
económico, y que la población ha hecho suyos. Pero ahí en donde los gobiernos
son solo un actor más en el juego de poder como en Europa Oriental, América
Latina o África, el capitalismo en su formulación neoliberal no da lugar a
órdenes emergentes sino a formas diversas de depredación que alimentan y
refuerzan el caos. La mayoría de los caminos históricos no conducen al orden
desde la libertad, que es la parte luminosa de la saga occidental y desde la
que teorizó Hayek; de hecho es más factible que en sociedades poco homogéneas
con fuertes desigualdades y/o con poderosas fuerzas centrífugas, un accidente
de la historia o un experimento ambicioso –cualquiera que sea su signo– las
alejen aún más de tal trayectoria.
El problema del neoliberalismo no fue postular que los precios
de mercados son las señales más eficientes de preferencia o escasez que puede
emitir una economía para que los agentes económicos ajusten sus decisiones de
producción, inversión o consumo; el problema del neoliberalismo, predicado
desde el Consenso de Washington y desde el cual se impulsaron sus
experimentos ya sea en México o en Europa Oriental, es que terminó siendo
un libertarian preaching según el cual el mercado (no intervenido) no
solo se ordena a sí mismo sino a la sociedad toda, cuando en realidad depende
de factores de estabilidad exomercado. Semejante prédica nunca vio ni quería
ver que el Estado y sus instituciones estaban en proceso de construcción en
México (o tenían que construirse) y que la agenda de reducción del Estado no
venía a cuento ahí donde estaba en obra negra, ni tampoco era coherente con la
exigencia de consolidación de un orden legal. En México nunca hubo un Estado
benefactor como en la Gran Bretaña de la Thatcher. Las consecuencias del
desmantelamiento de las incipientes redes del Estado en áreas rurales o en
ciudades medias y pequeñas las hemos visto ya sea con la rebelión neo-zapatista
de mediados de los noventas o con el momentum que tomó el crimen
organizado en la actualidad. Los vacíos de Estado y la inhibición para resarcirlos
han dejado listo un territorio fértil para la insurrección, ideológica o
delincuencial; es decir, para la aparición de señores de nuevos caudillajes (a
veces de una violencia inverosímil) que son la expresión más acabada del
proceso de refeudalización de los territorios económicos y sociales.
Que, como en Marx y Hayek, la historia y la teoría del
capitalismo no encuentren una continuidad “natural” en la política y en la
construcción cotidiana del Estado democrático quizá no deba ser sorprendente.
La visión rabiosamente instrumental de ambos (positiva o negativa: hacer todo o
abstenerse de todo) constituye un punto ciego inconmensurable en la historia
del pensamiento político, social y económico. Sin el impulso civilizatorio de
la política y del Estado las propuestas y análisis de Marx y Hayek no rebasan
la dimensión ideológica, por más geniales que hayan sido su pensamiento para
identificar estructuras y dinámicas concretas. La política sirve para construir
el Estado, ese lugar material y simbólico que racionaliza lo esencial: las
interacciones de hombres y mujeres con otros hombres y mujeres, entre grupos y
otros grupos, entre partidos, entre sociedades y naciones. Marx y Hayek son así
los dos exponentes más consumados de la metafísica económica de la modernidad y
su hybris: remontarse por encima del proceso civilizatorio o de plano
usurparlo.
Notas
[1] Lo mínimo que se puede conceder al
periodo 1989-2008 es que cierra un ciclo en la historia del pensamiento
económico, pero hay razones para considerar que la crisis de 2008 representa
todo un corte de época por derecho propio como lo fue 1989. Ese ciclo entraña
asimismo una crisis cultural o, si se quiere, de civilización que reclama una
dimensión política al menos para ser reconocida. Para una perspectiva más
amplia o de mayor alcance sobre su significado, ver el ensayo de Rodriguez-Kuri
y Negrete, “Europa, Europa”, Fractal 68, enero-marzo, 2013.
[2] El neoliberalismo a su vez tiene sus
vulgatas: thatcherism y reaganomics y, hoy en día, la
ideología libertarian en Estados Unidos que predica un capitalismo
sin Estado. También hay una versión híper académica muy reverenciada en el
circuitofreshwater de las universidades de Estados Unidos hasta la crisis
de 2008 que lleva el nombre técnico de Teoría general del equilibrio dinámico
estocástico. Cubrió así todos los frentes, partiendo desde organismos
internacionales y universidades de elite para colonizar luego a las clases
políticas y comentocracias en todo el mundo: da para todos, sofisticados o no.
Para una síntesis histórica brillante ver Fernando Escalante
Gonzalbo, Historia mínima del neoliberalismo, México, El Colegio de
México, 2015.
[3] Una aguda crítica al marxismo desde el
punto de vista de su negación de la polis o aspiración a abolirla
puede encontrarse en Hannah Arendt, The Human Condition, The University
Chicago Press, 1958.
[4] Lo rescatable de Hayek que inspira la
primera parte de este artículo gravita alrededor de tres de sus
obras: Individualism and Economic Order (1948); The Counter
Revolution of Science (1952) y Fatal Conceit (1988); la crítica
a su legado tiene presente, sobre todo, al Hayek agitador de Road to
Serfdom (1944), de donde parte la vulgata del neoliberalismo más
influyente.
[5] El matemático Roger Penrose va más
allá: una verdadera inteligencia no pude ser algorítmica; de ahí parte su
polémica con los entusiastas de la inteligencia artificial. Esta tesis la
difundió en su The Emperor’s New Mind, Oxford University Press, 1989
y continúa polemizando hasta la fecha.
[6] El término súper-organismo fue acuñado
por el eminente entomólogo norteamericano Edward O. Wilson (n. 1929), quien
descubriera que las feromonas constituyen la unidad de información que
intercambia una colonia de hormigas.
[7] Carl Shorske, Viena fin-de-siéclé
: política y cultura, Madrid, Gustavo Gili, 1983. Alan Janik y Stephen
Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Madrid, Taurus, 1972.
[8] Una teorización de ese mismo
problema, pero desde la antropología, en Katherine Verdery, “What was
socialism, and why did it fall”, en K. Verdery, What was socialism, and
what comes next?, Princeton, Princeton University Press, 1996.
[9] Reza la leyenda que las últimas
palabras proferidas por John Maynard Keynes (1883-1946) fueron: “lo único que
lamento en mi vida es no haber bebido suficiente champagne”.
[10] Se toma aquí prestada la terminología
del geógrafo y pensador británico David Harvey (n. 1935).
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