30/4/15

Vigencia de José Carlos Mariátegui

“El verdadero pecado, acaso el pecado contra el Espíritu Santo, que no tiene remisión, es el pecado de herejía, el de pensar por cuenta propia” | Miguel de Unamuno

Miguel Mazzeo   |   José Carlos Mariátegui, el “Amauta”, suele ser considerado como el fundador del socialismo no gregario, no imitativo y más legítimo de Nuestra América. En efecto, el socialismo de Mariátegui se caracterizó por una inusual capacidad para contener, articular y superar positivamente otras tradiciones emancipatorias de Nuestra América, como el nacionalismo revolucionario, el antiimperialismo, el agrarismo y el indigenismo radical y para prefigurar otras, como el guevarismo, la Teología de la Liberación y la Teoría de la dependencia.

Lo que queremos demostrar, más allá de constatar “puntos flacos”, es que el socialismo de Mariátegui, en algunos aspectos más allá del propio Mariátegui, se fue constituyendo en un extenso campo, una especie de encrucijada teórica que hizo y hace posible un diálogo fructífero entre diversas tradiciones emancipatorias.

El socialismo de Mariátegui tuvo la rara virtud de identificar los componentes étnicos, identitarios, pero sobre todo “societarios”, y el potencial emancipatorio de un conjunto de prácticas y tradiciones populares. Es decir, reconoció en estos componentes un capital político y le ofreció hechos concretos a la dialéctica, provocándoles náuseas a las “ideas generales”. Además señaló que dicho componente, según las circunstancias, podía combinarse con factores sindicales, políticos y hasta militares, sin jerarquías preestablecidas. De algún modo, Mariátegui “anticipa” el tema de la dominación étnica (más allá de los usos ambiguos de los términos de etnia y raza), la noción de un sujeto revolucionario plural, entre otras.

Por consiguiente, Mariátegui, al “peruanizar” y “latinoamericanizar” las ideas de Marx, al interpretarlas de una manera “auténtica” (más que otros intelectuales “importadores”), al integrarlas en el marco de tradiciones y cosmovisiones previas, y al criticar la primacía eurocéntrica y bolchevique en el marxismo, también puede ser considerado el principal precursor de la que, inspirados en Ernst Bloch, llamamos corriente cálida del marxismo en Nuestra América. Una corriente que refuta el racionalismo eurocéntrico y la perspectiva objetivadora del marxismo unidimensional, características de lo que podría denominarse –en contraposición a la corriente cálida– la “corriente gélida” del marxismo. Mariátegui, de alguna manera, es uno de los descubridores del ser de Nuestra América. Su interpretación, como toda interpretación creadora, derivó en la invención de una nueva realidad. Con Michael Löwy, creemos que Mariátegui
…no es solamente el marxista latinoamericano más importante y el más creativo, sino también un pensador cuya obra, por su fuerza y originalidad, tiene un significado universal. Su marxismo herético guarda profundas afinidades con algunos de los grandes pensadores del marxismo occidental...1
Alberto Flores Galindo propuso una distinción entre el marxismo de Lukács y el de Mariátegui. Más allá de la coincidencia de sus respectivos marxismos en aspectos nodales, más allá de las inquietudes y el clima político-cultural compartido, Flores Galindo identificó una diferencia no aleatoria y que de algún modo sirve para avanzar en la caracterización del marxismo del Amauta. Decía:
A diferencia de Lukács […] el marxismo de Mariátegui no fue una reflexión sobre textos, nunca aspiró a constituirse en una “marxología”, no le interesó la fidelidad a la cita o la rigurosidad en la interpretación. Utilizó a Marx en el sentido más egoísta de la palabra, lo empleó como instrumento, sin temer nunca derivar en la herejía o infringir alguna regla.2 (Itálicas en el original).
El marxismo de Mariátegui es principalmente reflexión sobre la práctica. Y más allá de mostrarse partidario del apotegma leninista que establecía que “sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria”, en los hechos se comportó como un cabal partidario de un punto de vista diferente, donde la primacía la tenía la práctica y la teoría se nutría de la práctica para luego incidir en ella.

De este modo, Mariátegui estuvo muy lejos de querer llenar los baches entre las clases subalternas-oprimidas y la política con intervenciones exclusivamente intelectuales. De ningún modo pretendió encontrar un reemplazo para la lucha de clases. Esta actitud marcó una diferencia con lo que años después de su muerte se delinearía como “marxismo occidental” (europeo).

Una pléyade de autores ha planteado la vigencia de Mariátegui. Algunos han sugerido la idea de “contribución”, e incluso están aquellos que, como Edgar Montiel,3 la contraponen a la idea de vigencia. Nosotros optamos por el concepto de vigencia, no porque nos seduzcan las construcciones teóricas perennes, sino porque, en el caso de Mariátegui, identificamos gestos, actitudes y perspectivas –podríamos denominarlos cognosctivo/políticos– que son hoy imprescindibles para pensar un proyecto emancipatorio en Nuestra América. Su obra nos atrae por las polémicas que generó y genera, por los apasionantes desafíos teóricos y políticos que propuso y propone, porque quedó inconclusa. Compartimos la opinión de Julio Ortega, quien sostenía que
Todo en Mariátegui actúa por una recuperación permanente del sentido: no hay errancia en su obra, porque encarna un sistema complejo de convergencia, vertebrando un entendimiento unitario de una realidad que, sin embargo, no está sino haciéndose.4
Su obra rechaza toda fijación de fronteras de “normalidad semántica”, posee un mensaje que se renueva a través del tiempo y que hace factible una relectura bajo nuevas condiciones históricas. Mariátegui ha permancido incontrolable y sistemáticamente creativo. Por todo esto Mariátegui es, con todo derecho, un “clásico”. Justamente por esta condición su obra constituye un campo de batalla teórico-político. Mariátegui es insoslayable si se aborda la pregunta por el socialismo en Nuestra América. Asimismo, Mariátegui es inagotable.

En general, esta situación puede explicarse, en primera instancia, con la simple referencia a un contexto político y teórico que, durante los últimos años, viene favoreciendo la reinserción –claro que con los ropajes característicos de la denominada era de la “transmodernidad”– de un conjunto de temas y problemas (de larga data e irresueltos) en la agenda política e intelectual de Nuestra América: la dependencia, la colonialidad del poder, la cuestión indígena en marcos anticapitalistas, los formatos no liberales y no burgueses de la nación, la interculturalidad, la defensa de la biodiversidad, la soberanía alimentaria, etc. Un color de fondo, entonces, que otorga, nuevamente, centralidad política y teórica a cuestiones como el antiimperialismo, la lucha de clases y los debates respecto de las perspectivas del socialismo en Nuestra América.

Desde el punto de vista del pensamiento se puede afirmar que dicho contexto exige una tarea de reflexión-acción sobre las posibilidades de generar conocimiento radicalmente crítico de la matriz eurocéntrica y que esté al servicio de una política emancipatoria, es decir, una teoría convertida en fuerza productiva transformadora. Queda claro que el inicio del siglo XXI ha suscitado la necesidad de reinterpretar el continente.

Pero la “presencia” (y la vigencia) de Mariátegui también se puede explicar por el hecho de que se trata de una obra y un pensamiento que han sobrevivido a la crisis de los socialismos reales y al agotamiento de las matrices más clásicas de la izquierda (del denominado “marxismo-leninismo” en general) que buscaron reducir toda la vida a un ordenamiento sistemático. Una decadencia tal, más allá de que muchos la consideraron arrasadora de toda idea de cambio radical, no podía afectar sustancialmente –esto es, en sus aspectos medulares– una obra y un pensamiento como los de Mariátegui.

Esto fue percibido por sectores de la izquierda europea (los que aún conservan alguna predisposición anticapitalista, algún vestigio del sueño emancipador) que vieron en Mariátegui las posibilidades de un marxismo operativo y con arraigo, de un socialismo sin fórmulas envenenadas, un pensamiento genuino que suministraba claves para la vida práctica y una esperanza. Esto significa que, de un tiempo a esta parte, comenzó a ser reconocida la dimensión universal del pensamiento de Mariátegui.

El espejo europeo nos puede servir para identificar en Mariátegui un aporte, tal vez el más importante, del marxismo de Nuestra América a lo que en otros tiempos se denominó “revolución mundial” y que ahora podríamos designar como “internacionalización” (o incluso “globalización”) de las luchas y los proyectos emancipatorios. Un aporte, también, al pensamiento crítico revolucionario.

Sostenemos que la contribución de Mariátegui se relaciona con un modo original de asumir las mejores promesas de la Ilustración. En primer lugar, porque Mariátegui metabolizó esas promesas sin producir formulaciones saturadas de a-localismo y universalidad abstracta, luego porque las puso en tensión constante, conmoviendo sus bases epistemológicas pero conservando sus horizontes emancipatorios. Se trata de una contribución que también puede vincularse a la posibilidad de imaginar una razón que sea algo diferente a los artefactos despóticos y que no se limite a la paranoica persecución de objetivos, una razón modesta y no autosuficiente. Muchos autores han destacado el cuestionamiento de Mariátegui a la razón occidental (una razón instrumental, cosificadora, objetivadora, etc.) y su ruptura con la idea eurocéntrica, evolucionista y totalitaria de la totalidad que lo llevó a proponer una idea de totalidad como campo de tensiones y discontinuidades.

Podrá discutirse –y es, sin dudas, un ejercicio lícito y necesario– la potencia autosuficiente que Mariátegui, como contrapartida, le otorga a la voluntad, a la que, influido por Georges Sorel, entre otros, considera ilimitada y prácticamente incondicionada. Pero tal “exageración” debería analizarse en el marco más amplio de una batalla permanente contra el economicismo, contra los modos de producción de sujetos desanimados y otras formas del fatalismo de izquierda. Mariátegui asume la indispensable tarea de restituir la voluntad, la subjetividad y la pasión al sitial del que habían sido arrancadas por el socialismo reformista e integrado o el socialismo dogmático y unidimensional. El realce de la voluntad propuesto por Mariátegui es básicamente expresión de lo que Bloch, en su obra El principio esperanza, llamaba optimismo militante: la actitud ante algo no decidido, pero que puede decidirse por la vía del trabajo y la acción.5 Existen muchas afinidades entre Mariátegui y Bloch, aunque este tema no puede desarrollarse aquí, vale decir que ambos son exponentes de un pensamiento “matinal”, “auroral” de carácter crítico-utópico.

Creemos que para delinear un pensamiento y una política radical, con capacidad de intervención en la realidad, hoy resulta fundamental repensar todos los ejes del pensamiento emancipador, desde la noción de sujeto y de vanguardia hasta la de transición. Para relanzar un proyecto socialista se impone asimismo el reconocimiento de sus elementos relacionales y civilizatorios, la valorización de experiencias populares prefigurativas, el peso de las subjetividades colectivas y el poder creador de la fantasía. Se torna necesario radicalizar la heterodoxia. No se puede aplazar la búsqueda de preguntas y respuestas originales. Por otro lado, creemos que, sin renegar de la centralidad asignada a la opresión clasista, Mariátegui fue uno de los primeros socialistas revolucionarios de Nuestra América en poner el ojo en las diferencias.

Si en los últimos años, desde algunas corrientes del marxismo de Nuestra América, surgieron expresiones teóricas que comenzaron a pensar “la comunidad”, como clase social, una clase “no moderna” pero no por eso menos real; si la comunidad comenzó a ser considerada como el fundamento de un cambio social en sentido anticapitalista; si se viene reivindicado la idea de universalización de una racionalidad social comunal, es casi imposible no tener presente los gestos inaugurales de Mariátegui.

En el marco de estas tareas y desafíos, Mariátegui vuelve a tener mucho que decir. La productividad política de su obra y su pensamiento vuelve a ser justipreciada como parte del bagaje teórico de las fuerzas sociales constituyentes de órdenes no capitalistas y antisistémicos, como insumo imprescindible de un neohumanismo transformador. Más que algún capricho teórico, creemos que prima la fuerza de los hechos.

Evidentemente, no tendría ningún sentido detenerse en las figuras inactuales de la radiografía, en aquellos tópicos de su obra y su pensamiento que han sido superados. A más de ochenta años de su muerte sería un dato desalentador que estas extenuaciones no sucedan. Nos parece mucho más provechoso hacer un alto en lo que creemos que aún late con vigor y conserva inalterada su productividad teórico-política que, por cierto, no es poco. ¿En qué aspectos debemos reparar para plantear una renovada vitalidad de Mariátegui? ¿Qué elementos fundan las posibilidades de un diálogo contemporáneo con su obra y su pensamiento?

En fin, los argumentos que pueden servir para fundamentar la vigencia de la obra y el pensamiento del Amauta resultan inagotables y variopintos. Oscar Terán, parafraseando la definición del peronismo que supo acuñar John William Cooke, decía en los años ochenta que Mariátegui constituía “el hecho maldito del marxismo latinoamericano”.6 Creemos que esa definición sigue siendo válida. Una década más tarde, Roberto Fernández Retamar sostenía que Mariátegui, como José Martí y como Ernesto “Che” Guevara, era “un heraldo de lo que está por realizarse”.7