Karl Marx ✆ A.d. |
Mijail Lifshits |
El 14 de marzo de 1883 murió un hombre a quien le estuvo destinado gozar
de un privilegio peculiar: ser odiado por todas las fuerzas dominantes de la
vieja sociedad. Muchas fechas memorables han atraído la atención pública en los
últimos años. Nunca como hoy se habían celebrado tantos jubileos. Nunca la
memoria de los grandes pensadores y artistas del pasado había estado tan
indisolublemente vinculada con las luchas del presente. En este entrelazamiento
de la historia y la contemporaneidad, se expresa la exigencia de nuestra época
de llegar a determinadas conclusiones con respecto al ciclo de desarrollo
histórico representado por hombres como Spinoza y Goethe, Hegel y Wagner.
La burguesía ha instituido festejos en honor de estas
personalidades, ha puesto en funcionamiento todos sus medios de propaganda con
el fin de demostrar que la reacción cultural de nuestros días constituye el
desarrollo superior de sus ideas. Ministros y diputados han salido de sus
oficinas gubernamentales y se han levantado de sus sillones parlamentarios para
pronunciar discursos solemnes en honor de la “conciliación de las
contradicciones” hegeliana o del “renuncia” goetheana. Pero en honor del gran
líder del proletariado Karl Marx, las clases pudientes de su tierra natal
organizaron festejos de género muy diferente.
El homenaje de sangre y fuego que
dedicaron a su memoria muestra mejor que nada la significación histórica de la
personalidad de Marx, y su diferencia con respecto a los pensadores de avanzada
de épocas anteriores. Por diferentes que sean los hombres que puedan ser
vinculados a esta aristocracia del espíritu, una cualidad común los une: todos
se rebelaron contra las condiciones de vida existentes, señalaron sus rasgos
negativos y condenaron su irracionalidad y su estrechez. Sin embargo, cada uno
de ellos, en mayor o menor grado, atravesó por una crisis interna y una
ulterior renuncia. Tras un periodo de “tormenta e ímpetu”, sobrevino un momento
de arrepentimiento en el que la razón soberana se inclino ante el orden
natural de la vida y se postró frente a la inexorable de las
circunstancias.
Existe una vieja y superficial manera de explicar toda “conciliación con la realidad” que se
sustenta en la referencia a la cobardía y al servilismo. Tanto lo uno como lo
otro juegan un papel importante de la historia. Pero en relación con grandes
inteligencias y naturalezas fuertes como, por ejemplo, la de Hegel, semejante
argumento no es capaz de explicar nada. En estos casos, la renuncia es, antes
bien, un resultado de la “falsedad del principio”, como en cierta ocasión se
expresara Marx, que ellos enarbolaron, falsedad que ha de ser comprendida con
sentido histórico; una consecuencia del carácter limitado del peldaño de
desarrollo de la ciencia y la vida representado por ellos.
Ya en su “Discurso del
Método”, Descartes había comparado la sociedad con una ciudad cuyas
edificaciones han sido erigidas de forma espontánea y desordenada, y al
revolucionario, con un hombre que se propone reconstruirla después de
derribarla desde sus cimientos. Es cierto, dice Descartes, a quien
habitualmente se considera un racionalista, que una casa construida con arreglo
a un plan único es más bonita y más cómoda. Pero en relación con toda una
ciudad, semejante reconstrucción provocaría un desorden aún mayor que el
existente. “Los grandes cuerpos son
difíciles de levantar una vez caídos y de sostener cuando van a caer; estas
caídas tienen que ser muy violentas. Las imperfecciones de esos cuerpos son más
soportables que sus cambios…”.1
De aquí se deduce que, independientemente de cuál sea el
plan de los hombres, el elemento irracional es más racional que su propia
razón. “Por eso los grandes caminos
que avanzan entre montañas, a fuerza de frecuentarlos, llegan a parecernos tan
llanos y tan cómodos, que creeríamos loco al que en vez de seguirlos quisiera
ir más recto al punto de llegada, saltando por las rocas y descendiendo por los
precipicios.”2
En estas palabras va implícita una idea que encontraría una
formulación precisa en la obra de Leibniz: entre todas las posibles
combinaciones de hechos, la mejor es la que se establece de forma natural, “nuestro mundo es el mejor de los mundos
posibles”.
Tal es el punto de vista de estos racionalistas que hacen
una auténtica apología de lo irracional y consiguen demostrar que la
racionalidad del orden universal existente radica en su origen espontáneo, que
el mal no es sino una sombra en la belleza del bien y que ese “algo
inatrapable” (je ne sais quoi) que
constituye el fundamento de toda la perfección y toda la armonía del mundo debe
buscarse justamente en los oscuros impulsos que anidan hondo en la sociedad y
en la conciencia humana.
La variante política de esta idea general que conduce a la
justificación del poder fuerte, cualquiera sea su índole, proviene de
Maquiavelo y de Hobbes. Este último mostró muy poca preocupación por la moral
señorial y por los restantes atributos estéticos de la exaltación nietzcheana
contemporánea de la fuerza. Su filosofía está impregnada de una ironía
misantrópica. Con tenebrosa sonrisa, aconseja a los gobernantes oprimir con
pulso firme a la raza humana, a esos sucios y vanidosos yanoos que describiera Jonathan Swift. El poder de un canalla en el
trono es la mejor solución posible. A propósito, tampoco entra en contradicción
con las leyes de la naturaleza el hecho de que el pueblo ajusticie a sus
gobernantes.
Traducción del ruso por Rubén
Zardoya Loureda
Publicado originalmente en la Revista Contracorriente. Año 5 – 1999
Publicado originalmente en la Revista Contracorriente. Año 5 – 1999
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