Roberto Herrera |
Una anécdota, a modo de introducción.
Se trataba de una “ampliada”, es decir, una reunión entre miembros de
“células” distintas. El responsable del encuentro, sentado ante una mesa,
dibujaba sobre un papel el esquema de la defensa circular del “local”, las
posiciones a ocupar y el plan de retirada escalonada en caso que fuera
necesario. Luego procedió a la entrega de los “fierros”, con la seriedad y
marcialidad que la situación demandaba. Como no hubo preguntas por parte de los
encapuchados, el jefe político-militar tomó el encendedor y quemó el papel.
Esta escena que describo, habría sido una reunión clandestina común y corriente
en cualquier casa de seguridad en la capital salvadoreña a principios de la
década de los ochenta, si no hubiera sido porque todos los enmascarados se
conocían entre sí, porque estaban a miles de kilómetros de distancia de
Centroamérica y además, porque las únicas “armas” que había en el “local” eran
los cubiertos de acero inoxidable. Se requería de una gran porción de fantasía, mucha “mística
revolucionaria” y buen sentido del humor─ o las tres facultades ─, para explicar
racional y dialécticamente estas absurdas medidas de seguridad, tomadas con
toda seriedad y de acuerdo a los cánones subversivos, aun cuando aquella sesión
de trabajo solidario con la lucha del pueblo salvadoreño se desarrollaba dentro
del marco de la legalidad democrática.