Francisco Fernández Buey ✆ Joan Picornell |
Mi segundo argumento engarza con el primero justamente en esa idea sobre los obstáculos acumulados. Tal vez sin él saberlo, la obra de Fernández Buey sirvió para muchos cubanos – entre ellos yo mismo – como un referente para rescatar toda una tradición del pensamiento marxista crítico y revolucionario. Una tradición que, por diversas circunstancias que pasaré a explicar a continuación, había sido relegada precisamente por los propios aparatos de producción ideológica de un Estado que, como ocurrió en todos los países del así llamado “socialismo real”, había convertido en dogma santificado la versión achatada, economicista y mecanicista del pensamiento de Marx producida por el stalinismo y que había sido bautizada bajo el nombre de “marxismo- leninismo”.
Para comprender el significado que ha tenido la obra de
Fernández Buey para la intelectualidad revolucionaria en Cuba en las dos
últimas décadas, es preciso conocer los derroteros que ha tomado el marxismo en
mi país. Ya desde fines del siglo XIX existió un marxismo en Cuba, pero muy
primitivo. El escaso desarrollo del proletariado en Cuba, y la necesaria
subordinación de la cuestión clasista a la tarea de la independencia, llevaron
a que su presencia en el panorama nacional fuera apenas una curiosidad. Hacia
inicios de la década de 1920 se produjo una crisis estructural profunda. El
patrón de acumulación existente, basado en el predominio de la agricultura de
plantación y la exportación de azúcar hacia un solo mercado en constante ampliación
(en este caso el de los Estados Unidos), había agotado sus potencialidades,
propiciando la ruptura del inestable equilibrio social predominante. Comenzó
una etapa de cambio en nuestra historia. Una nueva generación apareció en el
espacio público, dispuesta a expresar su inconformidad con los cánones
establecidos (tanto en lo político como en lo artístico, en lo moral, etc.). No
puede olvidarse la influencia que ejercieron procesos actuantes en esa etapa
histórica como la Revolución Mexicana, la Revolución de Octubre y el movimiento
de revuelta estudiantil latinoamericano. Entre 1923 y 1933 Cuba vivió lo que
los historiadores han llamado, con razón, “la década crítica”. Su impacto sobre
todas las esferas de la sociedad cubana se deja sentir todavía hoy. Podemos
datar en esos años el inicio de una segunda etapa en la historia del marxismo
cubano. La crisis económica y política generó el desarrollo del movimiento
obrero y del sindicalismo, lo que permitió que las pequeñas agrupaciones
políticas de ideología marxista se unificaran y fundaran en 1925 el Partido
Comunista de Cuba, que rápidamente se afilió a la III Internacional. Pero
también llevó a que un sector de la joven intelectualidad se interesara por la
ideología marxista y se vinculara con el movimiento obrero, con el partido
comunista y con el movimiento revolucionario que entonces comenzaba y que
encontró su punto de eclosión con el derrocamiento de la dictadura de Gerardo
Machado en 1933. La incorporación de esos jóvenes intelectuales marcó un punto
de giro en el marxismo cubano. Hasta ese momento el marxismo había despertado
el interés sólo de obreros y artesanos, personas sin una formación académica.
Su influencia había estado limitada sólo a pequeños sectores de la clase
obrera, y la membresía de las organizaciones que se autodenominaban
“socialistas” reflejaba esto. Súbitamente, un grupo de jóvenes estudiantes
universitarios (aunque también algunos jóvenes profesionales), procedentes –
por su origen de clase – de la burguesía criolla, enrolados en los movimientos
políticos revolucionarios de aquellos años, se proclamaron marxistas y se
acercaron al partido comunista y sus organizaciones afines, trayendo consigo
una percepción de la realidad, unas inquietudes espirituales y formas de pensar
y actuar con las que los comunistas tradicionales no habían interactuado nunca
y para las que, evidentemente, no estaban preparados. En esos años irrumpió en
la vida política y espiritual del país una nueva generación de luchadores
políticos que proclamaron al marxismo como su doctrina y que se dispusieron a
pensar la realidad cubana desde una plataforma teórica que vinculara lo mejor
de la tradición marxista internacional con lo mejor de la tradición del
pensamiento político revolucionario cubano. Un resultado inédito hasta ese
momento en la historia nacional. La labor de aquel grupo marcó de forma
decisiva no sólo la producción del pensamiento marxista del país, sino también
la praxis política revolucionaria. Pero la relación de este grupo con el
movimiento comunista organizado distó mucho de ser apacible. Las diferencias de
apreciación sobre las características del movimiento revolucionario de la
década de los años 30 y sobre las estrategias a instrumentar, así como el
dogmatismo imperante en el partido comunista y su obediencia estricta a las
directivas emanadas de la Komintern, condujeron a que, ya para finales de esa
década, se abriera un cisma en el marxismo cubano, una división dramática en
dos grandes grupos, tan divorciados en sus referentes políticos y teóricos y en
sus líneas de acción política que sus relaciones llegaron a ser escasas cuando
no francamente hostiles. La alianza del Partido Comunista (para entonces
Partido Socialista Popular) con la dictadura de Fulgencio Batista en 1938 y el
Pacto Soviético-Alemán de 1939 marcaron puntos de ruptura en el marxismo
criollo. Desde entonces, hasta que el triunfo del movimiento revolucionario
dirigido por Fidel Castro en enero de 1959 trastocara todas las coordenadas de
la vida nacional, el marxismo cubano reprodujo la división (ya existente desde
hacía mucho tiempo a nivel internacional) entre un marxismo dogmático,
mecanicista, subordinado a las orientaciones provenientes de Moscú, y otro
marxismo que se encarnaba en formas de pensamiento y praxis políticas con un
carácter mucho más creador y autóctono.
A partir de enero de 1959, se abrió una nueva realidad para
el desarrollo del pensamiento marxista en Cuba. Sus etapas van a coincidir –
como no podía ser de otro modo – con las propias etapas de la revolución. Se pueden
destacar tres períodos: el primero trascurre durante la década de los años 60 y
finaliza hacia 1971; el segundo abarca desde esa fecha hasta mediados de los
años 80, y el tercero comenzó hacia 1985, cuando el inicio de la Perestroika
soviética (y la cadena de acontecimientos que trajo aparejada, que condujeron
entre 1989 y 1991 a la desaparición de los regímenes del comunismo de Estado en
Europa Oriental y la desintegración de la Unión Soviética) y del llamado
“Proceso de Rectificación” en Cuba generaron una nueva realidad.
Recordemos que el proceso que dio lugar a la victoria de
1959 no estuvo conducido por un partido marxista, ni fue expresamente movido
por ideas marxistas. Fue, en sentido inverso, la revolución la que asumió las
ideas del marxismo. La presencia hegemónica del marxismo se introdujo, de
manera progresiva aunque vertiginosa, en los cuatro primeros años que siguieron
a la toma del poder. Y esta conversión del marxismo en referente hegemónico se
produjo en un contexto internacional caracterizado por el auge de una oleada
revolucionaria mundial, las disensiones al interior del campo socialista y por
las primeras muestras de agotamiento de la institucionalidad política y el
doctrinarismo implantado en los países del socialismo histórico. La revolución
cubana fue y se comprendió a sí misma como una herejía, y la herejía le dio
alas al pensamiento social contra la visión dogmática y sectaria, que también
trató de imponerse en Cuba desde entonces. Esos años de los 60’s se
caracterizaron por el debate, la diversidad de opiniones y la libertad
creativa. No existió un patrón único de enseñanza, interpretación y utilización
del marxismo. Se desarrolló una aguda confrontación entre el marxismo
dogmático, que copiaba los patrones provenientes de la Unión Soviética, y un
marxismo creador, generador de una experimentación no convencional y una
reflexión no ortodoxa. Fueron variados los escenarios del debate, desde los de
la creación artística y literaria hasta los de la economía. La confrontación
entre los dos grupos, portadores cada uno de una visión radicalmente diferente
e incluso antagónica sobre el marxismo, explica la contradictoriedad de la
política editorial y de los procesos de enseñanza y difusión del marxismo en
ese período. Junto con la publicación de figuras importantes del marxismo que
habían sido satanizadas por el dogmatismo (A. Gramsci, G. Lukacs, K. Korsch, H.
Marcuse, I. Deutscher, N. Poulantzas, G. Della Volpe, L. Colleti, A. Labriola,
M. Godelier, L. Althusser) se hicieron también tiradas masivas de los manuales
soviéticos sobre filosofía y economía política. En esos años, del marxismo
español sólo alcanzó difusión entre nosotros la obra de Adolfo Sánchez Vásquez
(que nos llegó, por supuesto, vía México)1. El nombre de Manuel Sacristán
comenzó a hacerse conocido tras la publicación en La Habana, en 1973, de su
Antología de textos de Antonio Gramsci.
Pero el desarrollo del marxismo crítico se cortó
abruptamente en 1971. Las serias deficiencias estructurales del modelo
económico implantado en la segunda mitad de los años 60 obligaron a la
dirección política cubana a efectuar un giro importante en muchos campos de la
vida social. A partir de 1971 se abrió una nueva etapa en la historia de la
Revolución, con cambios que tuvieron un carácter multilateral. El marxismo
dogmático (sobre todo de procedencia soviética) se apoderó de todo el campo,
monopolizando la esfera académica y de la enseñanza. Comenzó una etapa
contradictoria en la vida de la sociedad cubana. En esos años se registraron notables
avances en la economía, en la política social, en los servicios de salud y
educación, en el bienestar material, etc. Pero también se hicieron fuertes la
burocratización, la formalización y la ritualización, el seguidismo, el reino
de la autocensura, el unanimismo y otros males. Un “marxismo-leninismo”
esclerosado, empobrecedor, dominante, autoritario, exclusivista, fue impuesto y
difundido sistemáticamente. Se excluyó toda utilización o incluso referencia a
los autores del marxismo crítico. Esa exclusión alcanzó a Adolfo Sánchez
Vázquez y a Manuel Sacristán. Las críticas del primero al materialismo
metafísico presente en la obra de Lenin Materialismo
y Empiriocriticismo y su revalorización del tema de la utopía, y el
conocido texto de Manuel Sacristán sobre el Anti-Dühring
de F. Engels, condujeron a que ambos autores fueran catalogados como
“revisionistas”. Por otro lado, la adopción de la estrategia del
“euro-comunismo” (fundada en el rechazo al principio de la dictadura del
proletariado) por los partidos comunistas de España, Francia e Italia llevó a
que toda la producción teórica proveniente de aquellos países fuera rechazada
en forma apriorística.
La tercera etapa comenzó casi imperceptiblemente en los años
85-86. El comienzo de la Perestroika y
la Glasnost en la Unión Soviética, y
el ya visible agotamiento de las estructuras económicas y también políticas y
sociales de nuestra sociedad abrieron este período. La desaparición del “campo
socialista” determinó el derrumbe de los paradigmas del marxismo y del
socialismo soviéticos. Fue una etapa de crisis para nuestro país y nuestra
revolución. Crisis ideológica, económica y política. Y fue en el contexto de
estas crisis que tenemos que abordar la significación de la obra de Fernández
Buey.
La difusión del marxismo en Cuba durante los años 70 y 80
devino en un proceso de vulgarización y empobrecimiento. Gramsci señaló que la
teoría marxista tiene que enfrentar dos retos, simultáneos y contradictorios
entre sí. Por un lado tiene que penetrar en la conciencia cotidiana de las
masas populares para romper con el “sentido común” existente. Por el otro,
tiene que convertirse en “alta cultura”, tiene que enfrentar en su campo a las
producciones teóricas de la filosofía burguesa y derrotarlas, para poder ser
adoptada por los sectores intelectuales como fundamento conceptual de su
actividad creadora. En la década de los años 60, esas tareas pudieron
realizarse adecuadamente, con mayores o menores sobresaltos. Pero
posteriormente la creatividad y el desarrollo teóricos fueron yugulados y la
vulgarización y el adoctrinamiento se convirtieron en los objetivos
principales. Para el momento en que comenzó la gran crisis del pensamiento
marxista y del comunismo como ideal, el marxismo en Cuba – precisamente por
repetir los dogmas economicistas y mecanicistas provenientes de los aparatos
ideológicos de la Unión Soviética – había perdido ambas batallas: no logró
evitar la recomposición del sentido común y perdió su papel referente necesario
y fundamento conceptual de la producción intelectual de alto nivel.
A partir de 1959, el pensamiento marxista en Cuba tuvo que
imponerse una marcha forzada para ponerse a la altura de una revolución que lo
había tomado por sorpresa y lo rebasaba por la izquierda. El sentimiento de
triunfo predominante en los primeros años, y la sucesión de victorias frente al
imperialismo, facilitó la difusión del marxismo a nivel de masas, y su
conversión en religión popular. Pero no era bastante. El marxismo como
intuición política necesitaba el desarrollo conceptual. Ante nuestro marxismo
se levantaba un reto a vencer en poco tiempo, si quería profundizar y
garantizar la hegemonía que comenzaba a alcanzar: pensar la revolución de una
manera diferente a la establecida por el marxismo dogmático, generar una teoría
de la transición que rompiera con el economicismo y la estadolatría y avanzara
a un primer plano, con todas sus implicaciones, una concepción renovada del
poder, la política y la cultura. Sólo un marxismo crítico podía emprender esa
tarea, y eso era precisamente lo que nos faltaba en aquellos años difíciles del
trienio 1989-1991, cuando todas las certezas se destruyeron y la ofensiva del
pensamiento neo-conservador lo inundó todo. Aquel “marxismo-leninismo”
entronizado por ucase en el mundo académico cubano, se demostró incapaz de enfrentar
el avance arrollador del pensamiento burgués, precisamente por su propia
esencia vulgarizada. Sólo algunos pequeños núcleos habían continuado el cultivo
de la esencia crítica del marxismo. Fueron esos grupos los que comenzaron una
labor muy importante para demostrar al mundo intelectual cubano que existía
otro marxismo, con una elevación teórica suficiente no sólo para explicar la
insolvencia histórica del comunismo de Estado, sino también para buscar nuevas
vías revolucionarias para continuar la lucha contra el capitalismo. Ha sido en
este contexto que la obra de Fernández Buey se convirtió en un referente muy
importante para los marxistas cubanos.
Fueron diversos los campos en los que se ocupó el
pensamiento de este marxista. Pero hay un elemento central en su obra que
explica el porqué de la atracción que ejerció y aún ejerce sobre muchos en mi
país: el suyo fue siempre un marxismo libertario, centrado en el estudio de los
procesos de producción de la subjetividad humana. Después de varias décadas de
predominio de un marxismo vulgar que llevó el objetivismo hasta la
exasperación, los textos de Fernández Buey que nos iban llegando de manera
aleatoria apuntaban en una dirección que permitía asimilar creadoramente las
nuevas formas de lucha y las nuevas formas de expresión de la subjetividad
social sin tener que abandonar para ello el fundamento que proporciona el
paradigma de la producción ni la centralidad del concepto de lucha de clases.
Uno de los objetos preferentes de estudio de Fernández Buey fue
la obra de Antonio Gramsci. La recuperación en Cuba del pensamiento del
comunista italiano constituyó un momento de gran importancia para la
reconstrucción del pensamiento crítico y revolucionario en nuestro país. 2 Y en
esa tarea fue importante el aporte que a los estudios gramscianos realizaron
tanto Fernández Buey como otro estudioso español: Rafael Díaz Salazar. Tanto El proyecto de Gramsci – de este último
– como Ensayos sobre Gramsci y Leyendo a Gramsci (ambos de Fernández
Buey) representaron importantes instrumentos para los cubanos que emprendimos
el estudio de los Cuadernos de la Cárcel.
En mi opinión, de los diversos temas en los que concentró su
labor creadora, hay tres que han concentrado mayoritariamente la atención en mi
país: la reflexión sobre un comunismo ecológicamente fundamentado, el tema de
la utopía y la cuestión de la relación entre democracia y socialismo. Es este
último punto el que entronca su pensamiento con la obra de Gramsci y con los
principales desafíos que la revolución cubana ha venido enfrentando desde
inicios de los años 90 y que se han profundizado en la actualidad, y donde por
lo tanto reside lo que, para mí, constituye lo más importante de la herencia
teórica de Fernández Buey para el pensamiento revolucionario cubano. A lo largo
de estas casi tres décadas, el desafío ha sido el mismo: reconstruir la
hegemonía de la revolución. A diferencia de otros muchos países, la tarea en
Cuba no es la de hacer una revolución anti-capitalista, sino salvar la
revolución ya existente, la de impedir que la deriva economicista y autoritaria
que arrastró a otros experimentos socialistas nos conduzca a la restauración
del capitalismo.
Ya está clara para todos en Cuba la necesidad de
reestructurar nuestro sistema de relaciones sociales. En semejantes
situaciones, la propuesta de las ideologías clásicas de la modernidad ha
consistido en colocar en un primer plano, como centro organizador de toda la
vida social, a una de estas dos instituciones totalizadoras y homogeneizadoras:
el mercado o el Estado. El neoliberalismo nos propone el modelo del mercado,
que implica un proyecto moral y cultural signado por un mundo de valores
caracterizado por la expropiación del espacio público y la privatización de la
vida. Esta propuesta sólo nos puede llevar a desmantelar nuestro socialismo y
comprometer nuestra independencia nacional, por lo que en esencia no puede
constituir una salida válida. Los procesos anticapitalistas ocurridos al este
del Elba buscaron otra opción en un socialismo centrado en la apoteosis del
Estado como único espacio donde cualquier relación social podía admitirse. La
historia ha demostrado la incapacidad del socialismo estadólatra como
alternativa viable a los retos emanados del propio desarrollo de la
globalización capitalista y del desarrollo de la modernidad. Aquel socialismo
no pudo estructurar una combinación adecuada entre participación, eficiencia,
autonomía y equidad, los cuatro componentes esenciales de cualquier proyecto
revolucionario de construcción social. Sólo interpretando a la revolución como
construcción de una hegemonía de sentido inverso a la del capital es que los
cuatro conceptos mencionados más arriba pueden entenderse en un sentido
verdaderamente liberador. Se trata de un enfoque alternativo, pero no por exclusión
de los otros dos, sino por ser más abarcador, pues permite plantearnos la
política y la economía desde una perspectiva más amplia. No como dos formas
diferentes y separadas de actividad humana, sino como dos modos interpenetrados
de existencia del todo social. Frente a los análisis estrechamente
sectorialistas y cerrados de la política y la economía (que precisamente por la
estrechez de su enfoque no nos permiten entender ni a la una ni a la otra), la
interpretación presente en la obra de Fernández Buey nos propone una
perspectiva que nos permite mirar a nuestra sociedad como totalidad orgánica.
Se trata de una manera diferente de pensar y de proyectar la revolución y el
socialismo. Diferente de como se había hecho tradicionalmente desde la chatura
de un marxismo ramplonamente economicista y empedernidamente estadolátrico. Una
concepción que no se agotaba en los términos estrechamente políticos de toma
del control de las instituciones públicas represivas, ni en los estrechamente
económicos de estatalización de los medios de producción, sino en los términos
verdaderamente políticos y económicos de socialización del poder y
socialización de la propiedad. Que comprende a esta transformación, por
verdaderamente política y económica, como complejo proceso socio-cultural de
creación de un modo de vivir y de pensar raigalmente nuevos, de construcción de
una hegemonía de signo radicalmente diferente. Y que ve la garantía de ello en
la creación de una cultura y una sociedad civil desenajenantes y liberadores.
El voluntarismo extremo llevó a la economía cubana a una
situación sumamente desfavorable para enfrentar las imposiciones del mercado
mundial capitalista. Pero no es reproduciendo los experimentos de supuestos
“socialismos de mercado” como podrá realizarse ese “perfeccionamiento”
socialista que proclaman los documentos rectores del partido comunista de Cuba.
Por supuesto que es necesario desarrollar la base material del país, pero sin
olvidar que ha de tratarse de la base material para el desarrollo de un sistema
de relaciones sociales desenajenante. Una base material que interpele la
subjetividad de cada individuo de tal forma que lo movilice para su
participación creadora en la construcción de una nueva cultura material de
vida. Cualquier intento de perfeccionar el socialismo necesariamente tiene que
implicar la creación de múltiples estructuras organizativas dentro de la vida
cotidiana que posibiliten a millones de personas ejercer el uso creativo de su
razón creadora. Sólo desde esa perspectiva de verdadera democracia es que podrá
salvarse el socialismo cubano.
En mi opinión, la atracción que ha ejercido y ejerce el
legado teórico de Fernández Buey para los cubanos reside precisamente en su
contribución a esta interpretación. Su obra constituye una importante ayuda
para enfrentar el desafío que se alza ante Cuba: entender la necesidad de
realizar una revolución en la revolución. Y sólo en la medida en que logremos
hacerlo, seremos capaces de recuperar la hegemonía que posibilite la
continuación del proyecto humanista y liberador que está en el fundamento de
las luchas de mi pueblo.
Referencias
ACANDA, J. L. Sociedad
Civil y Hegemonía. La Habana: Centro de Investigación y Desarrollo de la
Cultura Cubana Juan Marinello. Cátedra de Estudios Antonio Gramsci, 2002.
DÍAZ-SALAZAR, R. El
proyecto de Gramsci. Prólogo de Francisco Fernández Buey. Barcelona:
Anthropos; Madrid: Hoac, 1991. (Pensamiento Crítico/ Pensamiento Utópico; 58).
FERNÁNDEZ BUEY, F. Ensayos
sobre Gramsci. Barcelona: Materiales, 1978.
________. Leyendo a
Gramsci. Barcelona: El Viejo Topo, 2001.
GRAMSCI, A. Antología.
Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. La Habana: Editorial de
Ciencias Sociales, 1973.
SANCHEZ VÁSQUEZ, A. Las
ideas estéticas de Marx. Ensayos de estética y marxismo. México: Ediciones
Era, 1965.
________. Filosofía de
la praxis. México: Grijalbo, 1967.
SACRISTÁN, M. La tarea
de Engels en el Anti-Dühring. Prólogo. In: ENGELS, F. Anti-Duhring.
Mexico: Grijalbo, 1964.
Notas
1 En esos años se
publicó en Cuba Las ideas estéticas de
Carlos Marx, y circuló y se leyó mucho la primera edición mexicana de Filosofía de la Praxis.
2 Me he ocupado
de explicar la importancia de la recuperación de la herencia teórica de Gramsci
para el marxismo cubano en otros lugares. Al respecto ver el capítulo final de
Acanda, 2002.
El anterior ensayo es un
capítulo del libro "Encontros com Paco Buey", de Artemis
Torres & Márcia Cristina Machado Pasuch (organizadoras), editado por la Universidade
Federal de Mato Grosso (Brasil)
Jorge Luis Acanda González es doctor en Ciencias Filosóficas por la
Universidad de Leipzig (Alemania, 1988) y profesor titular del Departamento de
Filosofía de la Universidad de La Habana; miembro del Tribunal Permanente de
Grado Científico de Filosofía de la Academia de Ciencias de Cuba,
vicepresidente de la Cátedra Gramsci del Centro de Investigación y Desarrollo
de la Cultura Cubana ‘Juan Marinello’; miembro del Comité Académico de la
Maestría en Filosofía de la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad
de La Habana; profesor visitante de varias Universidades latinoamericanas y
europeas; miembro del grupo de Investigaciones “Análisis de la realidad actual” del Centro de Estudios del Consejo
de Iglesias de Cuba; es autor de numerosos artículos, estudios y libros en
ámbitos filosóficos y de la tradición marxista.
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