► “Las diferentes crisis –económica, ecológica, energética-no son
simplemente contemporáneas ni están simplemente ligadas: son la expresión de
una crisis fundamental, la de la forma valor, la de la forma abstracta vacía,
que se impone a todo contenido en una sociedad basada sobre el trabajo
abstracto y su representación en el valor de una mercancía” | Anselm Jappe
Karl Marx ✆ R.K. Laxman |
1. Límites históricos
de acumulación de capital
Jaime Semprún afirmó que el
profetismo ha sido siempre el lado podrido de la teoría revolucionaria. 80 años
antes Walter Benjamin, decepcionado por el fracaso de la fe determinista de la
que hacía gala el marxismo de su tiempo, decretó que el capitalismo nunca
moriría de muerte natural (Benjamin 2007: 678). También nos advirtió, “que
no ha habido época que no haya creído encontrarse ante un abismo inminente, la
conciencia desesperada y lúcida de hallarse en medio de una crisis decisiva es
algo crónico para la humanidad” (Ibíd.: 560).
Esta reflexión de Benjamin cobra especial interés en nuestros días: con las heridas de la teleología histórica todavía sin cicatrizar todo lo que suene a tomar la delantera al presente parece poco creíble, sobre todo si lo que se anuncia es una ruptura en la normalidad de la dominación.
Esta reflexión de Benjamin cobra especial interés en nuestros días: con las heridas de la teleología histórica todavía sin cicatrizar todo lo que suene a tomar la delantera al presente parece poco creíble, sobre todo si lo que se anuncia es una ruptura en la normalidad de la dominación.
No obstante, estos reparos se
levantan sobre una disonancia cognitiva: el cuestionamiento de la viabilidad de
nuestros sistemas socio-culturales no descansa en la especulación visionaria, sino
en la constatación objetiva de una serie de tendencias estructurales que llevan
ya décadas de avanzado desarrollo. Como afirma Carlos de Castro7, el efecto
inercial de estas tendencias garantiza ya un colapso aunque emprendiéramos una transformación
radical del orden socio-económico. Tampoco cabe esperar de la quiebra de los
patrones civilizatorios capitalistas la emergencia espontánea de un orden
social superior en sentido hegeliano del concepto de superación8: en la era del
colapso socio-ecológico “peor ya no es mejor”, es más cerca de la barbarie.
Lejos de ser una anomalía, el
colapso es un acontecimiento relativamente común en las sociedades complejas (Tainter
1988). Es preciso recordar que el proceso civilizatorio humano se desarrolla en
base a un zig-zag (las “oscilaciones del péndulo de los siglos”, como lo llamó
Kropotkin9) de épocas de
expansión y épocas de contracción también llamadas edades medias u oscuras
(Sacristán de Lama 2010), donde se produce un ajuste de cuentas con las
tendencias desadaptantes que han ido acumulando, en su proceso de evolución
cultural, los sistemas sociales. El capitalismo, entendido como marco
civilizatorio que organiza la vida colectiva alrededor de la autovalorización
del valor como forma de riqueza social, es una realidad histórica, y por tanto
llamada a desaparecer. Marx encontró en la propia dinámica interna del capital
una serie de límites que comprometía su reproductibilidad indefinida. Aunque
fenoménicamente este límite interno puede manifestarse de formas distintas,
como la caída de la tasa de ganancia de las empresas o el paulatino
empobrecimiento de los salarios que deviene en crisis de sobreproducicón, todas
son síntomas comunes de un situación de saturación por sobredesarrollo
de las fuerzas productivas en relación a las relaciones de producción10 que podría
resumirse en la siguiente contradicción: la tendencia progresiva a la reducción
del papel del trabajo humano en la creación de riqueza material por efecto del
desarrollo científico y tecnológico (azuzado por la competencia mercantil)
cuando, paradójicamente, es el trabajo humano el único lugar social de
generación de plusvalor y por tanto de beneficios.
“En la medida en que la gran industria se desarrolla, la creación de riqueza real se vuelve menos dependiente del tiempo de trabajo y del cuanto de trabajo empleado que del poder de los agentes puestos en movimiento durante el tiempo de trabajo, y cuya powerfull effectiveness por su parte no guarda relación alguna con el tiempo de trabajo inmediato que cuesta su producción, sino que depende más bien del estado general de la ciencia y del progreso de la técnica (…) El robo de tiempo de trabajo ajeno, sobre el cual se funda la riqueza actual, aparece como una base miserable comparada con la base recién desarrollada, creada por la industria misma. Tan pronto como el trabajo en su forma directa ha cesado de ser la gran fuente de riqueza, el tiempo de trabajo deja, y tiene que dejar, de ser su medida y por tanto el valor de cambio (de ser la medida) del valor de uso (…) Con ello colapsa la producción fundada en el valor de cambio” 11.
Que estos pasajes de Marx deriven
en una “teoría del colapso” ha sido cuestionado por muchos marxistas. Heinrich
afirma que cuando Marx hablaba de límites de acumulación de capital lo hacía en
un sentido de estrechez de miras, no en un sentido de final que se pudiera
decretar en el plano temporal: “Marx habla a continuación de un «conflicto
permanente» entre el desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas, y el fin limitado
de la producción capitalista, pero no se menciona ningún tipo de colapso” (Heinrich
2008:179). Y obstáculos que a largo plazo parecían irresolubles, como la caída
de la tasa de ganancia de las empresas12 o el empobrecimiento de las masas
parecen haber sido históricamente superados por el incesante aumento de la productividad:
“El capitalismo puede realizar una conciliación en torno al reparto del producto social, debido a que, precisamente, si los salarios y la productividad del trabajo aumentan más o menos al mismo ritmo, la distribución vigente no se ve prácticamente afectada. (…) Según la idea clásica, el capitalismo no podría soportar alzas de salarios, porque éstas ocasionarían automáticamente una disminución de las ganancias, entonces una reducción del fondo de acumulación indispensable para que la empresa pueda sobrevivir en la competencia. Pero este cuadro estático es irrealista. Si tanto la productividad del trabajo como los salarios aumentan en un 4%, las ganancias también deben aumentar en un 4% (…).Mientras estén generalizadas y no superen demasiado los aumentos de productividad, las alzas de salarios quedan perfectamente compatibles con la expansión del capital. Ellas son más bien indispensables a nivel estrictamente económico”13.
Hay que tener en cuenta que la
reflexión de Marx sobre los límites internos de acumulación de capital nunca fue
expuesta de modo sistemático, se dio en un plano de enorme generalidad e
incluyó la contemplación de tendencias históricas estructurales con
potencialidad para desplazar el colapso capitalista al futuro hasta el punto de
volverse una teoría políticamente inoperante (e incluso contraproducente
para el movimiento socialista si alentaba un optimismo histórico infundado).
Sin embargo, autores como Robert
Kurz (1997) o André Gorz (2012) consideran que los formidables incrementos de
productividad asociados a la tercera revolución industrial han situado al
capitalismo en un callejón sin salida, del que la financiariación de los
últimos 30 años es un síntoma, y que deviene necesariamente en un escenario de
crisis civilizatoria que tiene que dar lugar a un metabolismo social regulado
por otros parámetros:
“La informatización y la robotización permitieron producir cantidades crecientes de mercancías con cantidades decrecientes de trabajo. El costo de trabajo por unidad de producto no deja de disminuir y el precio de los productos tiende a bajar. Ahora bien, cuanto más disminuye la cantidad de trabajo para una producción dada, más debe aumentar el valor producido por un trabajador –su productividad-para que la masa de beneficio realizado no disminuya (…) La carrera de la productividad tiende así a acelerarse; los efectivos empleados tienden a reducirse; la presión sobre el personal a endurecerse; y el nivel y la masa de los salarios a disminuir. El sistema evoluciona hacia un límite interno en la producción y la inversión en la producción dejan de ser suficientemente,rentables (…) Puesto que la producción ya no es capaz de valorizar el conjunto de los capitales acumulados, una parte creciente de estos conservan la forma de capital financiero (…) La amenaza de depresión, y hasta de desplome, que pesa sobre la economía mundial no se debe a la falta de control; se debe a la incapacidad del capitalismo para reproducirse (…) La salida al capitalismo, por tanto, ocurrirá de una manera u otra, civilizada o bárbara”14.
Desde una perspectiva no
marxista, las llamadas a afrontar las implicaciones del fin de la sociedad del
trabajo son también frecuentes en los últimos años (Rifkin 1994, Niño Becerra
2009). Carsten Sorensen, un gurú neoliberal de la London School of Economics,
afirma que hoy apenas hace falta trabajo para mantener el sistema productivo
funcionando y en un futuro todo el proceso productivo será controlado por las
máquinas y los trabajadores, salvo algunos puestos de élite, vivirán en el
subempleo permanente15.
Si este agotamiento de la
sociedad del trabajo implicará un límite interno para el capitalismo que lleve
a un cambio epocal, o por el contrario no supone más que un obstáculo y por
tanto un aliciente que determinará su reinvención, facilitando la apertura de
un nuevo ciclo de acumulación, es una pregunta clave ante la que conviene no
precipitarse en respuestas definitivas. Sin embargo, tomo una posición muy
definida en una de las polémicas teóricas que subyacen a las posibles
respuestas: el debate sobre la novedad y la repetición en los procesos
históricos capitalistas. En este sentido comparto plenamente las tesis de Jordi
Maiso cuando afirma que el desarrollo capitalista no conoce repetición16. No hay eterno
retorno en el capitalismo, ni un patrón cíclico recurrente: la propia
acumulación histórica introduce un factor de cambio cualitativo que hace que ningún
periodo sea equiparable a otro periodo previo. Por tanto defiendo que esta
crisis es única, una crisis que augura una fase nueva, en la que existen
indicios concluyentes para pensar que se trata de una crisis terminal, una
crisis de vejez, por supuesto hablando siempre en coordenadas históricas, que
puede extender el despliegue de los acontecimientos durante décadas (que nadie
fije la imagen cinematográfica de un desplome súbito).
Sin embargo, donde encontramos la
novedad histórica que imprime su sello particular a nuestro tiempo no es sólo
en el bloqueo interno del propio proceso de valorización de capital. El dominio
irracional que el ser humano tiene sobre sí mismo y su propia potencia no se
entiende si no se complementa y se interrelaciona, a su vez, con el dominio
irracional que el ser humano ejerce sobre la naturaleza. Por tanto, es urgente comprender
que el bloqueo histórico del capital está motivado por un doble límite: el
límite interno que hemos bosquejado y un límite externo producido por el choque
de la dinámica socio-económica capitalista con la realidad biofísica del
planeta.
No hay mito que mejor resuma la
condición humana que el de Sísifo: empujando la piedra hasta la cima, ésta rueda
montaña abajo justo antes de llegar a la meta, y Sísifo tiene que volver a
empezar permanente. Insiste en ello Jorge Riechmann (2013), que también nos
recuerda la misma moraleja cuando recurre a aquellas palabras del padre
fundador de la economía ecológica, Georgescu Roegen, sobre la necesidad de
insistir en lo evidente: “lo obvio debe ser enfatizado, porque ha sido ignorado
mucho tiempo”. Y lo obvio, una de nuestras particulares cargas de Sísifo como
sociedad, es volver a recordar que en un planeta finito nada, ninguna cosa, puede
crecer hasta el infinito. Y menos a un ritmo exponencial, como crece nuestro
sistema económico, que suponiéndole unas moderadas tasas de expansión del 2,5%
anual dobla su tamaño cada 28 años. Los cuentecitos didácticos sobre la
explosividad del crecimiento exponencial son abundantes: si dobláramos sobre sí
mismo un papel muy fino, como el que se usa en la Biblia, al cabo de 10
pliegues alcanzaría casi el centímetro de grosor, con 17 pliegues el metro
treinta centímetros, con 25 pliegues casi los 400 metros, más alto que un
rascacielos, y con 45 pliegues nuestro papel de Biblia alcanzaría la superficie
lunar. O si alguien hubiera invertido un penique de oro a un interés compuesto
del 5% en el año 1 de nuestra era, en 1990 tendría dinero suficiente para comprar
134.000 millones de bolas de oro ¡del tamaño de la Tierra!
Aplicando matemáticas al alcance
de un niño de primaria se llega a la conclusión, irrefutable, de que una civilización
basada en el crecimiento perpetuo está condenada a ser una excepción. Algo de
vida muy breve en términos históricos, salvo que diera un hipotético salto
estelar y trasladase su expansión por el cosmos, hipótesis a la que la ciencia
ficción familiarizado, pero cuya realización práctica dista mucho de ser técnicamente
posible y moralmente deseable17. Si esas matemáticas rudimentarias las
complementamos con los conocimientos empíricos sólidos sobre el estado del
mundo que ciencias como la geología, la climatología o la ecología nos han
ofrecido durante el último medio siglo, la conclusión es tajante: de proseguir
las actuales tendencias socio-económicas, el escenario más probable para el
siglo XXI será el de un colapso social, sin que ningún fantasioso despegue del
imperialismo intergaláctico pueda salvarnos de nuestra propia voracidad.
Puesto que el crecimiento está inscrito, como un destino, en el código genético capitalista, este está llamado a fracasar por el lado de la depredación de esos recursos que le sirven de base a su reproducción.
Lo que pretendo argumentar en
este artículo, recogiendo de modo sintético datos de múltiples estudios, es que
el choque de la dinámica de crecimiento capitalista con los límites externos no
es solo una posibilidad lógica, sino algo que ha comenzado hace décadas y que
en estos mismos momentos se aproxima a un punto crítico18.
Asumiendo que la cuestión de las
fechas exactas es irrelevante y lo que importa es la tendencia histórica, dibujaré
una panorámica que llevará a concluir no sólo que el choque socio-ecológico ya
ha comenzado, sino que es un factor que se enreda con las determinaciones
impuestas por el propio ahogo interno del capital hasta configurar el paisaje
de la crisis (o las crisis) de nuestro tiempo, que no se parece a ningún otro,
y que es radicalmente nuevo y excepcional.
Los límites externos a la
acumulación de capital son un fenómeno poliédrico donde múltiples
sobrepasamientos ecológicos se
entrecruzan y se retroalimentan de forma constante. A los agotamientos de recursos
naturales básicos se suma la saturación de los sumideros metabólicos por efecto
de la acción industrial humana. El calentamiento global producido por los gases
de efecto invernadero es el más conocido, pero hay otros: la acidificación de
los océanos, la disminución de ozono estratosférico o la alteración de los ciclos
biogeoquímicos por sobrecarga de nitrógeno y fósforo (Magdoff y Foster 2013).
La vertiginosa pérdida de biodiversidad, equiparable a la de las grandes
extinciones del registro geológico, está poniendo contra las cuerdas servicios
biosféricos fundamentales para la vida humana, como la polinización agrícola
amenazada por la desaparición de las abejas. En paralelo, la cuenta atrás para
el agotamiento de los recursos básicos ya ha comenzado: las pesquerías
mundiales se enfrentan a rendimientos decrecientes desde finales de los 70
(Harris 2003:106), el uso mundial de agua dulce se aproxima peligrosamente al
límite propuesto por el consenso científico, lo mismo que las tierras
destinadas para usos agropecuarios19, y tanto la energía como los minerales (Valero
2013) que requieren nuestros metabolismos industriales menguarán a medida que
profundicemos en el siglo XXI.
De toda esta heterogeneidad de
fenómenos interconectados que concretan el crack ecológico, de toda esta multicéfala
hidra que Jeremy Grantham denomina “el pico de todo” (Turiel 2011b), me
centraré exclusivamente en una de sus cabezas: el declive energético que ya
están enfrentando nuestras sociedades20. Lo haré porque la energía tiene un rol
central en los procesos industriales, y es, más que un recurso, un prerrequisito.
Parafraseando a David Ricardo cuando hablaba del trigo, la energía, y
concretamente el petróleo, es en los metabolismos industriales la única
mercancía necesaria, tanto para su propia producción, como para la
producción de cualquier otra mercancía. Y es que la dependencia que tienen
del petróleo la mayoría de los procesos económicos modernos (tanto extractivos
como productivos o de transporte) provocará que un declive de suministro
petrolero conlleve el comienzo o el aceleramiento del declive en otros recursos.
Emilio Santiago
Muiño es investigador predoctoral del Departamento de Antropología y
Pensamiento Filosófico Español de la UAM. Licenciado en Antropología
Social, cursó el máster de Antropología de Orientación Pública, desarrollando
en la actualidad su tesis doctoral sobre la adaptación cubana a la escasez de
combustibles fósiles tras el colapso soviético y las lecciones de esta
experiencia para las transiciones socio-ecológicas. En paralelo, trabaja por
la confluencia teórica de la ecología política con nuevas lecturas de
Marx, como la crítica del valor, así como por un enfoque socio-cultural de la
noción de metabolismo social. Además, es activista y miembro fundador del
Instituto de Transición Rompe el Círculo y colabora, desde hace ocho años,
en la actividad poética y política del Grupo Surrealista de Madrid.
http://www.espai-marx.net/ |