Efigie de Karl Marx en billetes de la República Democrática Alemana, RDA |
Karl Marx | Las
llamadas revoluciones de 1848 no fueron más que pequeños hechos episódicos,
ligeras fracturas y fisuras en la dura corteza de la sociedad europea.
Bastaron, sin embargo, para poner de manifiesto el abismo que se extendía por
debajo. Demostraron que bajo esa superficie, tan sólida en apariencia, existían
verdaderos océanos, que sólo necesitaban ponerse en movimiento para hacer
saltar en pedazos continentes enteros de duros peñascos. Proclamaron, en forma
ruidosa a la par que confusa, la emancipación del proletariado, ese secreto del
siglo XIX y de su revolución.
Bien es verdad que esa revolución social no fue una novedad
inventada en 1848. El vapor, la electricidad y el telar mecánico eran unos
revolucionarios mucho más peligrosos que los ciudadanos Barbés, Raspail y
Blanqui. Pero, a pesar de que la atmósfera en la que vivimos ejerce sobre cada
uno de nosotros una presión de 20000 libras, ¿acaso la sentimos? No en mayor
grado que la unión europea sentía, antes de 1848, la atmósfera revolucionaria que
la rodeaba y que presionaba sobre ella desde todos los lados.
Nos hallamos en presencia de un gran hecho característico
del siglo XIX, que ningún partido se atreverá a negar. Por un lado, han
despertado a la vida unas fuerzas industriales y científicas de cuya existencia
no hubiese podido sospechar siquiera ninguna de las épocas históricas
precedentes.. Por otro lado, existen unos síntimas de decadencia que superan en
mucho a los horrores que registra la historia de los últimos tiempos del
Imperio Romano. Hoy día, todo parece llevar en su seno su propia contradicción.
Vemos que las máquinas, dotadas de la propiedad maravillosa de acortar y hacer
más fructífero el trabajo humano provocan el hambre y el agotamiento del trabajador. Las fuentes de riqueza recién descubiertas se convierten, por arte
de un extraño maleficio, en fuentes de privaciones. Los triunfos del arte
parecen