Antonio Fraguas | En
los años sesenta comenzó a popularizarse el concepto de socialismo real.
Provenía de los países del bloque soviético, que justificaban así la
divergencia entre las políticas que estaban llevando a cabo y el ideal que
recogía la teoría marxista. El concepto fue fervorosamente adoptado en
Occidente por los teóricos antimarxistas que lo utilizaban con una connotación
clara: el socialismo real quiere decir que el socialismo en realidad supone
colas en los supermercados, violación de derechos humanos, purgas y ausencia de
pluralismo político. Muchas de esas críticas eran pertinentes y el concepto de
socialismo real contribuyó en buena parte al desmoronamiento teórico y material
del bloque soviético. Pero, ¿por qué nadie habla de capitalismo real cuando la
aplicación del capitalismo difiere tanto de su ideal como lo hacía el
socialismo del suyo?
Lo usual es pensar que la caída del bloque soviético culminó
hace décadas, pero en realidad se siguen produciendo consecuencias por ese
desmoronamiento. Por ejemplo, la pérdida de una lectura alternativa de la
realidad, ajena a la lectura que hace el neoliberalismo. Ese desmoronamiento
también es la causa de que ningún político o teórico influyente de la órbita
progresista se
haya tomado la molestia de adoptar y popularizar el concepto de
capitalismo real.
Sin ningún rubor
Y basta con mirar a nuestro alrededor para saber que en el
capitalismo real grandes corporaciones pactan los precios, en clara violación
de la supuestamente sacrosanta ley de la competencia; es un sistema en el que
se privatiza el beneficio económico pero se socializan las pérdidas de las
empresas y en el que los Estados rescatan con dinero público a los bancos,
empresas que no han sabido sobrevivir siguiendo las teóricamente sabias reglas
del mercado.
Para los adeptos al neoliberalismo, las reglas del mercado
son sagradas pero sólo cuando su aplicación no pone en peligro elementos
sistémicos del engranaje capitalista. Si el propio sistema amenaza con
colapsarse, entonces los ultraliberales más fervientes no tendrán ningún rubor
en introducir medidas correctivas, a saber: que el enemigo Estado pague. Ojo,
para los neoliberales el sistema no colapsa por arrojar gente a la pobreza o a
la explotación. En ese caso no hay que intervenir, hay que dejar que el mercado
se autorregule. Sólo hay que intervenir cuando las disfunciones del capitalismo
real pongan en peligro la inercia de privilegios de la minoría dominante, ese
ya po-pular 1%.
En el capitalismo ideal la propiedad privada es inviolable.
En el capitalismo real no. Ahí están las expropiaciones arbitrarias, a bajísimo
precio, por ejemplo, o la nacionalización de empresas, alabada y consentida
cuando busca salvar las disfunciones que el propio capitalismo genera, pero
denostada cuando se practica en otros países en aras del interés colectivo.
Ni siquiera en lo individual los ultraliberales acatan su
propia doctrina: es llamativo el hecho de que en España la gran mayoría de los
dirigentes que defienden la ley de la selva y la reducción del Estado a su
mínima expresión a menudo forman parte del cuerpo de funcionarios de ese Estado
que pretenden desmantelar. En el capitalismo real las colas en los
supermercados han sido sustituidas por las colas para conseguir el último
modelo de Apple fabricado en condiciones de semiesclavitud, los precios no
bajan cuando se liberaliza un sector y la ley de la oferta y la demanda es tan
fantasiosa como Caperucita roja.
Además, hace décadas que quedó demostrado que la libertad de
mercado por sí misma no supone ni libertades individuales ni más democracia:
baste el ejemplo de China, ese modelo que más de algún neocon occidental le
gustaría ver definitivamente trasladado a Europa.
Pero el rostro del capitalismo real es mucho más sombrío.
Bajo la dictadura semántica de herramientas econométricas como el PIB, que
limita el concepto de crecimiento a magnitudes macroeconómicas que enmascaran
la cada vez más desigual distribución de la riqueza, la precarización creciente
de las condiciones de trabajo o el insostenible deterioro del medio ambiente y
el agotamiento de los recursos, el modelo de producción y consumo im-puesto
suponen la muerte directa de miles de seres humanos al día y la pervivencia de
regímenes totalitarios cuya estabilidad garantiza la ilusión de democracia que
viven las sociedades occidentales.
Si el socialismo real mereció sucumbir, también lo merece el
capitalismo real, pero nadie influyente parece interesado en hablar de
capitalismo real, porque ese 1% de ultramillonarios y sus voceros son los
dueños del relato imperante que se emplea para describir el mundo. Ya lo decía
Humpty Dumpty en Alicia a través del espejo, en lo que respecta al significado
de las palabras, la cuestión es quién manda.