>> Ponencia presentada en Lebrija, 22 de Noviembre, 2013 |
“Jornadas Internacionales de Autogestión”
Barón de Münchhausen ✆ Gottfried Franz, 1896 |
Nicolás González
Varela | Entendemos la “Autogestión” como un movimiento
real de acciones e ideas que, desde el mismo nacimiento del Capitalismo,
estimula e incita a los trabajadores en sentido amplio a arrebatar al Capital
el poder sobre los centros de trabajo y lugares de manufactura para
substituirlos, superándolos en nuevas formas de dirección y representación, por
la organización de los productores. Marx denominaba a esta nueva
organización social como una comunidad de “productores asociados”. Los orígenes
históricos de esta idea de organización desde abajo de una región o una nación
en base a una institución de clase centrada en la hegemonía de los trabajadores
(llámese foro, burgo, cantón, comité, consejo, asamblea, etc.) no ha sido
todavía escrita, y no es casualidad. Aunque empecemos aquí con la tradición que
nace en Engels y Marx, la idea de la autodeterminación y autogestión de los
productores que generan la riqueza social como veremos es antigua, ancestral, nace
con la misma división social del trabajo en los albores de la Humanidad.
nombres propios, profundizamos y trabajamos sus conexiones internas y su necesidad, surge como un hilo rojo de Ariadna el substrato último: la idea de la Autonomía. Pero la Autonomía en sí misma lleva sin resolver una contradicción.Quiero plantear aquí, con modestia, que el problema que nos presenta la autonomía en cualquier movimiento social es una paradoja que podía representarse con la famosa escena de Karl Friedrich Hieronymus, Barón de Münchhausen, (1720-1797), un héroe de lo imposible, cuando atrapado en una ciénaga con su fiel caballo simplemente supera la crisis tomando la coleta de pelo de su cabeza con sus propias manos y tirando hacia arriba sale del apuro. Textualmente:
“Un día, galopando por los bosques de Münchhausen, traté de saltar con mi caballo sobre una ciénaga que encontré en mi camino. En medio del salto descubrí que era más ancha de lo que pensaba, por lo que, suspendido en el aire, decidí volver atrás para tomar mayor impulso. Así hice, pero también en el segundo intento el salto fue demasiado corto y caí con el caballo no lejos de la otra orilla, hundiéndome hasta el cuello en la ciénaga. Hubiéramos muerto irremisiblemente de no haber sido porque, recurriendo a toda la fuerza de mi brazo, así con él mi coleta y tiré con toda mi energía hacia arriba, pudiendo de esta forma salir de la ciénaga con mi caballo al que también conseguí sacar apretándolo fuertemente entre mis rodillas hasta alcanzar la otra orilla.”
La
idea de la autoemancipación, de la Autonomía, la misma idea de multitud como
poder constituyente, que se “pone” a sí mismo como sujeto-objeto de la
emancipación, lleva en su seno una paradoja “Münchhausen” insoluble en la
teoría, sólo posible de resolver en la práctica. Estamos fatalmente destinados
a intentar salir de la ciénaga del Capital de alguna forma, de buscar y diseñar
colectivamente nuestra “coleta”, nuestro punto de Arquímedes para cambiar
nuestra realidad, para conquistas más y más espacios de libertad política y de
igualdad social. No se trata de juegos de lenguaje, sino de la posibilidad
práctico-histórica de la transición a una sociedad más igualitaria, de una
auténtica comunidad de productores libremente asociados, de aquello denominado Comunismo.
Parafraseando al filósofo antiguo Protágoras, diremos
que la Autonomía es la medida de todas las cosas y parafraseando al filósofo
Lukács diremos que todos los problemas de la Izquierda pueden reducirse en
última instancia a la cuestión de la Autonomía.
La
palabra Autonomía no surge por casualidad, ni es producto de mentes afiebradas
en un lujoso “Café Marx”. No se trata tampoco de problemas lexicográficos que
ameriten la edición de un “diccionario del comunismo”, ni de una “enciclopedia
marxista”. Se trata de la emergencia, del surgimiento de un campo de
vocabulario social que al mismo tiempo pone en escena la acción de individuos
cooperativamente, que aunque incluso minoritarios en sus inicios, están decididos a transformar radicalmente
la sociedad, resueltamente hostiles a ciertas formas perversas de
individualismo, enemigos de la propiedad privada, irreductiblemente
anticapitalistas, cooperativos y horizontales, pero, al mismo tiempo
autocríticos con la propia tradición. ¿No es el lenguaje, en última
instancia, el cimiento de la praxis? ¿No soy lo que digo, de alguna manera?
La idea autonomista ha sufrido
un renacimiento, quizá una inflación en el nuevo movimiento anticapitalista.
Como concepto es tan antiguo como la lengua griega, como práctica determinada,
acción colectiva específica, como tradición proletaria, es reciente, surge con
la instauración del capitalismo. La etimología es siempre sabia: conduce a la
idea del "darse-por-sí-mismo-la-propia-ley”" (autos: referido a sí mismo; nomos: ley). La Autonomía es esencialmente un saber práctico de elegir el propio
bien, y simbólicamente en griego tenía la idea pedestre de
“orientarse-en-el-camino-justo-con-los-recursos-propios”. Autonomía se
emparentó directamente con el Materialismo (Berkeley), el Escepticismo y el Ateísmo
(como no dejaron de señalar con mucha perspicacia los diccionarios teológicos
oficiales de la Iglesia). “Si Dios no existe, todo es posible” decía Dostoievski
en la boca de uno de los hermanos Karamazov, Iván. Es que la Autonomía como posibilidad
práctica sólo es posible sobre el silencio de Dios y sobre la crítica al cielo
de la Política y el Estado. La Autonomía en acto es la crítica a toda
trascendencia. No es casualidad que grandes filósofos reaccionarios, contrailustrados,
como por ejemplo Schopenhauer, Nietzsche o Heidegger, hicieran de la idea de
Autonomía su mortal Némesis. En un ida y vuelta con la praxis, de una palabra
técnica del vocabulario de la “Äufklärung” lentamente se deslizó a la semántica
de los movimientos sociales que luchaban a la vez contra el Absolutismo y conra
el naciente despotismo del Capital. La expansión y popularidad va de la mano
con el surgimiento y eclosión de una nueva figura de época: la multitud
posfordista, el precariado, el nuevo tipo de trabajador para el Capitalismo del
siglo XXI. Su raíz no es, paradójicamente, de auténtica cepa marxista, pero
semánticamente es más precisa. Marx
nunca habló de “Autogestión”, para referirse al rasgo emancipatorio y
revolucionario de la clase, sino de “Selbsttätigkeit”, algo así como “Autoactividad”,
como una especie de Autonomía práctica, que consistía en la enorme paradoja que
conlleva para la clase bajo relaciones de servidumbre: “abolirse a sí misma”
(“sich Aufheben”). Un estado que sólo sería posible racionalmente como
efecto no deseado de acciones racionales, al estilo de “sé espontáneo” o
“saltar hacia abajo”.
Se podría definir a la Autonomía como una de las
condiciones de la emancipación de las clases populares, y que es al mismo
tiempo institución de autodefensa, lucha económica, prefiguración de la futura
sociedad y doble poder. A lo
largo de la Historia de la Plebe ha sido el lugar de la producción la célula
básica del Poder Obrero como decía el filósofo del cooperativismo obrero
Proudhon. Emancipado el Trabajo, todo
hombre se convierte en trabajador, y el Trabajo productivo deja de ser atributo
de clase. No es otra cosa que la expropiación de los expropiadores. Y como
veremos tiene en sí misma dos consideraciones fundamentales:
1) Un sesgo universal, en el sentido que existe la tendencia de los trabajadores a lo largo de la historia de asumirse a sí mismos como sujetos políticos, tomar las riendas de la administración de las cosas, reorganizar la sociedad sobre la bases tanto de los principios que correspondan a las necesidades a corto plazo y como a los intereses a largo plazo que se correspondan con sus principios de autodeterminación.
2) Una evolución de la Autonomía de acuerdo a una lógica interna, transformada por las derrotas, los retrocesos, las propias contradicciones internas de la teoría y determinada por la evolución del Capitalismo, así como de una creciente autocrítica de las experiencias prácticas pasadas;
Bajo
el dominio del Capital, toda lucha de conjunto de los trabajadores, que
desborde objetivos inmediatos y estrictamente corporativistas-económicos,
plantea el problema de las formas de organización de la lucha que tienen, en
embrión, una negación al poder de las clases dominantes. En este sentido podemos decir que cada huelga, cada ocupación, cada
expropiación, cada paso en el control y gestión por parte de los trabajadores
encierra el Hidra de la revolución. Cuando se produce un “Occupy”, una
huelga general, aún cuando sea local o regional, cuando se constituyen comités
de huelga democráticamente elegidos y apoyados por democracia asamblearia, no
solamente en una empresa aislada, sino en decenas de la ciudad y de la región,
cuando estos comités se federan bajo formas de centralismo democrático y
generan una coordinación territorial de abajo hacia arriba, entonces es cuando aparece la dimensión
emancipatoria latente de la “Autonomía”, su rango de poder doble, su carácter
de célula básica de una futura sociedad más equitativa, más igual y más democrática.
La
Autonomía generalmente se ha basado en una forma histórica de
institucionalización particular, generalmente
bajo la envoltura organizativa de un cuerpo representativo (Consejo), que
en el estricto concepto histórico-político lo entenderemos como:
1) Un institución soberana de las capas sociales explotadas,
2) Un órgano representativo-ejecutivo antiparlamentario (democracia radical);
3) Surgimiento de forma revolucionaria.
Los
Consejos de trabajadores surgidos de una huelga o de un gran combate revolucionario,
creados en el marco de la lucha por el control de la producción o de un
enfrentamiento de las capas explotadas contra el poder represivo del Estado,
son ‘organos naturales’ del ejercicio del poder plebeyo. Tienen características
únicas:
1) Una flexibilidad muy grande, permitiendo articulaciones alternativas en el plano territorial y funcional (consejos de soldados, de campesinos pobres, de marineros, de estudiantes y maestros, de trabajadores industriales, etc.);
2) Permite asociar al máximo la masa de sujetos activos en el ejercicio del poder (la cocinera puede ser jefa de estado; el herrero puede filosofar);
3) Permite superar la escisión entre Política (ciudadano) y Economía (burgués), o sea: las funciones legislativas y ejecutivas;
4) Facilita el control y fiscalización de las masas, transparencia de las operaciones, la elegibilidad y la revocabilidad de los elegidos, etc. (Superación de la mera representación burguesa);
5) Es el fundamento más adecuado para la edificación de una auténtica Democracia social (Superación del sistema de partido único respetando la composición de clase histórica);
La
Autonomía tiene un instinto cooperativo y solidario universal, el
“Principio-Esperanza”, a pesar de sus cambios de forma, que si se me permite
para ilustrarlo le llamaré (tomando el término de un sínmdorme que describe la
Psicología empírica) “Agorafilia”,
que podemos definir como la aspiración a realizar una participación lo más
profunda, amplia e inmediata posible, de los individuos en la vida pública. “Ágora”
era el nombre en la antigua Grecia de un espacio abierto, centro del comercio
(mercado), de la cultura y la política de la vida social, Con el paso del
tiempo el ágora llegó a ser el inicio de las famosas polis, tanto desde el
punto de vista económico y comercial (como sede del mercado), desde el punto de
vista religioso al encontrarse allí los lugares de culto del fundador de la
ciudad o de la deidad protectora o desde el punto de vista político al ser
lugar de reunión de los ciudadanos para discutir sobre los problemas de la comunidad.
De esta manera y a su alrededor fueron surgiendo los edificios públicos
necesarios para albergar todas las actividades.
Junto
al instinto agarófilo, viene otro componente esencial de la autogestión, que
llamaré “Comunalismo”, la acción
colectiva y mancomunada que reposa sobre la acción directa y consciente de los
sujetos explotados sin jerarquías externas. Es notorio que el sistema
actual de dominio, como todos los anteriores basados en la escisión entre
gobernantes y gobernados, entre un arriba activo, que manda y ordena, y un
abajo pasivo, que ejecuta y asiente, son esencialmente “Agarófobos” y
“Anticomunalistas”.
Los
ejemplo históricos confirman estos dos principios de toda experiencia plebeya,
esta característica preciosa de ser un contrapoder social. El primer Soviet
(Consejo) en la Rusia zarista allá por 1905 no era nada más ni nada menos que
esto: un comité de delegados de consejos de huelga de las principales empresas
privadas y públicas de la región de Moscú, mayoritariamente dominada por la producción
textil. Esta primitiva institución autónoma, apartidaria y extrasindical, que
contaba con 110 diputados, expuso sus directrices fundamentales en los
siguientes puntos: 1) Dirigir la huelga; 2) No permitir acciones y
negociaciones separadas; 3) Cuidar por una actitud ordenada y organizada de los
trabajadores; 4) Se volvería al trabajo después que lo conviniera
democráticamente el propio soviet. Como decíamos, la propia dinámica, la
dialéctica desplegada, que desata la Autonomía como principio de identidad y
autodeterminación, hizo que el Soviet se tranformara de un comité sofisticado
de huelga en la representación democrática directa de los intereses de todas
las capas de trabajadores de la región que veían en la nueva institución el
mejor medio de lucha por su libertad política. Nuevamente surge esa
característica esencial de la “Agorafilia” y el “Comunalismo” de la que
hablamos.
De Marx a Gramsci
Marx dio algunas pistas, empezando por el mismo Manifiesto Comunista de 1848, allí
señala con claridad que “los comunistas no tienen intereses que los separen del
conjunto del proletariado” ni “principios especiales según los cuales pretendan
moldear el movimiento proletario” y el objetivo es “la formación del
proletariado como clase”, es decir: coayudar, contribuir y apoyar la liberación
de la clase por la clase misma, ya que los postulados teóricos de los
comunistas “sólo son expresiones generales de los hechos reales de una lucha de
clases existente, de un movimiento histórico”; en 1850, depués de las fallidas
experiencias de 1848, en particular los intentos de autogestión de la clase
obrera francesa, en una comunicación al Comité Central de la Liga de los
Comunistas, Marx señala que “al lado de los gobierno oficiales, los obreros
deberán contituir inmediatamente ‘gobiernos obreros revolucionarios’, ya sea en
forma de comités o consejos, ya en forma de clubes obreros o comités obreros,
de tal manera que los gobierno republicano-burgueses… se veandesde el primer
momento vigilados y amenazados por
autoriades tras las cuales se halla la masa entera de los obreros.”; ya en el
ámbito de la Iº Internacional, Marx sostuvo siempre su idea de la Autonomía, de
la autoactividad consciente del proletariado para su propia emancipación, y su
Estatutos comenzaba con la frase “la emancipación de la clase obrera debe ser
conquistada por la clase obrera misma… una lucha por derechos y deberes iguales
y por la abolición de toda dominación de clase.”; después de la experiencia de
la Commune de París de 1871, Marx no
solo llega a modificar El Capital
escrito en 1867, sino que extrae hallazgos y errores de los intentos de la
autonomía proletaria, definiendo el gobierno comunal casi en nuestros términos
como “una Corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo… que
era, esencialmente, un gobierno de la clase trabajadora, fruto de la lucha de la
clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin
descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del
trabajo. Sin esta última condición, el régimen comunal habría sido una
imposibilidad y una impostura ya que la dominación política de los productores
es incompatible con la perpetuación de su esclavitud social.” El consejo “agarófilo”
y “coumnalista” de la Comuna había de servir, señala Marx, “como palanca para
extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la existencia de las
clases, y, por consiguiente, la dominación de clase.” La Autonomia es la
actividad central para la deconstrucción desde debajo de el despotismo de una
clase sobre la amplia mayoría de los trabajadores.
Ahora
entendemos aquella frase de Gramsci que decía que “el estado socialista existe
ya potencialmente en las instituciones de vida social características de la
clase trabajadora explotada.”, concluyendo que “las fábricas con sus comisiones
internas, los círculos de barrios y socialistas, las comunidades campesinas,
son los centros de vida proletaria.” Nada más ni nada menos que “Centros de vida proletaria”, agorófilos
y comunalistas, que Gramsci llamaba en su conjunto “sistema de democracia
obrera” o incluso con una connotación posmoderna “red de instituciones proletarias.” Los consejos regionales de este
tipo realizaban para Gramsci la unidad de la clase trabajadora y eran “el
modelo del estado proletario”. La Autonomía en tanto instutucionalizada como
consejo, era para Gramsci, “el más adecuado órgano de eduación recíproca y de
desarrollo del nuevo espíritu social que el proletariado ha logrado extraer de
la experiencia viva y fecunda de la comunidad de trabajo.”
Esto
señala una vasta cuestión reprimida: ¿es posible organizar autonomía,
autogobierno, autogestión?.
Autonomía, ¿una práctica sin teoría?
¿Qué es Autonomía? Autonomía es sin lugar a dudas
una cifra de la modernidad capitalista. Podemos
repetir que más que un concepto teórico es una práctica, una experiencia. La
autonomía es un concepto eminentemente trans-político ligado a la emancipación
social, a la resistencia, a la capacidad de expresión no solamente de libertad
sino de contenidos específicos históricamente determinados. Autonomía es
más Marat y menos Robespierre. Un rasgo histórico es su anti-institucionalidad burguesa
radical. Se trata de un principio plebeyo. No se trata solamente de libertad,
sino de un crecimiento antropológico que provoca una acumulación de deseos, de
necesidades, de voluntad, es, sobre todo, un fenómeno colectivo, es
profundamente cooperativo y materialista. La autonomía es del común, es un
predicado del trabajo vivo en la época de la subsunción real. De alguna forma
una hipótesis ontológica y materialista fuerte, que debe ser permanentemente
contrastada.
La idea de autogestión designa una experiencia
fundamental de conquista de la dignidad política humana. Como tal puede rastrearse en una línea nodal
nítida, relevante, historiográficamente contrastada. Se trata de una auténtica
tradición pero discontínua. Esta genealogía noble, de cierta manera una
Historia de la Emancipación y la Libertad, tiene su incicio, seguramente en el
miso origen de escisción d elos social, en el origen de la desigualdad entre
los hombres. De tal manera que podemos comprenderla como una suerte de
Principio -Esperanza”, basada en lo que podemos denominar “experiencia
plebeya”, con sus propias figuras históricas-prácticas. Podemos entender la
autogestión de manera intuitiva en primer lugar como un combate, siempre
desigual, por la conquista de la Libertad, una pulsión que exige siempre más y
más Libertad. Arbitariamente o no podemos colocar esta primera piedra
fundacional quizá en la rebelión de esclavos de Spartakus, hecho del cual no
tenemos muchos datos significativos, pero para la ocasión pondremos su punto de
inicio en la primera secesión de la Plebe romana, allá por el año 494AC.
Primero una disticnción en el lenguaje, muy importante a la hora del combate
ideológico: la Plebe no era el Populus,
esa noche donde todos los gatos son pardos, sino su momento crítico-negativo:
se trataba de trabajadores manuales, artesanos pobres, trabajadores
intermitentes, capas obreras urbanas, en términos jurídicos patricios “los que
no forman parte de la gente”. El primer momento fue diferenciarse
linguïsticamente en tanto identidad, de colocarse a sí mismos sin mediaciones:
somos Plebs. Igual hicieron en Grecia
con anterioridad los despreciables trabajadores manuales (los hoi polloi) con respecto a la
mistificación del término indiferenciante de Demos.
Esta
palabreja ya no tiene para nosotros una especial relevancia o resonancia, no
tiene “aura”. La filosofía moderna, el nudo desatado por la “Aufklärung”, creyó
haber descubierto, en el concepto de autonomía como autoconciencia, no sólo un
principio metodológico determinante sino también el fundamento para una
existencia ilustrada autónoma, es decir: el principio de actuar y pensar que
parte de sí mismo. Políticamente, trasladado a la práctica material, con el
rechazo de toda autoridad formal, de toda tradición y costumbre, de todo lo
tradicionalmente dado, sintetizaba de alguna manera el instinto material de la
Revolución Francesa. La autoconciencia, la autodeterminación y la autonomía se
hicieron principios básicos de “la” praxis racional y revolucionaria.
El término era aquel con que Kant denominaba, en su Crítica de la razón práctica, la capacidad de la razón humana de
darse a si misma leyes morales, sin derivarlas ni de algo inferior (deseos,
intereses egoístas, etc.) ni de superiores (Dios) o exteriores y formales
(autoridad, tradición, estado). Autonomía es negar toda trascendencia. Si las
reglas de la propia acción vienen de alguna manera derivadas de otra cosa que
no sea la razón del sujeto, nos
encontramos en una situación de heteronomía. Palabreja difícil, pero que
significa que se imponen leyes externas o ajenas al sujeto. Kant aquí sólo
traspasa, al ámbito de la ética y la filosofía práctica, algo que ya había
realizado Rousseau en la teoría política: para éste la democracia directa era
aquella forma constitucional, constituyente y constituida, en la cual el
ciudadano es soberano, es autónomo, en cuanto él como sujeto es en acto poder
legislativo y ejecutivo, y es el súbdito de sus propias y autogeneradas
políticas. Análogamente Kant afirmaba que la moralidad, el momento ético, debe
ser la sumisión incondicional a leyes que nuestra propia razón se ha impuesto.
En sus propias palabras: “un hombre dependiente
ya no es un hombre, ha perdido toda dignidad, no es más que el accesorio de
otro hombre”. Es el valiente grito de “¡Sapere aude!”, “¡Atrévete a saber!”
que reflejaba distorsionadamente la convulsión de la irrupción de revoluciones
populares que desbordaban por izquierda todo límite y medida absolutista. Es
decir: la autonomía nace como práctica en la lucha de las masas contra los
príncipes y señores, contra el Estado-Iglesia, contra el absolutismo, contra
una forma estado histórica, una larga marcha que arrancaba con la teoría
calvinista de la revolución, las prácticas autónomas en la “Gloriosa”
revolución inglesa (levellers, diggers, etc.) desembocando en la revolución
francesa. Con la autonomía el antagonismo, sí o sí, deviene social. Podemos adelantar
una hipótesis: que la palabra autonomía en el lenguaje político de las masas
surge paralelamente y entrelazada con otra: comunismo. Autonomía como razón
práctica es la libertad en sentido positivo, simplemente independencia de la
voluntad humana de las condiciones fenoménicas, de toda determinación necesaria
de parte de las inclinaciones sensibles (apetito, impulsos, etc.). Esta sería
la condición que hace posible la escisión consciente entre la autonomía y la
heteronomía. De acuerdo, el dominio sobre sí mismo, pero esta máxima contiene
una paradoja. El dilema de toda
autonomía puede sintetizarse como “intenta conseguir el dominio sobre ti mismo,
pues exclusivamente bajo esa condición te capacitas para poner en práctica los
fines para contigo mismo”. El barón nos sonríe mientras tira y tira de su
coleta.
El
dominio del movimiento sobre sí mismo, ese momento de autonomía y cooperación,
es previo a todo lo demás. Es la base sin la cual no hay condición de ser
contrapoder real. La decadencia del problema, su “olvido” en la propia
tradición política revolucionaria, su desaparición de toda la filosofía política
contemporánea e incluso del Marxismo “oficial” es algo que aún deberá ser
explicado. Lo cierto es que sucumbió bajo la ideología jacobino-burguesa o lo
que es lo mismo: la idea autonómica fue lentamente desapareciendo desde 1789 de
la propia filosofía burguesa. Sobrevivió en intersticios sofocados bajo instituciones
y represión del estado. Aparecía como idea brillante y bruñida en el cromado de
las luchas de clases pero como un reflejo agónico, apenas visible en el momento
kairológico. Era el clímax de la multitud en su creatividad revolucionaria,
pero era eso: el clímax. Si el comunismo aparecía como un horizonte último y a
veces utópico, la autonomía era simplemente impensable. Muchas de estas
historias de la biopolítica de las masas como autonomía fueron rescatadas por
historiadores desde abajo (Soboul, Rudé, Thompson, Hill, Montgomery, etc.), historiadores-militantes
(Mothé, Montaldi, Bologna, Rawick, etc.) o del “otro” movimiento obrero (Roth,
Lucas, etc.). Paralelamente a su decadencia en la filosofía política de la
burguesía consolidada, su papel en la tradición de Engels y Marx fue polémica:
se redujo el Marxismo a una técnica pura de la organización, se le colocó el
signo igual con “partidismo”. Marx se redujo dramáticamente a una fórmula de
trepanación del cráneo proletario: sólo había que saber colocar la conciencia
socialista justa desde el exterior en el Golem obrero. La historia material de
las masas sólo era una mera ilustración sociológica del oráculo del Comité
Central. Ya todos sabemos en que terminó esta caricatura del pensamiento de
Marx.
Lo
podemos decir claramente: la palabra Autonomía generaba en la ortodoxia
automáticamente un “vade retro, exorciso te!”. Se suponía, en un pistoletazo de
filosofía y política, que condensaba todos los males del canon anti-marxista-leninista:
economicismo, espontaneísmo, anarquismo, seguidismo, diletantismo, etc. Y se pudo
ver como la paradoja autonomista sobrevolaba las grandes discusiones en el
movimiento obrero del siglo XIX, en la diferencia entre partido, sindicato y clase,
en las primeras internacionales, en el uso de herramientas ofensivas (huelga
general), en los debates internos sobre organización, incluso en los dramáticos
días después de la toma del poder en la Rusia bolchevique. Sí la autonomía
podía ser sobrevalorada por cierta historiografía de la espontaneidad, si ella
como cualidad y conducta de masas podía ser estimulada antes de la toma del
poder (incluso incorporada en la ortodoxia), una vez establecida la razón de
estado se volvía algo molesta, era un obstáculo a lo “Kronstadt”, un rasgo
infantil del instinto de las masas que el partido leninista corregiría. La
autonomía de la clase era el verdadero “Deus absconditus” en la dinámica del
marxismo práctico, aunque su centralidad seguía sofocada y su génesis
ontológica ignorada.
Las
tareas de hoy han modificado de alguna manera la valencia de las “Tesis sobre
Feuerbach”: de lo que se trata hoy es de comprender el mundo del capital antes
que transformarlo. En este sentido tenemos tres frentes de batalla: debemos no
sólo realizar la crítica de la economía política del posfordismo, al mismo
tiempo combatir la ideología del capital, sino
además nuestra propia novela revolucionaria. Los cortes epistemológicos en
la tradición revolucionaria no sólo son “normales” sino que indican avance,
nueva síntesis, “Darstellung” y nueva respuesta organizativa al nivel del
desafío del capital. Éste es el Lenin post-1905, el de 1914 a 1917, el que
parece “loco” a los ojos de sus compañeros de partido, el que obsesionado se
sumerge en la Logik de Hegel, el que
intenta desarrollar un nuevo tipo de militancia acorde con la objetividad del
desarrollo de las fuerzas productivas, el autocrítico que reconoce el valor de
las nuevas instituciones sociales basadas en la autonomía (Soviets, consejos,
control obrero, autogestion), el desaforado que ya no parece marxista subido en
un blindado zarista en la estación de Finlandia. Son también las pulsiones sin
esperanza de las masas rusas por rescatar sus instituciones soviéticas, por
recomponer la autonomía perdida, es la historia del Bolchevismo contra el
propio Bolchevismo. Si hay algo abierto es el Marxismo. Yo propongo aquí que
los sucesos encadenados a partir, en especial, de la caída de la URSS (como
símbolo arquetípico de toda una ortodoxia) y el impacto de movimientos
autónomos anticapitalistas han abierto la posibilidad de un Marx más allá de
Marx, pero en algunos casos, más acá de Marx, todavía un desconocido para
nosotros. Todavía un pensador y hombre de acción al que hay que recuperar para
recuperarlo en su integridad científia y en su eficacia política.
Hoy
es posible con alegría pero ab irato
(con ira) plantear una crítica hiperbólica, en algunos casos una dolorosa
autocrítica, a nuestra tradición, a la hipoteca heredada. Y esto es posible
gracias no sólo desarrollos teóricos de diversos orígenes, entre ellos la
posibilidad de conocer al verdadero Marx (todo un tema), sino la crítica a las
armas que hace el propio movimiento de masas en el día a día. Por hiperbólica entendemos,
jugando con la idea metodológica cartesiana, a una duda fundamental que valdría
la pena considerar (tal como Descartes la llamaba) y que cuestiona un mundo. Ahora: ¿Qué dudas hiperbólicas serían posibles
considerar sobre el marxismo? Creemos que se sostienen tres dudas válidas: 1)
la compatibilidad entre la naturaleza humana y el comunismo; 2) el carácter
revolucionario de la clase trabajadora organizada y delegada en un partido
político; 3) el carácter comunista del “socialismo realmente existente” en el
‘900.
Un breve paseo filosófico
En relación a las citadas estrategias, ya ha
quedado apuntada como una de sus características fundamentales la puesta en
cuestión del estatuto de los individuos; la oposición no a la individualidad sino al gobierno de la individualización
practicado desde distintas instituciones, desde lo constituído. Esta
oposición al poder/saber que transforma a los individuos en sujetos es, a la
par, una reivindicación de la capacidad para gobernarse, de la capacidad de
auto-gobierno, de la autonomía. Recorramos brevemente, adoptando la idea de que
la filosofía llega siempre tarde (el vuelo de Minerva) podemos comprobar cómo
impacto las diferentes irrupciones de las multitudes en el árido terreno del
amor a la sófos.
Estación Kant
Entendía la autonomía como talento productivo, que produce efectos en la materia, producción
para la cual no hay una regla determinada (¿dónde se enseña a escribir La Ilíada?, diríamos nosotros: ¿dónde a
diseñar un Soviet o un piquete o una comuna?). No es una disposición de
habilidades, por lo que la originalidad, la ruptura e incluso la ausencia de
memoria (ruptura con la tradición) eran sus rasgos destacados. El sujeto no
sabe cómo se encuentran en él las ideas para una transformación. El poder
constituyente a la luz kantiana nunca imita (imitar es aprender, repetir). La
autonomía es comprendida como una “reflexión” centrada en cuatro momentos:
- Satisfacción
sin interés
- Universalidad
sin concepto
- Finalidad
sin fin
- Necesidad
sin ley
Aquí
la idea poderosa es que la autonomía es comprendida como una experiencia
práctica que modifica al que la experimenta y que se da sus propias leyes. Aquí el sujeto no sólo es organizante sino
tal que se organiza a sí mismo. El sujeto autónomo es un talento (“Genie”) que
le da su propia regla a su praxis. Es obvio que la práctica autónoma se
emparenta con el arte, y hasta Kant diciendo que es difícil de explicar. Nos
quedamos con ciertos términos claves: producción inconsciente, libertad
creadora, originalidad y ruptura, genio como talento innato.
Un
componente académico, de excesivo peso sociológico, intenta de alguna manera
reducir la palabra a o bien una técnica organizativa débil (adecuada o no,
enfrentada con la construcción típicamente trotskista-leninista) o bien a una
suerte de política consciente que tiende hacia la comunidad de bienes o incluso
ghettos posmodernos (una re-edición de la reducciones jesuitas en el siglo XXI)
y el cooperativismo, cuyo fin es acampar lejos del Estado, aunque se está
integramente dentro de él. Aquí presenciamos una doble supresión de la potente
semántica social que posee la idea de autonomía: se traslada al concepto, y del
concepto a la realidad, las propias dudas y confusiones. La Autonomía es una
hipótesis materialista, su base es la especificidad histórica del capital,
aunque hayan podido existir autonomías en las subjetividades pre-capitalistas. Ahí
está la misma secesión pelebeya en la República romana; ahí está la rebelión de
los Ciompi en la Florencia
renacentista; ahí están los consejos de soldados del New Army de Cromwell; ahí están las sociedades seccionarias de los Sans-Culottes; en fin: ahí está la misma
Commune de París. Lo que se sostiene
desde la co-investigación es que la nueva subjetividad naciente con el Posfordismo,
la nueva figura y su morfología en la lucha de clases, posee en su instinto de
clase, en su pulsión constituyente una mayor densidad autónoma que en el
pasado. Esta calidad se deriva de su nueva composición de clase, no es ni una
teoría de la transición, ni una filosofía de la historia, ni un anarquismo
revivido. Es el suelo constitutivo y antagonista, llevado a la exasperación,
del poder constituyente. Aquí hay que diferenciar los comportamientos del
movimiento social a lo largo de la historia. La multitud posfordista, en su
propia dinámica, se hace autónoma primeramente con respecto a la forma estado,
de manera muy radical; y en segundo lugar, con respecto al sistema de
representación política del “Capital-Parlamentarismo”, al estado de partidos y
a las instituciones corporativas heredadas del viejo movimiento obrero. Hace
saltar la cobertura y los nexos de las instituciones, porque biopolíticamente,
en el intersticio de las relaciones de producción, vive “fuera de”. Su
identidad ya no se reconstruye en la reproducción ampliada ligada a la
ciudadanía y al sindicato, sino en la cooperación social, en las nuevas formas
de horizontalidad y democracia directa. Las características de este ejercicio
autónomo es claramente ofensivo: no se trata de defender viejos privilegios, ni
intereses corporativos. Pero si bien la autonomía es ya un dato, un presupuesto
del desarrollo del capital, lo cierto es que toda recomposición de la clase es
siempre centralización, formas de institucionalización, que no pueden
asimilarse a “burocratización”.
Pero
incluso para muchos compañeros hoy no es posible fundamentar la concepción de
una práctica política alternativa en el concepto de autonomía. El problema, que
parece un alejado y nebuloso tema de un Simposio de filósofos académicos, no
puede resultarnos indiferente, en el supuesto que creamos y tengamos interés en
una práctica política gobernada por las propias masas. La idea que tenemos la
potencialidad de tomar distancia frente a nuestros deseos, frente a los roles
sociales y formas de dominio en que nos movemos, frente a las normas y
constituciones por las que nos guiamos, para preguntarnos: ¿quiénes somos
nosotros mismos en todo esto? ¿qué es lo que nosotros mismos queremos? En
cierta forma esta idea parece interpretar que existe un núcleo material
irreductible que en cierta manera pudiera plegarse sobre sí mismo a partir de
sus deseos, instintos y roles sociales concretos y que, justamente por esto,
alberga en ciertas coyunturas históricas, que podríamos llamar
“prerrevolucionarias”, una instancia para elegir, rechazar e integrar las
exigencias internas y externas. En la vida cotidiana llamamos a alguien
“autónomo”, por oposición a dependiente, a alguien que no se orienta por lo que
se dice sino qué el mismo delibera, critica y decide; también es sinónimo de
una persona que tiene una apreciación positiva, una estima alta de sí misma, a
diferencia de aquella con sentimiento de inferioridad. Es decir: tenemos la posibilidad humana de
distanciarnos de lo que hacemos y queremos, y preguntarnos: ¿qué es lo que
nosotros mismos queremos? Pero: ¿qué quiere decir “nosotros” y “mismos”?
Obviamente tiene algo que ver con la autonomía y la autodeterminación del
sujeto, tanto respecto a las expectativas de los demás y de las normas
intersubjetivas, vía la forma-estado, dadas como “naturales”, como respecto de
la propia estructura de instintos, inclinaciones y deseos inmediatamente
compulsivos y conformados por la costumbre y la tradición. Cuando un movimiento
social realiza esto, poniendo en cuestión su propio actuar y querer,
autodisciplinando su amor por lo sectorial y corporativo, su valor afectivo
pasado, cuando construye totalidad a partir de su falso estatuto como parte
pasiva, se puede hablar de una relación
revolucionaria reflexiva consigo mismo. Autonomía debe ser siempre entendida
como libertad en su sentido más amplio y esencial.
Para concluir con unas palabras de Marx, la
Autonomía es en suma el anhelo de convertir la propiedad individual en una
realidad, transformando los medios de producción, la tierra y el capital, que
hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo,
en simples instrumentos de trabajo libre, cooperativo y asociado.