Guillem Boix | El
actual contexto de crisis va más allá de la crisis económica. Se trata de una
crisis sistémica de escala internacional que además de la esfera económica se
traslada también a la esfera política e institucional. En el Estado español,
con el elemento central de la crisis de la deuda soberana, se está traduciendo
en una profunda crisis de legitimidad del régimen forjado durante la
transición. Un régimen basado en el neoliberalismo en la esfera económica y
social y en la negación del derecho de autodeterminación de las naciones
oprimidas dentro del Estado en la esfera política y democrática. El auge del
Movimiento Independentista (MI) en Catalunya, ha vuelto a poner sobre la mesa
el debate sobre la cuestión
nacional.
nacional.
CiU intenta surfear la ola independentista para esconder su
proyecto neoliberal y aun así esto no significa que el MI sea un movimiento
instigado y motivado por la burguesía. De hecho, se trata de un movimiento
popular transversal: “El MI no es un movimiento conservador ni puramente
nacionalista. Es cierto que estas dos dimensiones existen dentro del MI, pero
por el hecho de actuar en un marco tan amplio como es el movimiento de
emancipación nacional quedan en constante colisión y pulsión con diferentes
intereses de clase y procesos sociales”1
Nos encontramos ante la redefinición del bloque social
progresista en Catalunya que por primera vez se posiciona de forma mayoritaria
claramente a favor de la independencia.
Nación: Entre el mito
y la realidad
El concepto de nación un concepto relativamente moderno y
que va ligado al desarrollo del capitalismo. Aunque los diferentes
nacionalismos intentan siempre construir un relato nacional arraigado en una
lectura mitificadora de un pasado ancestral, los nacionalismos parten de una
cultura e identidad previas a las que dan forma. No obstante, la realidad
cultural y lingüística de las sociedades pre-capitalistas dista mucho de las
realidades nacionales unificadas (con estado o sin él) que se desarrollarían
con el triunfo de las revoluciones burguesas.
Esto es así porque el surgimiento del nacionalismo, como
cualquier otra ideología, se basa en unas condiciones históricas y materiales
concretas que permiten su nacimiento. En palabras de Marx, “no es la conciencia
del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo
que determina su conciencia.”2 La nación moderna responde a unas
necesidades concretas en el plano económico y en el proceso concreto del
desarrollo del capitalismo.
Estado nación:
Superestructura del capitalismo
El continente europeo había salido de la primera crisis del
feudalismo a finales del siglo XV con la formación de estados dominados aún por
el modo de producción feudal. Estos estados, con el auge del absolutismo se
centralizan y aun así no encontramos entre su población un sentimiento de
pertenencia a una comunidad lingüística o a una entidad territorial fijada de
la que la población se sienta parte.
Los estados feudales van adaptándose a ciertos elementos de
un capitalismo incipiente. Como apunta Davidson, “la importancia del desarrollo
capitalista estaba menos en el campo de la producción y más en el de la
circulación”3, así con el avance del mercado se crean de forma espontánea redes
de comercio que se van convirtiendo en redes lingüísticas. Los primeros
mercados internos y primeras sociedades de consumo facilitaron un proceso de
unificación política y territorial en donde las personas y las mercancías
pudieran circular libremente.
El éxito en trasladar a la esfera política la nueva
conciencia nacional naciente, especialmente en las zonas donde primero se
desarrolla el capitalismo y estallan, en el siglo XVII, las primeras
revoluciones burguesas (Holanda e Inglaterra), ofrece un modelo que será seguido
(o impuesto) a lo largo del planeta, asentando el Estado-nación moderno como
“el modelo” y el nacionalismo como ideología política que permite una
identificación con el proyecto estatal, no sólo por las clases dominantes, sino
también para el conjunto de la población.
La perspectiva
marxista sobre la cuestión nacional
Marx y Engels formaron parte de la ola revolucionaria de la
década de los años 40 del siglo XIX, en un contexto marcado por la lucha por la
construcción de los grandes estados capitalistas europeos, que representaban un
progreso respecto a los viejos estados feudales. Este contexto es el que
inicialmente les lleva a “menospreciar las aspiraciones de las nacionalidades
[…] que se encuentran dentro de los estados”4.
Tomaron de la filosofía hegeliana la idea de unas “naciones
con historia” y otras “naciones sin historia” estas últimas condenadas a ser
absorbidas por las primeras. En el Manifiesto Comunista escribieron: “Ya el
propio desarrollo de la burguesía, el librecambio, el mercado mundial, la
uniformidad reinante en la producción industrial, con las condiciones de vida
que engendra, se encargan de borrar más y más las diferencias y antagonismos
nacionales”.5 Pronto quedaría patente que en lugar de ser cosas opuestas,
el capitalismo y la identidad nacional iban juntas. Y que poco tenían que ver
los movimientos nacionales que ellos condenaban con los modernos movimientos
nacionales.
A partir de 1860, empieza un viraje en la posición sobre la
cuestión nacional. La libertad de separación de Irlanda que para Marx había
sido siempre imposible pasaba ahora a ser inevitable. Porque mientras la clase
obrera inglesa se alinease con su burguesía contra el pueblo irlandés seguiría
atada a ella e incapaz de hacerle frente. De las lecciones sobre la cuestión
irlandesa se desprende en Marx y Engels la distinción entre el papel del
nacionalismo de la nación opresora y de la nación oprimida, como apunta Chris
Harman “el nacionalismo de los trabajadores y trabajadoras pertenecientes a una
nación opresora les une a sus gobernantes y sólo les hace daño a sí mismos,
mientras que el nacionalismo de una nación oprimida puede llevar a luchar
contra esos gobernantes”6.
El auge del imperialismo volvió a poner en el centro del
debate la cuestión nacional a finales del siglo XIX. La escuela austro-marxista
con Karl Renner y Otto Bauer como máximos exponentes tiene un impacto
destacado. Especialmente después de la publicación de “La cuestión de las
nacionalidades y la socialdemocracia (1907)” de Bauer. En la obra, Bauer
construye un nuevo enfoque sobre el nacionalismo y el mismo origen de las
naciones. En su propuesta nación es la “comunidad de carácter” nacida de la
“comunidad de destino”.
En el contexto del imperio austrohúngaro, de carácter
multinacional, Bauer ataca con firmeza al internacionalismo “cosmopolita” que
consideraba las naciones como un episodio anecdótico destinada a desparecer con
el desarrollo del capitalismo. Según Bauer, el socialismo no solo no acabaría
con las naciones, sino que sería precisamente en la nueva sociedad sin clases
dónde las naciones podrían florecer con su máximo esplendor. Para Bauer, los
socialistas debían abrazar el nacionalismo cultural, para evitar que las
tensiones nacionales rompieran los grandes estados en formación porque estos
eran necesarios, desde su punto de vista, para el desarrollo económico del
capitalismo, hecho que permitiría el desarrollo de la clase trabajadora, única
capaz de acabar con la sociedad de clases.
La visión de la nación de Bauer, que descarta la territorialidad
en su concepción, llevará al socialismo austriaco a defender la “autonomía
cultural” de las naciones que formaban el imperio. De acuerdo con el programa
de la socialdemocracia, el respeto a los derechos nacionales del conjunto de
pueblos sería garantizado por el propio estado una vez reformado y convertido
en un estado plurinacional.
El problema con el planteamiento de Bauer es que no tiene en
cuenta el vínculo del surgimiento de las naciones en el marco general de la
lucha de clases. La defensa de los derechos de las minorías nacionales no
depende de un programa o una constitución que los incluya sino sobre todo de la
correlación de fuerzas que se da. Relegar al Estado central la defensa de los
derechos nacionales no es ninguna garantía.
Por otro lado, la apuesta por la autonomía cultural
acrecentó las tensiones nacionales dentro de las organizaciones obreras en el
imperio austrohúngaro, esto llevó a la escisión, primero, del partido y, luego,
de los sindicatos. La fórmula de la autonomía cultural significó la separación
entre las filas obreras. Como denunció el revolucionario catalán Andreu Nin,
“[e]n oponerse a la disgregación del imperio austrohúngaro […] defendían
objetivamente los intereses de la burguesía austro-alemana”7
Este enfoque sobre el surgimiento de las naciones no
encontrará en el marxismo una explicación alternativa comparable. Lo que se
ofreció en oposición directa a Bauer no fue una contra-explicación sino una
contra-definición, la escrita por Stalin y que desafortunadamente sigue siendo
referencia para parte de la izquierda. En 1913 Stalin definió la nación cómo
“una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base
de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología,
manifestada ésta en la comunidad de cultura”8. Stalin añade que si falta alguno
de esos rasgos ya no podemos hablar de nación, esta definición tan rígida
chocaba evidentemente con la realidad nacional de Estados Unidos (por poner un
ejemplo) que según la definición no sería una nación.
Aun así la primera crítica a los planteamientos de Bauer la
desarrolló el socialista checo Karl Kautsky. El planteamiento de Kautsky, fue
adjetivada por Lenin como “histórica-economicista”9. A pesar de hacer un
esfuerzo para entender el surgimiento de los antagonismos nacionales desde una
perspectiva del desarrollo económico del capitalismo Kautsky consideraba
también que el propio desarrollo del capitalismo llevaría a la desaparición de
las naciones menos dinámicas. Kautsky que formalmente defendía el derecho de
las naciones a la autodeterminación lo hacía con la convicción de que la
independencia era un extremo exagerado.
Antes de la primera guerra mundial, el único partido de la
socialdemocracia10 de Europa que rechazó frontalmente el derecho de las
naciones a la autodeterminación fue el Partido Socialdemócrata de Polonia. La
principal teórica y dirigente del partido, Rosa Luxemburg, desarrolló su
análisis en el contexto polaco marcado por una escisión en los años ‘90 del
siglo XIX dentro de las filas del movimiento socialista entre quienes
paulatinamente iban girando hacia posiciones nacionalistas y quienes se
mantenían firmes en una posición internacionalista.
El aborrecimiento del movimiento nacional polaco (dominado
por posiciones reaccionarias) empujó a Luxemburg a oponerse al derecho de
autodeterminación. Luxemburg toma de Kautsky la idea economicista del
surgimiento de las naciones y de Bauer el concepto de autonomía cultural.
Luxemburg critica la concepción de Kautsky que el desarrollo del capitalismo
acabaría con el conflicto nacional. Según la revolucionaria esto sería
justamente al contrario, en la fase imperialista del desarrollo capitalista las
tensiones nacionales aumentarían al ser las pequeñas naciones anexionadas a los
grandes estados contra su voluntad.
Pero al mismo tiempo la revolucionaria
considera que abogar por el derecho de la autodeterminación de esas naciones es
ilusorio por su falta de capacidad política: “la fórmula del «derecho de las
naciones a la autodeterminación» no es, en el fondo, una directiva política y
programática para abordar la cuestión nacional, sino solamente una forma de
esquivar el problema.”11 Como apunta Harman “se mueve de un brillante
análisis dialéctico de las tendencias económicas y militares del capitalismo
hacia una visión completamente mecánica de las consecuencias políticas.”12
Pero la posición de Luxemburg no es solamente una oposición
al nacionalismo. Ella misma reconoce “la causa del nacionalismo en Polonia no
es ajena a la clase trabajadora, ni lo puede ser, la clase trabajadora no puede
ser indiferente a la opresión más bárbara e intolerable” y añade “el
proletariado puede y ha de luchar por la defensa de la identidad nacional, como
legado cultural […], pero la identidad nacional no se pude defender con el
separatismo nacional”13. Luxemburg encontró una gran oposición a su visión, en
el marco de los debates del movimiento socialista internacional, especialmente
por parte de Lenin quien desarrolla su análisis en el contexto ruso, un imperio
aún más multinacional que el austrohúngaro. La revolución de 1905 había sido
tanto una revolución obrera como de las minorías nacionales oprimidas dentro
del imperio zarista.
Ante la separación noruega de Suecia (que se dio con el
apoyo de las organizaciones obreras suecas y la oposición de la clase dirigente
sueca), Luxemburg reaccionó tachándola de reaccionaria porque se trataba de
cambiar una monarquía por otra. En cambio, Lenin, que tampoco veía que fuera un
gran avance para la clase trabajadora, entendía que como mínimo no suponía un
retroceso y añadía: “La estrecha unión de los obreros noruegos y suecos y su
plena solidaridad de camaradas de clase ganaban, al reconocer de este modo los
obreros suecos el derecho de los noruegos a la separación. Porque los obreros
noruegos se convencían de que los obreros suecos no estaban contagiados de
nacionalismo sueco, de que la fraternidad con los proletarios noruegos estaba,
para ellos, por encima de los privilegios de la burguesía y de la aristocracia
suecas.”14
Esta es la primera aportación de Lenin, la idea central que
la fórmula “derecho de las naciones a la autodeterminación” era la única manera
de mantener los lazos entre la clases trabajadora de diferentes naciones,
debilitando las ideas reaccionarias entre la clase trabajadora de la nación
opresora (el caso de Suecia). Además para el caso de los nacionalismos de la
nación oprimida, Lenin reconocía el potencial de esos movimientos para
debilitar el poder no solo de los grandes estados sino del imperialismo en general.
Para Lenin la diferencia del nacionalismo de la nación
oprimida y el de la nación opresora era una cuestión central. Por eso denunció
a los bolcheviques que veían en el levantamiento irlandés de 1916 un golpe de
estado de la pequeña burguesía. A partir de este momento Lenin rompe con la
idea kautskiana de que la revolución democrática burguesa y la lucha por el
capitalismo nacional solo podía ser liderada por la burguesía. Aun así, viendo
las posibles alianzas que se habían de fraguar entre el movimiento obrero y los
movimientos de emancipación nacional, Lenin insistió en la necesidad práctica
que los y las marxistas se organizasen de forma separada. Fue así por la base
de clase diferente que cada movimiento tenía y la necesidad de no renunciar,
mientras se luchaba por reformas democráticas concretas junto a elementos
burgueses y pequeño burgueses, a la perspectiva general de la clase trabajadora
y los intereses de la revolución socialista.
El desarrollo del imperialismo después de la primera guerra
mundial dejó claro que las luchas venideras no tendrían un carácter puro de
confrontación capital-trabajo (aunque este fuera y siga siendo el elemento
central) porque otras fuerzas (entre ellas las naciones oprimidas) se
rebelarían contra el orden existente. De ahí la importancia de esclarecer una
posición propia e independiente sobre la cuestión nacional por parte de la
clase trabajadora.
En defender el derecho de las naciones a la
autodeterminación –incluyendo el de separación-, Lenin no hacía ninguna
concesión al nacionalismo. De hecho, aun defendiendo los derechos (culturales,
lingüísticos, etc.) de las minorías nacionales Lenin se oponía frontalmente al
concepto de autonomía cultural del austromarxismo que sí consideraba una concesión
nacionalista. La capacidad para entender más allá de la cuestión económica o la
cuestión cultural o psicológica para ofrecer un análisis que destila el aspecto
político de cada problema, cada contradicción, es lo que confiere un especial
valor a la aportación de Lenin.
El desarrollo del capitalismo en el Estado español se dio de
forma desigual, concentrándose en Catalunya y una parte de Euskadi
especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX15, e impidió el
desarrollo de un proyecto nacional unificador en el Estado español. Esto, junto
con la imposibilidad de reformar un estado cuya configuración territorial fue
heredada del absolutismo para adaptarlo a los intereses de la nueva clase
dominante surgida en estos territorios, lleva al surgimiento de un movimiento
nacional, la primera expresión política del cual en Catalunya es el
federalismo, corriente dominante de la izquierda en el siglo XIX, aunque pronto
seria La Lliga (el partido de la burguesía catalana) el principal referente
político del primer nacionalismo catalán. Las propuestas federalizantes o no
centralistas chocan una y otra vez a lo largo de la historia con las
instituciones políticas del Estado central.
En este contexto, desarrollan un esfuerzo de análisis
comunistas disidentes de la línea marcada por Moscú entre los que destacan
Andreu Nin y Joaquim Maurín. Nin considera que: “los movimientos de
emancipación nacional son un aspecto de la revolución democrática” y añade “de
la misma forma que la victoria del socialismo no es posible si no se realiza la
democracia completa, el proletariado que no lance una lucha tenaz y
revolucionaria por la democracia en todas las cuestiones no se puede preparar
para la victoria sobre la burguesía”16. Nin consideraba que en el caso del
Estado español la burguesía había perdido el impulso revolucionario de las
primeras revoluciones burguesas, en un estado formado previamente a esas
revoluciones y con una clase trabajadora más numérica con una conciencia ya
desarrollada que entendía las reivindicaciones democráticas (compartidas con la
burguesía) dentro del programa más amplio de la revolución.
De hecho Nin, entiende que a pesar de un movimiento nacional
catalán dominado por las organizaciones de la pequeña burguesía (ERC) la
incapacidad de esa clase para ofrecer soluciones (no solamente en el caso de
los derechos nacionales sino también en la reforma agraria y otros aspectos
pendientes de la revolución democrático-burguesa en el Estado) facilitaría la
hegemonía del proletariado y las organizaciones revolucionarias. El estallido
revolucionario de 1936 vendría a confirmar esas tesis.
El advenimiento de la segunda república, que a pesar de las
promesas federalistas, se acaba definiendo como “república integral” (forma
ambigua de decir estado unitario) lleva a Maurín, que consideraba los
movimientos de emancipación nacional como un factor revolucionario de primer
orden a escribir:
Somos separatistas. Pero no separatistas de España, sino del
Estado español. En España hay una pugna entre el estado y las nacionalidades
oprimidas. Hay que desarticular el estado, romperlo, quebrantarlo. Sólo cuando
el estado semifeudal esté destrozado podrá formarse la verdadera unidad
ibérica, con Gibraltar y Portugal incluso17.
Maurín, siguiendo la concepción acuñada por el republicano
federal Gabriel Alomar18 distingue tres etapas de la evolución del
movimiento nacional catalán. Una primera fase hegemonizada por la alta
burguesía catalana que utiliza la cuestión nacional para arrancar concesiones
al gobierno central al mismo tiempo que evita la erosión política por sus
planteamientos antisociales. Una segunda fase dónde la dirección del
movimiento, pasa a manos de la pequeña burguesía y una tercera fase que se alza
sobre el fracaso de las negociaciones entre los representantes de la pequeña
burguesía catalana con la gran burguesía española (que no está dispuesta a
hacer concesiones) y que pone al proletariado como única clase capaz de
resolver el problema de la única manera que pude hacerlo, la revolucionaria.
Maurín considera que la implicación de la clase trabajadora en la resolución
democrática de la cuestión nacional ayudará a constituir un “centro de
convergencia entre la Catalunya obrera y campesina y la Catalunya democrática”19.
Crisis y nacionalismo
El Estado nación es la forma típica de administración
política asociada al capitalismo. Desde este punto de vista, no es extraño que
la ideología nacionalista siga formando parte de la conciencia de las personas,
por cómo responde a la experiencia diaria de las vidas bajo el capitalismo.
Además el nacionalismo no es algo que “pasa” en momentos de auge de los
movimientos independentistas, el sistema capitalista refuerza el nacionalismo
como condición necesaria para su propia supervivencia.
El contexto de crisis actual refuerza el auge de los
nacionalismos. En el caso del Estado español la crisis está siendo utilizada
por parte del gobierno del PP, con el apoyo de sectores del PSOE para emprender
una recentralización estatal que responde a la lógica centralizadora de la
austeridad. Esto vestido con un refuerzo del nacionalismo español como
justificación ideológica. Al mismo tiempo, las comunidades autónomas,
especialmente allí dónde más competencias se han traspasado, ven amenazadas su
propia capacidad de gestión. La crisis económica tensiona las relaciones entre
las elites económicas. Las burguesías “periféricas” utilizan el conflicto
nacional para esconder sus políticas neoliberales. La aproximación a las tres
fases del movimiento en Catalunya, definida por Alomar20, no debe ser vista como
una categorización aplicable exclusivamente al contexto histórico del primer
tercio del siglo XX. Hay elementos de esa visión que caracterizan la situación
actual (por ejemplo el crecimiento de ERC en detrimento de CiU21). Por eso en
el actual contexto es importante que desde la izquierda anticapitalista se
ponga en el centro de la política la defensa de la autodeterminación y la
independencia. El miedo a la confrontación con el Estado puede llevar al
replegamiento de los sectores más moderados del MI, esto pude abrir nuevas vías
en las que la defensa de la independencia desde posiciones democráticas y
sociales vaya ganando hegemonía, abriendo las posibilidades de desarrollo de
proyectos de ruptura no ya solamente con el Estado español sino con el capitalismo.
El crecimiento del independentismo en Catalunya forma parte
de la respuesta social a la crisis. Para construir una política de clase y
anticapitalista que ponga sobre la mesa elementos clave de la salida
anticapitalista de la crisis como el no pago de la deuda, la colectivización de
las empresas estratégicas, etc. hace falta plantear esas demandas no como
contrapuestas a las demandas “nacionales” sino como confluyentes con el
proyecto democrático-emancipador.
Durante más de un siglo las y
los marxistas más destacados han debatido la manera de reaccionar a las
opresiones y luchas nacionales, a veces protagonizando fuertes controversias
entre ellos (como, por ejemplo, entre Rosa Luxemburgo y Lenin). Guillem Boix, enmarca estos debates en su contexto histórico y los
examina para ayudar a posicionarnos ante las oportunidades y los desafíos del
actual choque de nacionalismos en el Estado.