Karl Marx en carta a
Pavel Vasilievich, fechada en Bruselas (Bélgica), el 28 de diciembre de 1846
- “… la historia social de los hombres no es nunca más que la historia de su desarrollo individual, tengan o no ellos mismos conciencia de esto. Sus relaciones materiales forman la base de todas sus relaciones. Estas relaciones materiales no son más que las formas necesarias bajo las cuales se realiza su actividad material e individual.”
- “Hubiera querido enviarle […] mi libro de Economía política, pero hasta ahora no he conseguido imprimir esta obra ni mi crítica de los filósofos y socialistas alemanes […] Le parecerán a usted inverosímiles las dificultades que una publicación de este tipo encuentra en Alemania, tanto por parte de la policía como por parte de los libreros, que son representantes interesados de todas las tendencias que yo ataco.”
Querido señor Annenkov: Hace ya mucho que hubiera recibido usted la respuesta a la
suya del 1 de noviembre si mi librero me hubiese mandado antes de la semana
pasada la obra del señor Proudhon “La Filosofía de la Miseria”. La he leído por
encima, en dos días, a fin de comunicarle a usted, sin pérdida de tiempo, mi
opinión. Por haberla leído sin gran detenimiento, no puedo entrar en detalles,
y me limito a hablarle de la impresión general que me ha producido. Si usted lo
desea, podré extenderme al particular en otra carta.
Le confieso francamente que el libro me ha parecido, en
general, malo, muy malo. Usted mismo ironiza en su carta refiriéndose al «jirón
de la filosofía alemana» de que alardea el señor Proudhon en esta obra informe
y presuntuosa, pero usted supone que el veneno de la filosofía no ha afectado a
sus investigaciones económicas. Yo también estoy muy lejos de imputar a la
filosofía del señor Proudhon los errores de sus investigaciones económicas.
El señor Proudhon no nos ofrece una crítica falsa de la Economía Política porque sea la suya una filosofía ridícula; nos ofrece una filosofía ridícula porque no ha comprendido la situación social de nuestros días en su engranaje [engrènement], si usamos esta palabra, que, como otras muchas cosas, el señor Proudhon ha tomado de Fourier.
El señor Proudhon no nos ofrece una crítica falsa de la Economía Política porque sea la suya una filosofía ridícula; nos ofrece una filosofía ridícula porque no ha comprendido la situación social de nuestros días en su engranaje [engrènement], si usamos esta palabra, que, como otras muchas cosas, el señor Proudhon ha tomado de Fourier.
¿Por qué el señor Proudhon habla de Dios, de la razón
universal, de la razón impersonal de la humanidad, razón que nunca se equivoca,
que siempre es igual a sí misma y de la que basta tener una idea acertada para
ser dueño de la verdad? ¿Por qué el señor Proudhon recurre a un hegelianismo
superficial para fingirse un pensador profundo?
El mismo señor Proudhon nos da la clave del enigma. Para el
señor Proudhon la historia es una determinada serie de desarrollos sociales. El
ve en la historia la realización del progreso. El estima, finalmente, que los
hombres, tomados como individuos, no sabían lo que hacían, que se imaginaban de
modo erróneo su propio movimiento, es decir, que su desarrollo social parece, a
primera vista, una cosa distinta, separada, independiente de su desarrollo
individual. El señor Proudhon no puede explicar estos hechos y recurre entonces
a su hipótesis —verdadero hallazgo— de la razón universal que se manifiesta.
Nada más fácil que inventar causas místicas, es decir, frases cuando se carece
de sentido común.
Pero cuando el señor Proudhon reconoce que no comprende en
absoluto el desarrollo histórico de la humanidad —como lo hace al recurrir a
las palabras altisonantes de razón universal, Dios, etc.— ¿no reconoce también
implícitamente que es incapaz de comprender el desarrollo económico?
¿Qué es la sociedad, cualquiera que sea su forma? El
producto de la acción recíproca de los hombres.
¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma
social? Nada de eso. A un determinado nivel de desarrollo de las facultades
productivas de los hombres, corresponde una determinada forma de comercio y de
consumo. A determinadas fases de desarrollo de la producción, del comercio, del
consumo, corresponden determinadas formas de constitución social, una
determinada organización de la familia, de los estamentos o de las clases; en
una palabra, una determinada sociedad civil. A una determinada sociedad civil,
corresponde un determinado orden político (état politique), que no es más que
la expresión oficial de la sociedad civil. Esto es lo que el señor Proudhon
jamás llegará a comprender, pues él cree que ha hecho una gran cosa apelando
del Estado a la sociedad civil, es decir, del resumen oficial de la sociedad a
la sociedad oficial.
Huelga añadir que los hombres no son libres árbitros de sus
fuerzas productivas —base de toda su historia—, pues toda fuerza productiva es
una fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las
fuerzas productivas son el resultado de la energía práctica de los hombres,
pero esta misma energía se halla determinada por las condiciones en que los
hombres se encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por
la forma social anterior a ellos, que ellos no crean y que es producto de la
generación anterior. El simple hecho de que cada generación posterior se
encuentre con fuerzas productivas adquiridas por la generación precedente, que
le sirven de materia prima para la nueva producción, crea en la historia de los
hombres una conexión, crea una historia de la humanidad, que es tanto más la
historia de la humanidad por cuanto las fuerzas productivas de los hombres, y,
por consiguiente, sus relaciones sociales, han adquirido mayor desarrollo.
Consecuencia obligada: la historia social de los hombres no es nunca más que la
historia de su desarrollo individual, tengan o no ellos mismos conciencia de
esto. Sus relaciones materiales forman la base de todas sus relaciones. Estas
relaciones materiales no son más que las formas necesarias bajo las cuales se
realiza su actividad material e individual.
El señor Proudhon confunde las ideas y las cosas. Los
hombres no renuncian nunca a lo que han conquistado, pero esto no quiere decir
que no renuncien nunca a las formas sociales bajo las cuales han adquirido
determinadas fuerzas productivas. Todo lo contrario. Para no verse privados del
resultado adquirido, para no perder los frutos de la civilización, los hombres
se ven constreñidos, desde el momento en que el tipo de su comercio no corresponde
ya a las fuerzas de producción adquiridas, a modificar todas sus formas
sociales tradicionales. Empleo aquí la palabra «comercio» en su sentido más
amplio, para designar lo que en alemán decimos «Verkehr». Por ejemplo: el privilegio, la institución de gremios y
corporaciones, el régimen reglamentado de la Edad Media, eran relaciones
sociales que sólo se correspondían con las fuerzas productivas adquiridas y con
el estado social anterior, del que aquellas instituciones habían brotado. Bajo
la tutela del régimen de las corporaciones y las ordenanzas, se acumularon
capitales, se desarrolló el comercio marítimo, se fundaron colonias; y los hombres habrían
perdido estos frutos de su actividad, si se hubiesen empeñado en conservar las
formas a la sombra de las cuales habían madurado aquellos frutos. Por eso
estallaron dos truenos: la revolución de 1640 y la de 1688. En Inglaterra
fueron destruidas todas las viejas formas económicas, las relaciones sociales
con ellas congruentes y el Estado político que era la expresión oficial de la
vieja sociedad civil. Por tanto, las formas económicas bajo las que los hombres
producen, consumen y cambian, son transitorias e históricas. Al adquirir nuevas
fuerzas productivas, los hombres cambian su modo de producción, y con el modo
de producción cambian todas las relaciones económicas, que no eran más que las
relaciones necesarias de aquel modo concreto de producción.
Esto es lo que el señor Proudhon no ha sabido comprender y,
menos aún, demostrar. Incapaz de seguir el movimiento real de la historia, el
señor Proudhon nos ofrece una fantasmagoría con pretensiones de dialéctica. No
siente la necesidad de hablar de los siglos XVII, XVIII y XIX, porque su
historia discurre en los medios nebulosos de la imaginación y se eleva, muy
alto, por encima del tiempo y del espacio. En una palabra, eso no es historia,
sino viejos trapos hegelianos, no es una historia profana —la historia de los
hombres—, sino una historia sagrada, la historia de las ideas. A su modo de
ver, el hombre no es más que un instrumento del que se vale la idea o la razón
eterna para desarrollarse. Las evoluciones de que habla el señor Proudhon son
concebidas como evoluciones que se operan en el seno de la mística idea
absoluta. Si arranca uno el velo de este lenguaje místico, verá que el señor
Proudhon le ofrece el orden en que las categorías económicas se hallan
alineadas en su cabeza. No hará falta que me esfuerce mucho para probarle que
éste es el orden de una mente muy desordenada.
El señor Proudhon inicia su libro con una disertación acerca
del valor, que es su tema predilecto. En ésta no entraré en el análisis de
dicha disertación.
La serie de evoluciones económicas de la razón eterna
comienza con la división del trabajo. Para el señor Proudhon la división del trabajo
es una cosa bien simple. Pero, ¿no fue el régimen de las castas una determinada
división del trabajo? ¿No fue el régimen de las corporaciones otra división del
trabajo? Y la división del trabajo del régimen de la manufactura, que comenzó a
mediados del siglo XVII y terminó a fines del XVIII en Inglaterra, ¿no fue
también totalmente distinta de la división del trabajo de la gran industria, de
la industria moderna?
El señor Proudhon se halla tan lejos de la verdad que omite
incluso lo que los economistas profanos toman en consideración. Cuando habla de
la división del trabajo, no siente la necesidad de hablar del mercado mundial.
Pues bien, ¿acaso la división del trabajo en los siglos XIV y XV, cuando no
había aún colonias, cuando América no existía aún para Europa y al Asia
Oriental sólo se podía llegar a través de Constantinopla, acaso esa división
del trabajo no debía distinguirse esencialmente de la división del trabajo en
el siglo XVII, cuando las colonias se hallaban ya desarrolladas?
Pero esto no es todo. Toda la organización interior de los
pueblos, todas sus relaciones internacionales, ¿son acaso otra cosa que la
expresión de cierta división del trabajo?, ¿no deben cambiar con los cambios de
la división del trabajo?
El señor Proudhon ha comprendido tan poco en el problema de
la división del trabajo, que ni siquiera habla de la separación de la ciudad y
del campo, que en Alemania, por ejemplo, se operó del siglo IX al XII. Así,
pues, esta separación debe ser ley eterna para el señor Proudhon, ya que no
conoce ni su origen ni su desarrollo. En todo su libro habla como si esta
creación de un modo de producción determinado debiera existir hasta el fin del
mundo. Todo lo que el señor Proudhon dice de la división del trabajo es sólo un
resumen, por cierta muy superficial, muy incompleto, de lo dicho antes por Adam
Smith y otros mil autores.
La segunda evolución son las máquinas. En el señor Proudhon
la conexión entre la división del trabajo y las máquinas es enteramente
mística. Cada una de las formas de división del trabajo tiene sus instrumentos
de producción específicos. De mediados del siglo XVII a mediados del siglo
XVIII, por ejemplo, los hombres no lo hacían todo a mano. Poseían instrumentos,
e instrumentos muy complicados, como telares, buques, palancas, etc., etc.
Así, pues, nada más ridículo que derivar las máquinas de la
división del trabajo en general.
Señalaré también, de pasada, que si el señor Proudhon no ha
alcanzado a comprender el origen histórico de las máquinas, peor aún ha
comprendido su desarrollo. Puede decirse que hasta 1825 —período de la primera
crisis universal— las necesidades del consumo, en general, crecían más
rápidamente que la producción, y el desarrollo de las máquinas fue una
consecuencia forzada de las necesidades del mercado. A partir de 1825, la
invención y la aplicación de las máquinas no han sido más que un resultado de
la guerra entre patronos y obreros. Pero esto sólo puede decirse de Inglaterra.
En cuanto a las naciones europeas, se han visto obligadas a emplear las máquinas
por la concurrencia que les hacen los ingleses, tanto en sus propios mercados
como en el mercado mundial. Finalmente, en Norteamérica la introducción de la
maquinaria se ha debido tanto a la concurrencia con otros pueblos, como a la
escasez de mano de obra, es decir, a la desproporción entre la población del
país y sus necesidades industriales. Por estos hechos puede usted ver qué
sagacidad pone de manifiesto el señor Proudhon cuando conjura el fantasma de la
concurrencia como la tercera evolución, ¡como la antítesis de las máquinas!
Finalmente, es en general un verdadero absurdo hacer de las
máquinas una categoría económica al lado de la división del trabajo, de la
concurrencia, del crédito, etc.
La máquina tiene tanto de categoría económica como el buey
que tira del arado. La aplicación actual de las máquinas es una de las
relaciones de nuestro régimen económico presente, pero el modo de explotar las
máquinas es totalmente distinto de las propias máquinas. La pólvora continúa
siendo pólvora, indistintamente de que se la emplee para herir a un hombre o
para restañar sus heridas.
El señor Proudhon se supera a sí mismo cuando permite que la
concurrencia, el monopolio, los impuestos o la policía, la balanza de comercio,
el crédito y la propiedad se desarrollen en el interior de su cabeza
precisamente en el orden de mi enumeración. Casi todas las instituciones de
crédito se habían desarrollado ya en Inglaterra a comienzos del siglo XVIII,
antes de la invención de las máquinas. El crédito público no era más que una
nueva manera de elevar los impuestos y de satisfacer las nuevas demandas
originadas por la llegada de la burguesía al poder.
Finalmente, la propiedad constituye la última categoría en
el sistema del señor Proudhon. En el mundo real, por el contrario, la división
del trabajo y todas las demás categorías del señor Proudhon son relaciones
sociales, cuyo conjunto forma lo que actualmente se llama propiedad; fuera de
esos relaciones, la propiedad burguesa no es sino una ilusión metafísica o
jurídica. La propiedad de otra época, la propiedad feudal, se desarrolla en una
serie de relaciones sociales completamente distintas. Cuando establece la
propiedad como una relación independiente, el señor Proudhon comete algo más
que un error de método: prueba claramente que no ha aprehendido el vínculo que
liga todas las formas de la producción burguesa, que no ha comprendido el
carácter histórico y transitorio de las formas de la producción en una época
determinada. El señor Proudhon sólo puede hacer una crítica dogmática, pues no
estima nuestras instituciones sociales como productos históricos y no comprende
ni su origen ni su desarrollo.
Así, el señor Proudhon se ve también constreñido a recurrir
a una ficción para explicar el desarrollo. Se imagina que la división del
trabajo, el crédito, las máquinas, etc. han sido inventados para servir a su
idea fija, a la idea de la igualdad. Su explicación es de una ingenuidad
sublime. Esas cosas han sido inventadas para la igualdad, pero
desgraciadamente, se han vuelto contra ella. Este es todo su argumento. Con
otras palabras: hace una suposición gratuita, y como el desarrollo real y su
ficción se contradicen a cada paso, concluye que hay una contradicción. Oculta
que la contradicción únicamente existe entre sus obsesiones y el movimiento
real.
Así, pues, el señor Proudhon, debido principalmente a su
falta de conocimientos históricos, no ha visto que los hombres, al desarrollar
sus facultades productivas, es decir, al vivir, desarrollan ciertas relaciones
entre ellos y que el carácter de estas relaciones cambia necesariamente con la
modificación y el desarrollo de estas facultades productivas. No ha visto que
las categorías económicas no son más que abstracciones de estas relaciones
reales y que únicamente son verdades mientras esas relaciones subsisten. Por
consiguiente, incurre en el error de los economistas burgueses, que ven en esas
categorías económicas leyes eternas y no leyes históricas, que lo son
únicamente para cierto desarrollo histórico, para un desarrollo determinado de
las fuerzas productivas. Así, pues, en vez de considerar las categorías
político-económicas como abstracciones de relaciones sociales reales,
transitorias, históricas, el señor Proudhon, debido a una inversión mística,
sólo ve en las relaciones reales encarnaciones de esas abstracciones. Esas
abstracciones son ellas mismas fórmulas que han estado dormitando en el seno de
Dios padre desde el nacimiento del mundo.
Pero aquí nuestro buen señor Proudhon sufre graves
convulsiones intelectuales. Si todas esas categorías económicas son emanaciones
del corazón de Dios, si son la vida oculta y eterna de los hombres, ¿cómo puede
haber ocurrido, primero, que se hayan desarrollado y, segundo, que el señor
Proudhon no sea conservador? El señor Proudhon explica estas contradicciones
evidentes valiéndose de todo un sistema de antagonismos.
Para esclarecer este sistema de antagonismos, tomemos un
ejemplo.
El monopolio es bueno porque es una categoría económica y,
por tanto, una emanación de Dios. La concurrencia es buena, porque también es
una categoría económica. Pero lo que no es bueno es la realidad del monopolio y
la realidad de la concurrencia. Y aún es peor que el monopolio y la
concurrencia se devoren mutuamente. ¿Qué se debe hacer? Como estos pensamientos
eternos de Dios se contradicen, al señor Proudhon le parece evidente que
también en el seno de Dios hay una síntesis de estos dos pensamientos, en la
que los males del monopolio se ven equilibrados por la concurrencia y
viceversa. Como resultado de la lucha entre las dos ideas, sólo puede
exteriorizarse su lado bueno. Hay que arrancar a Dios esta idea secreta,
aplicarla seguidamente y todo saldrá a las mil maravillas; hay que revelar la
fórmula sintética oculta en la noche de la razón impersonal de la humanidad. El
senor Proudhon se ofrece como revelador sin titubeo alguno.
Pero mire usted por un segundo la vida real. En la vida
económica de nuestros días no sólo usted verá la concurrencia y el monopolio,
sino también su síntesis, que no es una fórmula, sino un movimiento. El
monopolio produce la concurrencia y la concurrencia produce el monopolio. Por
lo tanto, esta ecuación, lejos de eliminar las dificultades de la situación
presente, como se lo imaginan los economistas burgueses, tiene por resultado
una situación aún más difícil y más embrollada. Así, al cambiar la base sobre
la que descansan las relaciones económicas actuales, al aniquilar el modo
actual de producción, se aniquila no sólo la concurrencia, el monopolio y su
antagonismo, sino también su unidad, su síntesis, el movimiento, que es el
equilibrio real de la concurrencia y del monopolio.
Ahora le daré un ejemplo de la dialéctica del señor
Proudhon.
La libertad y la esclavitud forman un antagonismo. No hay
necesidad de referirse a los lados buenos y malos de la libertad. En cuanto a
la esclavitud, huelga hablar de sus lados malos. Lo único que debe ser
explicado es el lado bueno de la esclavitud. No se trata de la esclavitud
indirecta, de la esclavitud del proletariado; se trata de la esclavitud
directa, de la esclavitud de los negros en Surinam, en el Brasil y en los
Estados meridionales de Norteamérica.
La esclavitud directa es un pivote de nuestro industrialismo
actual, lo mismo que las máquinas, el crédito, etc. Sin la esclavitud, no
habría algodón, y sin algodón, no habría industria moderna. Es la esclavitud lo
que ha dado valor a las colonias, son las colonias lo que ha creado el comercio
mundial, y el comercio mundial es la condición necesaria de la gran industria
mecanizada. Así, antes de la trata de negros, las colonias no daban al mundo
viejo más que unos pocos productos y no cambiaron visiblemente la faz de la
tierra. La esclavitud, es, por tanto, una categoría económica de la más alta
importancia. Sin la esclavitud, Norteamérica, el país más desarrollado, se
transformaría en país patriarcal. Si se borra a Norteamérica del mapa del
mundo, tendremos la anarquía, la decadencia absoluta del comercio y de la
civilización modernas. Pero hacer desaparecer la esclavitud equivaldría a
borrar a Norteamérica del mapa del mundo. La esclavitud es una categoría
económica y por eso se observa en cada nación desde que el mundo es mundo. Los
pueblos modernos sólo han sabido disfrazar la esclavitud en sus propios países
e importarla al nuevo mundo. ¿Qué hará nuestro buen señor Proudhon después de
estas consideraciones acerca de la esclavitud? Buscará la síntesis de la
libertad y de la esclavitud, el verdadero término medio o equilibrio entre la
esclavitud y la libertad.
El señor Proudhon ha sabido ver muy bien que los hombres
hacen el paño, el lienzo, la seda; y no es un gran mérito, en él, haber sabido
ver estas cosas tan sencillas. Lo que el señor Proudhon no ha sabido ver es que
los hombres producen también, con arreglo a sus facultades productivas, las
relaciones sociales en que producen el paño y el lienzo. Y menos aún ha sabido
ver que los hombres que producen las relaciones sociales con arreglo a su
productividad material (productivité matérielle), crean también las ideas y las
categorías, es decir, las expresiones ideales abstractas de esas mismas
relaciones sociales. Por tanto, estas categorías son tan poco eternas como las
relaciones a que sirven de expresión. Son productos históricos y transitorios.
Para el señor Proudhon las abstracciones, las categorías son, por el contrario,
la causa primaria. A su juicio, son ellas y no los hombres quienes hacen la
historia. La abstracción, la categoría, considerada como tal, es decir,
separada de los hombres y de su acción material, es, naturalmente, inmortal,
inalterable, impasible; no es más que una modalidad de la razón pura, lo cual
quiere decir, simplemente, que la abstracción, considerada como tal, es
abstracta: ¡tautología maravillosa!
Por eso las relaciones económicas, vistas en forma de
categorías, son para el señor Proudhon fórmulas eternas, que no conocen
principio ni progreso.
En otros términos: el señor Proudhon no afirma directamente
que la vida burguesa sea para él una verdad eterna. Lo dice indirectamente, al
divinizar las categorías que expresan en forma de ideas las relaciones
burguesas. Toma los productos de la sociedad burguesa por seres eternos
surgidos espontáneamente, y dotados de vida propia, tan pronto como se los
presenta en forma de categorías, en forma de ideas. No ve, por tanto, más allá
del horizonte burgués. Como opera con ideas burguesas, suponiéndolas
eternamente verdaderas, pugna por encontrar la síntesis de estas ideas, su
equilibrio, y no ve que su modo actual de equilibrarse es el único posible.
En realidad, hace lo que hacen todos los buenos burgueses.
Todos ellos nos dicen que la libre concurrencia, el monopolio, etc., en
principio, es decir, considerados como ideas abstractas, son los únicos
fundamentos de la vida, aunque en la práctica dejen mucho que desear. Todos
ellos quieren la concurrencia, sin las funestas consecuencias de la
concurrencia. Todos ellos quieren lo imposible, a saber: las condiciones
burguesas de vida, sin las consecuencias necesarios de estas condicionas.
Ninguno de ellos comprende que la forma burguesa de producción es una forma
histórica y transitoria, como lo era la forma feudal. Este error proviene de
que, para ellos, el hombre burgués es la única base posible de toda sociedad,
proviene de que no pueden representarse ningún estado social en que el hombre
hubiese dejado de ser burgués.
El señor Proudhon es, pues, necesariamente, un doctrinario.
El movimiento histórico que está revolucionando el mundo actual, se reduce,
para él, al problema de encontrar el verdadero equilibrio, la síntesis de dos
ideas burguesas. Así, el hábil mozo descubre, a fuerza de sutileza, la idea
oculta de Dios, la unidad de las dos ideas aisladas, que sólo lo están porque
el señor Proudhon las ha aislado de la vida práctica, de la producción actual,
que es la combinación de las realidades que ellas expresan. En vez del gran
movimiento histórico que brota del conflicto entre las fuerzas productivas ya
alcanzadas por los hombres y sus relaciones sociales, que ya no corresponden a
estas fuerzas productivas; en vez de las guerras espantosas que se preparan
entre las distintas clases de una nación y entre las diferentes naciones; en
vez de la acción práctica y violenta de las masas, la única que puede resolver
estos conflictos; en vez de este movimiento vasto, duradero y complicado, el
señor Proudhon, pone el detestable movimiento de su cabeza (la mouvement
cacadouphin). Así, son los sabios, los hombres capaces de sorprender los
pensamientos recónditos de Dios, los que hacen la historia. A la gente menuda
sólo le toca poner en práctica sus revelaciones.
Ahora comprenderá usted por qué el señor Proudhon es enemigo
declarado de todo movimiento político. Para él, la solución de los problemas
actuales no consiste en la acción pública, sino en las rotaciones dialécticas
dentro de su cabeza. Como las categorías son, para él, las fuerzas motrices,
para cambiar las categorías no hace falta cambiar la vida práctica. Muy por el
contrario: hay que cambiar las categorías, y en consecuencia cambiará la
sociedad real.
En su deseo de conciliar las contradicciones, lo único que
no se le ocurre al señor Proudhon es preguntar si no deberá ser derrocada la
base misma de estas contradicciones. Se parece en todo al político doctrinario,
para quien el rey, la Cámara de los diputados y el Senado son, como partes
integrantes de la vida social, categorías eternas. Sólo que él busca una nueva
fórmula para equilibrar estas potencias, cuyo equilibrio está precisamente en
el movimiento actual, en que una de estas potencias tan pronto es vencedora
como esclava de la otra. Así, en e] siglo XVIII una multitud de cabezas
mediocres se dedicaban a buscar la verdadera fórmula para equilibrar los
estamentos sociales, la nobleza, el rey, el parlamento, etc., y al día siguiente
ya no había ni rey, ni parlamento, ni nobleza. El verdadero equilibrio en este
antagonismo era el derrocamiento de todas las relaciones sociales que servían
de base a estas instituciones feudales y al antagonismo entre ellas.
Como el señor Proudhon pone de un lado las ideas eternas,
las categorías de la razón pura, y del otro lado a los hombres y su vida
práctica, que es, según él, la aplicación de estas categorías, encuentra usted
en él desde el primer momento un dualismo entre la vida y las ideas, entre el
alma y el cuerpo; dualismo que se repite bajo muchas formas. Ahora se dará
usted cuenta de que este antagonismo no es más que la incapacidad del señor
Proudhon para comprender el origen terrenal y la historia profana de las
categorías que él diviniza.
Me he extendido ya demasiado y no puedo detenerme en las
absurdas acusaciones que el señor Proudhon lanza contra el comunismo. Por el
momento, convendrá usted conmigo en que un hombre que no ha comprendido el
actual estado de la sociedad menos aún comprenderá el movimiento que tiende a
derrocarla y las expresiones literarias de ese movimiento revolucionario.
El único punto en que estoy completamente de acuerdo con el
señor Proudhon es en su repulsión hacia la sensiblería socialista. Antes que él
me he ganado ya muchos enemigos por mis ataques contra el socialismo borreguil,
sentimental, utopista. ¿Pero no se hace el señor Proudhon ilusiones extrañas
cuando opone su sentimentalismo de pequeño burgués —me refiero a sus
declamaciones acerca del hogar, el amor conyugal y todas esas banalidades— al
sentimentalismo socialista, que en Fourier, por ejemplo, es mucho más profundo
que las presuntuosas banalidades de nuestro buen Proudhon? El mismo comprende
tan bien la vaciedad de sus argumentos, su completa incapacidad para hablar de
estas cosas, que se lía de pronto la manta a la cabeza y pronuncia furiosas
tiradas y exclamaciones (irae hominis probi), vocifera, despidiendo espumarajos
por la boca, jura, denuncia, maldice, se da golpes de pecho y se jacta ante
Dios y ante los hombres de hallarse puro de infamias socialistas. Se desvela
por criticar el sentimentalismo socialista o lo que él toma por
sentimentaIismo. Como un santo, como el Papa, excomulga a los pobres pecadores
y canta las glorias de la pequeña burguesía y las miserables, amorosas y
patriarcales ilusiones del hogar. Esto no es casual. El señor Proudhon es de
pies a cabeza un filósofo y un economista de la pequeña burguesía. En una
sociedad avanzada el pequeño burgués se hace necesariamente, en virtud de su
posición, socialista de una parte y economista de la otra, es decir, se siente
deslumbrado por la magnificencia de la gran burguesía y siente compasión por
los dolores del pueblo. Es al mismo tiempo burgués y pueblo. En su fuero
interno se jacta de ser imparcial, de haber encontrado el justo equilibrio, que
proclama diferente del término medio. Ese pequeño burgués diviniza la
contradicción, porque la contradicción es el fondo de su ser. No es más que la
contradicción social en acción. Debe justificar teóricamente lo que él mismo es
en la práctica, y al señor Proudhon corresponde el mérito de ser el intérprete
científico de la pequeña burguesía francesa, lo que constituye un verdadero
mérito, pues la pequeña burguesía será parte integrante de todas las revoluciones
sociales que han de suceder.
Hubiera querido enviarle con esta carta mi libro de Economía
política, pero hasta ahora no he conseguido imprimir esta obra ni mi crítica de
los filósofos y socialistas alemanes, de la que le hablé en Bruselas. Le parecerán
a usted inverosímiles las dificultades que una publicación de este tipo
encuentra en Alemania, tanto por parte de la policía como por parte de los
libreros, que son representantes interesados de todas las tendencias que yo
ataco. En cuanto a nuestro propio partido, además de ser pobre, una gran parte
del Partido Comunista Alemán está enfadada conmigo porque me opongo a sus
utopías y a sus declamaciones…