Salvador López Arnal | Especial para ÑángaraMarx | Lenin y su obra (Dopesa, 1977) fue el primer libro publicado por Francisco Fernández Buey [1]. Vinieron luego Ensayos sobre Gramsci (Editorial Materiales, 1978) y Contribución a la crítica del marxismo cientificista. (Edicions de la Universitat de Barcelona, 1984). Su Marx (sin ismos) (Los Libros del Viejo Topo, 1998) fue su décimo primer libro. En 1983, FFB publicó sus primeros artículos como marxólogo, sus primeros trabajos directamente relacionados con la obra de Marx: “Las opiniones de Karl Marx sobre arte y literatura”, Mientras Tanto, Nº 13, abril de 1983; “La obra de Karl Marx y las ciencias sociales”, El Norte de Castilla, abril 1983 y “Nuestro Marx” [2]. Nos detenemos en este último trabajo porque en él están muchas de las claves de su lectura –libre, no usual y nada talmúdica- de la obra del revolucionario de Tréveris.
XVI
Sobre el Marx sin ismos. Índice y prólogo
Hasta 1997, Francisco Fernández Buey, entonces profesor en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, había publicado los siguientes libros (aparte de ediciones y de presentaciones):
- Lenin y su obra. Barcelona, Dopesa, 1977 (segunda edición: Barcelona, Dopesa, 1978).
- Ensayos sobre Gramsci. Barcelona, Editorial Materiales, 1978.
- Contribución a la crítica del marxismo cientificista. Barcelona, Edicions de la Universitat de Barcelona, 1984.
- Albert Einstein filósofo de la paz. Valladolid, Publicaciones del Centro de Información y Documentación para la Paz y el Desarme, 1986 [traducción italiana de Giuliana di Febo: Albert Einstein filosofo della pace, Roma, Gangemi Editore,1989].
- La ilusión del método. Ideas para un racionalismo bien temperado. Barcelona, Crítica, 1991 (2ª edición (bolsillo), Barcelona, Crítica, 2004).
- Discursos para insumisos discretos. Madrid, Ediciones Libertarias, 1993.
- Redes que dan libertad. Introducción a los nuevos movimientos sociales. Barcelona, Ediciones Paidos, 1994 (1º reimpresión, 1995; 2ª edición, con un prólogo para la nueva edición, agosto de 1999) [con Jorge Riechmann].
- La barbarie. De ellos y de los nuestros. Barcelona, Ediciones Paidós, 1995.
- La gran perturbación. Discurso del indio metropolitano. Barcelona, Destino, 1995 (nueva edición: Barcelona, El Viejo Topo, 2000).
- Ni tribunos. Ideas y materiales para un programa eco-socialista. Madrid, Siglo XXI, 1996 [con Jorge Riechmann].
El índice del libro es el siguiente:
Prólogo
I. Un joven romántico buscando su estilo
II. En la nave de los locos
III. De la crítica de la religión a la crítica de la política
IV. Un humanismo crítico pero también positivo
V. Un nuevo materialismo
VI. “Un fantasma recorre Europa...”
VII. Economía y crítica de la cultura burguesa
VIII. Matices, precisiones, sugerencias: una obra abierta
Lleva la siguiente dedicatoria: “Para Neus, para Eloy. En recuerdo de Manuel Sacristán y Giulia Adinolfi, comunistas, a los que amamos y de los que aprendimos”.
Se abre el prólogo del libro recordando que “Karl Marx ha sido, sin duda, uno de los faros intelectuales del siglo XX”. Muchos trabajadores del mundo llegaron a entender, a través de su palabra, “al menos una parte de sus sufrimientos cotidianos, aquella que tiene que ver con la vida social del asalariado. Muchos obreros, que apenas sabían leer, le adoraron”. En su nombre, apuntaba el autor, “se han hecho casi todas las revoluciones político-sociales de nuestro siglo”. Y en nombre de su doctrina se había elevado también la barbarie del estalinismo. En contra de la doctrina que se creó en nombre de aquel gran filósofo hegeliano crítico se habían alzado casi todos los movimientos reaccionarios del siglo XX.
El siglo acababa. Prácticamente, salvadas las excepciones conocidas, toda forma de poder que había navegado durante estos últimos cien años bajo la bandera del comunismo había muerto ya. “No sabemos todavía lo que darán de sí las "revoluciones pasivas" de este final del siglo XX, que han nacido del temor al espectro del comunismo y del horror que produjo la conversión de la doctrina comunista en Templo. Sería presuntuoso anticipar lo que se dirá en el siglo XXI sobre esta parte de la historia del siglo XX.”. Una cosa parecía segura en todo caso: en el siglo XXI, cuando se lea a Marx, se le leerá como se lee a un clásico. “A veces se dice: los clásicos no envejecen. Pero eso es una impertinencia: los clásicos también envejecen. Aunque, ciertamente, de otra manera”. ¿Qué era entonces un clásico? Un clásico “es un autor cuya obra, al cabo del tiempo, ha envejecido bien (incluso a pesar de sus devotos, de los templos levantados en su nombre o de los embalsamamientos académicos)”. Marx, para FFB, era un clásico, un clásico interdisciplinario, un clásico “de la filosofía mundanizada, del periodismo fuerte, de la historiografía con ideas, de la sociología crítica, de la teoría política con punto de vista. Y, sobre todo, un clásico de la economía que no se quiere sólo crematística”. Su amigo y compañero Sacristán se había expresado en 1983 en términos similares:
[…] Por un lado, está claro que Marx es un clásico, un autor que no se puede borrar. Por otra parte, es un pensador que tiene su fecha: no se puede ser un clásico sin que los años hayan decantado esta condición. Luego, también me parece claro que la obra de Marx es compleja, muy rica y que en ella el aspecto científico sólo representa una parte porque, además, hay elementos de filosofía, ética y política. (...)Además, su enfoque totalizador, lo que con léxico hegeliano se llamaría dialéctico, ha hecho época en las ciencias sociales y está tan vivo como el primer día. Por último, la visión general de la evolución de la sociedad que hacía Marx está siendo suficientemente corroborada, en mi opinión, por lo que estamos viviendo: aunque ahora aparecen datos nuevos que Marx no podía ni imaginar, particularmente por lo que hace al crecimiento de ciertas fuerza productivas y destructivas.
Contra lo que se decía a veces, no fue Marx quien había exaltado el papel esencial de lo económico en el mundo moderno: Marx se limitó a tomar nota de lo que estaba ocurriendo bajo sus ojos en el capitalismo del siglo XIX. “Fue él quien escribió que había que rebelarse contra las determinaciones de lo económico. Fue él quien llamó la atención de los contemporáneos sobre las alienaciones implicadas en la mercantilización de todo lo humano. Leen a Marx al revés quienes reducen sus obras a determinismo económico”. De la misma forma que leyeron Maquiavelo al revés “quienes sólo vieron en su obra desprecio de la ética en favor de la razón de Estado”. Tambén Sacristán había insistido en este nudo en su artículo sobre “Materialismo” para la enciclopedia Larousse de 1967:
El materialismo histórico es pues una concepción metacientífica de la historia, basada esencialmente en la decisión metodológica (metacientífica) que atribuye a la economía un papel fundamental en el conocimiento histórico y a lo económico una función análoga en la vida histórica. Pero la doctrina se completa subrayando que el papel básico de lo económico es básico también en el sentido de no integral: es también “meramente básico”. Con esto el materialismo histórico se distingue del economicismo, reducción de todos los fenómenos a economía. Según el materialismo histórico han de admitirse como formaciones reales históricas todas aquellas que, naciendo de la base económica, cristalizan luego a otros niveles o con otras cualidades. Un ejemplo destacado de estas formaciones o fuerzas es la consciencia de la clase obrera, que con su acción puede intervenir decisivamente no ya en la vida histórica en general, sino incluso en el fundamento económico de ésta, alterando, por ejemplo, la tasa del beneficio. Con ese reconocimiento de las formaciones y fuerzas que, aunque de génesis económica, se despliegan sin embargo en otros planos, el materialismo histórico es manifiestamente un materialismo dialéctico, o sea, no mecanicista, no reductivo...
Marx no cabía en ninguno de los cajones en que se ha dividido el saber universitario en este fin de siglo.
Pero estaba siempre ahí, al fondo, como el clásico con el que había que dialogar y discutir cada vez que se abre uno de estos cajones del saber clasificado: economía, sociología, historia, filosofía. No era poco. Cuando uno entraba en la biblioteca de Marx la imagen con la que salía era es la de que allí había vivido y trabajado un "hombre del Renacimiento". “Tal es la diversidad de temas y asuntos que le interesaron. Y eso que lo que él llamaba "la ciencia", su investigación socioeconómica de las leyes o tendencias del desarrollo del capitalismo, la hizo, casi toda, en una biblioteca que no era la suya: la del Museo Británico” (Tampoco está Francisco Fernández Buey alejado de esta imagen de hombre, de ser humano renacentista).
Una obra que no cabía en los cajones clasificatorios de nuestros saberes académicos era siempre una obra incómoda y problemática. Ante ella cabían dos actitudes tan típicas como socorridas: “una es la de los devotos. Consiste en proclamar que el Verdadero y Auténtico Saber es, contra las clasificaciones establecidas por la Academia, el de Nuestro Héroe. La otra actitud consiste en agarrarse a los cajones y despreciar el saber incómodo, como diciendo: “si alguien no ha sido filósofo profesional, ni economista matemático, ni sociólogo del ramo, ni historiador de archivos, ni neutral teorizador de lo político, es que no es nada, o casi nada”. La primera actitud convierte al clásico en “un santo de los que ya en su tierna infancia se abstenían de mamar los primeros viernes” (aunque fuera un santo laico). La segunda actitud no es mejor: “ningunea al clásico y recomienda a los jóvenes que no pierdan el tiempo leyéndolo (aunque luego éstos acaben revisitándolo casi a escondidas)”. Ninguna de estas dos opciones fue la opción del marxismo sin ismos de Francisco Fernández Buey.
PS. Una posición no muy distanciada de lo último nudo apuntado por FFB puede verse también en la presentación que Manuel Sacristán escribió para su Antología de Gramsci:
El criterio en que se basaba la antología, señalaba el autor de Panfletos y materiales, era “la intención de presentar al lector una imagen concreta -puesto que no puede ser completa- de la obra de Antonio Gramsci, entendiendo por “obra” lo producido y lo actuado, el fruto del poieîn y el del práttein”. Esa intención no se inspiraba principalmente en el deseo de reconstruir la individualidad de Gramsci sino “en la necesidad de pasar por encima de las clasificaciones académicas tradicionales cuando se quiere entender el pensamiento revolucionario”. Para que haya pensamiento revolucionario, sostenía Sacristán, tenía que “haber ruptura con la estructuración del pensamiento culturalmente consagrado”. Y para que el pensamiento revolucionario pudiera lograrse, “esa ruptura tiene que responder a la naturaleza de las cosas, no ser veleidad de decadente harto de ciencia aprovechada, pero no entendida”.Y añadía:
Del mismo modo que Marx no ha sido ni economista, ni historiador, ni filósofo, ni organizador, aunque aspectos de su “obra” se puedan catalogar académicamente como economía, historia, filosofía, organización político-social, así tampoco es Gramsci un crítico literario, un crítico de la cultura, un filósofo o un teórico político. Y del mismo modo que para la obra de Marx es posible indicar un principio unitario -aquella “unión del movimiento obrero con la ciencia”- que reduce las divisiones especiales a la función de meras perspectivas de análisis provisional, así también ofrece explícitamente la obra de Gramsci el criterio con el cual acercarse a la “obra” íntegra para entenderla: es la noción de práctica, integradora de todos los planos del pensamiento y de todos los planos de la conducta. En el caso de Gramsci la conveniencia de acentuar la unidad práctica de la “obra” parece obvia, porque las publicaciones antológicas en lengua castellana no se han beneficiado casi hasta ahora de la disponibilidad, desde hace años, de numerosos escritos políticos juveniles en los que se manifiesta inequívocamente la raíz de todo el hacer de Gramsci.
XVII
Más sobre el prólogoUna obra que no cabía en los cajones clasificatorios de nuestros saberes académicos, señalábamos, era siempre incómoda y problemática. Ante ella cabían dos actitudes: la de los devotos y la que consistía en agarrarse “a los cajones y despreciar el saber incómodo”. Ninguna de estas dos opciones fue la opción de FFB. Así lo señalaba en el prólogo de su Marx sin ismos. La primera actitud convertía al clásico “en un santo de los que ya en su tierna infancia se abstenían de mamar los primeros viernes (aunque sea un santo laico)”; la segunda ninguneaba, de hecho, al clásico “y recomienda a los jóvenes que no pierdan el tiempo leyéndolo”. Si el clásico tenía que ver, además, con la lucha de clases y había tomado partido en ella, como era el caso de Marx, la cosa se complicaba. “Los hagiógrafos convertirán la Ciencia de Nuestro Héroe en Templo y los académicos le imputarán la responsabilidad por toda villanía cometida en su nombre desde el día de su muerte. Por eso, y contra eso, recordaba FFB, “Bertolt Brecht, que era de los que hacen pedagogía desde la Compañía Laica de la Soledad, pudo decir con razón: Se ha escrito tanto sobre Marx que éste ha acabado siendo un desconocido.”
¿Qué decir entonces de un conocido tan desconocido sobre el que se ha dicho ya de todo y, además, todo lo contrario? Al tan simple como lo siguiente: que lo mejor era leerlo, “como si no fuera de los nuestros, como si no fuera de los vuestros”, como se leía a cualquier otro clásico “cuyo amor el propio Marx compartió con otros que no compartían sus ideas: Shakespeare, Diderot, Goethe, Lessing, Hegel”.Tratándose de Marx, y en este país de todos los demonios y de todas apariencias en el que estábamos y estamos, convenía precisar un poco más: “leerlo, no "releerlo", como se pretende aquí siempre que se habla de los clásicos”.
Para releer de verdad a un clásico había que partir de una cierta tradición en la lectura. En el caso de Marx, aquí, en España, entre nosotros, no había apenas tradición. “Sólo hubo un bosquejo, el que produjo Manuel Sacristán hace ahora veintitantos años. Y ese bosquejo de tradición quedó truncado”. Y muy prematuramente: Sacristán falleció en 1985, a punto de cumplir 60 años. Hablando de Marx, casi todo lo demás habían sido lecturas fragmentarias e intermitentes, “lecturas instrumentales, lecturas a la búsqueda de citas convenientes, lecturas traídas o llevadas por los pelos para acogotar con ismos a los otros o para demostrar al prójimo, con otros ismos, que tiene que arrepentirse y ponerse de rodillas ante eso que ahora se llama Pensamiento Único”. Marx sin ismos, pues, esa era la intención del libro: “entender a Marx sin los ismos que se crearon en su nombre y contra su nombre”.
¿Quién había sido Marx entonces en opinión de FFB? Marx fue, de entrada, “un revolucionario que quiso pensar radicalmente, yendo a la raíz de las cosas”, un ilustrado crepuscular, un ilustrado opuesto a toda forma de despotismo “que siendo, como era, lector asiduo de Goethe y de Lessing, nunca pudo soportar el dicho aquel de todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Marx fue también un ilustrado con una acentuada vena romántica, “en muchas cosas emparentado con el poeta Heine, pero que nunca se dejó llamar "romántico" porque le producía malestar intelectual el sentimentalismo declamatorio y añorante”. Marx fue de joven un liberal que, con la edad y viendo lo que pasaba a su alrededor “se propuso dar forma a la más importante de las herejías del liberalismo político del siglo XIX: el socialismo”. Marx se hizo socialista y quiso convencer a los trabajadores de que el mundo podía cambiar de base, “de que el futuro sería socialista, porque en el mundo que le tocó vivir (el de las revoluciones europeas de 1848, el de la liberación de los siervos en Rusia, el de las luchas contra el esclavismo, el de la guerra franco-prusiana, el de la Comuna de París, el de la conversión de los EE.UU. de Norteamérica en potencia económica mundial) no había más remedio que ser ya -pensaba él- algo más que liberales”. Desde esa perspectiva, la idea central que Marx legó al siglo XX y a siglos posteriores, se podía expresar así: “el crecimiento espontáneo, supuestamente "libre", de las fuerzas del mercado capitalista desemboca en concentración de capitales; la concentración de capitales desemboca en el oligopolio y en el monopolio; y el monopolio acaba siendo negación no sólo de la libertad de mercado sino también de todas las otras libertades”. Lo que se llamaba "mercado libre" llevaba en su seno la serpiente de una contradicción explosiva, una nueva forma de barbarie. Rosa Luxemburg había traducido plásticamente esta idea en una disyuntiva (excluyente desde luego) muy del gusto de FFB hasta el final de sus días: (eco)socialismo (bien entendido y practicado) o barbarie.
Como Marx era muy racionalista, proseguía FFB, como aspiraba siempre a la coherencia lógica y como se manifestaba casi siempre con mucha contundencia apasionada, no era de extrañar que su obra estuviera llena de contradicciones y de paradojas. Como usaba mucho en sus escritos la metáfora aclaradora, y abusaba además de los ejemplos, “tampoco es de extrañar que algunos de los ejemplos que puso para ilustrar sus ideas se le hayan vengado y que no pocas de sus metáforas se le hayan vuelto en contra”. Así, apuntaba el no platónico profesor de filosofía política, era el mundo de las ideas.
Algunas de esas contradicciones llegó a verlas el propio Marx. Una de ellas, “la más honda, la menos formal, la más personal”, la vio incluso con humor negro: "Nunca se ha escrito tanto sobre el capital -dijo el autor de El capital- careciendo de él hasta tal punto". Otras de esas contradicciones le hicieron sufrir hasta el final de su vida: “Él, que no pretendió construir una filosofía de la historia, y que así lo escribió en 1874, tuvo que ver cómo la forma y la contundencia que había dado a sus afirmaciones sobre la historia de los hombres hicieron que, ya en vida, fuera considerado por sus seguidores sobre todo como un filósofo de la historia”. No lo era. Así se expresaban FFB, Sacristán y otros compañeros suyos en la carta de redacción de mt en el primer aniversario del fallecimiento de Marx:
[…] También es verdad que, si Marx puede ser de todos, será porque esté más o menos exorcizado y ya no se teman de él efectos maléficos. Pero la exorcización de Marx es un asunto complicado, y decir que ahora ya se ha conseguido es caer en un error: como notó Gramsci, ya en otras ocasiones anteriores se ha creído a Marx exorcizado. Gramsci pensaba en los grandes burgueses rusos de finales del siglo pasado y comienzos de éste, para los cuales, decía, El Capital debió de ser libro de cabecera, puesto que con su esquema de filosofía de la historia les prometía el indefectible adviento de un capitalismo perfecto. Pero aquellos grandes burgueses se equivocaron al creerse al pie de la letra las leyes y necesidades que encontraron categóricamente enunciadas en El Capital y en otros escritos del Marx que se podría llamar clásico. Exactamente igual se equivocaron los bolcheviques, que creyeron también en todas aquellas necesidades y determinaciones infalibles. Si el error de los primeros se inscribió principalmente en los hechos, pues ellos nunca pudieron presidir un capitalismo inglés en Rusia, el de los segundos tiene además documentación autógrafa de Marx: las cartas, hoy célebres pero entonces desconocidas, a Otetschestwennyje Sapiski [Anales de la Patria] y a Vera Sassulich, en las que Marx relativiza lo más especulativo de su sistema, limitándolo a los países de la Europa Occidental, y, sobre todo, renuncia explícitamente a la filosofía de la historia. Al final de su vida, Marx no pronosticaba nada “necesario” ni “determinado” ni a los primeros ni a los segundos; por lo que se puede suponer que su pensamiento acabó desembocando más allá de las confortadoras seguridades con que lo exorcizaron burgueses y déspotas. Cuando se lee a Marx sin seguir creyendo en más de una “necesidad histórica” de la que se desprendían previsiones de cumplimiento dudoso, cuando no claramente contradichas por los hechos, ¿qué valor se aprecia principalmente en sus escritos? Ante todo, el de ser lugares clásicos de la tradición revolucionaria. La obra de Marx se coloca en la sucesión de los que, en nombre de Dios o de la razón, han estado en contra de la aceptación “realista” de la triste noria que es la historia de la especie humana, vuelta tras vuelta de sufrimientos no puramente naturales y de injusticias producidas socialmente. Dentro de esa tradición, Marx se caracteriza por haber realizado un trabajo científico fuera de lo común. Pero, precisamente, no hay trabajo científico cuyos frutos estén destinados a durar para siempre, como no sea en las ciencias que no hablan directamente del mundo.
Por lo demás, Marx que despreciaba todo dogmatismo, que tenía por máxima que había que dudar de todo y que presentaba la crítica como forma de hacer entrar en razón a los dogmáticos, “todavía tuvo tiempo de ver cómo, en su nombre, se construía un sistema filosófico para los que no tienen duda de nada y se exaltaba su método como llave maestra para abrir las puertas de la explicación de todo.” Este Marx (sin ismos) tenía algo de paradójica grandeza y de conflicto interior no asumido apuntaba FFB: “creyó que la razón de su vida era dar forma arquitectónica a la investigación científica de la sociedad, pero dedicó meses y meses a polemizar con otros sobre asuntos políticos que hoy nos parecen menores. Creyó que la historia avanza dialécticamente por su lado malo (e incluso por su lado peor), y tal vez acertó en general, pero no pudo o no supo prever que la verdad concreta, inmediata, de esa razón fuera a ser otra forma de barbarie. ¿Acaso podemos, entre humanos, hablar de progreso tan en general?”.Marx amó tanto la razón ilustrada que se propuso -y propuso de paso a los demás- un imposible: hacer del socialismo (o sea, de un movimiento social, político, de un ideal) una ciencia. Cuando el siglo XX estaba acabando, FFB se preguntaba si no hubiera sido mejor conservar para eso la vieja palabra de “utopía”, seguir llamando al socialismo como lo llamaban el propio Marx y sus amigos cuando eran jóvenes, y como él mismo y Sacristán nombraron durante décadas: pasión razonada o razón apasionada. Empero, en un siglo tan positivista y tan cientificista como el que Marx maduro inauguraba, tampoco podía resultar extraño identificar la ciencia con la esperanza de los que nada tenían. Hasta es posible –conjeturaba brillantemente FFB- “que por eso mismo, por esa identificación, los de abajo le amaran luego tanto” [2].
Notas
[1] FFB, Marx sin ismos. El Viejo Topo, Barcelona, 1998.
[2] Era seguro, añadía, que por eso “casi todos los poderosos le odiaron y aún le odian (cuando no se quedan con su ciencia y rechazan su política)”. Marx quería el comunismo “pero no lo quería crudo, nivelador de talentos, pobre en necesidades”. Aunque su tono a veces profético, “como el del trueno, parecía negar el epicúreo que había en él. ¿Será el escándalo moral que produce la observación de las desigualdades sociales lo que hace proféticos a los epicúreos?”. Marx estableció sin pestañear que “la violencia es la comadrona de la historia en tiempos de crisis; pero al mismo tiempo criticó sin contemplaciones la pena de muerte y otras violencias”. Del mismo modo, Marx postuló que la libertad consiste en que el Estado deje de ser un órgano superpuesto a la sociedad para convertirse en órgano subordinado a ella, “aunque al mismo tiempo creyó necesaria la dictadura del proletariado para llegar al comunismo, a la sociedad de iguales”. El Marx que se leerá en el siglo XXI “nunca hubiera llegado a imaginar que un día, en un país lejano cuya lengua quiso aprender de viejo sería objeto de culto cuasirreligioso en nombre del comunismo, o que en otro país, aún más lejano, y del que casi nada supo, se le compararía con el sol rojo que calienta nuestros corazones”. Aquel tono profético con el que a veces trató de comunicar su ciencia a los de abajo “tal vez implicaba eso. O tal vez no”. Quizás, apuntaba FFB, “el que esto haya ocurrido fue sólo la consecuencia de la traducción de su pensamiento a otras lenguas, a otras culturas. Toda traducción es traición. Y quien traduce para muchos traiciona más.”
XVIII
Marx y el comunismo moderno“Marx sin ismos digo. Pero ¿es eso posible? Y ¿no será eso desvirtuar la intención última de la obra de Marx? ¿Se puede separar a Marx de lo que han sido el marxismo y el comunismo modernos? ¿Acaso se puede escribir sobre Marx sin tener en cuenta lo que han sido los marxismos en este siglo? ¿No fue precisamente la intención de Marx fundar un ismo, ese movimiento al que llamamos comunismo? ¿Y no es precisamente esta intención, tan explícitamente declarada, lo que ha diferenciado a Marx de otros científicos sociales del siglo XIX?”
Para contestar a esas preguntas y justificar el título del libro había que ir por partes. Marx fue crítico del marxismo. Así lo dejó escrito Maximilien Rubel “en el título de una obra importante aunque no muy leída”. Tenía razón. Que Karl Marx hubiera pretendido fundar una cosa llamada marxismo es más que dudoso. “Marx tenía su ego, como todo hijo de vecino, pero no era Narciso”. Era cierto, en cambio, que mientras Marx vivió había algunos que le apreciaron tanto como para llamarse a sí mismos marxistas. Pero también era cierto que él mismo dijo de sí mismo aquello de que “yo no soy marxista”. Con el paso del tiempo y la correspondiente descontextualización, la frase, tantas veces citada, había ido perdiendo el significado que tuvo en boca de quien la pronunció. Y tenía punta.
Escribir sobre Marx sin ismos era, pues, para empezar, restaurar el sentido originario de aquel decir de Marx. Nada menos. “Restaurar el sentido de una frase es como volver a dar a la pintura los colores que originalmente tuvo: leerla en su contexto”. Cuando Marx había dicho a Engels, un par de veces, entre 1880 y 1881, ya en su vejez, que “yo no soy marxista”, estaba protestando: “contra la lectura y aprovechamiento que por entonces hacían de su obra económica y política gentes como los “posibilistas” y guesdistas franceses, intelectuales y estudiantes del partido obrero alemán y “amigos” rusos que interpretaban mecánicamente El Capital.”
Por lo que se sabe de ese momento, Engels era la fuente, Marx dijo aquello riendo. Más allá de la broma quedaba un asunto serio: “a Marx no le gustaba nada lo que empezaba a navegar entre los próximos con el nombre de marxismo”. Desde luego: nada podemos saber de “lo que hubiera pensado de otras navegaciones posteriores”. Pero, por lo que sabíamos, se tenía pie a restaurar el cuadro de otra manera.
No querría engañar a nadie, apuntaba FFB: “hacer de restaurador tiene algunos peligros, el principal de los cuales es que, a veces, uno se inventa colores demasiado vivos que tal vez no eran los de la paleta del pintor, sino los que aman nuestros ojos”. Tratándose de los textos escrito pasaba algo parecido. Sea como fuere, afrontar ese riesgo valía la pena. Afrontarlo, ese era también el punto, “no tiene por qué implicar necesariamente declarase marxista”. Era otra cuestión, no había por qué entrar en ella.
De la seria broma metodológica del viejo Marx sólo podían deducirse razonablemente dos cosas.
Primera: al decir “yo no soy marxista” el autor de la frase “no pretendía descalificar a la totalidad de sus seguidores ni, menos aún, renunciar a sus ideas o a influir en otros”. Segunda: “para leer bien a Marx no hace falta ser marxista”. Quien quisiera serlo tendría que serlo, como pretendía el dramaturgo Heine Muller, necesariamente por comparación con otras cosas y con sus propios argumentos.
Quedaba todavía la otra pregunta: “¿se puede escribir hoy en día sobre Marx sin entrar en el tema de su herencia política, es decir, haciendo caso omiso de lo que ha sido la historia del comunismo en el siglo XX?” La respuesta de FFB: “no sólo se puede (pues, obviamente, hay quien lo hace), sino que se debe”. Se debe. Se debía distinguir entre lo que Marx hizo y dijo como comunista, como activista, y lo que dijeron e hicieron otros, a lo largo del tiempo, en su nombre y en nombre de su tradición. Querría argumentar esto un poco, comentaba FFB.
La prostitución del nombre de la cosa de Marx, el comunismo moderno, no era ya responsabilidad de Marx. Mucha gente pensaba que sí lo es e ironizaba ahora sobre que Marx debería pedir perdón a los trabajadores. FFB pensaba que no. “Las tradiciones, como las familias, crean vínculos muy fuertes entre las gentes que viven en ellas. La existencia de estos vínculos fuertes tiene casi siempre como consecuencia el olvido de quién es cada cual en esa tradición: las gentes se quedan sólo con el apellido de la familia, que es lo que se transmite, y pierden el nombre propio. Esto ha ocurrido también en la historia del comunismo. Pero de la misma manera que es injusto culpabilizar a los hijos que llevan un mismo apellido de delitos cometidos por sus padres, o viceversa, así también sería una injusticia histórica cargar al autor del Manifiesto comunista con los errores y delitos de los que siguieron utilizando, con buena o mala voluntad, su apellido”. Seamos sensatos por una vez añadía el marxista sin ismo FFB. “A nadie se le ocurriría hoy en día echar sobre los hombros de Jesús de Nazaret la responsabilidad de los delitos cometidos a lo largo de la historia por todos aquellos que llevaron el apellido de cristianos, desde Torquemada al General Pinochet pasando por el General Franco. Y, con toda seguridad, tildaríamos de sectario o insensato a quien pretendiera establecer una relación causal entre el Sermón de la Montaña y la Inquisición romana o española. No sé si en el siglo XVI alguien pensó que Jesús de Nazaret tenía que pedir perdón a los indios de América por las barbaridades que los cristianos europeos hicieron con ellos en el nombre de Cristo” [2]
¿Comparaciones odiosas, se preguntaba FFB? No conocía otra forma más ecuánime de hacer historia de las ideas. Lo había aprendido de Berlin, “con cuya obra sobre Karl Marx, muy conocida, discuto en este libro, precisamente porque en este caso Berlin no me parece ecuánime y porque discutiendo con los maestros se aprende”. Puesto ya a las comparaciones odiosas, añadía que también hay algo que aprender de la restauración historiográfica reciente de la vida y los hechos de Jesús de Nazaret: “que ha habido otros evangelios, además de los canónicos, y que el estudio de la documentación descubierta al respecto en los últimos tiempos (desde los evangelios gnósticos a algunos de los Manuscritos del Mar Muerto) muestra que tal vez esas otras historias de la historia sagrada estaban más cerca de la verdad que la Verdad canonizada”. En esa comparación se había inspirado para leer a Marx a través de los ojos de tres autores “que no fueron ni comunistas ortodoxos, ni marxistas canónicos, ni evangelistas: Korsch, Rubel y Sacristán”. Había varias cosas que diferencian la lectura de Marx que hicieron estos tres maestros. Pero había otras, sustanciales para FFB, en las que coincidían: “el rigor filológico, la atención a los contextos históricos y la total ausencia de beatería no sólo en lo que respecta a Marx sino también en lo que atañe a la historia del comunismo”. También ellos hubieran podido decir -de hecho, lo dijeron a su manera- “que ellos no eran marxistas”. Sin embargo, “pocas lecturas de Marx seguirán siendo tan estimulantes como las que ellos hicieron.”
En cuanto a la relación entre Marx y el comunismo moderno, no sólo le parecía presuntuoso -sino manifiestamente falso- “deducir de la desaparición del comunismo como Poder la muerte de toda forma de comunismo”. Concluir tal cosa ahora, ya entonces, en 1998, era un contrafáctico, una afirmación contra los hechos: “en el mundo sigue habiendo comunistas, personas, partidos y movimientos que se llaman así”. Los había en Europa y en América, en Árica y en Asia. Los medios de comunicación, que habían publicado numerosísimas reseñas del Libro negro del comunismo, apenas si se habían fijado en ello, “pero, con motivo del 150 aniversario de la aparición del Manifiesto Comunista”, ese mismo año de 1988, se habían reunido en París “mil seiscientas personas, llegadas de Asia y de África, de las dos Américas y de todos los rincones de Europa, que coincidían en esto: la idea de comunismo sigue viva en el mundo” [FFB fue una de ellas]. Tampoco era habitual tener en cuenta la opinión de historiadores, filósofos y literatos que -como Alexander Zinoviev o Giorgio Galli- hacían entonces la defensa del comunismo, del otro comunismo, “sin ser comunistas y después de haber cantado en décadas pasadas verdades como las del lucero del alba que les valieron la acusación de anticomunistas”. Eran los otros ex, de los que casi nunca se hablaba, “los que cambiaron de otra manera porque atendieron, contra la corriente, a las otras verdades.”
Antes de ofrecerse como “fiscal para la práctica, tan socorrida, de los juicios sumarísimos en los que, por simplificación, se mete en un mismo saco a las víctimas con los victimarios”, convenía ponerse la mano en corazón y preguntarse sin prejuicios “por qué, como decía el título de una película irónica, hay personas que no se avergüenzan de haber tenido padres comunistas, por qué, a pesar de todo, sigue habiendo comunistas en un mundo como en el nuestro”. Si seguía habiendo comunistas en este mundo era porque el comunismo de los siglos XIX y XX, el de los tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y padres de los jóvenes de entonces, no había sido sólo poder y despotismo. No. Había sido también “ideario y movimiento de liberación de los anónimos por antonomasia”. Un Libro Blanco del comunismo estaba pendiente de escribir o reescribir. “Muchas de las páginas de ese Libro, hoy casi desconocido para los más jóvenes, las bosquejaron personas anónimas que dieron lo mejor de sus vidas en la lucha por la libertad en países en los que no había libertad; en la lucha por la universalización del sufragio en países en los que el sufragio era limitado; en la lucha en favor de la democracia en países donde no había democracia; en la lucha en favor de los derechos sociales de la mayoría donde los derechos sociales eran ignorados u otorgados sólo a una minoría. Muchas de esas personas anónimas, en España y en Grecia, en Italia y en Francia, en Inglaterra y en Portugal, y en tantas otras partes del mundo, no tuvieron nunca ningún poder ni tuvieron nada que ver con el estalinismo, ni oprimieron despóticamente a otros semejantes, ni justificaron la razón de Estado, ni se mancharon las manos con la apropiación privada del dinero público”.
Al decir que el Libro Blanco del comunismo estaba por rescribir, FFB no estaba proponiendo la restauración de “una vieja Leyenda para arrinconar o hacer olvidar otras verdades amargas contenidas en los Libros Negros”. No era eso; ni siquiera estaba hablando de inocencia. Como había sugerido Brecht “tampoco lo mejor del comunismo del siglo XX, el de aquellos que hubieran querido ser amistosos con el prójimo, pudo, en aquellas circunstancias, ser amable”. La historia del comunismo del siglo XX tenía que ser vista como lo que era: como una tragedia. “El siglo XX ha aprendido demasiado sobre el fruto del árbol del Bien y del Mal como para que uno se atreva ahora a emplear la palabra “inocencia” sin más”.
FFB hablaba, pues, de justicia. La justicia era también cosa de la historiografía. ¿Qué historiografía se podía proponer a los más jóvenes?, ¿cómo enlazar la biografía intelectual de Marx con las insoslayables preocupaciones de nuestros días? Eran preguntas que se podían tomar como un reto intelectual: “tal vez la mejor manera de entender a Marx desde las preocupaciones de este fin de siglo no pueda ser ya la sencilla reproducción de un gran relato lineal que siguiera cronológicamente los momentos claves de la historia de Europa y del mundo en el siglo XX como en una novela de Balzac o de Tólstoi”. Durante mucho tiempo esa había sido la forma “natural” de comprensión de las cosas; “una forma que cuadraba bien con la importancia colectivamente concedida a las tradiciones culturales y, sobre todo, a la transmisión de las ideas básicas de generación en generación”. Pero seguramente, señalaba el profesor de humanidades de la UPF, ya no era la forma adecuada. “El gran relato lineal no es ya, desde luego, lo habitual en el ámbito de la narrativa. Y es dudoso que pueda seguir siéndolo en el campo de la historiografía cuando la cultura de las imágenes fragmentadas que ofrecen el cine, la televisión y el vídeo ha calado tan hondamente en nuestras sociedades”. El posmodernismo era la etapa superior del capitalismo y, como había escrito su admirado Berger con toda la razón, “el papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir”.
Así había sido y así era. Si así había sido y así era entonces, a quienes se habían formado ya en la cultura de las imágenes fragmentadas había que hacerles una propuesta distinta del gran relato cronológico para que se interesasen por lo que Marx fue e hizo, una propuesta que restaurase mediante imágenes fragmentarias la persistencia de la centralidad de la lucha de clases. FFB sugirió ideas sobre ello en los compases finales de este prólogo.
Me detendré ahora en algunos pasajes de los capítulos que componen Marx sin ismos, un libro, que como los buenos vinos o los clásicos, crecen con el tiempo.
Notas
[1] FFB, Marx sin ismos. El Viejo Topo, Barcelona, 1998.
[2] Añadía FFB: “Sólo conozco a uno que, con valentía, escribió algo parecido a esto. Pero ese alguien no dijo que el que tuviera que pedir perdón fuera Jesús de Nazaret; dijo que los que tenían que hacerse perdonar por sus crímenes eran los cristianos mandamases contemporáneos.”. Estaba haciendo referencia, claro está, a Bartolomé de Las Casas.
XIX
Jenny Marx, Karl Marx
“Sería un error construir a partir de las desgracias por las que Marx tuvo que pasar en la década de los cincuenta y de su resistencia moral algo así como una hagiografía, una leyenda dorada como la que suele trazarse de esos santos a los que, como decía Unamuno, para mayor edificación, se les presenta absteniéndose de mamar los viernes, ya desde su primera infancia” | Manuel Sacristán (1975)
“Un joven romántico buscando su estilo” es el título del primer capítulo del Marx sin ismos [1]. Una introducción biográfica. Pero eso sí, singular, con detalles desconocidos, con gusto, bien escrita, poniendo énfasis en la relación entre Karl y Jenny Marx, Jenny von Westphalen. FFB fue uno de los -no numerosos- marxistas que destacó este nudo esencial de la vida del revolucionario de Tréveris.
El compás inicial del capítulo: “Karl Marx nació, en 1818, en Tréveris (Trier), una pequeña villa de Renania de origen romano que históricamente había sido puente entre las culturas alemana y francesa. El año en que nació Marx la población de Tréveris apenas llegaba a los doce mil habitantes. La familia de Marx era hebrea, rabínica por ambas ramas: el abuelo paterno había sido rabino en la ciudad; el abuelo materno lo fue en Holanda. Su padre, Hirschel Marx, fue un jurista ilustrado que ejercía un cargo público de cierta importancia en representación de sus colegas ante los tribunales; se había convertido al protestantismo en 1817 e hizo bautizar a los hijos por la Iglesia Evangélica en 1824. Hirschel Marx era un ilustrado a la alemana: se consideraba kantiano y admirador de Voltaire, de Diderot, de Rousseau y de Lessing; la madre de Karl, Henriette Pressburg, holandesa de origen, no llegó nunca a aclimatarse del todo en Alemania aunque se bautizó también, siguiendo al marido, por conveniencias familiares […] Tampoco se puede decir que Karl Marx haya sido un niño precoz. Pasó los exámenes en el colegio con suficiencia, pero sin destacar gran cosa. En la enseñanza secundaria, que siguió en el Instituto Friedrich Wilhelm de Tréveris durante los años 1830-1835, recibió una sólida educación de orientación humanista. Fue el octavo de una clase de treinta y dos alumnos: bueno en lenguas clásicas, regular en religión, flojo en matemáticas y bastante flojo en historia. Sus profesores dejaron dicho de él que era estudioso, agudo y muy apasionado tanto en el hacer como en el escribir. Quienes le conocieron elogiaron sus redacciones sobre temas literarios y su capacidad en la comprensión de lenguas clásicas, aunque el director del Instituto consideró que los escritos del adolescente Karl Marx en alemán acusaban una exagerada búsqueda de la expresión insólita y pintoresca.
Sus condiscípulos de entonces le han recordado por la facilidad que tenía para inventar historias, por sus dotes de polemista y por el ímpetu con que trataba de imponer a los demás las opiniones propias. Parece que sus aficiones de adolescente eran sobre todo la poesía y la redacción de libelos. Tenía la pluma fácil pero enrevesada. En 1835, al acabar los estudios preuniversitarios, aquel joven escribía, en las entonces acostumbradas, casi obligadas, reflexiones sobre la elección de carrera, estas palabras: “La carrera que hay que elegir es aquella que nos proporcione la mayor dignidad posible y nos ofrezca el más amplio campo para actuar en beneficio de la humanidad y que nos permita acercarnos a la perfección, meta general para alcanzar la cual todo lo demás son medios. [...] Pues quien crea sólo para sí mismo tal vez puede convertirse en un célebre doctor, en un gran sabio o en un excelente poeta, pero no llegará a ser un hombre completo y verdaderamente grande”.
No está mal el texto joven-marxiano. Tampoco está nada mal el comentario de FFB: “Como todas las redacciones escolares de este tipo tampoco ésta [Escritos de juventud, 1982, 1, 1-4] tiene por qué ser considerada particularmente original. Lo más probable es que Karl Marx haya dicho en ella lo que sus profesores esperaban que dijera. Es natural que en un Instituto en el que, por lo que sabemos, predominaba el talante liberal, y con un padre como el que Karl tenía, la declaración de intenciones del chico cobrara resonancias del Emilio de Rousseau. De todas formas, los biógrafos han creído ver en esta redacción escolar el bosquejo adolescente de un tema que tuvo memorable expresión en el Hyperión de Hölderlin, y que éste compartió con el Goethe de Wilhelm Meister y con el Schiller de la Educación estética, a saber: la aspiración a la plenitud del desarrollo humano, a la superación de los límites impuestos por aquella división del trabajo sin la cual ninguna sociedad moderna puede funcionar; un tema que, sin duda, estaba en el ambiente de la Alemania de entonces, pero que ocuparía ya permanentemente a Marx desde los Manuscritos de París de 1844. No se fuerza nada la exégesis si se añade que esta aspiración a la plenitud del desarrollo humano omnilateral tiene relación directa también con la primera formulación marxiana, todavía poético-imaginativa, de la idea de “reificación” o “alienación”.
Jenny von Westphalen hace acto de presencia. Del modo siguiente: “Algunos biógrafos han exagerado este episodio de la vida de Marx refiriéndose a los prejuicios de la época ante la unión de una aristócrata (física e intelectualmente encantadora, según todos los testimonios) y un plebeyo (que, no era agraciado, tenía cuatro años menos que la novia y, para colmo, era de origen judío). Pero aunque hubo, desde luego, dificultades, éstas no fueron tantas, ni tan agudas y singulares como quiere la leyenda: la posición social de los Marx no era precisamente la propia de plebeyos, sino relativamente distinguida en la pequeña Tréveris; y, por otra parte, todo indica que el joven Marx tuvo una buena relación con Ludwig von Westphalen, el padre de Jenny, al que en 1841 dedicaría su tesis doctoral. Marx habló siempre del padre de Jenny con cordialidad y afecto y en una ocasión le calificó por escrito de “paternal amigo”. La verdad es que el joven Marx universitario admiraba en el padre de Jenny su cultura clásica, su amor al progreso y su “idealismo esplendoroso y convincente”. Fue Ludwig von Westphalen, el cual sabía griego y latín, hablaba inglés y conocía el español y el italiano, quien propuso a Marx algunas de sus principales lecturas literarias en las lenguas originales: Homero y los trágicos griegos, Dante, Shakespeare y Cervantes; autores, todos ellos, abundantemente citados todavía en sus obras de madurez. Es posible, además, que la conversación con este hombre, de ideas saintsimonianas, haya significado para el joven Marx la primera noticia de ideas vagamente socialistas. En cualquier caso, no hay documentos para argumentar que aquella simpatía de Karl Marx por su suegro no haya sido recíproca; los hay, en cambio, que atestiguan una buena y persistente relación de amistad entre Hirschel Marx y Ludwig von Westphalen”.
¿Y entonces? Lo siguiente: “De modo que el obstáculo principal en el inicio de aquella relación amorosa no parece haber sido la existencia de prejuicios raciales en la familia Von Westphalen sino más bien ciertas discrepancias político-religiosas de orden más general con el hermanastro de Jenny, Ferdinand von Westphalen (convertido en cabeza de familia después de la muerte de Ludwig) unidas a diferencias de opinión sobre cuestiones domésticas con repercusión económica para el futuro de las familias respectivas, diferencias aducidas, por cierto, tanto por parte de la madre de Jenny, Karoline Heubel, como por parte de la madre de Karl después de la muerte de su marido. El propio Karl Marx, ya viejo, quiso quitar importancia a los supuestos prejuicios familiares que, según se decía, dificultaron la relación con Jenny en los años de juventud. Cuando en 1881 Charles Longuet, su yerno, publicó en el periódico parisino Justiceuna necrológica de Jenny von Westphalen en la que contaba que ésta tuvo que superar los prejuicios raciales para casarse con el hijo de un abogado judío, Marx replicó: ‘Esa historia es una pura invención. No hubo prejuicios que superar”. Fuera cierta o no la historia, se entiende la contundencia marxiana.
FFB vuelve al poco sobre la relación entre aquellos dos revolucionarios alemanes, fuertemente comprometidos: “Pero la pasión intelectual le resultaba al joven estudiante berlinés insatisfactoria. A ella se superpone constantemente la pasión amorosa alimentada, como suele ocurrir, por las reticencias familiares y por la distancia de la persona amada. Poco después de llegar a Berlin, todavía en 1836, el joven Karl escribe sobre el descubrimiento de un mundo nuevo: “el mundo del amor”. Y cuando Jenny von Westphalen, enamorada pero discreta, le prohíbe, en tono cortés y educado, que continúe una correspondencia que la hace llorar más de una vez, Marx describe el propio estado de ánimo hablando de “ebriedad nostálgica” y ve su alma llena de fantasmas. Eran seguramente los fantasmas de un nuevo romanticismo en el que la añoranza interior y la nostalgia, confesadas al padre, contrastan con la expresión grandilocuente de los sentimientos en uno de los poemas dedicados a la amada: Arrogante, con flameantes vestiduras,/ el corazón transfigurado por la luz,/ orgulloso, abandono obligaciones y ataduras,/ piso firme por anchas salas,/ revelo ante tu semblante el dolor/ y los sueños se convierten en el árbol de la vida.”
Jenny, desde luego, tuvo su innegable influencia en asuntos centrales. Así lo explica FFB en reflexión singular: “Si hemos de juzgar por algunos testimonios de los interesados, las reservas de Jenny von Westphalen sobre el estilo literario del joven Marx algo debieron influir en la posterior corrección de la prosa de éste. Jenny, que sería luego copista de varias de las obras de su marido y oidora paciente de las poesías del ya maduro Heine en París, recriminaba así al joven esposo:
”Por favor, no escribas en tan amargo e irritado estilo. Escribe llanamente y de modo preciso, con gracia y con humor. Por favor, corazón mío, deja que la pluma corra por las páginas, y aun si en ocasiones tropieza y desafina y repite frases, ahí estarán, con todo, tus pensamientos, enhiestos como granaderos de la vieja guardia, resueltos y bravos [...] ¿Qué importa si su uniforme cuelga con desaliño y no está bien abrochado? Mira qué elegantes parecen los uniformes sueltos, ligeros, de los soldados franceses. Piensa en nuestros rebuscados prusianos. ¿No te da eso escalofríos? Deja que los participios corran y pon las palabras donde quieran ir. Semejante tropa no debe marchar con demasiada regularidad”.Jenny estaba apuntando ahí una de las debilidades de la obra de Marx (y no sólo en los años de juventud): su constante dificultad para la expresión franca y equilibrada de los sentimientos, la falta de educación sentimental. A pesar del interés que ello puede tener, puesto que Marx ha buscado siempre “una forma artística” para sus ideas, no se ha hecho todavía, que yo sepa, una comparación entre el estilo del joven Marx y el de Jenny von Westphalen. Cierto es que tampoco han quedado muchos escritos de la Jenny de esta época (ni de los años siguientes), pero lo que ha quedado es suficiente para llamar la atención acerca del profundo contraste existente entre la redacción sencilla, meridiana, con deliciosos toques de humor e ironía, de ella y la forma crispada, altisonante y muchas veces amarga, de él. Compárese, por ejemplo, el tono de los poemas anteriores con estas palabras de Jenny von Westphalen escritas unos pocos años después de recibir aquéllos: “Aunque en la última conferencia entre las dos grandes potencias no se haya estipulado nada al respecto y ningún acuerdo haya sido tomado en lo que respecta al asunto de la apertura de una correspondencia, y aunque, por consiguiente, no existe ningún medio para forzarla, la pequeña aristócrata de cabellos mal rizados se siente interiormente impulsada a iniciar la danza de los sentimientos de amor y reconocimiento más profundos, de los más íntimos a tu consideración, mi querido, mi bueno, mi único pequeño hombre de mi corazón. Pienso que tú no has sido jamás tan amante, tan dulce, tan afectuoso; y, sin embargo, cada vez que me dejabas quedaba desalentada porque hubiese querido que regresaras de nuevo para decirte una vez más cuánto te amo, cuánto te amo verdaderamente. La última vez partiste triunfante y no sé cuánto le costó a mi corazón aquel momento en que ya no te vi ante mí en carne y hueso, sino sólo ante mi alma tu imagen fiel, tan limpia, con toda su angelical dulzura, con su bondad, con la nobleza de su amor y el resplandor de su espíritu. ¡Si estuvieras aquí, mi Karlenchen querido, cuán dispuesta a la felicidad encontrarías a tu valerosa mujercita! Si por lo que fuera tuvieras alguna queja de mí yo no tomaría contra ti medidas disciplinarias, posaría mi cabeza con paciencia sobre tu corazón ofreciéndosela al joven villano. ¿Quién? ¿Cómo? Luz, ¿qué luz? ¿Recuerdas todavía nuestra conversación al caer la noche, las señales que intercambiábamos, las horas en que dormitábamos juntos? Mi querido corazón, ¡qué bondadoso eres, cuánto me quieres, qué complaciente eres y qué contento te siento! ¡Qué brillante es tu imagen, victoriosa ante mí, y cómo aspira mi corazón constantemente tu presencia, cómo se estremece por ti en el placer y en el éxtasis, cómo te sigue, temeroso, en tus caminos!..!
FFB concluye este punto: “Es difícil decidir acerca de qué motivo influyó más en la renuncia del joven Marx a la poesía romántica: si las consideraciones críticas del padre, que pagaba los estudios, las reticencias de Jenny von Westphalen sobre el estilo del amado o la desilusión del interesado respecto del propio talento en este ámbito (como sugiere Mehring). Probablemente las tres cosas influyeron. Pero lo cierto es que, aunque todavía en 1841 Marx hizo publicar un par de sus poemas juveniles en la revista Atheneum de Berlín, y a pesar de sus relaciones con algunos de los grandes poetas alemanes de la época, desde 1839 sus intereses intelectuales iban a centrarse sobre todo en la filosofía y el periodismo político. Mijail Lifschitz, que estudió con detenimiento la evolución de las ideas de Marx sobre arte y literatura, tiende a quitar importancia en esto a las vivencias personales y considera que el alejamiento de Marx del romanticismo literario fue la expresión de un proceso intelectual más amplio al que no habría sido ajena la aproximación a la filosofía hegeliana y, en particular, la lectura marxiana de la Estética de Hegel con su teoría del ocaso inevitable del arte en la sociedad de la época moderna. Puede ser. Pero al estimar los motivos del alejamiento de Marx del movimiento romántico propiamente dicho hay que tener en cuenta, además, la decepción (que él compartió con los jóvenes hegelianos) ante el “romanticismo coronado” representado desde 1840 en Alemania por Federico Guillermo IV. Pues, en efecto, poco a poco el romanticismo oficial alemán fue perdiendo el inicial impulso crítico y rebelde para identificarse con la defensa del Estado cristiano en Prusia más allá de las esperanzas constitucionales.”
El capítulo sigue en la misma senda, por la misma fuerza intelectual, con el mismo rigor, con la misma energía poliética. No veo mejor forma de finalizar este breve aproximación que la de recomendar su lectura completa -¡no se pierdan este Marx sin ismos- y reproducir esta carta de Jenny Marx a Engels, entonces en Manchester, escrita en Londres, en los alrededores del 17 de enero de 1870. Es la gran Jenny quien escribe:
“Querido señor Engels:
Raras veces quizá ha venido un hamper so à propos [1] como el de ayer. La caja fue abierta y los cincuenta esbeltos hombrecillos quedaron parados, en fila, en la cocina, cuando llegaron el Dr. Allen y su ayudante, un joven doctor escocés, para operar al pobre Moro, de manera que, inmediatamente después de la operación, el Moro y sus dos esculapios pudieron fortalecerse con el exquisito Braunenberger.
La historia esta vez fue, de nuevo, muy mala. Desde hace ocho días habíamos empleado todos los medios; compresas, albahaca, etc, etc, que muchas veces habían ayudado. Todo fue un vano. El absceso crecía constantemente, los dolores se hicieron intolerables y no se había producido ninguna abertura o suturación. Fue necesario cortar; entonces el Moro se decidió finalmente a dar el paso inevitable, llamar a un médico. Experimentó gran alivio después de la profunda incisión y, aunque hoy a la mañana, no está libre de dolores, en general está muchísimo mejor y espero que dentro de unos pocos días estará curado.
Pero ahora debo revelar, en contra de él, un registro formal de pecados. Desde que regresó de Alemania, sobre todo después de la campaña de Hannóver, se sentía indispuesto, tosía permanentemente y, en lugar de cuidarse, empezó a estudiar ruso a toda costa; salía poco, comía de modo irregular y sólo mostró el carbunco debajo del brazo después que éste ya estaba muy hinchado y endurecido. ¡Cuántas veces, mi querido señor Engels, he deseado calladamente, desde hace años, que usted estuviera aquí! Muchas cosas serían diferentes. Ahora espero que esta última experiencia le sirva de escarmiento.
Por favor, señor Engels, no haga ninguna alusión a esto en sus cartas. En este momento él se irrita con facilidad y se enojaría mucho conmigo. Pero, para mi desahogo, necesitaba abrir mi corazón a usted porque me siento impotente para cambiar en algo su modo de vida. Quizá se pueda arreglar con Gumpert para que hable en serio con él, cuando vuelva a Manchester. Es todavía el único médico en el que deposita confianza. En nuestra casa reina ahora un desprecio general hacia toda medicina y hacia todos los médicos; y, sin embargo, sigue siendo un mal necesario; sin ellos uno no se podría curar.
¿Qué me dice del segundo regalo de Año Nuevo que Laura nos ha hecho [2]? Espero que el ritmo veloz se detenga; si no, pronto podré cantar 1, 2, 3, 4, 5,--6-- -- -- ¡10 little nigger-boys! [3]Notas carta: [1] Un envío aquí, a tiempo. [2] Véase apéndice, carta 9. (MEW, págs. 707/708). [3] ¡Diez pequeños negritos!
Nota
[1] FFB, Marx sin ismos. El Viejo Topo, Barcelona, 1998, pp. 25-48.
XX
El joven Marx“En la nave de los locos” es el título del segundo capítulo del Marx sin ismos [1].
Las primeras colaboraciones de Marx en Rheinische Zeitung [Gaceta Renana de Política, Comercio e Industria] aparecieron en 1842, señala FFB. Marx tenía en esa fecha veintidós años. Para entonces había presentado ya la tesis doctoral en la Universidad de Halle. Inmediatamente después de presentarla se había visto obligado a renunciar a hacer carrera universitaria. Durante la primavera de aquel mismo año, “había decidido con Bauer, en Bonn, lanzarse a la batalla político-cultural. El padre de Jenny von Westphalen había muerto en marzo, Marx quería casarse y el periodismo aparecía ante él como el único medio de obtener los ingresos necesarios. Era Marx un joven con amplitud de miras intelectuales: había estudiado en la universidad jurisprudencia y filosofía del derecho, y, por su cuenta, literatura clásica, poesía romántica, historia del arte, filosofía de la religión, estética, etc. Uno de los exponentes de la izquierda hegeliana, Moses Hess, había dicho de él pocos meses antes que era “el único filósofo de verdad de los que viven ahora”. El elogio de Hess, en carta a Berthold Auerbach, es desmesurado: “Imagínate a Rousseau, Voltaire, Holbach, Lessing, Heine y Hegel, en una misma persona, juntos pero no revueltos, y tendrás la imagen del doctor Marx””. Para un joven que todavía no había publicado casi nada, señala FFB con razón, “por interesante que fuera su tesis doctoral inédita, eso es mucho.” Sin necesidad de hacer el esfuerzo de imaginación para saber qué podría ser la síntesis de tantos grandes, sí podía resumirse algunos de los rasgos característicos de “aquel joven que trataba de conciliar los estudios filosóficos con el periodismo político.”
Algunos nudos de este resumen:
“Se ha dicho ya que la cabeza del joven Marx era una fábrica de ideas en los años de Berlín. Lo siguió siendo. A la amplitud de miras intelectuales y a una sólida cultura filosófica unía Marx un carácter polémico y apasionado. Su filosofía era idealista. Su ideal: la libertad como autoconciencia. Su principal modelo filosófico era Hegel; sus poetas Heine y Goethe. Su modelo de vida, un Epicuro ilustrado, síntesis de las virtudes de la cultura helenista. El apasionamiento de Marx le llevaba a la expresión romántica.”En esa época, señala FFB, Marx era un devorador de libros. “Su método de trabajo consistía en hacer amplísimos extractos de los textos leídos para utilizarlos luego, casi siempre, en función crítico-polémica. Marx leía siempre discutiendo, dialogando con los autores de los libros, fueran éstos clásicos o contemporáneos, objetando, juntando pensamientos de los autores leídos con las propias reflexiones”. Ese mismo de trabajo fue usado en muchas ocasiones por Manuel Sacristán y también por el propio autor (hay muestras de ello en la documentación depositada en la Biblioteca de la UPF)
Igualmente, señala FFB, “la constante afirmación del pensamiento propio, en diálogo con los pensadores que le resultaban más próximos, hace inútiles las controversias de la marxología por determinar hasta qué punto el joven Marx fue hegeliano o feuerbachiano, o seguidor de Bauer, o de Ruge, o de Moses Hess, o de Heine. Todos esos autores estuvieron presentes en el joven Marx en mayor o menor medida. Con ellos dialogó y de ellos tomó ideas, giros, metáforas y pensamientos filosóficos”. En su opinión: “ninguno de ellos ha sido decisivo en la configuración del filosofar de Marx. Él aspiraba las ideas o los proyectos de los otros grandes con quienes congeniaba y las transformaba inmediatamente en pensamiento y proyecto propios, a veces mediante giros inesperados o por el procedimiento de ponerlos en relación con ideas procedentes de otros campos muy distintos de aquellos en los que se movían tales autores”.
Lo que acabaría configurando el peculiar filosofar de Marx, señala el marxista FFB,
“fue su capacidad para llevar al límite la tendencia holística, globalizadora, muy alemana, de relacionarlo todo con todo: de remontarse a la historia cuando trataba de hechos particulares contemporáneos, como los robos de leña o la miseria de los vendimiadores del Mosela; de hacer teoría del estado cuando el tema inicial era la cuestión judía; de descender a la sociología de la contemporaneidad cuando había de abordar temas clásicos de la filosofía del derecho; de introducir un enfoque de filosofía política donde el otro estaba hablando de sentimientos estéticos.”Esa forma de proceder era ya apreciable en los primeros escritos de Marx, parte de su originalidad como pensador, “pues el traslado de conceptos de unos campos del saber a otros rompe la compartimentación de los saberes, que era ya característica de la vida académica, da a la mirada intelectual un nuevo ángulo y permite la acuñación de nociones nuevas que actúan con un revelador de aspectos oscuros de la realidad. También es verdad que eso mismo hace difícilmente reconocibles a los autores de partida, incluso en aquellos casos en los Marx cita explícitamente al pensador que le ha sido motivo de su inspiración original”. Por otra parte, apunta FFB, el puntillismo crítico de Marx, “a veces demoledor”, había tenido algún efecto no deseado: los amigos de verdad le duraran poco tiempo.
“Hay ejemplos para estos años de juventud. Tal es el caso de su relación con Bauer, tutor de su tesis doctoral. Tal es el caso de su relación con Ruge, a cuya iniciativa debió Marx las primeras colaboraciones periodísticas. Engels, al que conoció algo después, en 1844, ya en París, sería la excepción. Pero la historia es así: la paradoja ha querido que la excepción de una amistad duradera resaltara sobre tantas otras rupturas.”Si se comparaban sus primeras tentativas literarias, la tesis doctoral misma, con los escritos de 1842-1843 “se tiene la impresión de que el estilo de Marx fue cambiando por su aproximación al periodismo” destacaba FF. “De la mezcla de géneros (filosofía y polemismo político doblado de referencias literarias) nació una forma de expresión muy notable. Pero el estilo de Marx seguía siendo a veces enrevesado, pleno de citas alusivas, muy dado a los símiles, a las metáforas, a las analogías, retorcido casi siempre en los desarrollos particulares, pero contundente y epigramático en las conclusiones. Pocas veces explicaba con calma y llanamente lo que tenía en la cabeza; cuando no criticaba aseveraba”. Ya en esta época Marx daba, formalmente, lo mejor de sí en los artículos periodísticos, en los ensayos cortos, “cuando hace a un lado sus cuadernos de notas con larguísimos extractos de ideas y argumentos de otros y expresa de manera positiva, clara e inequívoca, las conclusiones a que él mismo ha ido llegando.”
Se podría pensar por lo que hace a estos años de formación en Berlín, Colonia, Bonn y Kreuznach, apunta FFB, que “fue la censura prusiana lo que impidió a Marx materializar sus proyectos más teóricos”. No era ese el factor que más influyó: “en esta inconclusión no fue la existencia de la censura sino la enormidad de los temas que Marx se proponía y su dificultad para darles la forma expresiva adecuada. Tal vez por eso resulta tan laboriosa y complicada la reconstrucción analítica de su pensamiento iniciada durante estas últimas décadas”. Cuando se traducían-interpretaban las obras de Marx a un lenguaje analítico, digamos a la inglesa, siempre quedaba la impresión de que lo que se había ganado en claridad comunicativa se había perdido en fuerza expresiva. “Una cosa sí estaba clara para todos los conocidos de Marx: su potencia crítico-reflexiva y su introducción del análisis filosófico en el tratamiento de los problemas sociales contemporáneos iba a revolucionar el publicismo de la época. Fue esta dimensión de su obra lo que impresionó tan favorablemente a Arnold Ruge y motivó el ditirambo de Moses Hess. Por eso le llamaron a Colonia para que se hiciera cargo de la dirección de la Gaceta Renana.” Y por eso, concluía FFB este punto, “en esto seguro que acertaron.”
FFB apunta al filosofar mundanizado del joven Marx. Toma pie en una página publicada, en un contexto polémico, en la Gaceta Renana de 14 de julio de 1842.
“Decía Marx allí que la filosofía, y muy particularmente la alemana, tiene propensión a la soledad, al espíritu de sistema, a la autocontemplación. Y que esa propensión tiende a alejarla de las pasiones y conflictos cotidianos de los cuales se ocupa mayormente el periodismo. Es este espíritu de sistema, materializado en jergas muchas veces incomprensibles para los más, lo que hace por lo general de la filosofía algo antipático al ojo del profano. El hombre de la calle tiende a ver en la filosofía especulativa y sistemática algo así como un ejercicio autocomplaciente cuyos fórmulas no logra distinguir de las artes mágicas.”La razón de que esto hubiera sido tradicionalmente así era doble:
“de un lado, la ignorancia, la falta de formación; de otro, la persistencia de la filosofía licenciada en el espíritu de sistema meramente especulativo. Pero, en opinión de Marx, ni los filósofos nacen de la tierra como hongos ni la filosofía está fuera del mundo. Al contrario: las ideas filosóficas son fruto de la época, expresión de los más sutiles humores del pueblo en que han nacido. Y los de abajo deberían saber que tampoco el cerebro está fuera del hombre por el hecho de no estar ubicado en el estómago. Ahora bien, para que ese símil resulte verdaderamente comprensible a los más es menester algo así como una reforma de la filosofía. Y los filósofos tienen que ser conscientes de esa necesidad para estar a la altura de los tiempos. La reforma de la filosofía es precisamente su mundanización”.Por “mundanización” entendía Marx pasar del supuesto de que “la filosofía es la quintaesencia del espíritu de una época al contacto directo con los problemas, preocupaciones, aspiraciones y sufrimientos del mundo realmente existente en la época”.
Ese contacto tiene que ser una interrelación, una ósmosis, entre filosofía y mundo real. La descripción no sólo es excelente sino perspectiva esencial para entender el propio filosofar mundanizado del autor de Marx sin ismos. Él, como Marx, no ignoró
“que los sistemas históricos y la especulación filosófica en general, por abstractos que parezcan, tienen siempre una relación, un contacto, con el mundo real, con los problemas y los males del mundo. No está proponiéndose ni proponiendo a los otros la trivialidad de criticar todo filosofar por su carácter sólo especulativo o teórico. Lo que quiere decir lo dice con precisión: el contacto de la filosofía con el mundo real no debe ser sólo interiorización teórica de los problemas; tiene que ser también exteriorización de las ideas filosóficas, intervención en los asuntos del mundo cotidiano de la propia época. La relación que se propone no es de dirección única, sino intercambio recíproco”.El valor del filósofo no se le supone, hay que demostrarlo. La carga de la prueba estaba, está precisamente en el acercamiento a las cosas del mundo.
Para el contexto alemán en que vivía Marx eso quería decir: la filosofía deja así de ser sistema (especulativo) que se opone a otro sistema (también especulativo) y se hace filosofar del mundo presente. No sabía explicar yo el arco de pensamiento en el caso de FFB pero sí que, como en el caso del clásico, el filosofar del autor de La gran perturbación se hizo filosofar, y desde siempre, en el mundo presente. Un mundo amplio, desde luego, no provinciano.
Los otros apartados de este segundo capítulo –“Contra la lógica del egoísmo”, “Anatomía de la sociedad”, “No puedo hacer nada en Alemania”, “Hacia la boda, en Kreuznach”, “Crítica de la burocracia”, “Con Hölderlin al fondo...”, “La disyuntiva”, “Sobre la historia diversamente percibida”, “ Los pueblos callan”, “La nave de los locos”, “Dos formas distintas de entender la esperanza”, “Cercano está el dios o rebelión en la nave de los locos”, “Crítica materialista de este valle de lágrimas”- son también imprescindibles.
El capítulo lo cierra FFB con las siguientes palabras:
“Marx pudo haber leído a Hölderlin el año de la muerte de éste, en 1843. Probablemente no lo leyó. Es posible que no lo haya leído por el desagrado que le produjo la traducción política que hizo Ruge del Hyperion. También es posible otra explicación: que su optimismo histórico le haya hecho simplemente preferir a Heine. Marx, influido por la filosofía de Feuerbach, pone, en septiembre de 1843 (un mes antes de abandonar Alemania con destino a París) el espíritu crítico y la independencia de criterio en el frontispicio de su programa de reforma moral e intelectual: “En esto precisamente consiste la ventaja de la nueva tendencia: nosotros no anticipamos dogmáticamente el mundo, sino que queremos encontrar el mundo nuevo a partir de la crítica del viejo. Hasta ahora los filósofos habían tenido lista en sus pupitres la solución de todos los enigmas, y el estúpido mundo exotérico no tenía más que abrir su morro para que le volasen a la boca las palomas ya guisadas de la Ciencia absoluta. Ahora la filosofía se ha mundanizado. La demostración más evidente de ello la da la misma conciencia filosófica afectada por el tormento de la lucha no sólo externa sino también internamente. No es cosa nuestra la construcción de futuro o de un resultado definitivo para todos los tiempos; pero tanto más claro está, en mi opinión, lo que nos toca hacer actualmente: criticar sin contemplaciones todo lo existente; sin contemplaciones en el sentido de que la crítica no se asuste ni de sus consecuencias ni de entrar en conflicto con los poderes establecidos. De ahí que no esté a favor de plantar una bandera dogmática; al contrario: tenemos que tratar de ayudar a los dogmáticos para que se den cuenta del sentido de sus tesis”.Si hay algo a lo que valga la pena llamar marxismo, concluye FFB, “ese algo nació de este talante, como vio muy bien, por cierto, el poeta y dramaturgo Bertolt Brecht y como recordaba hace ya algunos años el marxólogo Maximilien Rubel”.
Nota
[1] FFB, Marx sin ismos. El Viejo Topo, Barcelona, 1998, pp. 49-68.
Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir García)