Karl Marx ✆ Mark Stenson |
Gabriel Albiac |
“En la historia como en la
naturaleza, la podredumbre es el laboratorio de la vida” [1].
Marx fue, primero, eso: un modo de leer a Aristóteles. Del cual venía al autor
de El capital la primordial certeza de que nada de cuanto sucede en la vida de
los hombres puede ser entendido sino como metáfora de muerte: “La corrupción de una cosa es la generación
de otra y la generación de una la corrupción de otra” [2].
Llamamos vivo a lo que está muriendo. Eso oculta el sentimentalismo. Que es, en
filosofía, lo peor de todo. Mi Marx no tuvo nunca dimensión salvífica. De ningún orden:
ni en el wagneriano Walhalla de las finalidades históricas, ni en el castrado
meapilismo de las bondades humanitarias. Marx –no una persona, la “función
Marx”– era una máquina despiadada de análisis. Lo que a una obra teórica
académicamente seria debe exigírsele. Sólo. Para salvar o consolar, hay otras.
Creencias de diverso tipo, religiones trascendentes o mundanas. El pensamiento
no está para eso. Y, antes de haber leído con seriedad a Spinoza, la lectura
minuciosísima de El capital me había empapado de aquella convicción que hizo
del judío español de Ámsterdam el más anatemizado pensador del siglo XVII: la
certeza de que, para el que se dedica a la filosofía, sólo es digno non ridere,
non lugere neque detestari, sed intelligere. Sólo entender. A lo demás podían
dedicarse gentes de otros oficios. A los cuales, desde mi altivez juvenil de
entonces, yo despreciaba. Mi Marx, el del Capital, no me movía a transformar
ningún mundo: eso eran vulgaridades para ignorantes. Marx me daba los elementos
necesarios para entender el necesario horror de todos los mundos. Posibles. Por
eso mi marxismo no tuvo jamás el menor eco religioso. Ni programático.